6. 𝖫𝖾 𝗇𝗈𝗓𝗓𝖾 𝖽𝗂 𝖥𝗂𝗀𝖺𝗋𝗈, 𝖮𝗏𝖾𝗋𝗍𝗎𝗋𝖾 /

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𝖥𝖺𝗋𝗄𝖺𝗌 𝗅𝖺́𝗇𝗒
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1987, Erdély

❝𝗟𝗮 𝗹𝗹𝗶𝗯𝗲𝗿𝘁𝗮𝘁 𝗲́𝘀 𝘂𝗻 𝗲𝘀𝘁𝗮𝘁 𝗱𝗲 𝗴𝗿𝗮̀𝗰𝗶𝗮 𝗶 𝗻𝗼𝗺𝗲́𝘀 𝗲𝘀 𝗹𝗹𝗶𝘂𝗿𝗲 𝗺𝗲𝗻𝘁𝗿𝗲 𝗲𝘀 𝗹𝗹𝘂𝗶𝘁𝗮 𝗽𝗲𝗿 𝗲𝗹𝗹𝗮❞.

❝𝘓𝘢 𝘭𝘪𝘣𝘦𝘳𝘵𝘢𝘥 𝘦𝘴 𝘶𝘯 𝘦𝘴𝘵𝘢𝘥𝘰 𝘥𝘦 𝘨𝘳𝘢𝘤𝘪𝘢 𝘺 𝘴𝘰𝘭𝘰 𝘴𝘦 𝘭𝘪𝘣𝘳𝘢 𝘮𝘪𝘦𝘯𝘵𝘳𝘢𝘴 𝘴𝘦 𝘭𝘶𝘤𝘩𝘢 𝘱𝘰𝘳 𝘦𝘭𝘭𝘢❞.

La decena de brazaletes y anillos repicaban con su habitual musicalidad mientras Joana movía las manos sobre la mesa redonda cubierta por un mantel aterciopelado que llegaba hasta el suelo. Iba barajando las cartas hasta que descubría aquellas que habían sido elegidas para mostrar el futuro de su clienta muggle.

Las velas y el incienso llenaban el carromato con un ambiente asfixiante. Con velos y cortinas que ayudaban a recrear la atmósfera deseada, la bruja recitaba los augurios que leía en las cartas y en la actitud de la mujer pálida que la acompañaba.

Enllunada, quien espiaba desde la pequeña obertura del tejado, sabía por su anya que la magia de la adivinación era una rama incierta que requería más imaginación y psicología, que no ningún ojo interior.

—¿Entonces? ¿Lo ve a él? —preguntó la mujer de cabello castaño claro en rumano, idioma que Enllunada entendía más de lo que sabía hablar.

—Sí. Aunque el futuro es completamente variable —añadió ante el suspiro de tranquilidad de su clienta—. Pero está ahí.

—¡Oh, gracias!

La señora estaba tan agradecida que no se dio cuenta de que Joana ocultaba la última carta que había girado y las recogía todas para ordenarlas. Le pagó el dinero acordado y salió mucho más serena de cómo había llegado.

Para Enllunada ese fue el permiso de entrada que esperaba, así que se agarró con sus pequeñas manos de la barra de la abertura y deslizó su cabeza hacia dentro creando una voltereta en el aire. Cuando quedó colgada de los brazos, se dejó caer de pie encima de la madera con un pequeño estruendo.

—¿Qué has visto?

—Se dice "Hola", Enllunada —dijo su anya en tono reprobador mientras guardaba la baraja y se dirigía al pequeño rincón donde una barra funcionaba de cocina.

—¡Perdón! Hola, mama. ¿Qué has visto en las cartas? Se lo has escondido.

—No he escondido nada.

Enllunada frunció el ceño, pues no estaba segura de si la estaba engañando o habían sido imaginaciones suyas.

—¿Habéis ido al río? —preguntó Joana al fijarse en el aspecto que lucía la niña: los pantalones bombachos llenos de barro, las rodillas peladas y la blusa sucia.

—Sí —respondió Enllunada, mientras se frotaba los ojos con aire cansado y se sentaba en uno de los sofás más cercanos a su anya—. Hemos jugado a piratas. Queríamos jugar a quidditch, pero Árpád todavía no tiene escoba.

De un caldero a fuego lento, Joana sirvió un buen vaso de su contenido con un cucharón. Se acercó a su hija y le ofreció la taza de la que se desprendía un tenue humo azulado.

—Gracias —dijo la niña, que la aceptó religiosamente y dio un sorbito con cara de asco—. Dice que no quiere ninguna, que le da miedo volar. ¡Volar!

—Cada uno tiene sus propios miedos. Tú no dejes que se metan con él. A ver. —Le acarició el pelo y le observó el rostro de más cerca. Tenía la piel macilenta y unas ojeras pronunciadas—. ¿Te duele mucho el cuerpo?

Enllunada asintió. Siempre que se acercaba la luna llena le dolían los huesos. Era algo muy desagradable a lo que le costaba acostumbrarse, aunque lo vivía cada mes que recordaba, desde siempre.

—Hemos visto a Bartos. Me ha dicho que cace un ciervo.

—Muy bien. —Siguió la inspección—. ¿Crees que podrás?

—¡Ya mido casi metro y medio! —Se indignó la rubia después de otro sorbo sin borrar la mueca.

Joana rio. Era verdad que Enllunada era cada vez más grande cuando se convertía en lobo, pero comparada con los licántropos adultos, seguía siendo muy pequeña.

—Bien, entonces a ver si podemos celebrar Samhain por todo lo alto.

—También me ha dicho que tengo sonrisa de pirata. —Le devolvió la taza a Joana y bostezó ostentosamente.

Para la jovencita Lupin, el viejo Bartos era un misterio. Para la mayoría de gente era un cigány loco, pero para los del campamento, aquel mago era alguien a quien recurrir cuando se estaba en apuros.

—Deberías dormir un poco antes de que salga la luna y empieces tus travesuras lobunas —declaró Joana riendo mientras se levantaba. Con un golpe de varita puso los platos y la taza a lavarse solos.

—Vale...

Enllunada se tumbó en el sofá para ponerse cómoda.

—¿Por qué no quisiste atender al hombre de antes? —quiso saber, a pesar de empezar a caer rendida.

—Quería contactar con su hija difunta —dijo la morena mientras cubría a su hija con una manta—. Y aunque me pese en el alma, se debe dejar descansar a los muertos. ¿Te acuerdas de la fábula de «Los Tres Hermanos»?

—Sí. Aunque a mí me gusta más «El corazón peludo del Nigromante».

—Va, duérmete, mi farkas lány.

Enllunada sonrió ante aquel comentario antes de dormirse con el tierno beso de su anya.

Farkas lány era el mote con el que la habían bautizado en el campamento y con el cuál la conocían en la mayoría de aldeas por las que su vida nómada las llevaba. La niña lobo, que no escondía lo que era, que hablaba con naturalidad sobre su «regalo» (tal y como Joana siempre lo había descrito), que corría en su forma animal entre el resto de los niños y usaba sus sentidos desarrollados para ayudar o hacer travesuras.

No pasaron ni cuatro horas cuando se despertó de repente. Era como si su mente, pese a estar en brazos de Morfeo, hubiese sentido el llamado de la luna, su leal compañera. Se levantó casi como un fantasma y lo primero que vio fue a Joana, que leía un libro en la entrada del carromato. Como por costumbre solo llevaba el pendiente derecho, aunque no hubiese estado tocando el violín.

—Ya es la hora —sonrió la bruja que se aproximó a ella para ayudarle a desvestirse.

Enllunada se sentía como si le hubiera pasado una banda de hipogrifos por encima; tenía todo el cuerpo dolorido y la garganta le ardía. No le gustaban para nada los preliminares de la transformación, aunque sabía que lo peor estaba por llegar. Pero para ella, era un precio que merecía la pena pagar.

Cuando quedó totalmente desnuda, Joana la tapó con un camisón blanco y juntas se dirigieron al exterior. Las nubes cubrían el astro, así que pudieron caminar para distanciarse un poco del resto de carromatos, y fue allí cuando la luz de luna reclamó lo que era suyo.

El cuerpo de la niña se tensó. Joana aprovechó para quitarle el camisón con un golpe de varita y alejarse un par de metros de su hija.

Por un instante, Enllunada abrió los brazos y su blanca piel pareció brillar con la luz lunar. Sus ojos azules relucieron de una manera mágica al ver al astro en sus pupilas y, durante aquel momento, fue un espectáculo bello de ver. Hasta que el crujido horrible de un hueso rompiéndose estalló en la quietud de la noche, seguido del aullido de dolor de una niña de siete años.

Enllunada cayó al suelo entre espasmos y quejidos. Se retorcía entre las hojas secas mientras sus huesos se rompían y se volvían a juntar en otras formas y posiciones. Sus extremidades se agrandaron, igual que el volumen de su cuerpo. Por toda su piel empezó a crecer un pelo blanco con destellos dorados. Su cabeza se deformó. Sus colmillos se tornaron afilados y alargados como hojas de puñal. Sus uñas se volvieron garras curvadas como hoces que buscaran venganza.

Aunque Enllunada no lo sabría nunca, Joana sufría al verla padecer aquel tormento, pero mientras fuera una infante se juró que nunca la dejaría sola mientras ese suplicio parecido a un veneno se le esparcía por todo su ser.

No obstante, tan rápido como empezó, terminó todo.

Allí donde hacía un momento sufría una niña rubia alta para su edad, había una loba huarga de ojos azules tratando de recobrar la respiración y acostumbrarse a su otro cuerpo.

Mucho más grande que una loba común, Enllunada se olvidó de lo recientemente ocurrido para levantar el hocico y aullar a la luna, pletórica de vida.

Sus sentidos seguían desarrollados como siempre, podía escuchar hasta el latido de su anya o las hojas caer suavemente en el suelo. Seguía siendo rápida y fuerte, pero ahora su cuerpo estaba designado para formar parte de la naturaleza.

—¡Corre!

Y con aquella alegre propuesta de su anya, Enllunada comenzó a galopar de vuelta al campamento para seguir y adentrarse en el bosque.

—¡Acuérdate del ciervo! —Escuchó que Bartos la llamaba a lo lejos.

Sus cuatro patas usaban la tierra, los árboles, las rocas, para impulsarse y seguir un curso vertiginoso. Allí donde pasaba, escuchaba los animales que la acompañaban, las plantas que crecían o morían. Una electricidad vigorizante recorría todo su cuerpo, su yo más salvaje.

Y aunque no sería hasta años más tarde cuando llegaría a entenderlo del todo, la noche de luna llena era cuando se sentía verdaderamente libre.

En momentos como ese, era cuando menos llegaba a comprender cómo el hombre que le dio vida, Remus Lupin, podía odiar esa parte de él mismo. En palabras de Joana (quien jamás le negó la verdadera historia acerca de su apa), ella era fruto del amor con un hombre al que sus miedos le pesaban demasiado para ser feliz.

Cada uno tiene sus propios miedos. Pero los de Enllunada jamás serían lo que le ofrecía la licantropía: libertad.

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ᵀʳᵃᵈᵘᶜᶜᶤᵒᶰᵉˢ ᵈᵉˡ ᵐᵃᵍʸᵃʳ

Erdély: Transilvania.
Anya: madre.
Mama: No lleva tilde porque es el uso universal de Mamá.
Samhain: lo que viene a ser Halloween.
Cigány: zíngara, gitano.
Farkas lány: niña lobo.
Apa: padre.

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