Parte 4

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¡¿Pero qué había hecho?! ¡Qué madres había hecho!

Aldo corría desesperado hacia la parada del autobús, tratando de no pensar en las horribles consecuencias de lo que acababa de hacer, si es que no alcanzaba a llegar a tiempo a la casa de Astrid.

¡Maldita sea! ¡Justo había perdido el autobús por un par de pasos!

No podía esperar más pero tampoco tenía dinero para un taxi y era imposible llegar corriendo a casa de la chica. Con paso inquieto y mirada febril, el chico comenzó a caminar de un lado al otro al interior de la pequeña caseta metálica, bañado por la blanquecina luz del anuncio que brillaba en uno de los lados del recinto.

Habían pasado dos días desde que Astrid lo había rechazado como al renacuajo que era. De verdad no entendía cómo es que en algún momento había pensado que una reina gótica como ella, se fijaría en un renacuajo como él. Tampoco entendía aquel sentimiento de furia y decepción que había sentido ante el rechazo de la chica y mucho menos acababa de entender lo que había hecho.

Aquellos dos días, un despechado Aldo se había encerrado en su cuarto, sin dormir y casi sin comer. Con la botella de la polong apretada contra su regazo, mientras la criaturita alternaba el tiempo entre descansar dentro de su botella y observar al chico, ansiosa por ser alimentada.

Las horas habían pasado sin que nadie, siquiera, tocara a su puerta; su hermana se había vuelto a "fugar" con su novia (como hacía de vez en cuando, para luego volver como si nada hubiera pasado) y su mamá se había largado con uno de sus novios, algo que hacía muy seguido, para volver a su casa al cabo de algunos días, ahogada de borracha y con unos cuantos pesos en la bolsa.

De modo que no hubo manera de detener aquella espiral descendente de furia y desesperación y aquella misma noche, hacía apenas unos minutos (u horas, no estaba seguro), había liberado a la polong y le había ordenado violar a Astrid; pero no una violación cualquiera, avergonzado, el muchacho recordaba haber pedido específicamente: "desmádrale el culo".

¡¿Pero qué demonios tenía en la cabeza?! ¡¿Qué putas madres estaba pensando para pedir algo tan horrendo y tan perverso?! Y mientras estaba ahí, paseando de un lado al otro como una fiera enjaulada esperando a las dos de la mañana un autobús que quizá nunca pasaría, se dio cuenta del monstruo que en verdad era.

Finalmente, un autobús totalmente vacío apareció a la distancia y el chico se subió arrojando unas monedas al chofer, quien, con cara de sueño y mirada de fastidio puso en marcha el vehículo, tan despacio que Aldo casi sentía que había metido reversa en veces de acelerar hacia el frente.

Fueron horas o días los que el maldito camión tardó en llegar a la parada más cercana a la casa de la chica y de ahí Aldo echó a correr las dos cuadras restantes. El camino se le hizo interminable, a tal grado que por un momento creyó que, en su desesperación, se había equivocado de calle.

Sin embargo, no fue así; por fin, su alocada carrera lo llevó frente a aquel zaguán pintado de rojo óxido que tan bien conocía, pero ahora... no sabía qué hacer, por un largo instante se quedó parado frente a la casa, pensando en tocar el timbre, pero sin saber qué decirle a la persona que saliera a abrir. "Buenas noches, señor/a, fíjese que a su hija en estos momentos la está violando un pequeño vampiro malayo, podría permitirme pasar a salvarla", pensó mientras una amarga sonrisa se dibujaba en su rostro.

De pronto, una imagen de pesadilla relampagueó en lo más profundo de la mente de Aldo: Astrid, totalmente desnuda y con el rostro ensangrentado, tirada boca abajo sobre su cama y la polong viéndola con una mirada de odio y crueldad absolutos.

No había tiempo para pensar, Aldo tocó y tocó el timbre, golpeó y pateó la puerta hasta cansarse pero no obtuvo respuesta alguna. Él sabía que el padre y la tía de Astrid estaban en casa, las únicas noches en que se ausentaban eran un viernes de por medio, para ir a visitar a la abuela de la chica que vivía en otra ciudad.

No obstante, nadie abría, lo más que consiguió fue que los vecinos se asomaran a sus ventanas y medio alcanzó a escuchar que alguno de ellos gritaba que si no se largaba iba a llamar a la policía.

La amenaza surtió efecto, Aldo dejó de arremeter contra la puerta y se alejó a toda prisa, pero no por mucho tiempo, lo único que hizo fue dar vuelta a la manzana y se brincó la barda de una casa vacía en la calle detrás de la casa de Astrid.

Era un plan que había ideado hacía mucho tiempo para poder entrar a la recamara de ella, con la idea de tomarle una foto estando dormida y, quizá robarle alguna prenda íntima. Nunca se había atrevido, pero cada paso estaba perfectamente trazado dentro de su cabeza.

Con toda torpeza, el chico logró subir a la azotea de la casa abandonada y de ahí brincó al de la casa de al lado; un perro ladró furioso desde el patio haciéndolo saltar del susto, pero una vez controlados los nervios y con mucho trabajo, pudo encaramarse en la cornisa de la casa de Astrid y asomarse por una de las ventanas del segundo piso que daba al patio trasero.

***

La penumbra era abrumadora; dentro, en una cama matrimonial, una pareja dormía apretadamente, el papá de Astrid y alguna novia o amante, seguramente. Aldo, en medio de su desesperación, empezó a golpear el cristal, sin medir consecuencias, sólo tratando de despertarlos para salvar a su amada Astrid.

Pero todo fue en vano, por más que gritó y golpeó el vidrio con todas sus fuerzas, las personas parecían estar muertas, pero no lo estaban, la mujer de repente se giró bajo las sábanas, para abrazar al hombre, quien ni siquiera se inmutó.

Un grito desgarró la noche. Un grito de terror mezclado con dolor... y Aldo ya no lo pensó, con una fuerza nacida del miedo y la desesperación, con un puño más bien endeble consiguió romper el vidrio.

No era como en las películas, su puño mal cerrado no solo se destrozó con el mero impacto, sino que grandes trozos de vidrio cayeron sobre su mano y antebrazo, causándole profundos cortes, que habrían sido insoportablemente dolorosos, de no haber sido por la inyección de adrenalina que lo hacía ignorar cualquier cosa que no fueran los cada vez más frecuentes gritos de Astrid.

Los restos del cristal que quedaron adheridos al marco también le cortaron las piernas mientras brincaba y sus zapatos hicieron un ruido espantoso al machacar las esquirlas que habían quedado esparcidas por el piso de la habitación.

Otro grito... no... ahora un auténtico alarido que venía de otra habitación lo hizo saltar como un resorte y lanzarse en alocada carrera a través de los oscuros pasillos de la casa.

El último, un sollozo penetrante, se escuchó desde atrás de una puerta. Cerrada. De nuevo aquella fuerza sobrehumana fruto de la ira y la desesperación y golpeó con el hombro la sólida plancha de madera... una... dos... tres veces hasta que el marco de la puerta reventó y cedió paso bruscamente al interior de la habitación.

Aldo no pudo decidir si el cuadro que se encontró adentro era aterrador... o excitante: Astrid tendida boca abajo sobre la cama, totalmente desnuda con aquellas nalgas rotundas, contundentes, enormes, sobresaliendo de su cuerpo como un par de enormes montañas en medio del ondulado paisaje de leche y nieve que era su cuerpo. Sobre ella, el diminuto demonio relamiéndose los dedos y brillando con una luz rojiza que era opacada por los sucios restos de su infame acto... acto que él le había ordenado ejecutar.

—A-yú-da-me...

La voz apagada, entrecortada, de la chica lo hizo volver a la realidad y al ver aquel rostro pálido deformado por un gesto de dolor absoluto, una ira que quemaba como el infierno se encendió en lo más profundo del consternado chico, quien, en un arranque de furia se acercó de un salto a donde estaba la polong, a la cual arrojó de un violento manotazo que, por accidente o a propósito, rozó las enormes nalgas de Astrid.

La criaturita emitió un maullido de dolor y luego, un gesto de sorpresa, seguido por uno de decepción, seguido por uno de ira absoluta se dibujaron en el diminuto rostro, que se enfocó en Aldo como si se tratara de su peor enemigo.

Un bufido demoniaco inundó la habitación obligando a Aldo a taparse los oídos, mientras Astrid chillaba de dolor, aparentemente incapaz de moverse. Enseguida, una nube de humo púrpura estalló en el suelo frente a la polong y el peleist apareció para de inmediato, sin aviso ni advertencia, lanzarse sobre un sorprendido y aterrado Aldo.

Fueron como unos veinte golpes en menos de cinco segundos; cada que el infernal grillo golpeaba su cuerpo —con la fuerza de un levantador de pesas—, rebotaba hacia una de las paredes o hacia un mueble y de inmediato se impulsaba de regreso hacia él, sin darle oportunidad siquiera de reaccionar.

Cada golpe en su pecho y panza lo fue arrojando hacia atrás hasta que chocó con una mesita de noche y entonces, una breve pausa mientras el peleist recuperaba fuerzas y la polong miraba a Aldo con una mezcla de ira y rencor, al tiempo que daba un salto hasta la cama y lentamente comenzaba a caminar sobre el cuerpo de la chica, quien, al sentirla comenzó a chillar como un puerco en el matadero.

Aldo no entendía como era que el barrio entero no se había despertado con aquel escándalo, sin embargo, no pudo reflexionarlo por mucho tiempo. Con un chirrido de furia, el peleist volvió a embestirlo, dos, tres, cuatro golpes antes de que Aldo pudiera reaccionar y, tomando una lámpara de noche, atinara un afortunado y poderoso golpe a la criatura, que salió volando para chocar con un espejo, el cual se hizo pedazos por el impacto.

La polong se volvió a ver a su maltrecho sirviente y luego al chico con un gesto de demoniaca furia, para luego saltar directo hacia el trasero de la chica, con las más nefastas intenciones. Por fortuna, Aldo supo aprovechar la inyección de adrenalina y con otro certero golpe de la lámpara, consiguió alejar al diminuto demonio del cuerpo de Astrid.

—¡Astrid! ¡Astrid! ¿Estás bien? Trata de levantarte, rápido, tenemos que irnos.

—¿A-Aldo? No puedo... no me puedo mover... ¡no sé qué me pasa que no me puedo mover!

Desesperado, el muchacho intentó cargar el gran cuerpo desnudo y aunque logró levantarla en brazos, fue incapaz de dar siquiera un paso con ella y ambos cayeron sobre la cama, él encima de ella, exhausto y aterrado, el terror y la adrenalina le habían prestado sus últimas fuerzas y ahora no sabía qué hacer.

De repente, otro maullido, agudo, penetrante, que rompió cada vidrio de la casa e incluso hizo sonar las alarmas de un par de autos en la calle.

Aterrado, Aldo se volvió hacia donde la polong se transformaba en una horrenda figura, angulosa y con picos y púas sobresaliendo de cada articulación del antes suave y voluptuoso cuerpo, al tiempo que se incorporaba con un demoniaco brillo amarillo-rojizo en los diminutos ojos.

No obstante, aquello no fue lo peor, lo peor fue cuando Aldo sintió un agudo dolor en su muñeca derecha seguido de la cálida sensación de su propia sangre resbalando por su brazo hacia el cuerpo de Astrid y luego hacia la cama. El chico ni siquiera se acordaba del peleist y mientras su vista se centraba en la polong, el grillo demoniaco había hecho un profundo corte en su brazo.

Aldo se levantó con una sensación extraña embotando su cabeza y sus sentidos, un repentino mareo lo arrojó al piso y una nausea lo hizo vomitar bilis y jugos gástricos sobre la alfombra, mientras Astrid volvía a chillar de pánico.

El muchacho ya no alcanzó a ver, aquella extraña sensación lo arrojó al piso, donde fue incapaz de moverse, sólo pudo escuchar un nuevo grito de la joven, terror mezclado con dolor, con agonía. No supo exactamente qué estaba pasando, pero dado que tampoco podía ver a la polong, podía imaginarlo y la culpa y el dolor comenzaron calcinar su alma.

Pero aquello tampoco duró mucho tiempo, de repente, Astrid dejó de gritar; a cambio, una serie interminable de amargos sollozos llenó el silente aire de la noche, al tiempo que la polong se paraba frente a Aldo y comenzaba a caminar hacia él.

Con cada paso, las púas, cubiertas de suciedad y sangre, se aplanaban y la polong recuperaba su forma. Con aquel nauseabundo olor cubriéndola, la criaturita le dio un beso a Aldo en los labios antes de volverse a verlo con una mirada que parecía de burla y con una socarrona sonrisa en los labios diminutos.

Sin poder controlarla, la mano de Aldo se movió por sí misma para acercarse a la polong, la cual, en un movimiento tan rápido como desconcertante, se metió bajo su piel a través del corte abierto por el peleist, el cual siguió a su ama dentro del cuerpo del aterrado muchacho.

Fue una sensación agónica, cada fibra de su ser gritaba de dolor mientras los dos demonios se abrían paso a través de piel y carne. Ambos parecían maullar de alegría mientras recorrían el cuerpo entero del chico, el cual ni siquiera podía retorcerse de dolor, hasta que, finalmente, se cansaron y, con un movimiento rápido y decidido, se encaminaron directo a su cabeza.

Era algo extraño, pero, de repente, Aldo ya no pudo sentirlos; aunque tampoco podía moverse todavía, había pensado que en cuanto las dos criaturas entraran a su cabeza, él iba a estallar de dolor, pero no fue así; en cambio, de pronto el mundo se oscureció y un silencio de muerte acalló cada sonido en la habitación, incluidos los mudos sollozos de Astrid.

De repente, en medio de aquel silencio sobrenatural, un solo sonido, lejano, primero, pero cada vez más cerca: el maullido de un gato y luego otro y otro y otro y otro más, hasta que lo único que había en su cabeza eran aquellos sonidos agudos y discordantes que apagaban cada emoción y cada pensamiento.

***

Destellos rojizos y azules rasgaban la oscuridad de aquella madrugada en un barrio usualmente tranquilo de la ciudad. Decenas de ojos rodeaban cuatro o cinco patrullas y dos ambulancias que se encontraban frente a aquella casa con un zaguán pintado de rojo óxido, tratando de captar cualquier detalle, cualquier mínimo indicio de lo que había ocurrido adentro, para después tener algo que contar.

Los tres adultos de la casa seguían adentro, rodeados de policías y de agentes ministeriales, bombardeados con preguntas que ellos eran incapaces de contestar.

La chica había salido en camilla. Recostada boca abajo, lloraba y sollozaba bajo la mirada horrorizada de las dos mujeres paramédicas que se habían encargado de atenderla, pero tampoco parecía poder decir nada de lo que había pasado.

En una de las patrullas, un chico pálido, de desaliñada melena negra, el cual parecía estar vestido apenas con pijama y pantuflas, gritaba y maldecía algo acerca de unos gatos, con rostro febril y mirada enloquecida que iba de allá para acá tratando de ubicar la fuente de sus alucinaciones.

De pronto, a los pies de un árbol, algo parecido al maullido de un gato llamó la atención de Dominica, la sirvienta de los González que llegaba a su trabajo. Curiosa, la muchacha se acercó, para encontrarse con una sobrenatural visión que la obligó, por mero reflejo, a persignarse.

Sin saber, realmente, lo que estaba haciendo, la chica extendió las manos para tomar entre ellas a una curiosa criaturita que parecía una mujer, de piel rojiza y ojos rasgados, enteramente negros, la cual parecía emitir un ronroneo que a Dominica le resultaba muy reconfortante. Junto a la diminuta ¿mujer?, algo parecido a un grillo desapareció de repente en una nube de humo morado, mientras, en un impulso incontrolable, la joven metía a la criaturita en su bolsa, para luego abrir la puerta y entrar a la casa de sus patrones, para empezar otro duro día de trabajo.

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