Capítulo 29: Dos favores

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Parpadeé, abrí y cerré la boca sin saber qué decir. Mis ojos recorrieron al hombre frente a mí, cuestionándome si sería mi imaginación. Negué, claro que no era una alucinación, después de todo, mi mente sabía que mi padre me encontrara era el último de mis deseos.

Una sonrisa espontanea brotó de sus labios contrastando con mi rostro desencajado.

—¿Qué haces aquí? —murmuré cuando hallé mi voz. No entendía cómo logró dar conmigo.

Papá no borró la sonrisa, tuve la impresión que resistió los deseos de abrazarme. Agradecí no lo hiciera porque no sabía cómo reaccionaría.

—Estuve buscándote, siempre sospeché que algún día vendrías aquí —expuso. Asentí, era predecible—. He venido cada dos o tres días con la esperanza de encontrarte, nunca entré porque quería que tú decidieras abrirme —me explicó sonando tan sincero que mis ojos escocieron—. Te aseguro que no pensé que hoy lo harías, pero gracias al cielo me equivoqué. ¿Cómo estás? —preguntó ansioso ante mi enmudecimiento.

Hice un esfuerzo por improvisar una buena mentira, fingir que estaba mejor que nunca, convencerlo que mi plan había dado buenos resultados, demostrar podía sola con mis líos, pero no fui capaz de hablar porque ante los destellos de amor que brillaron en su mirada mi coraza se rompió y con ella se vino abajo mi fortaleza. Dejé de actuar.

Sin darle explicaciones, guiada por un impulso irracional, apoyé mi frente en su pecho antes de quebrarme. Simple. Ni siquiera lo pensé, me desbordé incapaz mantener el dolor solo para mí. El llanto callado sacudió mi cuerpo. Papá apoyó su mentón en mi cabeza y no fue hasta que me envolvió en sus brazos, sosteniendo las piezas que tambaleaban, que tuve que hacerle frente a una verdad que no podía seguir ocultando: lo necesitaba.

—Ya, ya —murmuró cariñoso acariciando mi cabello—. Papá está aquí.

Y mientras las lágrimas barrían con años de distancia me pregunté cuántas veces estuvo sin que yo quisiera verlo. Había dado lo mejor de mí para demostrar que no había nada que pudiera echarme abajo, pero de un momento a otro, mi obra me sepultó. Ahora, sintiéndome diminuta ante mis propios fantasmas, solo necesitaba que alguien me recordara que el sol siempre está, incluso cuando la tormenta golpea. Encontré consuelo en el huracán que había tratado de esquivar por años.

—Que tonta, no te he ofrecido nada —hipé cuando me guio al sofá para que me sentara un poco más tranquila, despertando—, ¿quieres cereal? —pregunté enseguida, limpiando mis ojos con mi manga, recordando mis escasos modales.

Él soltó una risa al verme levantarme de un salto, me detuvo regresándome a mi asiento con una sonrisa.

—Tranquila, pequeña saltamontes —se burló de mi ansiedad. Apreté los labios temblorosos al reconocer el mote—. Estoy bien, muy feliz de verte otra vez. Aunque debo confesarte que un par de veces visité la cafetería para asegurarme estuvieras bien —admitió. Fruncí las cejas—. Estaba muy preocupado sin saber dónde estabas quedándote. Incluso le pregunté a las chicas del club con el que te reunías, pero ninguna lo sabía.

Parpadeé sorprendida, nunca me paré a pensar si papá estaría angustiado por mí, en mi cabeza ni siquiera me extrañaría. Se había librado de la chica que le hacía la vida complicada.

—Estuve quedándome unos días con Andy —le conté, aún aletargada.

—¿Andy? —repitió contrayendo el rostro, extrañado—. ¿Es tu novio?

—No, no, es mi amigo —aclaré deprisa, sofocada por la sola insinuación.

El recuerdo de la noche anterior me hizo un nudo en el estómago. Andy estaba en todas partes, en todas mis conversaciones y últimos recuerdos.

Papá hizo memoria.

—Ah, claro, el chico que trabajaba en la cafetería, ¿no? —acertó.

—Sí, llegué ayer por la noche. De hecho no he tenido tiempo ni de desempacar —admití dándole un vistazo a una de las maletas que seguía cerca de la entrada.

—¿Te hizo algo malo? —me cuestionó enseguida malinterpretando el motivo de la tristeza en mi voz.

—No, no —intervine rápido para que ni siquiera lo pensara—, Andy es un ángel, lo digo en verdad, el chico más respetuoso y considerado del mundo, fue muy bueno conmigo, nunca podré pagar lo que hizo por mí, pero al final decidí que necesitaba mi propio espacio —reconocí. Era lo mejor para los dos—. Así que se me ocurrió venir aquí.

—Hiciste bien —apoyó, despejando mis dudas—. Esta siempre será tu casa, Dulce, pase lo que pase, nunca dudes en venir aquí cuando lo necesites —remarcó con una seguridad que me obligó a empujar el nudo en mi garganta—. No podía dejar de pensar en dónde estarías, pero tampoco quería forzarte a hablar, pensé que si me veías en la cafetería renunciaras y temía perder cualquier pista. Todos hemos estado muy preocupados por ti desde que te fuiste.

—¿Todos? —repetí, alzando una ceja porque dudaba que Jade formara parte de ese grupo.

—Tu tía sobre todo —admitió al entender a qué me refería. Suspiré—. Sabes cuanto te quiere —me recordó. Lo tenía claro, por todo ese amor que me tenía, y yo a ella, no podía convertir su casa en un campo de batalla—. Con Jade no he hablado mucho, últimamente está poco tiempo en casa —me contó cansado.

—¿Sigue saliendo con Silverio? —cuestioné con un deje de incertidumbre.

Porque tal vez si las cosas terminaran entre ellos podríamos arreglarnos, algo que parecía imposible mientras a él lo siguiera considerando el príncipe del siglo.

—Sí —admitió a mi pesar. Torcí mis labios, derrotada—. Tu tía me contó lo que pasó con el dinero —empezó, dándome un vistazo. Yo también lo miré de reojo, incómoda porque supiera lo fácil que resultaba burlarse de mí.

—Antes de que me lo digas, no tengo ninguna prueba en mis manos para probarlo —adelanté sin ganas de pasar de nuevo por el mismo interrogatorio.

Era solo mi palabra, nada para muchos.

—Lo sé, y no me importa, te creo —mencionó, golpeándome directo a la razón. Lo miré desconcertada, preguntándole en silencio si había escuchado bien.

—¿En serio?

—No tendrías por qué mentir, Dulce —expuso como si fuera evidente.

Tardé en procesar la confianza con la que su mirada me contempló, incluso cuando le había mostrado lo peor de mí.

—Tal vez por envidia... —murmuré repitiendo lo que ella dijo. Mi padre frunció las cejas como si fuera una locura, mientras yo lo analizaba por primera vez—. Y quizás en el fondo no está tan alejada de la verdad —acepté, sorprendiéndonos—. Vamos, no sería descabellado —mencioné levantándome para calmar el hormigueo de mis piernas, caminé en círculo mientras papá me escuchaba atento sentado en el brazo del sofá—. Jade es el orgullo de los Palacios. Es brillante —reconocí—, no por nada sus profesores la adoran, ni fue suerte que obtuviera un alto puntaje  en el examen de ingreso, es inteligente, ambiciosa, se ha ganado la admiración de la gente que la rodea —expuse—, tiene un hogar hermoso, una madre que la adora con toda su alma, un papá que aunque no viva con ella la quiere como una princesa, una familia que la ama...

—Pero tú me tienes a mí —me cortó al percibir el dolor en mi voz temblando, frenando mi enredo. Guardé silencio, un cruel silencio que nos empujó a los dos al vacío. Bajé la mirada sin saber corresponder a sus palabras—. Y sé que no soy lo que esperas, ni lo quieres, pero es lo que puedo ofrecerte. Porque aunque me odies tú siempre vas a ser la razón por la que me levante cada mañana.

—No te odio —lo corregí sin deseos de hacerle daño, sin embargo, tampoco pude mentirle—, pero es que no puedo verte como antes.

Incluso aunque me esforzara, cada que lo hacía me resultaba imposible no recordar lo que pasó. Era más fuerte que mi lógica y fuerzas.

—Entonces no lo hagas. Deja de juzgarme como si fuera un héroe, Dulce —me pidió—, mírame como una persona más que se equivoca y comete errores.

—Un error que me arrebató lo que más amaba —marqué la diferencia.

No faltó a mi cumpleaños, ni a mi graduación, hablábamos de algo que no tenía vuelta atrás. Lo único que jamás podría perdonar.

—Dulce, yo no maté a tu mamá —me recordó, pero eso no bastó.

—Pero tampoco hiciste nada para que se quedara —le reclamé resentida. Él no pudo contradecirme. El silencio caló entre los dos. Otra herida. Negué, cubrí mi rostro desesperada—. No quiero seguir hablando de esto... —escupí agobiada porque prefería frenar antes de decir algo de lo que luego me arrepentiría, pero cuando intenté irme su figura se interpuso como un muro en mi camino.

—Ya no, Dulce —murmuró. No entendí a qué se refería—. No puedes seguir huyendo toda la vida —mencionó. Una punzada de culpa me atravesó—. Suéltalo de una vez por todas, guardártelo es lo que nos tiene atados al pasado, lo que no te deja ser feliz. Más vale un disparo certero, que una agonía interminable —me aconsejó.

Su serenidad contrastante con el ritmo de mi corazón, provocó la explosión.

—Tienes experiencia en el tema, para ti es mejor acabar todo lo más rápido posible.

—¿Se te olvidó quién estuvo al costado de esa cama junto a ti durante meses? —me refrescó la memoria. Di un paso atrás, enfadada.

—No, al menos como a ti que sí se te olvidó tener el detalle de avisarme de lo que pensabas hacer —le eché en cara, molesta. La vergüenza inundó sus cansadas facciones—. Si no había nada malo, ¿por qué te escondiste cómo si lo hiciera? —cuestioné. ¿Por qué tuvo que golpearme la realidad del modo que lo hizo al hallar una cama vacía?

—Porque sabía que jamás lo aceptarías —respondí superado—, incluso cuando el medico dijo que no había nada que hacer.

—Claro que no, ¡era mi mamá! —remarqué para que me entendiera. No estábamos hablando de un mueble—. Si tenía que estar toda la vida esperando ese milagro lo haría, no me importaba —declaré completamente convencida. Hubiera dado todo por ella. Él se rindió, nos obligó a todos a hacerlo.

—Por eso lo hice —soltó desesperado—. Dulce, tu mamá no iba a despertar...

—¡Tú no tienes esa certeza! Nos robaste la oportunidad de saberlo...

—Dulce, deja de engañarte —dijo tomándome de los hombros para que lo mirara a los ojos. Los míos se cristalizaron, su imagen empezó a ahogarse en mi dolor—, sabes perfectamente que no había esperanzas, que su cuerpo estuviera conectado a un respirador artificial no significaba estuviera con nosotros. Solo estabas aferrándote a un cuerpo, a los recuerdos, pero tu mamá se había ido hace mucho —afirmó como si fuera dueño de la verdad. Me solté de su agarre, no quería que me tocara.

—Eso no es verdad —murmuré negando con la cabeza—. Yo sé que ella me escuchaba —defendí. Yo lo sentía, ella no me dejó, la alejó de mí.

Papá me miró con pena.

—Sé cuánto deseabas que ella mejorara. Dios sabe que hubiera intercambiado mi vida con la de tu mamá para que no la perdieras, pero los estudios fueron claros, no podíamos ir contra la verdad...

—Sí, se podía, se llama esperanza. He leído casos que ha sucedido, cómo sabías que ella no sería la excepción, que habría un milagro, que la tecnología avanzaría... —debatí con la misma convicción que él utilizaba.

—¿Y cuándo lo sabríamos? —me cuestionó, dejándome en blanco—. ¿En uno, dos, diez, veinte años? —prosiguió. Afilé la mirada, odié no tener una respuesta—. ¿Que si después de treinta años descubríamos que no fue parte de ese imposible? Tu vida se hubiera sentado en un quizás —argumentó.

—Es el riesgo que corremos los que amamos —murmuré. Lo hice por meses, pude hacerlo por años—. Y tal vez para ti era una pérdida de tiempo, pero para mí no.

—Yo también lo corrí. El riesgo que me detestaras y jamás me perdonaras a cambio de no condenarte a pasar toda la vida al lado de una cama —defendió. Ambos ya estábamos alzando la voz—. Hice lo que pensé que tu madre hubiera deseado.

—¿Cómo puedes decir algo así? —protesté dolida porque hablaba de mamá como si no la conociera—. ¡Ella jamás nos hubiera abandonado!

Ella daba la vida por los que amaba. Para ella dar todo no era suficiente.

—Exactamente, y porque eras lo que más amaba sé que no hubiera deseado que pasaras tu vida en un hospital esperando un milagro —replicó sin dejarme hablar—. Dulce, ella deseaba tanto fueras feliz, que vivieras plenamente, que vivieras para ti, que lograras lo que nosotros no, que conocieras el mundo, que tus alas no se ataran por nadie. No había un sueño más grande para ella que verte libre, plena y tuya...

—Pues no necesitaba esa clase de sacrificios... —repliqué ofendida.

Si quería entregar mi vida a su cuidado era mi decisión.

—Lo hice también por ella —reconoció en un arrebato en el que su voz tambaleó, perdiendo los nervios. Aturdida intenté hallar un motivo valido, nada—. ¿No te das cuenta, Dulce? Eso no era vivir. Tu madre amaba la libertad, era dueña de sí misma, nunca se quedaba quieta, estaba llena de ideas y sueños, disfrutaba cada día como si fuera el último —describió tal como la recordaba. Me costó aceptarlo—. Ella no buscaba sobrevivir, sino vivir, con todo lo que eso implicara. Por un momento deja de pensar en cuanto la necesitamos nosotros. Ella ya no estaba aquí. No era justo que la retuviéramos porque éramos incapaces de decirle adiós —expuso una cruel verdad que dio justo en mi punto débil.

Mordí mi labio para retener un sollozo porque el recuerdo de mamá en esa cama era tan distinto al que ella siempre me pidió conservara. Esa mujer repleta de luz que parecía invencible, pensé que también podría derrotar a la muerte. Respiré hondo intentando mantener mi corazón en su lugar.

—Y entiendo que estés enojada y si necesitas desembocar toda esa ira en alguien, puedes hacerlo en mí —aceptó—, ódiame, por favor, pero es momento de que dejes ir a tu mamá, Dulce —me pidió casi en una súplica, mostrándose tan vulnerable como yo—, para que tanto ella como tú puedan estar en paz.

—No puedo olvidarla...

Incluso cuando me esforzaba por superar el pasado siempre había una sombra que me arrastraba de vuelta a él. En los ojos de papá bailaron un par de lágrimas que se resistieron a salir, le dolía mi dolor.

—Jamás te lo pediría, soltar y olvidar son dos cosas distintas. ¿Cómo podrías hacerlo, si ella va a estar en cada canción, en cada mañana que te mires en el espejo? —explicó colocando su mano en mi mejilla, por primera vez en años, aunque temblaba como un animalito herido, no lo rechacé.

—Tenía que despedirme —balbuceé.

—Lo sé —reconoció atormentado—. Juro que daría mi vida si pudiera regresar el tiempo y hacer las cosas diferente. Perdóname...

—Tenía que despedirme —repetí con la mirada perdida, lejos de ahí. Le di un golpecito en el pecho, impotente—. Tenía que despedirme y tú me robaste la oportunidad —repetí bloqueada, con un único pensamiento taladrándome: nunca podría decirle adiós.

Papá ni siquiera intentó defenderme, permitió lo empujara como si él mismo se creyera digno del castigo. Y fuera de mí, superada por el dolor, la rabia e impotencia seguí descargando el odio que llevaba años matándome lentamente hasta que papá me sujetó los brazos, percatándose que más que hacerle daño a él intentaba hacerlo conmigo misma.

En el fondo quería acabar con todo. Intenté soltarme, pero no me lo permitió, por el contrario, en su esfuerzo por aplacar mi alma desbocada me cobijó entre sus brazos abrazándome con todas sus fuerzas y fue en ese momento que me di cuenta que me dolía el pecho de tanto llorar. Papá se desboronó a mi lado en el suelo. Él también lloró, se quebró como un árbol al que el viento ha golpeado hasta hacerlo pedazos.

—¿Por qué tuvo que morirse? —escupí sollozando.

—Porque es parte de la vida, no hay dicha sin dolor, y todos vamos a pasar por eso —recordó. No estaba en manos de ninguno de los dos cambiarlo. Levanté la mirada para encontrarme con sus ojos cariñosos, pero oscurecidos por el dolor—. Las personas llegamos, y un día simplemente nos vamos, pero lo importante es lo que dejamos a nuestro paso —me explicó—. Evelyn marcó huella contigo, heredaste su alegría y su buen corazón, eres una buena persona y no necesitas un diploma para demostrarlo, Dulce —me animó.

—No es verdad, una buena persona no guarda rencor —le hice ver la verdad. Él era la principal víctima de mis defectos. Sus facciones se suavizaron, un atisbo de pena me contempló.

—Dulce, yo me equivoqué desde un principio. Debí hablar contigo, explicarte, sin importar lo duro que fuera, y después asumir las consecuencias de mis decisiones, no alejarme esperando que el tiempo lo resolviera por sí solo —reconoció avergonzado—. El tiempo ayuda, sí, pero no puede hacer todo el trabajo. Perdóname... —me pidió tan honesto que me rompió el corazón.

En verdad quería hacerlo.

—No sé cómo —admití. No buscaba un falso perdón, sino uno auténtico, pero para eso tenía que entenderlo y no lograba hacerlo.

Papá no se molestó, deslizó una triste sonrisa por sus labios, mirándome con ternura.

—Sé que no es fácil —me dio la razón, respirando hondo—. Tal vez ambos necesitamos ayuda, ayuda profesional —especificó ante mi aturdimiento. Eso en lugar de aclararlo, lo volvió mucho más confuso.

—Estoy trastornada... —murmuré para mí.

—No, viviste algo difícil y no todas las personas procesamos las emociones del mismo modo. Algunos necesitamos que alguien nos guie, no tiene nada malo, Dulce —me consoló. Tardé en meditarlo—. Yo también puedo intentarlo —propuso para no dejarme sola.

Y me hubiera gustado decirle que sí, tener el valor de enfrentarme a mí misma, tener el coraje de tomar el camino de convertirme en una mujer valiente, pero estaba aterrada de lo que a mi paso encontraría. Para avanzar primero debía descubrirme y tenía un miedo profundo a quitarte los disfraces, terror de mirarme tal como era, con heridas, borrones y remiendos. La persona a la que más cuesta perdonar es a nosotros mismos.

—Tranquila, no te presiones —me dijo papá cuando mi silencio se extendió—, será cuando estés lista —me recordó paciente.

—Voy a pensarlo —le prometí sin mentirle. Necesitaba ser libre.

—Eso es un inicio, un buen inicio —reconoció asintiendo—. Tengo fe en que un día habrá más nostalgia que dolor cada que recuerdes a tu mamá —dictó esperanzado—, y tal vez con un poco de esfuerzo puedas perdonarme.

Me dolió no tener la respuesta que él deseaba.

—Yo no quiero herirte —solté, pero no tenía la certeza de que no lo haría.

—Lo sé, Dulce —me dijo ladeando el rostro. Envidié la tranquilidad de su voz, por desgracia no parecía de esa que llega cuando estás en paz, sino cuando lo has perdido todo—. Fallé al no ser capaz de enfrentar la realidad, no repitas mis errores —me aconsejó hablando con experiencia—. Fingir que algo no está ahí no hará que desaparezca.

Su recomendación no pudo ser más oportuna. Toda mi vida había escapado de lo que me asustaba, y mientras fingía ceguera la oscuridad se volvía más real. 

—Necesitaba oír eso —admití. Me permití mirar a ese hombre con otros ojos, como una de las personas que resguardaba mi corazón. Y me pareció casi un milagro que pese a tanto tiempo separados aun había en su mirada ese amor incondicional que por años lo convirtió en mi héroe—. Te quiero, papá —me di permiso de hacérselo saber, porque en ese momento, pese al caos lo sentía de verdad.

Papá apretó los labios para no mostrar estaban temblando, intentando mantenerse entero y fue notar su esfuerzo cuando descubrí estaba igual de roto que yo.

—Yo también te quiero, Dulce. Más que mi propia vida —me aseguró conmoviéndome—. Y sé que es imposible, pero si la vida me diera la oportunidad de elegir, volvería a pedirle a Dios tú fueras mi hija, una y otra vez.

—Aunque siempre esté metida en líos... —le recordé con la voz entrecortada.

—Es tu forma de salir de ellos lo que te vuelve especial —me alentó.

—¿Puedo pedirte un favor? —solté, porque sentía que solo él podía ayudarme.

—El que quieras —concedió.

—Dime que pertenezco aquí.

Que ese era mi lugar, que no era un ave vagando por el mundo, sin propósito, ni hogar, que cuando la tempestad me golpeara podría sentir que ahí estaría segura. Necesitaba creerlo, y solo él podía convencerme. Sin embargo, para mi sorpresa, negó suavemente.

—Dulce, perteneces a donde te ganas el corazón de las personas —me corrigió—. En tu vida muchos lugares van a formar parte de esa lista, no te cierres a eso.

Analicé sus palabras. Tal vez un hogar no era un sitio, sino la sensación que nace cuando tu corazón descubre que teniendo un mundo entero para volar desea permanecer ahí, convencido que en ningún otro podría ser más feliz.

—¿Puedo pedirte otro favor? —repetí tras salir de mi trance. Él asintió—. Solo abrázame.

Papá no me pidió explicaciones, ni dudó. Una sonrisa, de esas que habían desfilado muchas veces en esa casa, iluminó su rostro cansado antes de cobijarme en sus brazos. No me pidió nada, ni siquiera cariño, me quiso aunque yo no pudiera entregárselo. Me amó por mí y no por él. Y ahí, olvidando por un instante el pasado, llorando como una niña, aferrándome a su paciencia y ternura, descubrí que tal vez no estaba tan sola como pensaba.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro