LXXXI

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Noviembre 03, 2017

La lluvia torrencial que acontecía dejaba la visibilidad en las calles casi nula. La casa iluminada en la cuadra pertenecía al mecánico Carlos Díaz, que vivía junto a su esposa, Jennifer, y su hija pequeña, Mandy; sin embargo, desde que lo encontró en otro día de lluvia vagando por las calles, su morada ahora incluía a otro inquilino.

— ¿Ya decidiste qué vas a hacer? —preguntó Carlos a la vez que retiraba los platos de la mesa junto a su esposa.

— La verdad es que no —respondió el joven de ojos claros, que miraba el perro que se hallaba acostado a sus pies.

— Me encantaría poder hacer más por ti —se mostró preocupado.

— Dejarme quedar aquí es suficiente, muchas gracias —sonrió levemente a la pareja.

— Siempre eres bienvenido, Salvador —la mujer le devolvió la sonrisa.

— Oye, Salva —la niña, sentada a su lado, llamó su atención—, ¿y por qué no te quedas a vivir aquí con nosotros?

— Oh, pues, verás... —se mostró nervioso—. Es que no hay mucho espacio para mí, y tengo que buscar muchísimas cosas de mi casa para traerlas y sería imposible —dijo, esperando persuadir a la pequeña.

— Vaya, desearía que mi casa fuese más grande para que te quedes aquí —dijo con tristeza.

Salvador sonrió y se levantó de la mesa para salir de la casa a hurtadillas, ya que sabía que no le dejarían salir por la fuerte lluvia que caía. Se quedó bajo el techo saliente de la casa, donde no llegaba el agua, y se sentó en el suelo a observar las gotas caer con velocidad.

No podía negar que extrañaba a Ellus, y se arrepentía por ser tan cobarde por no admitir sus debilidades, pero lo hacía por él, y se decía a sí mismo que cuando se encuentre estable, lo buscaría nuevamente. No dejaría que lo viera con el peso de la vida sobre él, por eso esperará hasta el momento justo.

Y definitivamente ese no era. Sin casa, padres o algún sustento, su vida estaba vuelta de cabeza. No tenía idea de qué hacer o a quién acudir; Carlos solo podía ayudarle con un techo y comida, y Jennifer trabajaba como comerciante informal, no podían ayudarle con un trabajo.

Debía esperar a cumplir la mayoría de edad, pero no estaba dispuesto a esperar tanto, significaría esperar un año o hasta más para dirigirse a Ellus, así que decidió buscar alguna alternativa rápida para ganar dinero.

Noviembre 08, 2017

Ellus despertaba de una siesta para nada programada. Miró la hora y se sobresaltó al descubrir que eran las seis de la tarde, mientras recordaba decir que solo serían cinco minutos desde las dos de la tarde.

Bajó las escaleras bostezando y se encontró a Roy terminando de preparar un caldo de pollo en la cocina. Cuando el mayor vio al castaño entrando al lugar para beber agua, llamó su atención.

— Vaya, parece que dormiste bien —dijo sin apartar la vista del caldo.

— Algo así. ¿Cómo está el abuelo?

— Bueno, Ellus, quisiera decirte que está mejorando, pero sabes todo el tiempo que tu abuelo nos mantuvo oculto lo de su leucemia —respondió en un tono sereno.

— Ya veo —dijo, y estaba a punto de retirarse cuando escuchó que Roy aclaró su garganta tras él.

— Y... ¿Como has estado tú?

— Bien, supongo.

— ¿Seguro?

Ellus no respondió y, estando inseguro, asintió para después retirarse con prisa de allí.

Estuvo a punto de entrar en su habitación cuando se percató que la puerta del cuarto de su abuelo estaba entre abierta, así que se acercó para mirar a través del pequeño espacio. Estaba recostado, cubierto con una grande y gruesa cobija, y sus canas contrastaban con la palidez de su piel.

Entró del todo a la habitación y se acercó a la cama, su abuelo estaba dormido profundamente, y se quedó mirándolo por unos segundos para después intentar hablar.

— Abuelo... Yo, bueno, quién lo diría —se limpió el rostro con las manos—. Tengo un... trastorno, abuelo, es bastante raro. ¿Qué estoy diciendo? Bueno, tú eres muy inteligente, de seguro sabrás lo que es la alexitimia —lo miró por un rato como si esperara una respuesta—. Bah, no importa.

Terminó por retirarse y volvió a su habitación, donde estuvo por un par de horas, tiempo en el que se cuestionaba muchas cosas; como la capacidad de los mayores para ayudarlo, su futuro y su vida, y la incógnita más grande que no le han sabido responder sus abuelos.

Esas cuatro paredes lo agobiaban, y ahora lo estarían haciendo más, porque no sabe qué hará ahora. Pensaba en ingresar a la universidad, ya tenía una carrera en mente, pero no podía costearla, ya que todo el dinero se iba en medicinas y cuidados para su abuelo.

Lo que habían recibido de la venta de la florería, que no fue mucho, se utilizó en tratamientos. Lo que obtuvo Roy de su apartamento, se fue pagando su regreso a la casa, y las cuentas y deudas de la misma.

Así que la vida de los chicos no se encontraba en su mejor momento, y el estar separados causaba mucha más fricción en su relación. Ellus se imaginó, aunque no pudiera evitarlo, que el joven de ojos claros no pudo soportar su actitud, que visualizó su amistad en el futuro y que le repugnó por completo. Salvador, al ver su vida caerse lentamente, pensó que no debía darle esa imagen al castaño de él, después de todo, le reveló que quisiera ser más como él.

Esa misma noche, Zander se hallaba en una reunión junto a algunos de sus amigos y otras personas que solo había visto pero con quienes no ha hablado. Estaban en lo que solía ser una discoteca, pero luego de sufrir un incendio hace muchos años, quedó inutilizable.

Zander se aproximó al chico rapado, que solía estudiar con él, que se encontraba en un pequeño círculo formado por otros chicos.

— Oye Kevin, ¿tienes más hierba?

— Ya sabes lo que quiero a cambio —sonrió de lado, mientras mantenía sus manos en sus bolsillos.

Zander buscó en el bolsillo trasero de su pantalón y le entregó dos pastillas rectangulares.

— Vale Zander, toma —de sus bolsillos le entregó dos bolsitas marrones muy bien amarradas.

— ¿Es todo?

— ¿Crees que es muy fácil conseguirlo? Por lo menos tú puedes ir a comprarlas como si nada.

Zander frunció el ceño y se retiró sin decir más nada. Se acercó a otro grupo de chicos, en otra sala dentro del mismo edificio, y ofreció a buen precio el contenido de las bolsitas marrones.

Sabía lo que hacía, mantener ese negocio le resultaba difícil, pero era lo que tenía a su alcance. Después de todo, esas pastillas se las recetaba el doctor Silva, para los problemas que Zander alegaba tener, porque sufría de una depresión que llevaba arraigando por bastante tiempo.

Por un padre que no se preocupaba mucho por su hijo, que dejó de intentar ser un modelo y que lo único que hacía era pagarle la colegiatura. Y todo por abandonarse, o en sus palabras, perder a un ser amado.

Se fue consumiendo él mismo, parecía haberse rendido ante la vida, dándole a su hijo desesperanzas y transmitiéndole todo ese sufrimiento, cosa que trataba de erradicar visitando al doctor Silva y consumiendo las pastillas que le recetaba como ayuda.

Y es que nadie escapaba del dolor, y nadie sabía responder a él.

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