Capítulo 17: Jauría de mariposas hambrientas.

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—Volvamos a tu habitación —dijo la tía Rosa apareciendo de pie junto a mí.

Asentí sin apartar los ojos de Toni, estaba tan guapo mirándome así. Una jauría de mariposas hambrientas revoloteaba por mi estómago y me pegaba pequeños mordiscos. Memoricé la forma en que me miraba y no tardé en relacionarla con otros momentos: cuando nos encontramos a Ángel en el parque, cada vez que veíamos películas juntos, cuando Javi me dejó en fin de año, mientras ayudábamos a Lidia a remodelar el local, el día de la inauguración, cuando me desmayé, el último día que fui a terapia, ayudándome con el armario.

Entre un parpadeo y el siguiente, sin turbulencias ni caídas de las que te arrebatan la dignidad, llegué a mi cuarto. Noté el corazón en los pies. No sé porque, a lo mejor estaba todo en mi cabeza (yo, la menos sugestionada), pero mi habitación olía a él. A sus toneladas de desodorante. Mirara donde mirara todo me evocaba su presencia. De pronto sentí que no podía más, que si seguía mordiéndome la lengua sobre mis sentimientos hacia él, las mariposas, acabarían por devorarme por completo. Observé la imagen de mi brujita favorita y no pude evitar sonreír. ¿Eso era lo que quería, eh? Entrecerré los ojos, hice un mohín con los labios y puse los brazos en jarras.

—Así que eso pretendías desde un principio, ¿eh? —dije con tono divertido.

—¿El qué?

—No te hagas la tonta, sabes de lo que estoy hablando. —La IA esta se cree que nací ayer.

Disimuló de muy mala manera una sonrisa y rodó los ojos. Juntó los labios y los torció hacia un lado desviando la vista a mi librero y encogiendo un hombro.

—Quería que aprendieras de tus errores, que supieras el verdadero significado de la palabra amor y cómo construirlo; además de vivir y valorar el presente. Nada más.

—Ya —chasqueé la lengua—, y que le echara el ojo a Toni también.

—Yo no he tenido nada que ver con eso, ya le tenías el ojo echado antes. —Me miró de soslayo con una sonrisilla traviesa—. ¿Me equivoco?

Ay, qué gachona la hija de su madre. No, claro que no se equivoca. Sin embargo, sabe muy bien que nunca me hubiera atrevido a dar el paso por miedo a perder lo que tenía construido con él. Por nuestra amistad.

—No, pero sabes que si no hubieras embrujado el reloj jamás estaría planteándome, si quiera, la posibilidad de hablar con él sobre el tema.

—Eso tú no lo sabes. —Caminó por la habitación, dio un pequeño rodeo y se colocó junto a mí. Me dio un pequeño golpetazo con el hombro—. ¿Quieres hablar de Alex? Se te ha cambiado la cara cuando has aparecido en medio de la plaza.

No tenía ganas de hablar de Alex, no porque no lo hubiera olvidado, pero es que me duele haber sido tan vulnerable y pazguata. Hizo conmigo lo que quiso y yo movía el rabito a su gusto. Me cortó las alas y echó sal en la herida mientras yo le agradecía que lo hiciera.

—No mucho —confesé.

Entonces, como si el recuerdo de mi tía abuela pudiera leerme la mente, pasó uno de sus brazos por mis hombros y me miró con fijeza. Es raro. Ella podía tocarme pero yo a ella no. Era raro e injusto.

—Cuando eres joven crees que enamorarte de alguien que te corta las alas no está tan mal. Piensas que podrás cambiarle, convertirlo en una persona mejor y hacer que vea lo maravillosa que eres así, tal cual. Pero no. —Hizo una pequeña pausa—. Esa clase de personas no cambian, de hecho, consiguen todo lo contrario. Incluso perfeccionan su técnica con los años y aprenden a no dejar cicatrices feas que en el fondo duelen igual.

Si yo le contara... Después de ese mensaje de WhatsApp, dos semanas después, con la que estaba cayendo con el maldito virus de los cojones, colgando de la mirilla de la puerta de mi piso, apareció una bolsa blanca de plástico con un paquete de pan de pipa y otro de Apetinas. Quien encontró la bolsa fue Lidia, que se encargaba de hacer las compras para que le diera un poco, aunque apenas pudiera respirarlo con la mascarilla. Cogió un espray desinfectante y pulverizó los tres bultos, después les pasó un paño desechable y, antes de leer la carta mal doblada y ahora un poco húmeda pegada al lateral del paquete de Apetinas, nos desinfectamos las manos con gel. No teníamos ni idea de quién podría ser el responsable de aquel regalo. Sin embargo, tras vislumbrarse la letra del remitente, reconocí la caligrafía de inmediato.

—Alex —suspiré.

—Joder, el que nos faltaba.

Lidia estaba de los nervios. La situación la había obligado a cerrar la peluquería por tiempo indefinido cuando no hacía ni un año desde que había comprado el bajo comercial a su casera. Estaba muy asustada por la incertidumbre de su negocio y sueño, pues sin trabajar no había dinero para costear los gastos de un negocio propio, la cuota de autónomo y el alquiler de una vivienda. De mi contrato no hablamos demasiado, la convencí de que por eso no se preocupara, que hiciera lo que la gestora le aconsejara que yo la apoyaría y aceptaría las decisiones que tomara.

Leí la carta para mí, pero no me pasó desapercibido cómo los ojos de mi amiga se movían por el folio con rabia.

"Hola, Daniela. ¿Recuerdas que te dije que te quería antes de romper aquello tan bonito que teníamos? Yo sí. Lo recuerdo cada día después de esa fatídica tarde. Me arrepiento mucho de haberte hecho daño, de todas las veces que te busqué en otros labios y en otras chicas. Ninguna se parece a ti. Te quiero tres mil. Echo de menos lo que era cuando estaba contigo, te echo de menos a ti. Soy demasiado joven para atarme, aún lo mantengo, pero si al final de la cuerda estás tú no me importa tanto. Normalicemos que la gente puede equivocarse, que yo erro más que acierto. Normalicemos perdonar. ¿Me perdonas, gordita?".

—Normalicemos que te calles, pesado. Asqueroso y baboso de mierda. Gilipollas. —La boca de Lidia era una máquina de esas que se ven en las películas que lanzan pelotas de béisbol sin parar pero de insultos.

La carta me puso el corazón blandito, la verdad, pero es que estaba tan preocupada por otras cosas que pasé absolutamente de ella: mi tía abuela sola, a su edad, mi madre con más trabajo que nunca al ser limpiadora (y demasiado expuesta al COVID), mi mejor amiga pasándolo mal (la oía llorar por noches y me colaba en su cuarto para dormir abrazada a ella), la falta de carne y papel higiénico durante el primer mes del estado de alarma, Toni con síntomas. Lloré poco cuando, a través de una video llamada por Discord, Toni me dijo que tenía síntomas y estaba demasiado aterrado por ello como para llamar al número que se facilitó para posibles contagiados o comprarse un test. Al final resultó ser positivo en COVID, y yo que soy tan tremendista me imaginé vestida de negro en su funeral. Mi vida durante los meses que duró aquel infierno era tan caótica que no podía permitirme el lujo de enturbiarla todavía más.

De pura rabia, Lidia me preguntó si quería darle buen uso a aquellas dos bolsas y me planteó un plan que yo, con mi carne débil, no puede rechazar: noche de Magic Mike. Qué maratón más bueno, y mira que la primera me parece muy flojilla, pero es que por Magic Mike XXL me veo la primera las veces que haga falta. A mitad de la segunda película, cuando Mike se topa con la fotógrafa en la fiesta en la playa, Lidia hizo un comentario muy suyo:

—Por favor, habiendo estos tíos en el mundo y tú solo tienes ojos para subnormales. Alex es tu momento más humilde, que lo sepas, Dani. Será el feo que arrastres durante toda la vida.

—Qué sabrás tú de tíos si eres asexual —repliqué con la boca llena de pan de pipa.

Alex no era feo. A mí no me lo parecía. Era un chico normalito, con la cabeza rapada, barba poblada y bien cuidada y los antebrazos tatuados. Metro noventa y buen cuerpo. Quizá un poco más delgado de lo estipulado como normal, pero en conjunto era bastante guapo.

—Asexual y arromantica. Habla con propiedad —me corrigió levantando un dedo muy digna—. Además, ¿qué tendrá que ver la velocidad con el tocino? No estoy hablando de mí, estoy hablando de ti y tengo ojos en la cara para ver lo que te conviene y lo que no, tontica.

Sonreí por inercia, estoy sonriendo ahora al escribirlo. (Por cierto, he visto Magic Mike: el último baile y es muy...meh. Innecesaria).

—Pude haber vuelto con Alex, ¿sabes? —dije mirando mi librero. Noté como la tía Rosa buscaba mis ojos con los suyos —. Lo sé, he aprendido la lección con Raúl: no hay que forzar las cosas, si no sale no sale. Mejor un strike que un pedo que pesa.

—Mejor sola que mal acompañada.

Analicé la expresión de sus ojos: era triste pero alegre, me miraba como si fuera una cría pero, a la vez, una mujer que antes no veía. Y, entonces, me dieron unas ganas terribles de llorar. Aquello no era mi tía, aunque era idéntica a ella. Aquello no iba a devolvérmela, aunque sí hizo que me sintiera menos sola esa noche. Aquello no iba a cambiar mi vida, aunque sí me daría las herramientas necesarias para hacerlo.

—Las medias naranjas no son lo mío.

—Lo mío tampoco. —Atusó la falda del vestido.

—Nunca nos han gustado los cítricos —bromeé. Bueno, realidad no es broma porque es verdad, pero ya me entiendes. Lo dije para hacer la gracia.

—Como tampoco me han gustado los chicos, nunca.

Abrí la boca sorprendida. Giré la cara hacia mi tía con los ojos brillantes de emoción. Me cago en mi vida, que mi tía era lesbiana y nunca me lo dijo. La de historias que imaginé con ella de protagonista en ese instante al estilo Brokeback Mountain pero sáfica.

—¿Por qué no me lo has dicho antes? —pregunté un poco molesta.

—No lo vi relevante. ¿Qué más daban mis preferencias amorosas y sexuales si nunca encontraría a la persona correcta para compartir mi pan de pipa?

Ahogué una carcajada. A la tía Rosa y a mí nos encanta el pan de pipa. Un vicio más adictivo que la Coca-Cola, el azúcar o el tabaco. Cuando estábamos pachuchas de ánimos, daba igual la razón que fuera, íbamos al Mercadona y comprábamos un par de bolsas de pan de pipa, pizza cuatro quesos, palomitas saladas, una bolsita de aceitunas y té de limón para echar la tarde y la noche juntas.

—Lo compartías conmigo.

—Tú eres mi Daniela, eso es diferente.

Suspiré con fuerza. Era y soy su Daniela. Siempre será así. Esté o no. Miré su perfil unos segundos antes de que sus ojos y los míos se volvieran a encontrar.

—¿Y ahora, qué? —pregunté conociendo la respuesta.

—Ahora te toca poner en práctica lo aprendido y ser valiente con Toni, si es lo que realmente quieres. —Sonrió mostrando los dientes.

—No me refería a eso. Me refería a ¿qué pasa ahora con el reloj y contigo? —Reloj que estaba en paradero desconocido, por cierto.

—El reloj es tuyo, hazlo que quieras con él, después de esta noche perderá el poder de viajar en el tiempo y trasladarte al centro neurálgico de tus recuerdos, y yo tengo que irme. 

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