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Si bien le había extrañado no recibir ningún tipo de exclamación de parte de su hermano, no quiso presionarlo bajo ningún motivo.

No hacía ni un mes desde que volvió a Buenos Aires por unos negocios y apenas en ese lapso había visto a David solo una vez cuando este fue a la Sociedad Rural.

Caminó alrededor del lecho con ojos que curioseaban la cara del menor, pero este en ningún momento levantó la mirada.

—¿No pensás saludarme siquiera?

Tal parecía que no. Es más. Solo una leve mueca de sus labios tuvo de respuesta... Al menos.

Esteban suspiró con una media sonrisa y caminó despacio hasta la silla enfrentada al escritorio donde luego se sentaría. Hizo un poco de ruido a propósito arrastrándola para irritarle de alguna manera al que reposaba, para sacarle otra reacción. Pero todavía no había nada.

—David, ayer vino la gente de Montecar a negociar con nosotros... —comenzó a hablar con un tono casual—. Les pareció irrespetuoso que no estuvieses para la fecha acordada, así que tuve que hacerme cargo del asunto. ¿Tan difícil se te hizo asistir a firmar y volver a tu estado de melancolía?

David finalmente frunció su ceño con mayor notoriedad.

—Andáte de mi cuarto —farfulló el Fernández más joven empuñando las sábanas que lo tapaban hasta poco más arriba del vientre.

Una pequeña risa burlona y nasal fue la respuesta de su hermano.

—¿Por qué peleaste con Carmen? No te imagino comenzando una discusión —Con mínima intención pasaba los dedos despacio por los papeles apilados que se encontraban en el escritorio—. De todas maneras, te conozco. Carmen nunca fue del todo tu tipo de mujer. Se te notaba en los gestos. ¿Por qué te duele tanto de repente que se haya ido? ¿No tendrías que estar contento? —Como si fuese un mazo de naipes, su dedo índice iba levantando y dejando caer de una en una las hojas.

La última, algo arrugada y de notable contraste con las demás, le llamó la atención. Relojeó hacia la cama de David y este seguía con la mirada perdida en cualquier lado menos en su hermano mayor. Así que Esteban tomó el papel para leer internamente. 

En francés... 

—Oh, estoy algo oxidado... —susurró para sí mismo sin importarle si David lo veía o no. 

Se forzó un poco para recordar. Había tenido clientes franceses por su trabajo, era casi obligación suya saber lo mínimo del idioma, y al parecer no era un texto muy complejo el de la carta. 

Breve, sencillo, claro... fatal.

Tan pronto se giró hacia David, para decirle algo, fue el leve chirrido de la puerta el que quebró el silencio.

Su atención se volcó ahora con rapidez hacia el señor en el umbral.

—Ah, es usted. Qué gusto verle, doctor Sánchez —saludó Esteban. 

Se guardó la carta en el bolsillo de su saco, y se levantó de su lugar para caminar hacia el recién llegado y tomarle de la mano.

—Esteban. No sabía que estabas aquí. Es un gusto verte también, muchacho —El doctor era un hombre de baja estatura a comparación de los hermanos Fernández. Ya estaba en la cúspide de sus años y por el amor que le tenía a su profesión seguía de pie atendiendo a quiénes pudiesen pagarle algún tipo de remuneración.

—Solo estoy de pasada para ver cómo andaba todo. Bien... Le encargo a mi hermano.

—Está en buenas manos —agregó el doctor con una sonrisa de bigote.

Luego del estrechón, Esteban salió y dejó al doctor en el cuarto para que iniciara la consulta con David.

Reflexivo, se presentó nuevamente en la cocina donde Cornelia contaba a Rafael —que sostenía la bandeja con la tacita de té— e Ivonne, con cierto cuidado silencioso, los detalles sobre su viaje hasta el consultorio del doctor.

El señor Fernández con su presencia robó la atención de los empleados y se acercó a la mayor de ellos. 

Esta al verle abrió grande los ojos. Sonrió ancho y cariñosa como generalmente hacia para tratar a David. Abrió sus brazos de extremo a extremo como un acuno maternal y recibió a aquel hombre en un abrazo. La sonrisa en el rostro de Esteban era de lo más pura.

—Mi Tucu —pronunció con cariño mientras se separaba de ella manteniendo las manos en los hombros ajenos.

—Señor, me alegra mucho verle bien —contestó con igual calidez.

El señor se giró hacia Ivonne, lento fueron los dos pasos que hizo. Le tomó la mano y dejó un beso en el dorso de esta.

—Has crecido hermosa, Ivonne.

La muchacha rio penosa encongiéndose de hombros ante el semblante caballeroso de Esteban.

Ya podía asegurar Rafael que sí, que el aire azul de los hermanos era principesco.

Esta vez miró al moreno, alzando ambas cejas con su sonrisa pequeña, pero amable. Estiró sus manos a tomar la taza y el platito de porcelana.

—Muchas gracias, Rafael —seguido, bebió un sorbo pequeño—. Ah, está bueno.

—De nada —A decir verdad le relajó el halago. Temía haberlo hecho desagradable luego del episodio de la cocina.

Casi no se notaba, pero seguía sintiendo su cuerpo temblar un poco.

—¡Ah, Cornelia mía! —Esteban volvió a mirarla—. Tengo unas dudas. ¿Podríamos hablar a solas?

—Claro, señor —Cornelia miró rápido a los otros dos muchachitos, dando a entender que despejaran la cocina.

Los jóvenes asintieron rápido dándoles privacidad.

—¿De qué quería hablarme? —La mujer se sentó en el banquillo largo.

Esteban permaneció de pie, sacó la carta de su bolsillo y la desdobló frente a los ojos de ella.

—Sabés cuán receloso es David con sus cartas. Me llamó la atención que esta estuviera entre papeles varios sobre su escritorio y así de estropeada. Es de él, ¿verdad?

Cornelia la reconoció al instante. Ese papel maltratado había sido el que las manos de David habían empuñado hasta caer dormido aquella noche.

—Sí. Lo encontré al costado de la cama cuando limpiaba. Traté de planchar la hoja con las manos y la dejé en el escritorio.

Esteban asintió. Suspiró, pensativo, buscando las palabras.

—Bueno... Esta carta tiene una mala noticia, Cornelia. Así que tendré que ponerte al día para que sepas cómo tratar a los demás con esta información.

Su piel canela se erizó de pies a cabeza. Cornelia sintió mucho miedo de pronto.

El doctor estaba en la sala esperando por Esteban cuando este entró junto con Cornelia allí.

—¿Cómo fue, doctor? ¿Algo en lo que pueda ayudar? —preguntó el caballero apenas se paró frente al otro.

—Por supuesto. Mas, por lo poco que me ha respondido, notó su estado de melancolía. También tiene un dolor en el pecho producto de un golpe accidental. No me quiso contar más. Le revisé y no veo hematomas... Ah. Podría ser algo de su imaginación y su estado anímico no ayuda con eso —Acomodó el arco de su lente en su tabique. Respiró profundo y remojó su paladar haciendo ruido—. Según él, el dolor del pecho empeora cuando se mueve mucho y habla, también le dificulta la respiración. Hay que cuidarle de eso para evitar le dé una crisis y su asma lo empeore. Le voy a dejar anotadas algunas indicaciones.

—Oh, de verdad parece grave esta situación... Por cierto, las indicaciones déjeselas a Cornelia, yo trataré de volver en cuánto pueda —señaló Esteban.

El doctor miró inseguro a la empleada.

—¿Usted sabe leer?

—Un poco, sí. Fui yo quien leyó su tarjeta para ir a buscarlo —respondió ella secamente alzando una ceja.

El hombre se convenció y asintió con el mentón arriba.

—Bueno, le anoto con letra grande mientras le leo. Si empeora no duden en buscarme, pero por ahora... no hay mucho más que se pueda hacer, más que dejarle tranquilo hasta que se sienta mejor.

Cornelia concordó con la cabeza.

—Entiendo. Muchas gracias, doctor.

Mientras el profesional terminaba de escribir, Esteban le contó el resto de detalles de lo acontecido con su hermano para opinar entre los tres.

Finalmente Esteban se había ofrecido a volver junto con el doctor. Cornelia se hizo con las indicaciones y aquel papel de mal augurio, y los despidió a la hora cerca de oscurecer.

La mayor visitó la cocina. Ivonne ya estaba con la olla, una sopa de verduras burbujeaba a punto.

—¿Y Rafael?

—En el corral.

—Andá a traerlo. Tengo que hablar con ustedes dos.

Ni bien dicho eso, Rafael atravesó el umbral curioso de ver a la mujer nuevamente.

—Ah, justo —La mayor suspiró, se había asustado por lo repentino.

—¿El senhor se fue? —preguntó yendo hacia el jarrón del rincón para lavarse las manos.

Cornelia confirmó y esperó que se acercaran a ella de frente. Movió los pies un poco impaciente.

Rafael se secó las manos con la pequeña toalla y seguido la volvió a extender en el marco de la ventana.

Cornelia entonces desdobló la carta y comenzó a hablar.

—Tenemos que tener cuidado con el señor David —Los otros dos la miraron fijo tan pronto nombró al patrón y ese papel se desplegaba—. El doctor comentó que está melancólico, y su pecho duele. Tenemos que cuidar las cosas que decimos y tratar de que no se mueva mucho para que no empeore.

—¿Melancólico? —La palabra le sonaba, pero no sabía el significado concreto. Parecía muy formal.

—Que está tan triste que podría morir —explicó Ivonne algo insegura cuando los grandes ojos café de Rafael la miraron de lleno, como si esperara que se retractara o que le dijese que era algo exagerada esa descripción—. ¿Era... algo así, Cornelia? —Escabulló su mirar hacia la otra.

Cornelia afirmó a sonoros labios sellados .

—Parece que no es por la señorita Carmen que está así de mal. El señor Esteban dijo que leyó esta carta.

El corazón de Rafael retumbó doloroso. Siempre, desde que llegó a la estancia, el mundo de David —y el suyo— estaba girando alrededor de las cartas.

Alrededor de las letras del francés que hacían sonreír de esa manera tan naturalmente bella a su adorado señor. 

Que las palabras de uno de esos papeles le provocara tanto dolor como para estar melancólico, era algo que no podía razonar del todo.

Aun así, cada vez que se tocaba el tema de las cartas, no podía evitar sentirse observado. Todavía no había llegado el momento de devolver la que había hurtado. Y por la situación actual, lejos estaba el momento de liberarse de ese peso.

—¿Te dijo lo que decía? —preguntó Ivonne.

—Sí —Cornelia su cruzó de brazos mirando hacia el suelo—. La carta dice que el señor Belmont falleció.

Un silencio sepulcral inundó la cocina. Los empleados pudieron entender a la velocidad de un rayo el porqué de tan dramático padecer.

Rafael quedó estático con un nudo en la garganta.

Se estaba odiando. 

Tan pronto la noticia le retumbó los oídos se estaba odiando a más no poder.

Repudiaba sus celos celebres ante el caso, se repudiaba a sí mismo por su corazón acelerado y las ansias de correr a abrazar a su señor. 

Maldecía esos sentimientos que le decían que su señor ya no podría entregarle aquella sonrisa tan pura, pues quien se la provocaba ya no estaba en este mundo. Pero, al mismo tiempo, quería ahogar aquella grosera voz de su cabeza que chillaba por intentar ser él el reemplazo directo para traerla de nuevo.

Pésima conciencia, sucia conciencia...

Rafael proyectaba todo en su mente, y se imaginó un mundo sin la sonrisa de David... No, no había lugar más oscuro que ese. 

Era una de sus razones para estar de pie luego de una vida de sufrimiento. No podía aceptar que su sonrisa desapareciera. 

Pese a su egoísmo, a sus celos, a su necesidad de ser observado por sus ojos de selva y cortejado por una mínima caricia suya otra vez, algo tenía que hacer para confortar a su David sin esperar ni un gramo de atención a cambio.

Algo podía hacer.

Para la época no existía la definición de "depresión" como diagnóstico médico tal. Es por eso que a aquel estado se le llamaba "melancolía".

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