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Una vez que Desmond compró los ocho árboles de Navidad, pidió que fueran llevados dos a la casa de sus padres y seis a la casa de su hermana. Fue cuando salieron de allí que Brisa le preguntó a él el por qué eran seis en total.

—No entiendo por qué son tantos en la casa de tu hermana —frunció el ceño caminando a su lado mientras tenía de ambas manos a dos niños.

—En cada habitación se pondrá un árbol como cada año, el comedor lo tendrá también.

La argentina hizo los cálculos y abrió más los ojos.

—¿Voy a tener un árbol en donde duermo?

—Así es.

—¿Por qué?

—Porque acá es así, casi todos decoran sus cuartos con árboles navideños aparte de los ambientes normales de una casa y les puedes pedir ayuda a los niños para que lo decoren contigo, ¿o no? —les dijo a sus sobrinos.

—¡Sí! —gritaron todos.

—¿Vamos a la casa de Donovan para comprar las decoraciones, tío? —le cuestionó Theodore.

—Sí, allí nos dirigimos.

La tienda de decoración no quedaba muy lejos del vivero y cuando entraron la cara de Brisa fue todo un poema. Le encantaba la decoración y lo navideño también y ver un sinfín de cosas se sintió como una niña de nuevo.

—Guauuuuuu... es impresionante el lugar, parece Kinderland o Alparamis.

—¿Qué son esas cosas? —la miró y le preguntó extrañada Evelyn que estaba junto a su tío y ella ya que los demás apenas entraron fueron a saludar a los dueños del lugar.

—Son negocios que están en mi país, Kinderland en realidad es una juguetería y tienda de ropa para bebés y niños, pero en época navideña algo tiene para vender, y Alparamis es todo de decoración, en Navidad es como si entraras al Polo Norte, me encanta.

—Suena muy lindo —afirmó la chica.

—Y te puedo asegurar que lo es. Si tu tío nos habilita su internet en su celular o si tienen una notebook, lo podés ver por el navegador.

—Me gusta la idea —dijo asintiendo con la cabeza Evelyn.

Continuaron caminando hasta llegar al mostrador donde se encontraba el señor Donovan junto a su esposa. Les dieron los saludos y preguntaron ambos quién era la joven que los acompañaba.

—Es Brisa, Breeze en nuestro idioma, es la hija del amigo de mi padre.

—¿La latina? —quiso saber Juliet, la mujer de Donovan.

—La misma —le respondió la propia chica con risitas.

—¿Qué te trae por estos lugares? —volvió a preguntar.

—Un paquete navideño y algo de trabajo —contestó sin vueltas ella.

—Me cuesta creer que el señor Barbens haya enviado a su hija a este pueblo —habló Donovan.

—¿Conocen a mi papá? —Abrió más los ojos ante la sorpresa.

Grumpy Mark y Latino Santiago siempre fueron amigos, y tu padre todos los años venía a este pueblo a visitar a su amigo —continuó diciendo.

—El pueblo está contento de recibir a gente extranjera —dijo Juliet—, y mucho más sabiendo que su primogénita pisa por primera vez este pueblo. ¿Qué es de la vida de tu padre?

—Está bien, trabajando en la empresa agrícola.

—¿Tú trabajas con él? —preguntó la mujer.

—Estaba trabajando, pero hoy mismo empezaré en la casita de té, así que por eso me envió, para entregar el paquete y tener un trabajo.

Las niñas se acercaron a su tío para pedirle que les comprara unas vinchas navideñas e intervino Brisa.

—¿Ustedes sabían que no hay que pedir? A veces es más linda una sorpresa y si se portan bien, lo más seguro es que los duendecitos de Santa le avisen a él para que les traiga el regalo que tanto quieren.

—¿Los duendes de Santa? —cuestionó intrigada por demás Avery.

—Sí, como Santa tiene mucho trabajo en este mes del año, siempre tiene a sus fieles duendes para que lo mantengan al tanto de todos los niños del mundo. Él solo no puede con tanto trabajo, por eso, los envía a cada rincón del planeta, y para Santa son una gran ayuda a la hora de saber lo que quiere cada niño por regalo —les dijo y las tres quedaron un poco conformes, pero decidieron poner las vinchas en su lugar.

—Todos los años les compro vinchas —declaró Desmond.

—Y lo harás, pero tienen que aprender a no pedir, la gracia está en que no empiecen a pedirlas y que de alguna manera sepan que su tío se las va a regalar todos los años. A la tarde vendré o vendrás a comprarselas.

—¿Cómo es que siendo una niña rica sabes de esas cosas? —Unió las cejas.

—Me lo inculcó mi mamá. Yo era como tus sobrinas, pedía, hasta que ella me dijo que es mejor la sorpresa y esperar con ansias ese regalo que tanto se quiere, y fue lo mejor, me decía que los duendes de Papá Noel le avisaban a él de los regalos de los chicos. Y todos los años buscaban la manera para saber lo que quería y me lo traían —sonrió con melancolía—. Hasta el día de hoy —rio con nostalgia—. Eso es el espíritu navideño. ¿O me vas a decir que vos no crees en los milagros navideños?

La pareja que atendía el negocio se miró con una sonrisa y de alguna forma supieron que esos dos estaban destinados a quedarse juntos.

Comprar las decoraciones les llevó bastante tiempo y antes del mediodía, el capataz dejó a Brisa y a sus sobrinos en el negocio de su hermana. Los niños se fueron al cuarto que estaba atrás del mostrador y Beverly le fue diciendo las cosas que podía hacer, pero principalmente atender a los clientes.

Brisa con una sonrisa comenzó a atender a las personas que iban entrando y a las que ya estaban consumiendo algo también, y ella les dijo que debían tenerle paciencia porque era nueva y se estaba familiarizando con el tema de atender a los clientes. Algunos se rieron, pero tomaron bien la sinceridad de la joven.

A medida que las horas pasaban e iba entregando pedidos, anotando otros y limpiando mesas, fue recibiendo propina también, y para casi el final del día, se presentó Victoria para consumir algo y de paso ver quien era la nueva forastera del pueblo.

La argentina no conocía a la mujer y la atendió como a cualquier otro cliente, con una sonrisa y amabilidad.

—Acabo de conocer a la mujer por quien me cambió Desmond —expresó y la chica se la quedó mirando perpleja.

—Perdón, ¿vos quién sos como para decir eso?

—Victoria.

«La cita fallida», pensó Brisa.

—No sé si fui yo, pero no me podés culpar por algo que no hice.

—Si crees que no, nunca me hubiera dicho que no era lo que estaba buscando —admitió con una risa burlona—. Parece que al capataz le gustan forasteras y latinas.

—Si vas a pedir algo, te lo anoto, no me hagas perder el tiempo.

—La latina está molesta y anda de mandona —rio ante su propio comentario.

—Escuchame, no te hice nada, y no es mi problema tampoco que él no haya querido algo más con vos. Y me parece de cuarta que una pavada como esa la vengas a tirar acá, en un local frente a los demás.

—Háblame con el léxico de acá, tonta, no en tu idioma que no se entiende nada.

—Te hablo como se me canta el ojete, el orto y el hoyo, ¿entendiste? ¿O necesitas unos dibujos para que te des cuenta de que todas esas palabras significan culo o trasero? Vos viniste a molestarme, no fui yo y estoy esperando a que me digas lo que vas a consumir.

Victoria quedó rabiosa con lo que le dijo y no tuvo más opción que hacer trompa y pedir algo de la carta. Una vez que pidió, Brisa se acercó al mostrador para pedirle a Beverly que preparara lo que había anotado.

Como Victoria no estaba para nada conforme, a medida que iba retirando las cosas de las mesas y las ponía sobre la bandeja, fue acercándose a la mesa de la mujer y fue tan cínica que le puso el pie en el camino para que tropezara y se cayera, y lo hizo, cayó apoyando las manos en las cerámicas rotas y fue inevitable no tener más de un par de cortes en las palmas.

La mujer se rio con burla y una de las personas se encabronó con ella.

—Eso no se hace, Victoria, una mujer adulta como tú haciendo eso es caer bajo. Ya no eres más una adolescente, y aunque lo fueras, no se hace.

La chica se levantó con la ayuda de esta persona y le dio las gracias.

—Va a ser mejor que te vayas —le pidió Beverly—, no te quiero en el negocio con esa actitud, el local es para relajarse y consumir algo, no para pleitos. Por favor, vete de aquí.

Con molestia, la mujer se levantó y salió de allí y chocó con el capataz que ni siquiera reparó en mirarlo. Él entró y le preguntó a su hermana que estaba haciendo ahí ya que casi nunca pisaba la casita de té, aunque sospechaba la razón de su presencia en el local.

—Al parecer le puso el pie a Brisa para que se cayera y lo consiguió.

—¿Dónde está?

—Atrás con los chicos, creo que Evelyn le estaba por poner desinfectante.

Desmond fue enseguida al cuarto que tenía el negocio y vio a su sobrina más grande pasarle con un algodón desinfectante sobre las heridas que tenía en las palmas de las manos.

—Gracias —le dijo la chica con una sonrisa.

—¿Estás bien? —le preguntó preocupado acercándose a ella.

Sus demás sobrinos se rieron en complicidad por la manera en cómo estaba su tío.

—Sí, solo son cortes chiquitos, nada más. Ahora voy a volver a atender —le comentó y salió de ahí.

Alrededor de las siete y media de la tarde, el local fue cerrado por Beverly, y ella les dijo que se iba a la casa con sus hijos para dejar solos a su hermano y a Brisa.

—Poco disimulada fue —acotó la argentina y Desmond se rio—. ¿El local al que fuimos hoy está abierto todavía?

—Cierra a las ocho.

—Vamos entonces, así les compras las vinchas —le respondió y él se quedó sorprendido de buena manera por la predisposición que tenía.

Unos quince minutos antes del cierre del local, Desmond compró las vinchas para sus sobrinos y Brisa compró lo que se había roto en la casita de té para reponerlo.

—¿Qué haces con eso? —La miró extrañado.

—Compro lo que se me cayó, la propina fue buena hoy y repongo lo roto, incluso me sobra.

—Deja esas cosas donde están, no se cayeron porque quisiste y mi hermana tiene stock de vajilla.

—Pero las cosas ajenas hay que reponerlas cuando se rompen.

—Te lo entiendo, pero este no sería tanto el caso de esa frase. Así que, deja la vajilla donde la encontraste.

—Bueno, si el capataz lo dice, habrá que hacerle caso —comentó con risitas y volvió a dirigirse al sector del bazar.

—Esta jovencita te pondrá tu vida patas para arriba —confesó Juliet con gracia en su voz.

—Lo empezó a hacer desde que la encontré caminando por las calles del pueblo.

—Parece que es un torbellino, ¿no? —hizo hincapié en eso.

—Lo es —dijo sin refutar lo que había dicho la dueña.

—Aunque para ti podría significar una brisa cálida de verano —declaró la mujer.

Desmond quedó pensativo y aunque no le respondió, le asintió con la cabeza.

La argentina llegó a su lado y él pagó por las vinchas. La dueña las envolvió con unos lindos papeles navideños y luego metió cada una en una bolsa de regalo.

Al salir del negocio el capataz le preguntó si quería ir a comer algo al restaurante de Olivia.

—No te molestaría, ¿no? —Se metieron ambos dentro de la camioneta.

—¿Por qué tendría que molestarme? —Frunció el ceño sin entenderlo.

—Allí llevé a Victoria.

—Los restaurantes y cualquier local son públicos, me parece un disparate que alguien se enoje porque la lleves a un lugar en donde antes estuvo alguien más, aparte es el único restaurante del pueblo.

—Opinas igual que yo en ese sentido.

—¿Vamos a comer esas hamburguesas? —cuestionó entusiasmada.

—Vamos a comer esas hamburguesas —sonrió feliz.

Desmond estaba encantado con Brisa, se adaptaba a todo y lo peor era que sabía que quien tenía todo lo que quería en una mujer, sin contar las obviedades, se iría a su país después de Navidad.


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