Una Noche En El Desierto

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El sol de la tarde bañaba el lado de la calle donde estaba mi casa y entraba por la ventana del primer piso, que daba al salón, donde yo me encontraba. Estaba esperando a mis amigos ya preparada y vestida de la cabeza a los pies; mi pelo dorado descuidadamente suelto sobre mis hombros, camiseta con un diseño a cuadros granates y oscuros, holgada y de cuello ancho, pantalones sport de maya grises, y unas zapatillas Converse. En aquel momento vi llegar a mis amigos por la calle; Ter, mi mejor amiga, que iba con unos vaqueros y una camiseta lisa y llanamente blanca, llevaba las raíces del pelo negro al natural, y mitad azul ya decolorado. Le encantaba experimentar. Junto a ella iban los chicos; Victor, alto, el pelo de color rubio ceniza muy corto, pantalón pirata y camiseta de manga corta; Miguel, también alto, moreno de pelo y ojos marrones, vestido con pantalones vaqueros, camiseta y chaqueta; al igual que Antonio, el pelinegro, más bajo de los tres por un par de centímetros, que llevaba unos pantalones largos negros y una cazadora.

En cuanto los vi cogí mis cosas y me apresuré a bajar, llegando hasta la puerta en el momento en que ellos llamaban.

—¡Ey, gentecillaaa! —saludé, plantándome delante de ellos y cerrando la puerta tras de mí.

—¡Irene! —exclamó Ter echándome los brazos al cuello.

—¿Todo bien? —les pregunté alegremente, chocando la mano a los chicos tras el fugaz abrazo de Ter.

—Mejor que nunca —respondió Victor sonriendo, con esa sonrisa suya.

—Vamos pues —dijo Antonio, y comenzamos a caminar por la calle de camino a la plazoleta donde solíamos ir.

—Adivina adivinanza, ¿quién cumple los años en una semana? —preguntó Ter.

—Mmm... no sé, no sé... ¿Miguel? —respondí yo, haciendo como si me lo pensase.

—Muy bien, Ireneeee.

—Yo siempre bien —recalqué mientras a mi lado Ter reía.

—Nah, no siempre —dijo Miguel.

—Bueeno... Tal vez tengas razón —cedí.

—Yo siempre tengo razón —comunicó.

—Mentiraaa —contradije yo, riendo.

—Cuidado que hieres su sensibilidad —dijo Antonio.

—Ya lo ves, bro, no me quieren —repuso Miguel en su tono de Drama Queen.

—Que no puedes conmigo. Sabes que me gusta, ¿no? —dije yo.

—¿El qué te gusta? —preguntó Victor alzando una ceja.

—Ah, no sé, figúratelo —respondí imitándole el gesto y siguiendo el juego.

—Uy, uy, esto termina mal —dijo Ter.

—O bien, depende de cómo se mire —repuso Victor. Yo me eché a reír.

Seguimos caminando hasta llegar a unos bancos, donde nos sentamos.

—A ver, niños —empezó Antonio.

—Niño tu cara —replicó Victor.

—¿Qué vamos a hacer? —siguió el pelinegro, ignorando olímpicamente a su amigo.

—Cenar —dijo Ter.

—Comprar algo y vagar por ahí —completó Miguel.

—Y divertirnos —dije yo con una sonrisa.

—Lo que tú digas, guapa —me dijo Victor.

—Que te ha dicho guapaaa —exclamó Ter, mirándome en plan seductor.

—Ay, no empieces —Entre nosotros cinco siempre andábamos con un cachondeo a base de comentarios de ese tipo.

Seguimos así un buen rato, hablando de cosas normales de unos y de otros, hasta que ya anocheciendo fuimos a por la cena a un local de comida rápida que había por allí; pedimos cinco hamburguesas para llevar, y en un pequeño supermercado compramos bebidas y vasos de plástico. Así armados nos instalamos en uno de nuestros lugares predilectos en la plazoleta, donde podíamos sentarnos y hacer lo que nos viniese en gana, además de que estaba totalmente solitario.

—Dudo de que haya algo mejor en este mundo que comerse una vulgar hamburguesa en la calle con los pendejos de tus amigos —comentó Ter, dándole el tercer bocado a su hamburguesa.

—Concuerdo completamente con eso —repliqué yo.

El aire era familiarmente denso y cálido de una tarde de septiembre, mientras la noche caía y se encendían las farolas que iluminaban la calle con su luz de tonos amarillentos. Estábamos en ese entretiempo en el que tan pronto vas en camiseta de manga corta como con chaqueta. Y allí nos encontrábamos, sentados entre el suelo y los bancos a un lado de la plazoleta, en lo que era una de nuestras noches normales que pasábamos juntos.

—Viiiictooor, antes has dicho que tenías cotilleo —dijo Antonio, dándole un amistoso codazo a su amigo.

—Uy, sí, cuenta, cuenta —se animó Ter.

—Ah, no, mejor no, me presionáis mucho —respondió el rubio.

—Va, sabes que nos lo vas a contar —animé yo.

—¿Para qué estás con nosotros si no es para traernos cotilleo, como todos hacemos cuando lo pescamos? —preguntó Miguel.

—¿Me estás diciendo que no me queréis sino porque me explotáis como maruja busca-cotilleos? —se indignó Victor.

—Exacto —rió su amigo.

—Naaahh, claro que te queremos —dije yo, poniendo mi cara de Santa Inocencia—. Y por eso nos vas a contar.

—Si insistís...

—¿Pero qué es? —exclamó impaciente Ter—. Seguro que le das tanto teatro y luego no es nada.

—Habéis sido vosotros, porque exactamente no es nada —se evadió él.

—Venga yaaa —resopló Antonio—. Mira, te tienes que ligar a la chiquilla esa que se te queda mirando en el instituto, y así nos das cotilleo.

—¿Qué chiquilla? —pregunté yo.

—Que se pone celosaaa —saltó Ter, ella como siempre con sus cosas.

—No seas tonta —le dije.

—Pues la chiquillaaa —explicó Miguel, tan explicativo como solo él lo es.

—¿La rubia o la morena? —pregunté.

—La morena, la rubia hace rato que pasa olímpicamente de él —aclaró Antonio.

—Pero Antonín, cacho pan —dijo Victor cambiando de tema—, ¿por qué no nos cuentas tú detalles interesantes con tu novia?

—Es de mal gusto hablar de esas cosas con la novia delante —replicó él, mirando a Ter. Yo sonreí en tono pícaro. Ellos eran la pareja estrella.

Así seguíamos charlando, una vez terminada nuestra frugal cena, cuando una mujer y un hombre cruzaron por el otro lado, echándonos miradas de reojo, lo cual comentó Antonio.

—Pues que nos miren —repliqué yo—, si es que somos unas bellezas.

—Obvio —respondió Miguel, haciendo gesto de diva.

—Claro que sííí —aclamó Ter, riendo con los demás.

—Niño, ¿qué has hecho con las bebidas? —le dijo Victor a Antonio.

—Eso —coincidió Miguel—. Que ya va siendo hora.

Sacamos los vasos, que llenamos con Coca-Cola y una chispa de ron.

—Hostia tú, te has pasado un poco, ¿no? —dijo Ter tras dar el primer sorbo.

—Sí, Victor siempre empieza cañero —coincidí. Mientras ellos reían tiré un poco del contenido de mi vaso y lo rellené con Coca-Cola.

—Claro, se empieza dándolo todo —replicó él.

—Se empieza poco a poco, y ya vas subiendo —dijo Ter.

—Ahí, ahí —confirmé riendo.

Wait, un segundo —dijo Antonio dejando su vaso en el banco y sacando su móvil del bolsillo.

—Ooohhh, sí, otra sesión de fotos de nosotros haciendo el gilipollas —dije adivinando sus intenciones—. Maravilloso.

—Exacto —dijo, y seguidamente le hizo una foto a bocajarro a Víctor, el cual trató de quitarle el móvil mientras los demás nos reíamos.

—Luego las mandas por el grupo —le dijo Ter.

—Claro.

—¡Eh! —exclamé cuando le dio por hacerme otra foto sin avisar—. Trae eso aquí.

—Pero si sales fabulosa —dijo Victor riendo, mirando por encima del hombro al móvil de Antonio.

—Pásamela, pásamela —pidió Miguel.

—¿Qué es esto de traficar con fotos de mí delante de mis narices? —les dije, fingiendo una falsa indignación. Saqué mi móvil y en venganza les hice una foto a los tres. Obviamente salían de lujo, con la luz de las farolas desde un lado; Antonio y Miguel con los móviles, traficando fotos, y Victor de pie detrás de ellos observando mientras sostenía su vaso, los tres riendo.

—Oh, vaaa.

Terminamos haciendo sesión de fotos posadas, o mejor dicho, de nosotros haciendo el gilipollas. Una de Ter y yo juntas, otra de Victor tratando de subirse a grupas de Antonio...

Cuando íbamos ya por el cuarto vaso (aunque no llevaba muy bien la cuenta) Miguel y Victor sin querer le dieron una patada a la botella de ron, que se hizo añicos esparciendo el licor por el suelo.

—¡Oh, mierda! —exclamó Victor.

—Mala suerte —dijo Antonio.

—Tampoco nos podemos quejar, si seguimos así terminaríamos demasiado mal —dijo Ter. Y era verdad, porque lo cierto era que ya estábamos bien bebidos.

—Tururú —dijo Miguel distraídamente y volviéndose a sentar, con lo que hicimos un corro en el suelo los cinco, con nuestras bebidas, móviles y chaquetas a nuestro alrededor.

—Propongo jugar a verdad o reto —habló Ter.

—¡Sí! —exclamé yo.

—Vaa —se unió Victor.

—¿Quién empieza? —preguntó Miguel.

—Yo, yo, yo —saltó mi amiga—. Mmm... Antonio, ¿verdad o reto?

—Uhm... ¿verdad?

—¿A cuántas chicas has besado?

—Uff...

—Uyuyuy, esto se pone interesante... —aclamamos los espectadores.

—A... cinco o seis, o... —contó el chico pelinegro. Ter sonrió porque no le sorprendió la respuesta.

—Bien, siguiente.

—Victor —llamó Antonio.

Así seguimos un buen rato jugando a verdad o reto, mientras nos terminábamos lo que nos quedaba de Coca-Cola y ron, alocándonos cada vez más en un estado de irreflexiva hilaridad.

—¡Irene! ¡Miguel! —nos dijo Ter—. ¡Os reto a besaros!

—¡¿What?!

—Wow, wow —aclamó emocionado Antonio. Yo no pude evitar que se me escapara una sonrisa.

Ya se ha notado que estábamos en plan "a la mierda todo", así que nos acercamos y uní mis labios a los de Miguel en un breve beso, entre la miradas pervertidas y las risas de los otros a las que nos unimos.

—Y ahora me toca a mí—dijo Miguel, mirándome a mí y a Ter—. Os reto a besaros.

—La santa virgen de la papaya —dijo Ter, rodando los ojos como diciendo "debí habérmelo imaginado".

—Ven aquí —sonreí; se acercó y rozamos nuestros labios.

—¿Sigo yo? —preguntó ella.

—Sí —le dije mirándola y creyendo adivinar sus pensamientos.

—Reto a Miguel y a Victor a que se besen.

—Oleeee —aclamó Antonio. Y yo reí mientras ellos dos aceptaban darse el beso.

—¡Ter, Toño! —dije yo entonces—. ¡Besaos!

—¡Que se besen, que se besen, que se besen! —corearon Miguel y Victor. Ter me lanzó una mirada que no pudo evitar fuese divertida, y nuestra pareja estrella se dio un beso.

—Ahora quiero... que se besen Irene y Victor —dijo Antonio mirándonos divertido, mientras Ter asentía emocionada.

—¿Y así vamos a seguir hasta que todos besemos a todos? —pregunté.

—¿Y por qué no? —respondió riendo Ter.

—Vengaaa.

Victor se acercó a mí, y nos besamos.

—Y ahora faltaría... que Antonín bese a Irene, a Miguel y a Victor —dijo Ter.

—Y que tú beses a Miguel y a Victor —completó Antonio.

—Qué coño.

No pudimos evitar reír.

—Mejor dejadlo, he cubierto el cupo de besos por hoy —dijo Victor.

—¿Acaso es eso posible? —le pregunté divertida.

Nos reímos de nuevo, y así pudimos seguir bastante tiempo, entre charlas, juegos y risas, dejando olvidada la bebida.

Después recogimos, nos pusimos las chaquetas y empezamos a andar dando un paseo. Seguía teniendo la cabeza en una nube, y apenas recuerdo lo que hicimos o hablamos. Recuerdo que fuimos por las afueras, las calles desiertas y oscuras a esas altas horas de la noche. Llegamos a unos edificios industriales, cercanos al mar, y allí nos sentamos, quedando recostados los unos con los otros en silencio. Supongo que nos dormimos. Y lo siguiente que recuerdo fue muy confuso; me desperté sobresaltada, escuché voces y golpes. Los chicos se habían incorporado y estaban frente a unas siluetas que no alcancé a ver bien, antes de notar que me sujetaban violentamente y me ponían un pañuelo húmedo tapándome la nariz y la boca. Y antes de poder moverme caí desmayada, en un sueño tan profundo como la muerte misma.


* * *



Cuando me desperté aún tardé unos minutos en abrir los ojos. ¿Dónde estaba? ¿Qué había pasado? Poco a poco vagos recuerdos afloraban a mi mente, pero no podía pensar con claridad. Me dolía la cabeza y tenía el cuerpo entumecido. Al abrir los ojos me encontré con algo, y pude aclarar que era una ruda tela blanca. Pareciera que estuviese amortajada. ¿Y si estaba muerta? Si era así, parecía que un requisito para pasar al otro barrio fuese que el cerebro dejase de funcionar. Enseguida otro pensamiento más esclarecedor ocupó mi mente: ¿Dónde estaban mis amigos? Estando así, la respuesta me llegó en forma de voces, que alcancé a reconocer como las de ellos. Se oían quejas, protestas, preguntas y maldiciones muy elocuentes. Mi cuerpo pareció despertar entonces y traté de deshacerme de mi mortaja, lo cual, tras muchos esfuerzos, conseguí.

Al sacar mi cabeza tuve que cerrar los ojos, y en cuanto se acostumbraron a la luminosidad reinante lo que vi me dejó completamente anonadada. Arena. Arena hasta donde alcanzaba la vista. Y a mi alrededor, cuatro bultos que se movían, y de los cuales afloraron sucesivamente Ter, Miguel, Victor y Antonio. Se quedaron quietos, girando la cabeza como búhos para mirar todo alrededor con los ojos muy abiertos y boqueando cual peces fuera del agua, con tal asombro que les cortaba la palabra. Exactamente igual que yo.

—¿Qué coño es todo esto? —dijo al fin Victor, el más expresivo de todos.

—Un puto sueño —respondió lentamente Ter—. Estamos soñando, ¿verdad?

—O estamos muertos —alcancé a decir yo, con la boca pastosa.

Poco a poco nos fuimos poniendo en pie, estirando nuestros doloridos y entumecidos músculos.

—¡Estamos en un desierto! —exclamó por fin Antonio, que había estado dando vueltas sin dar crédito a lo que veía.

—Eso parece —dijo Miguel, como en trance.

Tardamos un rato en convencernos de que todo aquello era real, y una vez salimos de nuestro primer estupor dimos rienda suelta a todos nuestros pensamientos y a las preguntas que se nos planteaban.

—¿Dónde estamos? ¿Y cómo diablos hemos llegado aquí? —preguntó Ter.

—Nos raptaron —dijo Antonio. Recordé a los individuos que nos agredieron y nos sedaron.

—Claro —dije—. Pero ¿por qué?

—Eso quiero saber yo —respondió él.

—Bien. Estamos en un maldito desierto dejado de la mano de Dios, hemos sido raptados por una banda de mafiosos sin motivo aparente, nos han sedado y drogado y nos han dejado aquí tirados para que nos muramos de inanición o desesperación —resumió Victor, aclarando las ideas que teníamos.

—Preguntas a resolver —planteó Ter—: ¿Dónde estamos? ¿Por qué estamos aquí o por qué nos han raptado? ¿Y cómo coño vamos a sobrevivir?

—¿En Egipto? —sugirió Miguel mirando a su alrededor. En verdad parecía factible; en medio del desierto egipcio, entre la arena sahariana, en la tierra de las pirámides donde el dios del sol es más implacable que el diablo, o que una yaya con la zapatilla en ristre dispuesta a castigarte severamente.

—Un panorama precioso —comenté sarcástica.

Estuvimos un rato de pie, dando vueltas, sin saber qué hacer. Al final nos sentamos en la arena.

—Oh, genial, mi móvil ha desaparecido —comentó Miguel al registrar sus bolsillos.

—Seguramente nos los hayan quitado —dije cuando todos comprobamos que no teníamos nuestros dispositivos móviles.

—De todas formas de poco nos hubiera servido —alegó Victor —. ¿O acaso esperas tener wifi aquí?

—Si no consigo wifi ni en mi casa, imagínate en medio de un desierto —bromeó Miguel, a lo que reímos.

—Bien, ¿qué pensamos hacer? —preguntó Ter.

Estábamos sentados con las piernas a lo indio, haciendo medio corro, un poco dispersos. A nuestro lado quedaron los sacos en los que nos atraparon, y habíamos dejado caer nuestras chaquetas. Nos encontrábamos así sin nada más que lo puesto, bajo el sol y rodeados de arena y dunas hasta donde alcanzaba la vista. Por no mencionar la sed y el hambre que se apoderaba de nosotros.

Antonio miró por un momento al sol, y creo que todos adivinamos su pensamiento. Empezaba a declinar, por lo que era por la tarde, y la dirección hacia la que se inclinaba sería el oeste. Con lo que ya teníamos ubicados norte, sur y este.

—Tendremos que ir a algún lado, ¿no? —dije.

—¿Echar a andar así sin más? —preguntó Miguel.

—¿Y qué otra cosa propones? —replicó Victor.

—Es cierto, algo tenemos que hacer —dijo Ter—. Si vamos a morir de todas formas... podemos hacerlo aquí sin movernos o al menos intentar hacer algo.

—Puede que tengamos suerte y encontremos a alguien —dije yo.

Seguimos un rato hablando sin llegar a ningún sitio, cuando los rayos del astro rey llegaron al clímax del crepúsculo para pronto desaparecer y dar paso a las sombras que se fueron adueñando del paisaje de dunas.

—Por el momento veo que tendremos que pasar la noche aquí —se resignó Ter. Cogimos nuestras chaquetas, porque en contraste con el calor del día la temperatura iba cayendo, y nos tumbamos lo mejor que pudimos todos juntos.

—Tengo sed —dijo Victor.

—Y hambre —coincidió Miguel.

Yo empezaba a ver como en sueños lo último que mi cuerpo había ingerido. Una hamburguesa acompañada de Coca-Cola y ron. No era lo mejor para prepararse a sobrevivir sin más en el desierto. Si tuviésemos una miserable botella de agua... 

Suspiré y me acomodé entre Ter y Miguel. Poco a poco dejamos de hablar y nos sumimos en el silencio, pero sin llegar a dormirnos. Mi mente comenzó a vagar y a divagar entre nubes.

En verdad estamos en medio de una historia de libro, pensé. Claro que en los libros al final todo sale bien y los protagonistas terminan felices y comiendo perdices, y todo no parece tan... real. Y extraño a la vez. Por mucho que le diese vueltas al misterio de quiénes eran nuestros raptores y por qué nos habían raptado y traído a aquí, fuese cual fuese este lugar, en mi mente todo seguía igual de negro.

Entonces mi pensamiento recayó en mis compañeros de aventura, e imaginé que el derrotero de sus pensamientos sería similar al mío. Qué bonita la amistad que pasa peripecias de todo tipo unida, qué bonito morir juntos. Ya no sabía si tomarme la situación a risa. «Me estaré volviendo loca», fue lo que pensé.

Recordé todo lo que habíamos pasado juntos, desde que nació nuestra amistad seis años atrás, empezando el instituto. Primero Ter reñía con Antonio y se tenían ojeriza, y luego, desde el día en que me choqué con Victor yendo los dos en skate, comenzamos a hablar con ellos, e irremediablemente nos terminamos haciendo amigos. Muy amigos.

Miré largamente al cielo que se expandía sobre mi cabeza, repleto de infinitas estrellas en el negro manto de la noche. Y por un momento mi mente quedó vacía de pensamientos, conjeturas o preocupaciones. Me olvidé de dónde estaba y de cómo había terminado allí, simplemente estaba allí, con mis mejores amigos, mirando las estrellas que se extendían sobre el desierto... y me quedé dormida.

Pero no fue por mucho tiempo, porque volví a despertarme y comprobé que mis amigos estaban igual. Ya fuese por el sedante que nos habían metido, porque habíamos estado durmiendo unas doce horas seguidas o por otro motivo desconocido, no podíamos volver a dormirnos. Empezamos a hablar, y cómo no, la conversación recayó en nuestras posibilidades de sobrevivir.

—¿Para dónde deberíamos andar? —fue la pregunta que nos hicimos.

—Mmm... Suponiendo que estamos en algún lugar desértico del norte de África —razonó Miguel—, deberíamos ir al norte, porque suponemos que al sur lo que haríamos sería internarnos más en el Sáhara.

—Estoy de acuerdo con ese razonamiento —dijo Ter. Lo hablamos un poco más y todos convinimos en ello.

—¿Te imaginas que nos han dejado al sur del Sáhara y al ir al norte lo que hacemos es adentrarnos más? —dijo Victor en uno de sus supuestos teóricos de si pasa lo peor.

—Que terminaríamos muriendo de deshidratación, inanición e insolación —dije yo llanamente, a pesar de que la idea me resultaba tan grata como bajar al infierno, o peor. Mucho peor—, a menos que pase un avión o avioneta, nos vea y nos rescate. —Me sonaba algo así, una historia que había leído en un libro.

Volvimos a quedar un momento en silencio. No sé en qué pensarían ellos; si en el aspecto que tendrían nuestros huesos blanqueados entre la arena en medio del desierto, o en lo bonita que se había quedado la noche.

—Si salimos de esta con vida —dijo Miguel—. Hago lo que queráis.

—¿Te liarás con Irene? —saltó Ter. Yo me incorporé de golpe para lanzarle una de esas miradas de "no te pases"—. Era broma, era broma —añadió ella apaciguadora.

—Más te vale loca, porque había dado mi palabra —dijo Miguel. Inevitablemente nos reímos.

—Mmm... —dije yo al rato—. ¿Cuándo vamos a emprender la marcha?

—¿Ahora? —propuso Ter, con una mirada en derredor suyo.

—Yo no tengo sueño —dijo Antonio.

—Y va a ser mejor andar de noche que con el sol del mediodía —añadió Victor. Tenía razón.

Nos animamos y nos pusimos en pie, y sin más que lo puesto comenzamos a caminar con la dirección norte, según nuestras previas deducciones.

Mis zapatillas Converse se hundían en la blanda arena, que no tardó en meterse dentro. Con todo seguimos caminando, ignorando el hambre, la sed, el frío, y las escasas posibilidades de sobrevivir. Fija la mente en un objetivo; seguir caminando. A pesar de ser plena noche, la oscuridad dejaba una tenue claridad, el cielo iluminado por las estrellas, que permitía ver por dónde íbamos y perfilar el paisaje; dunas y dunas de arena, envueltas en esa luz especial... «El sitio no está nada mal», pensé, «Si no fuese por la sed».

Unas veces con la mente en blanco, otras vagando en pensamientos y otras tantas charlando o comentando cosas, se fue pasando el tiempo.

Pasaron las horas, y poco a poco se perfiló una claridad hacia oriente que anunciaba la proximidad del amanecer, uno de los amaneceres más lentos y hermosos que he visto. El cielo se fue aclarando, pasando de tonos oscuros y azules a una especie de morado que se fue anaranjando con el alba. Con el cielo teñido de violeta y aclarándose paulatinamente las estrellas se fueron apagando poco a poco, de las miles y millones que hacía un momento brillaban intensamente al poco solo quedaron unas pocas que terminaron por desaparecer cuando ya asomaban las primeras luces del astro rey en medio de aquella hermosa aurora. Al fin vimos el sol, inundándolo todo de una luz naranja que penetró en nuestras pupilas mientras lo observábamos sin decir palabra.

Dirigí mi mirada hacia ellos, mis amigos. Sus ojos estaban fijos en el sol naciente, y sus rostros se bañaban en la luz del nuevo día. Ter, con su media melena de pelo azul claro, más blanco en las puntas y oscuro en las raíces. Llevaba la chaqueta bajada, por la cintura, y sus ojos marrones tenían un refulgente brillo difícil de definir. A su lado estaba Antonio, que si no fuese por la arena y apenas un asomo de cansancio en su cara, no daba la impresión de estar perdido en medio de la nada, con su pelo rizado igual que siempre y los ojos serenos. Victor, al contrario que su amigo, había estado pasándose las manos constantemente por su pelo, aunque lo llevaba muy corto, tenía los cordones de las zapatillas medio desabrochados y la camiseta descolocada. A pesar de eso lo vi tranquilo, sus ojos glaucos también contemplando al horizonte, como si en ese instante se olvidase de todo; un sentimiento que creo todos compartíamos. Y por último Miguel, su cabello castaño también ligeramente despeinado, y un aire general de descuido traducido por todo su cuerpo. Me demoré observando su rostro, su piel ligeramente morena, sus labios cerrados y sus ojos, llenos de luz que les sacaban brillos melosos, hasta que se giró él a mirarme a mí. Sonreímos, los demás también cruzaron miradas, y terminó aquel momento de silenciosa magia. El sol ya había salido, la arena se cubría de tonos naranjas, y allí estábamos nosotros, en medio de la nada, volviendo nuestras cabezas al horizonte y emprendiendo la marcha.

Una marcha que arrastraba nuestros cansados miembros por el terreno arenoso, y que al poco fue coronado por el calor del sol que habíamos contemplado salir; un calor que pronto fue infernal y que se mantuvo todo el día in crescendo.

La cabeza llevaba latiéndome desde ayer, tenía un hambre de mil demonios y lo peor de todo era la sed. El alcohol de la noche no ayudaba. Era una sed que me consumía, me torturaba lentamente como la peor tortura existente, imposible de ignorar. Sumado a un calor que superaría los cuarenta grados centígrados y nos pegaba la ropa a la piel, haciéndonos de sudar el agua que le quedaba a nuestros cuerpos y haciendo la tortura verdaderamente insufrible. Íbamos parándonos de vez en cuando, para recuperar la respiración. Nos dejamos caer en la arena, rendidos. Victor se quitó la camiseta en un arrebato, sofocado por el calor como lo estábamos todos.

—No te lo aconsejo —le dije—. Se te va a caer la piel a tiras.

—Sí, por eso los beduinos van cubiertos. Te protege del sol —añadió Ter.

Él puso mala cara y se la volvió a poner, sabiendo la verdad de esas palabras y mascullando algo del maldito calor que hacía. Yo también sentía ganas de quitarme la ropa, que me pesaba y acaloraba, pero sabía que la temperatura seguiría siendo la misma y que la tela al menos me protegía de terminar con la piel cual chicharrón de cerdo. Tuvimos que levantarnos, no aguantábamos más bajo aquel sol y lo único que podíamos hacer era seguir y seguir andando, con la esperanza de encontrar algo. Aunque no pensábamos en ello, porque lo más seguro era que termináramos caídos y sin esperanzas.

No sé cómo sobrevivimos aquel día. Puedo decir que sé lo que es el Infierno, o al menos algo muy parecido a él. Un calor insufrible, el azote del sol, la sed corrosiva, el cansancio, el embotamiento cerebral. Movíamos los pies de milagro, íbamos como zombies sin consciencia, como autómatas sin cerebro, simplemente avanzando. ¿Hacia dónde? ¿Para qué? Ni pensábamos. Nos consumíamos. Íbamos a enloquecer de sed, hambre y calor, para luego morir. Ter cayó de rodillas. Nos paramos, y nos dejamos caer. De mis labios agrietados se escapó una especie de gemido agónico, y empecé a sollozar convulsivamente. No lloraba, no tenía lágrimas. Estábamos sumidos en la desesperación. Tirarse de los pelos, gritar, llorar, maldecir e imprecar; de nada servía. Más cansada aún cerré los ojos.

«Y ya» pensé «Quiero morirme, así, ahora mismo, sin más sufrimiento». En aquel momento pensé, que si Dios existía y estaba en algún lugar, sobre aquel implacable sol y nos veía, por qué nos había mandado esta tortura, que yo no había hecho nada para merecerme; y le rogué que terminara con ella, de una forma o de otra, que diese fin a nuestro tormento. Casi entraba en un estado de semiinconsciencia, donde todos los padecimientos se ahogaban, donde todo dejaba de existir. Solo a un paso de dejar de existir yo misma. Entonces alguien me sacudió; yo no reaccioné. Me dieron más fuerte, sacudiéndome con vigor y haciendo que algo en mí despertara: la consciencia de que seguía viva. Así que abrí los ojos, no sin esfuerzo, y quedé deslumbrada por el sol.

—Levántate, por favor —me dijo Ter, en un tono que nunca se me va a olvidar—. Tenemos que seguir.

Obligué a mis músculos a obedecer y levanté mi entumecido cuerpo. Seguimos andando, con las cabezas gachas y los pies tambaleantes. Después de la crisis lo único que esperaba era el fin de todo.

Sin saber cómo, el tiempo, el interminable tiempo, fue pasando, y cuando tomé consciencia de ello ya declinaba la tarde. Levanté la mirada en derredor mío; arena, arena y más arena. Por todos lados lo único que había era un interminable desierto de dunas, un paraje completamente reseco. Abatida, volví a bajar la cabeza para seguir andando, aparentemente, en una caminata sin fin. O moríamos, o vagaríamos como almas en pena hasta el día del juicio final.

El crepúsculo. El día dejaba paso a la noche, y por segunda vez contemplábamos como poco a poco el desierto se cubría de sombras. Y por fin la temperatura bajó, dándonos un respiro.

Nos tendimos en la arena, completamente exhaustos. Relajamos nuestros miembros y respiramos el fresco aire nocturno que fue como un bálsamo reparador, en contraste con el calor cargante de medio día. Y caí rendida en los brazos de Morfeo.

Pero desperté, no por mi voluntad, sino por la de Victor. Las estrellas brillaban en todo su esplendor en medio del oscuro cielo nocturno. Victor se había puesto en pie y nos fue despertando a todos.

—¿Qué pasa? —oí preguntar a la voz cansada de Ter.

—Quedaos quietos, en silencio, y concentraos en escuchar; a ver si oís lo mismo que yo —fue lo que dijo él.

Así lo hicimos, nos quedamos en silencio y pusimos toda nuestra atención en el sentido del oído. Al principio, en medio de aquel profundo y vasto silencio que reinaba en el desierto, que ni siquiera la ligerísima brisa que soplaba del norte rompía, no escuché nada. Pero luego me pareció percibir algo, un leve rumor. Tan leve que creí que era producto de mi imaginación, a causa de querer escuchar algo en medio de la nada; pero puse más atención y creí constatar que era cierto, se escuchaba algo. Miré a Victor.

—¿Lo oyes? —me susurró. Yo asentí con la cabeza. Ter y Miguel nos miraron sin saber, porque ellos no lo habían captado, pero los ojos de Antonio comunicaron que él también lo oía.

—¿Qué es? —pregunté.

—No lo sé, pero lo que sí sé es que viene del Norte —respondió el rubio mirando en esa dirección.

—Creo que oigo algo... como un murmullo —habló Ter.

—Exacto.

—Vamos —dijo Antonio poniéndose en pie. Sin decir nada le seguimos, y con nuevas energías caminamos sin quitar la vista del horizonte frente a nosotros; una creciente ansiedad se apoderaba de nosotros al querer descubrir la causa de tal ruido que el viento llevaba a nosotros. Caminamos y caminamos, y nada cambió. De vez en cuando parábamos para constatar que el ruido seguía oyéndose, y renovábamos nuestra marcha. Al fin se dejó oír con más claridad, pero no pudimos adivinar cuál era su naturaleza. De pronto, mis ojos creyeron ver algo raro en el horizonte. Se lo señalé a mis amigos, que escrutaron con más ahínco.

Victor se giró trescientos sesenta grados para comparar la diferencia de un horizonte a otro.

—Tienes razón —dijo—. Hay algo distinto.

—Hay como una línea oscura extendiéndose más allá —habló Ter.

El cielo empezaba a clarear; no tardaría en amanecer.

—Algo así... ¿como el mar? —dijo Miguel. Nos miramos entre todos con los ojos como platos. Eso era... el mar.

—Puede ser una hipótesis... —respondió Antonio, calmando ilusiones.

—Tenemos que verlo —dijo Victor. Echamos a andar como si no lleváramos haciéndolo más de veinticuatro horas y no descansamos hasta verlo limpio y claro. ¡Sí! ¡Era el mar! ¿Qué otra cosa iba a ser?

—Oh, Señor —exclamó Ter, y empezó a correr para alcanzarlo. Se dio cuenta de que no estaba tan cerca como parecía y era mejor economizar energías. Pero al fin llegamos. 

Cuando ya comenzaba a despuntar el alba podíamos contemplar con toda claridad la vasta extensión de mar frente a nosotros, contrastada con el inmenso desierto de arena a nuestras espaldas. Llegamos a la playa y caímos de rodillas, arrastrándonos hasta el agua, el preciado líquido azulado. Llorábamos, reíamos, gemíamos, y nos mojábamos la cara con aquella agua, y la bebíamos sin importar lo salada que estuviera. Mis labios agrietados y mi lengua reseca cataron aquel fluido, aquel agua salada que era la primera que bebía en muchas horas y que nos devolvió a la vida. Pasado el primer momento de locura nos abstuvimos de seguir bebiendo y quedamos tendidos en la orilla del rugiente mar. Empecé a ordenar mis ideas; tras una noche y un día en el desierto, caminando como almas en pena y medio muriéndonos habíamos llegado a orillas de un mar, que recé por que fuese el Mediterráneo. Habíamos aguantado sin comer ni beber hasta entonces, que aliviamos un poco nuestra sed con aquel agua, aun sabiendo que no era conveniente hartarnos de agua de mar, y menos tras un tiempo sin beber otra cosa. Y allí estábamos, tirados entre un mar y un desierto, respirando fatigosamente. Nos levantamos y empezamos a dar vueltas, explorando, hasta que de pronto oí un grito de Miguel. Todos corrimos hasta allí y quedamos mudos de asombro al ver su hallazgo; una masa de algo que parecía madera, formando una barca.

—Es... ¡Una barca! —exclamó Victor, sin salir de su asombro.

Nos miramos.

—¡Podemos ir en ella por el mar hasta encontrar otra tierra! —dijo Ter muy deprisa.

—O morir —dijo Antonio. Y tenía razón, la posibilidad de sobrevivir en aquella cosa y de alcanzar tierra, era remota, muy remota. Sin embargo, la posibilidad de perecer en el intento era menos remota.

—Sí, podemos morir. ¡Pero si no lo intentamos vamos a morir de todas formas aquí tirados! —empezó a exasperarse Ter.

—Si conseguimos que flote —empezó Victor—. Podemos intentarlo...

Dejando de lado discusiones nos pusimos a la tarea de inspeccionar más a fondo aquella embarcación. Aunque parecía llevar allí desde tiempos de Tutankamón, no se apreciaba ningún fallo grave. Las tablas estaban juntas y en su sitio, y la madera no estaba podrida; al contrario, estaba resecada por el sol. Sorprendentemente encontramos dos remos dentro, junto a un par de cabos. Eso y un puñado de hierbajos era todo cuanto tenía. Los cinco nos pusimos manos a la obra a intentar desbararla. Unos empujando por atrás y otros tirando hacia delante, conseguimos arrastrarla hasta la misma orilla.

—Bueno, ¿qué decís? —preguntó Victor.

Nuestras miradas se cruzaron, miramos la barca, el mar y también el desierto detrás de nosotros.

—No nos queda otra, ¿no? —dijo Ter.

El sol naciente nos iluminaba a todos. Sopesé nuestras posibilidades. Cien contra uno a que podíamos morir. Pero eso era tanto en tierra como en mar. Si estábamos condenados, lo mismo daba; me dije que si de todas formas íbamos a morir, mejor era morir intentando algo. Después de todo ¿qué teníamos que perder? La vida, y eso teníamos seguro que lo perderíamos si seguíamos en el desierto. Extendí mis manos hacia ellos; Ter me cogió una, Miguel otra, y ellos a su vez se enlazaron con Antonio y Victor. Formamos un círculo, todos cogidos de las manos y mirándonos a los ojos.

—Os quiero —les dije.

Ya lo sabíamos; la suerte estaba echada, no nos quedaba otra. Al fin y al cabo, qué más daba. Alea Jacta Est, pensé. Echamos el bote al mar y nos embarcamos, con el día naciente, rumbo a la muerte o a la salvación.

Tras unos cuantos desbarajustes al partir, conseguimos hacernos del control. Victor y Miguel remaban, luego nos iríamos turnando. No teníamos otra cosa que hacer. Antonio se puso en pie, para determinar la situación del sol y el rumbo a tomar; sin más herramienta que los ojos y el cerebro, lo mismo que harían los primeros navegantes miles de años atrás.

—Vayamos hacia el noroeste —dictaminó.

El bote se tambaleaba, Ter y yo íbamos a popa, en medio, a los remos, Victor y Miguel, y Antonio a proa. El mar estaba bastante calmado, pero aún así la brisa rizaba unas pequeñas olas. A pesar de ir tranquila, llevaba un nudo en el estómago; una sensación que no tenía nada que ver con el hambre. El tiempo pasó, Antonio relevó a Miguel, y después se puso Ter en el puesto de Victor, que se sentó con un resoplido a mi lado, mojado por el mar y el sudor. Entonces yo relevé a Antonio y Miguel a Ter. A pesar de estar rendidos de cansancio nos esforzábamos; en ello estribaba nuestra salvación. Mis agotados músculos se tensaban hacia delante y hacia atrás. Pronto empecé a sudar, por el trabajo y por el sol, que ya estaba alto. Mis manos se raspaban y encallecían contra la áspera madera de los remos, hasta despellejarse. Procurando no perder el rumbo seguimos remando y remando, en seguida le cogías el ritmo, y aunque nuestros cuerpos gritasen de dolor seguíamos, cerrando los ojos ante el cansancio. Seguimos en turnos cortos para recuperar el aliento y darnos un respiro. Cuando Miguel y yo terminamos, fueron a ponerse Antonio y Victor de nuevo.

Sudando, me quité la camiseta. Con una sonrisa ignoré las miradas de ellos y el silbido de Victor, dispuestos a bromear hasta en el fin del mundo, y empapé la camiseta en las olas y me la volví a poner, con alivio por el frescor del agua. También metí mis manos y me mojé la cara, lavándome la arena que tenía metida hasta entre los párpados; aunque no pensé en que se me secaría la sal sobre la piel, que tenía quemada por el sol. Mi pelo estaba enredado y descuidado, y el sol le arrancaba tintes dorados. Teníamos el aspecto de unos náufragos en toda regla.

Pasó el tiempo, no sé cuánto aguantamos hasta que ya no pudimos más; nos derrumbamos. Destrozados de fatiga y cansancio caímos rendidos en el fondo del bote, y nos dormimos. Quedamos a merced de las olas y los vientos, a donde la pura casualidad, la Naturaleza o Dios, nos llevase.

Al fin me desperté, no sabía el tiempo que había pasado durmiendo. ¿Cuántas veces me había despertado con esa sensación desde que me encontraba en aquella aventura? Me incorporé un poco y comprobé que Ter, Miguel, Antonio y Victor seguían durmiendo, y que la tarde estaba cayendo. Mis ojos claros recorrieron el horizonte, mientras me preguntaba hacia dónde nos habría llevado la marea. Escuché una especie de gruñido, y vi que Miguel se despertaba. Se me quedó mirando como atontado, tardando en ubicarse. Yo dejé caer mi cabeza contra la borda, y un salpicón de agua me mojó el pelo. Estaba realmente molida. Me dolía todo el cuerpo, y especialmente los pies; cuando me descalcé descubrí que estaban llenos de rozaduras y llagas abiertas, por la deshidratación y el caminar. Arrugando la nariz volví a calzarme, aunque me costaba mover los brazos. Tratando de buscar una distracción que me sacase de las dolencias de mi cuerpo, volví a otear los límites del paisaje; mar, mar, mar y mar. Y... algo, en el mar.

—¿Qué es eso? —articulé con la ya familiar sensación de tener la boca seca y la lengua como suela de zapato.

Miguel miró hacia donde yo señalaba, mientras que los otros tres seguían durmiendo.

—O me engañan los ojos y empiezo a ver alucinaciones —dijo, poniéndose la mano a modo de visera—, o creo que eso puede ser tierra.

—Tierra... —repetí esa palabra, asimilándolo—. ¡Tierra!

Despertamos a los demás, no sin un poco de esfuerzo. Los entendía; estábamos medio muertos.

—¡¿Tierra?! —exclamó Ter cuando le llegó la información al cerebro.

—¡Estamos salvados, salvados! —gritaba Victor. Sí, salvados... Si no era otra vez el desierto.

Poco a poco nos íbamos acercando, ya no cabía duda.

Nos lanzamos a por los remos y con un postrer esfuerzo nos pusimos a remar en esa dirección.

—Por favor, dime que es Malta, dime que es Malta —decía Víctor.

—También puede ser Italia, o Grecia, o alguna isla cualquiera.

Sí, era lo más probable, pero al menos era tierra habitada, donde encontraríamos agua que beber y donde podríamos reponernos.

Ya estábamos muy cerca, nuestras ansiosas miradas la perforaban. Nos agolpamos todos en la proa, como si por estar medio metro más cerca algo cambiase.

—Chicos, creo que sí que es Malta —dijo Ter, los ojos brillantes y húmedos.

Un poco más... solo un poco más... ya casi estábamos... y la proa chocó con tierra. Nos ayudamos con los remos, y en pocos instantes estábamos tirados en aquella especie de playa, riendo como locos. Miré al cielo y pensé en el maldito milagro que era seguir vivos, el milagro que nos había llevado de vuelta a casa. Y nunca antes había apreciado tanto la vida, el poder respirar, y el estar en casa con los que más quiero.

—Gracias... —murmuré. No sabía si me dirigía a Dios, a la Fortuna, a la Naturaleza o a la Vida, pero agradecía aquel milagro.

Nos abrazamos, nos tiramos unos en los brazos de los otros. Riendo y llorando, nos miramos con los ojos rebosantes de algo que es difícil de describir, pero que llenaba nuestros espíritus. Después nos calmamos un poco y subimos a unas rocas; poco más allá estaba la ciudad. Nuestro hogar.

—Nos hemos salvado —dije, como si tuviese que convencerme de ello.

—Sí —respondió Miguel.

—¿Cuánto tiempo habremos pasado fuera? —preguntó Ter.

—Mmm... fuimos raptados la noche del sábado... —Antonio contó los días—. Creo que estamos a... ¿lunes?

—Wow.

—Unas vacacioncitas en el desierto —comentó gracioso Victor.

—Sí, poca cosa. Un paseíto por el Sáhara —le siguió Ter.

—Solo imaginaos la cara de los profesores cuando les digamos que hemos faltado porque nos hemos ido a Egipto así de repente —dijo Miguel. Inmediatamente nos echamos a reír.

Ahora que estábamos a salvo, nos podíamos reír de ello, y visto desde casa y con nuestro espíritu, no podíamos evitar las bromas.

—Pues nada, una nochecita en el desierto —dije sonriente, como si hubiese sido una acampada a todo lujo por unas horas, en vez de una caminata al borde de la muerte por dos días.

Los miré. El sol se estaba poniendo, y su luz anaranjada nos daba de pleno iluminando nuestras caras. Teníamos la piel completamente quemada, enrojecida y seca, los labios agrietados, la ropa descolocada y con señales de haber sufrido, heridas en los brazos y las manos, que estaban despellejadas por los remos, sangrando, sin contar la tremenda fatiga que teníamos, la sed, que ahora volvía como un verdadero tormento tras haber probado el agua del mar, y el hambre. Pero como unos completos idiotas que éramos, en vez de estar desmayados o arrastrándonos, porque estábamos en un estado realmente grave, lo que hacíamos era sonreír como podíamos, con cansancio y los labios secos y rotos. Miguel estaba a mi lado, mirándome con sus ojos bañados en sol. Nos cogimos las manos sin pensarlo, y nos quedamos mirando al horizonte.


* * *


Andamos, como almas errantes, recorrimos las calles sin fijarnos en que nos miraban, y cual zombies llegamos frente a la casa de Ter.

—Supongo que aquí acaba la aventura —dijo ella, con cansancio.

—Sí —dije, con una media sonrisa.

Llamamos, y mientras alguien iba a abrirnos Victor dijo:

—La próxima con los skates en el parque, y vamos a por unos kebabs.

—¿Sabes? Me parece un plan de fábula —dije, riendo levemente.

—Sí, pero cuando haya pasado una semana en coma para reponerme —habló Antonio.

—Tienes razón —coincidió Ter.

—Lástima que hayamos perdido los móviles —dijo Miguel—. Ya no podré hacerle fotos por sorpresa a Irene, y las que tenía las he perdido.

—Sí, no tenemos las fotos —dije yo—. Pero eso no importa. Nos tenemos a nosotros, estamos vivos y juntos. Y lo importante es vivir el momento, no hace falta retratarlo; se queda en la memoria.

Era cierto. Tenía muchos recuerdos con ellos, todos grabados en mi mente, y que ahora veía como un tesoro.

—Mmm... ¿desde cuando filosofas así? —preguntó Ter.

—Quizás desde que sé lo que es estar a punto de morir, y he aprendido a apreciar la vida y las cosas verdaderamente importantes —respondí.

—Sí... Te entiendo —respondieron ellos.

Siempre recordaríamos aquella aventura, a la que le dimos varios nombres; Vacaciones en Egipto, Un Paseo Por El Sáhara o Una Noche en el Desierto.



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