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Junio 15, 2018

Quienes te importan tienen el tacto suave con tu alma, por eso te transportan a nuevos mundos con solo un abrazo

La habitación blanca, al igual que los muebles en ella, se sentía como en un invierno eterno; silencioso, frío, lúgubre... pues los únicos dos seres que permanecían siempre allí, se mantenían en contacto con sus respiraciones.

Fred abrió los ojos con dificultad, y dirigió sus pupilas hacia el cuerpo de su amante. Este, se hallaba recostado del sofá de cuero, descansando cubierto con una manta. No había ruidos ajenos al del electrocardiograma, este sin duda, era el que menos quería oír. Posó su mirada en la ventana donde alcanzaba a ver el cielo cubierto de nubes grises, no era su escenario favorito, detestaba cuando los días no eran soleados.

Después, mantuvo su mirada fija en el techo, recordando el pasado, cuando no era tan anciano y sonreía sin dolerle el rostro. Decidió recordar vagamente su niñez, a su madre que le enseñaba buenos valores y le ayudaba en los quehaceres del hogar y a su padre que siempre le impulsó a ser un hombre trabajador y de buen corazón. Recordó sus tiempos en la escuela y cómo no le importaba casi nada de lo que allí trataban de enseñarle, pero aun así, llegó a graduarse años después.

Recordó a sus amistades, personas tan diversas y libres, pero a la vez tan restringidas de sus actitudes, tal como él lo era. Recordó su primer empleo como bibliotecario, los libros que llegó a leer y la gente que llegó a callar, por suerte, fueron pocas. Rememoró las primeras palabras que oyó decir a aquella muchacha: «Fácilmente, percibo que nuestros mundos chocarán de una manera magistral, que retiraré tus anteojos para entrar a tu mente y besar cada rincón de la misma». También se acordó cuando le respondió a la pregunta que le hizo: «Es una cita de una autora muy ingeniosa», y sonrió (porque no podía reír) cuando recordó que descubrió que esa autora era ella misma.

Jugó con sus recuerdos y continuó nadando en ellos un poco más. Como la vez en que tuvo la primera cita con aquella muchacha, semanas después de conocerse. Una sencilla salida al cine, porque no tenían dinero para algo de más lujo. Y conmemoró el primer beso que ella le dio, unos metros lejos del cine y a la mitad de la calle, porque ella dijo que «un verdadero beso lleva las almas al límite», y lo quiso retratar muy literalmente.

Recordó cuando vendió sus libros y enciclopedias en la calle, cuando trabajó en muchos empleos más, para que al final invirtiera lo suficiente para crear su propia editorial. Recordó la primera casa que compró y donde vivió junto aquella muchacha, cómo reían cuando juntos cocinaban, cómo cantaban y bailaban cuando limpiaban con música de salsa y merengue.

Desgraciadamente, recordó la muerte de sus padres, que murieron con días de diferencia, y las aves ya no cantaban aquella canción que su madre solía cantarle, y el sol ya no brillaba tanto como cuando solía salir al pueblo en la camioneta con su padre.

En este punto, Fred era un mar de llanto que retenía con fuerza, pero no le impidió recordar que aquella muchacha estuvo a su lado todo el tiempo. Recordó cómo lo animaba con paseos inesperados por calles empedradas y casas coloridas, mientras citaba versos que en sus poemas escribía.

Y años después, que nació su primer hijo, que sostuvo a Simón en brazos y acarició sus rellenas mejillas, fue que inhaló profundo y exhaló lágrimas saladas. Y fue como un avanzado rápido en su memoria, porque a medida que crecía su alegría no se comparaba con ningún sentimiento humano jamás visto. Los primeros pasos, la primera palabra, la primera risa, el primer abrazo, la primera fiesta de cumpleaños... su primera vez de todos esos momentos, con su primer hijo.

Trataron de tener otro, aunque ella no quería al principio, pero se decidió finalmente. El vientre crecía mes tras mes, y sus dolores lo hacían diez veces peor. Y no resistió, o mejor dicho, no resistieron. Y Fred recordó cómo se derrumbó, cómo no pudo soportarlo y vendió su imperio porque ya no lo podía sostener, cómo se culpaba por lo ocurrido... y terminó por llorar en la habitación.

Roy abrió los ojos de inmediato y se apresuró a estar a su lado mientras se frenaba de hablar, y solo le observó llorar, esperando que se desahogara. El mayor giró su vista a él y rememoró el día que se encontraron, el día que Roy le secó las lágrimas y en su lugar le llenó de sonrisas.

— Tú me salvaste —pronunció entre sollozos que trató de borrar sin éxito, Roy no dijo nada y le miró con ojos cristalizados—. Qué inpredecible es la vida. La persona con la que yo me visualizaba viviendo, abrazando, amando... ya no está, y pensé que solo se podría amar así una vez en la vida. Pero... hasta el amor es impredecible, que no solo llegaste para abrazarte y amarte, sino para amarme a mí y ser completos amantes juntos, para volar por los aires con nuestras manos entrelazadas, quién diría que serías tú, con quien me vería en mis últimas horas.

— Por favor, no digas eso —suplicó Roy entre lágrimas, su pecho dolía con cada sílaba y cada segundo de verlo así.

— Fue broma, espero que no sean mis últimas horas, pero no puedes negar que no luzco con mucha vida que digamos.

— Te salvarás, t-te salvaré; aún no puedes morir, Fred —ocultó su rostro en su pecho.

Fred solo mantuvo una sonrisa, mientras sus lágrimas secas brillaban en su rostro. Estuvieron así un buen rato, para ser interrumpidos por la enfermera que entró para llevarse a Fred, que le tocaba su tratamiento.

Solo en el cuarto, Roy se encontraba desesperado, no podía permitir que muriera la persona que más amaba y que llegará a amar, eso le eclipsó la mente de todo lo demás. Tomó una decisión drástica, sin pensar en qué sucedería luego, pero no le importó, porque la esperanza de tener de nuevo en sus brazos al ser que más ama, podía con todo.

Lavó su rostro en el baño de la habitación y salió con prisa del hospital, para dirigirse a un cibercafé. Allí investigó sobre agencias inmobiliarias cercanas y decidió comenzar por allí.
Miraba los requisitos en línea y todo lo que necesitaba, estaba seguro de hacerlo, podría ser su salvación, la salvación de Fred.

Junio 29, 2018

Salvador terminaba otra jornada en la que se encargó de dar una charla en una cancha de baloncesto, que se utilizó para la reunión, en donde habían varias personas, jóvenes y adultos, escuchando sobre los riesgos de las drogas. La gente le aplaudió de pie por las tres horas que estuvieron allí, debatiendo al respecto, y comenzaron a retirarse mientras que Luciano se aproximaba a Salvador con vista hacia lo que escribía en la carpeta que siempre cargaba.

Cuando quedaron por fin solos, el joven mayor le pidió que le ayudara a guardar las sillas en el cuarto de depósito del sitio, Salvador asintió y ambos lo hicieron rápido y en silencio. Minutos después, salieron del lugar y Luciano lo cerró con el candado tal y como se lo habían pedido si quería utilizar la edificación.

— ¡Otra labor cumplida! —exclamó Luciano con simpatía.

— Tal vez no lo deba mencionar, pero me está cansando hacer esto —se encogió de hombros.

— No tienes opción, seguirás haciéndolo por unos meses más —realizó la misma acción.

— ¿Y si me escapo de la ciudad y me pierden el rastro?

— No puedes esconderte, donde sea te atraparán, y te aumentarán el tiempo del servicio comunitario o te meten a la cárcel —sonrió con falsedad inocente, Salvador imitó el gesto con burla—. Relájate, vas bien, dentro de nada habrás cumplido y ya no te volveré a ver.

— Oh —cambió su semblante—, sí, cierto.

— No estés triste, de verdad espero no volverte a ver... de esta forma.

— ¿Cómo?

— Tú lo dijiste; tú un criminal, yo tu superior —ambos rieron.

— Claro, no más crímenes.

— En serio, Salvador, quisiera verte como un buen hombre, trabajador y honesto, sé que lo serás —le despeinó con sutileza mientras le sonreía.

— G-gracias —hubo un corto silencio—. Ojalá mi padre hubiese sido así de comprensivo.

Luciano se acercó al joven de ojos claros y le dio un abrazo, uno largo, el cual el segundo disfrutó todo el rato, cerrando sus ojos y con una tonta sonrisa de punta a punta. Luego, el muchacho se separó de él y le dio un golpe amigable en el hombro.

— Tú puedes con todo, Salvador, de verdad lo creo.

— Gracias.

— Bueno, ya es hora de que me vaya, nos vemos después.

Luciano se alejó despidiéndose con la mano en alto, mientras Salvador se fue en dirección contraria, dirigiéndose con prisa a la casa de los Venizelos. Al acercarse a la propiedad, notó un automóvil estacionado frente a la misma, le extrañó un poco, y entró a descubrir de quién podría tratarse.

Pasó por la sala, antes de dirigirse al cuarto de Ellus, y vio a Roy hablando con dos personas, concretamente de la casa. El mayor no notó que había llegado, y sin dejar que lo hiciera, Salvador corrió con prisa para encontrarse con Ellus.

— Oye, ¿quiénes son esas personas? —preguntó luego de saludar y cerrar la puerta.

— Roy dice que son amistades suyas, pero no le creo, nunca las había visto.

— Le está comentando aspectos de la casa —Ellus arrugó el entrecejo—. Cuando llegué, oí que les decía que la estructura es de materiales resistentes y el piso de granito pulido y cosas así...

— Ese... —respiró profundo, conteniendo su enfado.

— ¿Qué? ¿Qué pasa, Ellus?

— No, no creo que se atreva... ¿O sí?

— ¿Atreverse a qué?

— Espera, cuando se vaya esa gente lo confrontamos.

Salvador se mostró nervioso, pero aun así, estuvo de acuerdo con el castaño. No pasó mucho tiempo para que, a través de la ventana, se fijaran que la pareja abandonaba la propiedad en su automóvil, y aprovecharon para bajar y hablar con Roy al respecto, encarándolo en la cocina.

— Oye, no se te ocurrirá hacer lo que estoy pensando, ¿no? —cuestionó.

— ¿De qué hablas, Ellus?

— Señor Roy, ¿va a vender la casa? —preguntó apagado.

— N-no, no chicos, ¿por qué creen eso?

— Es obvio lo que haces en nuestras narices, tú...

— A ver, escuchen; tal vez sí lo he pensado, pero no lo haré, al menos no por ahora, si las cosas se ponen más complicadas, con Fred, los gastos e impuestos y otras cosas, supongo que sería lo mejor.

— ¿De verdad no lo harás?

— No, Ellus. Ahora vayan que tengo que limpiar un poco esto; deberían pasarle la escoba de vez en cuando y limpiar las mesas, veo que todo tiene polvo.

Ellus y Salvador ya iban cerca del pasillo y cerraron la puerta tras ellos, para el joven de ojos claros sentarse en la cama con la vista al castaño frente a él.

— No le creíste, ¿verdad?

— Pues claro que no, Salvador, mira que nos ve la cara de imbéciles.

— Pero, Ellus, tiene buenas razones para hacerlo, es decir, tu abuelo se...

— Salvador, mi abuelo estará bien, él es fuerte, se pondrá bien y más cuando le diga que he estado ahorrando para su tratamiento.

— ¿Ah sí? ¿Cuánto tienes?

— Mmm, bueno —apretó los labios—, no es mucho pero en eso voy.

— ¿Crees tener tiempo suficiente?

— Supongo, no lo sé... deja de preguntar, Salvador.

Ellus se encerró en el baño y abrió el grifo de la regadera. Salvador, por su parte, se hallaba preocupado de la actitud que había tomado Ellus, es decir, debía saber que su abuelo no podía esperar tanto tiempo como para ahorrar una poca cantidad de un trabajo como el que hace Agustín.

El tiempo no espera a nadie, la muerte no espera a nadie.

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