2. 𝖤𝗅 𝖽𝗎𝖾𝗍 𝖽𝖾 𝗅𝖾𝗌 𝖿𝗅𝗈𝗋𝗌 𝖽𝖾 𝖫𝖺𝗄𝗆𝖾́ /

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𝖯𝖺𝗍𝗈𝗌 𝗒 𝖽𝗋𝖺𝗀𝗈𝗇𝖾𝗌

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1988, Erdély

❝𝗘𝗹 𝗾𝘂𝗲 𝗲́𝘀 𝗺𝗲𝗻𝗷𝗮𝗿 𝗽𝗲𝗿 𝗮𝗹𝗴𝘂𝗻𝘀, 𝗲́𝘀 𝘃𝗲𝗿𝗶́ 𝗮𝗺𝗮𝗿𝗴 𝗽𝗲𝗿 𝘂𝗻𝘀 𝗮𝗹𝘁𝗿𝗲𝘀❞.

❝𝘓𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘦𝘴 𝘤𝘰𝘮𝘪𝘥𝘢 𝘱𝘢𝘳𝘢 𝘶𝘯𝘰𝘴, 𝘦𝘴 𝘷𝘦𝘯𝘦𝘯𝘰 𝘢𝘮𝘢𝘳𝘨𝘰 𝘱𝘢𝘳𝘢 𝘰𝘵𝘳𝘰𝘴❞.

Al noreste de las tierras de Erdély existe un bosque temido por los muggles. Lo llaman Hoia-Baciu, y muchas son las leyendas paranormales que cuentan sobre los extraños sucesos que lo envuelven: ovnis, gente desaparecida durante años que regresan como si para ellos solo hubieran transcurrido unas horas, avistamientos de extrañas criaturas… Lo que la población muggle no sabe es que todo ello es debido a que los dirigentes de Erdély eran (y son), mucho más permisivos con el Estatuto Internacional del Secreto que en otros países. Sencillamente porque en la tierra de las tinieblas por excelencia, a nadie parecía preocuparle demasiado controlar a depende qué seres, y más cuando muchos eran los que se lucraban a costa de los turistas soviéticos atraídos por ese tipo de historias.

Y era en ese bosque de altos pinos cuyos troncos tenían extrañas curvas terroríficas, que la mujer de castaña melena ondulada se escondía. Agachada detrás de la espesura de la maleza, sus ojos oscuros escudriñaban a los hombres acampados en el claro árido donde ni una simple planta crecía. Pues en otros tiempos no tan lejanos ese lugar había sido testigo de las más viles torturas de magia negra y, decían las malas lenguas, que solo el mal era bien recibido, evitando que la vida pudiera inmiscuirse en él.

Por eso aquellos hombres habían elegido seguramente ese sitio para plantar sus tiendas de campaña, pensó ella. Hechas con multitud de enormes telas tejidas a mano y de colores apagados, pasaban bastante desapercibidas, y más añadiendo el par de encantamientos que habían conjurado para que les resguardaran de miradas indiscretas. Pero no la de Joana, quien hacía ya días que iba detrás de ellos y se había preocupado por burlar sus medidas de protección.

La saya con la que vestía la cigány rozaba la hierba con un sonido apagado. La cubría desde la cintura hasta los pies, bordada con manojos de galones. La multitud de cinturones con pequeñas bisuterías doradas, junto a los collares y brazaletes, provocaba un repiqueteo armonioso al moverse. Aunque no parecía que los hombres la hubieran escuchado.

Joana sabía que en total eran cinco, pero dos de ellos, los que mandaban, habían desaparecido quince minutos antes. Solo quedaba uno durmiendo la mona dentro de una de las dos tiendas y un par haciendo de centinelas en la otra. Ambos magos a los que podía espiar, tenían cara de pocos amigos aunque también parecían, a ojos de Joana, estar ya hartos de aquella tarea que les fue encomendada.

Sutilmente buscó con la yema de los dedos la punta del puñal que escondía en la espalda dentro del cinturón de tela, mientras con la otra mano iba dando vueltas al colgante en el que lucía una piedra de luna. Cuando dio las siete vueltas de rigor, observó a unos diez metros a su derecha donde una niña rubia de ojos azules estaba concentrada en mirar al objetivo y recibir la orden de su anya.

Enllunada Lupin aguantaba la respiración sin querer. Sus pies descalzos se apoyaban de puntillas estando ella también en cuclillas. En cuanto Joana le hizo la señal, Enllunada lanzó con fuerza el puñado de bombas fétidas que le cabían en la mano, en dirección donde se encontraban los tipos que olían a sudor rancio y alcohol (un par de pestilencias que ofendían el olfato desarrollado de la pequeña). En cuanto chocaron contra la diana, tanto el hombre gordo de cabeza rapada como el pequeño de orejas prominentes sacaron sus varitas, alarmados de esos golpes y ese hedor nauseabundo que no sabían de dónde procedía. Pero no tuvieron tiempo de hacer mucho más.

Joana se levantó con la varita en ristre dispuesta a llevar a cabo el plan que había expuesto a su hija unas horas antes:

—¡Devaister! —exclamó con un movimiento ágil. Del suelo emergieron unas raíces mortales que fueron directas a los tobillos del mago más voluminoso, provocando que cayera al suelo entre maldiciones, tratando de deshacerse de aquella trampa que iba enredándose en su cuerpo. Lo estaba apretando de manera que le cortaba la circulación y terminaría por cubrirle entero.

—¡Desmaius! —El otro mago no dudó en atacar al ver a Joana.

Pero ella, que ya lo esperaba, no vaciló:

—¡Impedimenta!

Mientras tanto, Enllunada había salido de detrás de su escondite para correr hacia la tienda que protegían esos maleantes. Saltó al grandullón que seguía en el suelo luchando para desligarse, se agachó para que su anya dejara inconsciente al otro, y cuando iba a entrar, notó el dolor de una mano que le tiraba del pelo de malas maneras y la arrastraba hacia fuera.

—Suelta la varita, calé, o mato a la niña.

Enllunada luchaba con ambas manos para liberarse de la presa que había hecho con su melena el último de los integrantes de aquella banda que hasta hacía poco roncaba. La sujetaba en alto y la niña apenas podía tocar con los pies en el suelo, pero cuanto más revoloteaba, más daño le causaba. Entre sus quejas, vio cómo su anya bajaba el arma con la mirada encendida. La varita curvada de su captor se le clavaba en la garganta sin ningún tipo de cuidado.

—Déjala en el suelo sin rasguños y seré yo la que será benevolente contigo —aseveró Joana con voz clara.

El hombre soltó una carcajada cargada de pedantería, algo que fue el detonante para ambas cigánys:

—¡Caecatum Aria! —De la punta de la varita de Joana salió un fuerte flash directo a los ojos del hombre que tenía agarrada a su hija, que le dejó completamente ciego.

Éste, al notarlo, soltó a Enllunada para taparse la cara como si de aquella manera pudiera protegerse. La pequeña Lupin, quien había cerrado los ojos a tiempo para no verse afectada, cayó de culo al suelo y aprovechó para hincar los caninos en la pantorrilla del mago. El hombre fue a darle una patada, cuando Joana le remató:

—¡Vitae!

Allí donde hacía un momento estaba un mago de barba negra espesa y cabellos despeinados, comenzó a graznar un pato marrón que huyó rumbo al interior del bosque.

Enllunada no pudo evitar reírse con aquella estampa. Joana se acercó a ella con una sonrisa para mirarle el cuero cabelludo.

—¿Te duele?

—Estoy bien —afirmó entre risas mientras se rascaba la cabeza que obviamente le dolía. Su anya le quitó las manos del medio y le pasó la varita haciendo que cesara el dolor.

—Arriba. —Le tiró de un brazo para levantarla del suelo—. Debemos darnos prisa.

Con un golpe de varita hizo el contrahechizo a las ramas que estaban asfixiando al primer mago y le dejó inconsciente al lado de su compañero. Una vez hecho aquello, apartó una de las telas de la tienda para que Enllunada entrase detrás de ella.

Dentro estaba lleno de cajas de madera de todos los tamaños. Ambas comenzaron abrirlas; Joana con magia y Enllunada usando la fuerza bruta. En alguna había pelo de unicornio, en otras frascos con veneno de acromántula, sangre de unicornio, joyas… Todo tipo de mercancías peligrosas y la mayoría de carácter no comerciable legalmente.

—Están aquí —avisó Joana.

Enllunada se acercó a ella. Dentro de la caja rectangular de mayor tamaño había un par de cuernos dorados y brillantes de gran envergadura que pertenecían a un ejemplar de Longhorn rumano, un dragón de la zona que hacía tiempo que estaba en vías de extinción por culpa de furtivos que traficaban con esa parte de su anatomía tan preciada para hacer pociones. Enllunada ayudó a Joana a que se los guardase dentro de la bolsa bandolera de ropa que disponía de un encantamiento de extensión indetectable(*).

—Al menos esta vez parecen de un ejemplar adulto. La última eran crías…

—¡¿Cómo que de crías?! ¿¡Los consiguieron asesinando a pequeños dragones?! —Se indignó Enllunada para quien no había animal más sagrado que aquel.

—La gente hace aberraciones a cambio de dinero, kicsim. Los cuernos de Longhorn son extremadamente valiosos y cada vez hay menos población. Menos miramientos —añadió como toda explicación.

Enllunada se quedó quieta con su semblante serio y el ceño fruncido mientras Joana, con un hechizo, volvía todo lo que habían desordenado a su sitio original.

—¿Qué te pasa? —inquirió su anya después de fijarse en la expresión de su cara y tocarle la punta de la nariz fugazmente con uno de los dedos lleno de anillos.

—¿Los matan por mi culpa? —La voz de Enllunada sonó compungida.

—¿Por qué dices eso?

—Pues porque... porque venden esos cuernos para pociones como la Wolfsbane. Para licántropos como yo. —Enllunada se retorcía los dedos de la mano de manera inconsciente.

Joana se apartó la melena del rostro y se agachó para quedar a la altura de su hija.

—Es cierto que nuestra poción —Joana siempre llamaba «nuestra poción» al brebaje que permitía a Enllunada convertirse en licántropa sin perder la cabeza y verse obligada a matar—, es muy complicada y cara de realizar, pero solo requiere pulverizar una mínima parte de los cuernos. Sería suficiente con lijar una lámina sin hacer daño al dragón; matarlos es un añadido gratuito de este tipo de gente. —Señalizó con la cabeza a los hombres que seguían inconscientes—. Solo debes sentirte responsable de tus actos, kicsim. —Le acarició la cabeza delicadamente, y colocó un mechón rubio y rebelde detrás de la pequeña oreja de Enllunada—. Tener el Don de la luna no incide en nada en que ellos decidan ser cazadores furtivos.

—¿Por eso les robamos?

—Exactamente —corroboró Joana—. Se llama justicia poética, Enllunada. Ten esto claro, ¿vale? Ellos se aprovechan de las brujas como nosotras que necesitan este tipo de ingredientes, para traficar, matar y estafar con precios abusivos. ¿Es eso justo?

—No —respondió Enllunada con vehemencia.

—No se debería comercializar con productos de primera necesidad, pero no vamos a cambiar el mundo cuando éste se gana los galeones con esta práctica. ¿Me sigues?

—Creo que sí. Como necesitamos hacer mi poción y ellos son mala gente, robarles aquello que robaron está bien.

—No sé si está bien, pero es lo que creo más correcto.

Joana se levantó de nuevo y salió con decisión de la tienda de campaña. Una vez allí, alteró la memoria de ambos magos para que no recordaran quién les había atacado. Luego emprendió el viaje junto a Enllunada lejos de aquel bosque, de regreso a donde las esperaba Beethoven, su hipogrifo, para volver al campamento.

Mientras volaban cruzando el cielo de Erdély, Enllunada, agarrada a la cintura de su anya, seguía pensando en aquello que Joana había tratado de explicarle. Y, sobre todo, comenzó a fantasear con la cena de aquella noche.

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(*)encantamiento de extensión indetectable es ese encantamiento que permite agrandar el interior de un objeto sin alterar su exterior. Es el mismo que usa Hermione Granger en HP7 para esconder la tienda, la espada de Gryffindor, las pociones, la ropa, libros, etc., en su bolso de mano.

Traducciones del magyar:

Erdély: Transilvania.
cigány: zíngara/gitana.
anya: madre.
Kicsim: mi pequeña.

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