Capítulo 28

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17/03/2018

Erin tenía la piel de gallina mientras abría la puerta de la habitación de sus padres e inmediatamente encendió la luz. Los electricistas habían reemplazado el sistema eléctrico de toda la casa, ella se encargó de limpiar hasta las esquinas más remotas para devolverle su esplendor hacia unas semanas y aunque aún faltaba trabajo que hacer, el proceso de restaurar su hogar avanzaba a grandes pasos. Pero incluso así, retrasó el hecho de entrar a ese cuarto. 

Caminó lentamente en el interior, observó las paredes empapeladas de un tapiz oscuro con flores, el armario gigante y el tocador de su madre repleto de perfumes. Hacía frío, una gélida atmósfera densa. El cofre de Dalan Mckenna continuaba en el rincón de la habitación con sus botas colocadas sobre él; tembló viendo la cama de mantas blancas perfectamente tendida y polvorienta. Con premura se acercó al lado en que dormía su padre, se sentó allí aguantando la respiración y recordó ese día:

La Erin de once años espiaba por la ventana de su habitación, su tía Moira estaba sentada en el mural de piedra mientras lloraba y jugaba con una rosa seca; ella había hablado con su padre más temprano y al parecer discutieron o eso suponía. Su madre hacia compras en el pueblo, prepararía la comida favorita de Dalan esa noche.

Personalmente le dolía ver a su tía en ese estado, se molestó con su progenitor porque la hubiera hecho llorar y en un arranque de coraje se decidió por inmiscuirse en la situación. Salió de su cuarto y con paso ruidoso se encaminó al cuarto al otro lado del pasillo. Preguntaría a su padre directamente sobre las lágrimas de la mujer más bella que conocía, tocó la puerta insistente mientras apartaba su cabello a manotazos.

No le contestaron.

Como una rebelde entró sin invitación, apretando los puños se paró junto a la cama y descubrió que su padre dormía bajo las mantas. Tuvo un asalto de culpa al ver su pálido rostro delgado, sus mejillas hundidas le generaban pinchazos en el corazón; cubría su cabeza con un gorro de lana porque detestaba que otros notaran la caída de su cabello.

—¡Papá, despierta! ¿Qué le dijiste a la tía Moira? La hiciste llorar —renegó molesta.

Él no abrió los ojos ni movió un músculo.

—¡Papá, te estoy hablando! —exclamó sacudiendo su hombro.

No despertó. Ella sufrió un escalofrío, él solía responder a su voz en cualquier circunstancia y respondía fuera de noche o día.

—¿Papi? —susurró nerviosa.

Sus labios empezaron a temblar y arrugó el mentón, desconocía el porqué, pero tenía un miedo descarnado que se cosía a su piel como una aguja sin anestesia. Negó enajenada, sus ojos verdes lloraron... no entendía por qué. Tocó el rostro del hombre y el espanto fue tal que retrocedió hasta chocar con la pared.

Su papá estaba frío. Muy, muy, muy frío.

—No... no... no —chilló enloquecida. Corrió hacia la cama y volvió a moverlo de un lado a otro— ¡No! ¡Abre los ojos! ¡Por favor, papá! ¡No me dejes sola!

Nada. Gritó alto y corrió hacia afuera, tenía las extremidades rígidas haciéndola sentir que se movía en cámara lenta, que cada segundo desperdiciado era un segundo más en el que el corazón de su padre estaba callado y su cuerpo frío. Dolieron sus pulmones pues no podía respirar, ardía su garganta abierta por el llanto y sus ojos se burlaron encegueciéndola con lágrimas transparentes. Se topó con su tía en las escaleras, el golpe las hizo tropezar sobre los escalones y si no fuera porque la mujer se sujetó con vehemencia del barandal hubieran caído.

Erin se aferró a la blusa amarilla de Moira, ya no lloraba si no que gritaba y aullaba como una niña lo hace al perder a la persona que más ama.

—¡Papi! ¡Papi, está frío! ¡Ya no me mira! —bramó incomprensible con la nariz goteando.

—No... puede... no, él... —tartamudeó ella sacudiendo la cabeza, su cara tan roja como su cabello y la humedad impregnada en sus mejillas. Apretó los dientes mientras la abrazaba casi hasta herirla—. Dalan, no... no...

—¡Papi no despierta!

Ni siquiera recordaba el tiempo que estuvieron allí, su mente se había ido volando y solo regresó cuando su madre llegó. Nessa no preguntó nada, pasó de las dos y subió a la habitación; al volver efectivamente les dijo que él estaba muerto.

Las cosas que pasaron después fueron una obra muy corta:

Dalan Mckenna murió un viernes, se le cremó en sábado y en lunes Moira robó sus cenizas para esparcirlas en un árbol torcido a un lado del río. Nadie se enfadó por eso, ni siquiera su madre porque habían sido los deseos de su padre antes de morir.

Ese mismo lunes en la noche, su tía vino a su cuarto y se acostó con ella en la cama. Por algún motivo, al ver el demacrado semblante de la mamá de Ivelisse con aquella familiar ausencia de espíritu; Erin sentía que las dos compartían el mismo dolor. Cogidas de la mano se miraron la una a la otra reflejándose como un espejo.

—¿Estas enfadada conmigo por lo que hice? —preguntó su tía con un hilo de voz.

—No, esas eran cenizas. Polvo. Él ya no está —respondió afónica—. Además, le gustaba mucho ese árbol.

—Sí, le gustaba mucho.

La niña arrugó la nariz peleando por dejar de llorar y fracasó con facilidad.

—Era el mejor papá del mundo... era el rey de las hadas y... sé que se fue, pero aún espero que venga a decirme buenas noches. Él ya no va a venir, tía... ya no está en ningún lado.

La mujer la abrazó y la pequeña sufrió con la inocencia de quien conoce la muerte por primera vez.

—Sí, él era el mejor —susurró Moira sollozando—. Siempre sonriendo, cantando y soñando... era un ángel que soñaba despierto.

—No puedo dejar de llorar ¿Qué hago?

Las manos de la mujer le acariciaban el cuero cabelludo y recorría con besos su coronilla.

—Está bien, cielo. Llora el tiempo que sea necesario. No permitas que las personas minimicen tu dolor, podrán decir que exageras y que lo olvides, pero la realidad es que no entenderán que estas sintiendo. Te duele a ti, no a ellos, por eso hablan restándole importancia. Puedes llorar todo lo que quieras y cuando estés lista, ellas se detendrán, cielo. Esto es algo que tu padre me enseñó. Debes saber que el dolor no cura fácil, pero te aseguro que no dura toda la vida. Pues cuando mires una rosa o escuches a un hombre reír con ese espantoso sonido de cerdito, pensarás en tu padre y recordarás las cosas bellas.

Erin dejó ir el aire que colapsaba su interior y respiró profundamente.

—¿Puedes llevarme contigo? —rogó miserable—. Me portaré bien, no pediré nada y seré silenciosa. Prometo que seré la niña perfecta, por favor...

El abrazo se tornó tan fuerte que la sensación de que sus pechos se fusionaban la distrajo.

—Shhh... no tienes que prometerme nada. Vendrán conmigo, tú y tu mamá vendrán conmigo, cielo.

No había sido una mentira, pues a la mañana siguiente, su madre le confirmó que se irían del país y cuando Erin preguntó quién cuidaría el jardín de rosas, Nessa le dio las palabras que dirigirían el resto de su vida:

—Nadie va a cuidar de esas rosas, voy a vender la casa.

—Pero papá las plantó, eran sus favoritas y se esforzó mucho en hacerlas crecer —dijo llorando.

—Dije que no, Erin.

—¿Puedo al menos llevarme una semilla? Las plantaré donde sea que vayamos, te juro que seré responsable y cuidaré de ellas —pidió ahogada.

La irlandesa se puso de pie y se paró delante de su hija, la tomó de la cara con firmeza mientras limpiaba sus lágrimas.

—Escucha, Erin. Eres una O' Neal y nosotras no lloramos así que detente.

—Me duele el corazón, mamá. Cuando pienso en papá no puedo evitarlo.

—Te diré algo importante —aclaró la mujer pelirroja con aprensión—. La mejor manera de matar a alguien en tu corazón es dejarlo morir lentamente en tu mente, de lo contrario te detiene y te destruye. Tienes que dejarlo morir en gradual agonía porque si no lo haces, revivirá abruptamente y te volverás la patética amante de un recuerdo, tal como tu tía.

—No quiero dejar morir a papá en mi corazón.

—Entonces sufrirás y llorarás por él eternamente ¿Quieres morir así? —Negó triste—. Bien, ahora basta de llanto. Te prometo que vendremos a visitar el lugar de descanso de tu padre cada año y ese día, solo ese único día, podrás llorarle como quieras. ¿De acuerdo?

—Si, mamá.

—Recuerda, Erin. Las O' Neal no lloramos.

Y así fue. Una semana después, vivía en Tucson con su prima Ivelisse y su tía Moira, dejó a Irlanda y al recuerdo de su padre atrás.

Volvió a centrarse en el presente, se restregó las lágrimas con las palmas de las manos e inclinó el cuerpo hacia adelante. Maldijo el olor del encierro, tiraría abajo todo ese cuarto y lo convertiría en un taller de costura para cuando tuviera que traer el trabajo a casa. Eliminaría de raíz aquel traumático recuerdo encerrado en esas cuatro paredes.

—Oh, mierda —exclamó viendo como su ropa se había ensuciado por la mugre acumulada.

Se puso de pie y su cadera chocó contra la mesa de noche, una diminuta caja metálica cayó al suelo haciendo que varias monedas se esparcieran por el suelo de madera. A su padre le gustaba coleccionar monedas. Afligida, se dispuso a recogerlas una a una y al alumbrar bajo la cama descubrió que algo se escondía entre el colchón y las tablas de madera que le soportaban. Se enderezó veloz y metió la mano bajo el colchón, sacar el objeto fue sencillo porque era un escondite simple.

—Oh, papá... en ocasiones realmente siento que quieres decirme algo ¿Acaso quieres contarme tus secretos? —indagó nostálgica.

Acarició amorosa la tapa del libro de memorias de Dalan Mckenna del cual había leído solo una página en su niñez.

Jules tarareaba una canción mientras lavaba los platos de la cena, la mirada inquisitiva de sus hermanas menores y Tino desde el umbral de la cocina le quemaban la nuca hasta hacerlo sudar. Mordió su lengua, cerró el grifo y colocó ambas manos en la encimera mientras se inclinaba hacia atrás para confrontarlos.

—¿Tan bien me veo lavando platos que no me quitan los ojos de encima? —preguntó sarcástico.

Fiorella entró con una sonrisa de disculpa y cordialidad, el vestido rojo que traía puesto le había llamado la atención durante toda la noche; ella jamás usaba ese color.

—Es solo que queríamos ayudar —avisó la muchacha tímida.

Ella le mentía con clara intención, negó animado por su intento de parecer creíble.

—¿A lavar cuatro platos?

—Eh... sí, obviamente —intervino el mellizo de la chica, salvándola del aprieto—. Hasta ofende que preguntes. Por favor, no íbamos a dejarte haciendo de criada.

Alzó las cejas escéptico y miró a Pia que bebía desinteresada de una lata energizante.

—Ya diles que te sientes mal y abandonado, así podemos dejar este teatro —contestó la pelinegra.

—¡Pia! —exclamaron los otros dos a la vez.

Él se apretó el puente de la nariz, bufó exasperado y caminó hasta abrazar a los mellizos; dejó caer su peso en ellos juguetonamente para verlos pelear por levantarlo. Después de todo, estaba a centímetros de ser tan grande como Pietro y sostenerlo exigiría un lindo esfuerzo.

—¿Cuántas veces les dije que estoy bien? —indicó sonriente.

—Pues como treinta... pero sabemos que mientes —aseguró Tino—. Rayos, pesas media tonelada.

—No es bueno mentirnos a nosotros mismos, Jules. Te llena de energías negativas —dijo Fio con las mejillas encendidas por tratar de pelear contra la gravedad y los kilos extra del cuerpo encima suyo.

—Sí, te ves bien... bien solo y miserable —opinó Pia abriendo la nevera para sacar otra bebida.

—¿Tú también quieres un abrazo? —cuestionó soltando a los menores y acercándose a ella con los brazos abiertos.

—Tócame un pelo y te hago un amarre —amenazó la mujer dirigiéndose a la sala.

Rió viéndola irse, pero se le borró la sonrisa cuando se giró hacia los otros dos y chocó con sus afligidos rostros. La preocupación se manifestaba en sus ojos negros como el carbón, ya le parecía insufrible lidiar con estas conversaciones que giraban en torno a: "¿Estas bien?". Por supuesto que lo estaba, no había demostrado lo contrario en ningún momento. Se levantaba temprano para ir a correr, iba a trabajar a la florería, acudía a terapia, invitaba a uno de sus hermanos a cenar y en los días que se quedaba solo, con naturalidad intentaba aprender a cocinar comida decente; en la noche no tenía pesadillas aunque la cama le resultaba fría. Por esta ocasión, llevaba la soltería obligada bastante bien. Incluso había estado pensando en regresar a trabajar a un consultorio odontológico.

Todo le iba de maravilla.

—Escuchen chicos, me siento bien. ¿De acuerdo? —Ellos se miraron con desconfianza—. Les prometo que si llego a abrumarme les contaré... sé que no estoy solo.

—Mierda, le creo —murmuró Tino a su hermana.

—Yo también —reflexionó ella con el ceño fruncido, como si estuviera confundida.

—Okey, hagamos de cuenta que me has convencido —acordó el veinteañero subiendo los hombros. Entonces se rascó el mentón—. Diablos, ya me cansé de estar deprimido ¡Pia, a ti te hablan los espíritus! ¡Cuéntame que te dicen de mí!

El muchacho salió de la cocina a la sala frotándose la cara. Jules contó hasta cinco para oír la contestación de su mágica hermana:

—¡¿Quién te crees que soy?! ¡¿Una tabla ouija?!

La discusión fraternal entre ambos no se hizo esperar. Sin embargo, cuando se volteó a Fiorella, esta conservaba aquella desalentadora sonrisa dulce y quejumbrosa. Daba la impresión de que tenía una batalla interna, debatiéndose entre hablar o callar para siempre, él la estrechó con firmeza para transmitirle fortaleza y coraje para contarle lo que la comía viva.

—¿Qué pasa?

—Sé que dijiste que no lo hiciera, pero consulté a las cartas sobre el futuro de la señorita Mckenna y me dijeron que... Pia me aconsejó no decirte nada.

—Dime —exigió severamente.

Ella se mordió el labio inferior.

—Me dijeron que está en peligro, hay alguien que quiere lastimarla. Pia y yo tenemos un mal presentimiento.

Dos horas más tarde, a eso de las diez de la noche, se hallaba en su cama con la cabeza a punto de explotar alrededor de las palabras de su hermana "vidente" y se negaba a aceptar que cada centímetro de su cuerpo cosquilleaba por esa endemoniada sensación, él había sentido la misma punzante preocupación los últimos días por lo que está revelación cumplía la función de sugestionarlo más allá de este lado de la galaxia.

—Cálmate, ¿el tarot siempre acierta? No —se convenció—. Son cartas con dibujos. Sí, son solo eso... cartas, no tienen ningún poder.

Se acomodó sobre el colchón y trató de dormir, el silencio lo alentó a sumergirse rápidamente en un sueño... pero su mente se encontraba activa tras haber consumido la mitad de su peso en café. Pasó un segundo, dos, tres... se enderezó como un resorte y cogió el móvil, buscó el número del hada irlandesa en un parpadeo y cuando la llamó no contestó.

—Mierda —exclamó ronco—. Espera, hay cinco horas de diferencia entre nosotros... ah, soy un idiota. Ella debe de estar durmiendo.

Lo patético de su personalidad saltó a la luz, tenía que encontrar la forma de olvidarla. A pesar de sus intentos una parte de él no era la misma, tampoco era el antiguo Jules que conoció a Cyliane, y tampoco el que se enamoró de Erin. Realmente no sabía en quién se había convertido, no era autodestrucción ni el paraíso, circundaba en un limbo. A Pietro y Nicolleta les dijo que había aprendido —no sabía bien qué demonios, pero algo—, mientras que a sus padres los convenció de que el tiempo los separó, que acabó bien y que con naturalidad tomaron caminos distintos. Sospecharon, pero no volvieron a preguntar por ella.

A él en cambio, seguían torturándolo las preguntas a la medianoche. La de ayer había sido: "¿Qué hicimos tú y yo tan bien como para seguir echándonos de menos?"

La de hoy: ¿Puedes atender la llamada para confirmar que el tarot miente y que estás feliz allí?

Nostálgico, se recostó y le envió un mensaje para que ella lo viera al despertar, esa noche soñó que recorría un laberinto de rosales rojos... al final de este, un hada pelirroja susurrando tener un tesoro que darle en poco tiempo. 

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