4. Cambios

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Narrador omnisciente.

La casa de los Wade está realmente silenciosa esta mañana. Hace dos meses que no reina en ella esa alegría constante que la hacía parecer una fiesta, ahora luce como si hubiese un funeral en el que nunca llegan a enterrar el cadáver. Se prolonga más y más, sumido en la penumbra y los sollozos, las miradas de pena y la aparente empatía, cuando en realidad nadie comprende nada.

Esta casa cada día pierde un poco más la esencia de un hogar. El aire pesa y, respirar sin llevarse a los pulmones ese olor a pérdida, requiere de gran esfuerzo. Y todo después de aquella noche.

Es una mañana fría, de un diciembre que ha llegado haciendo estruendos. Tres fuertes nevadas han disfrazado de blanco a la ciudad en los últimos diez días. Apenas transitan autos por las calles, ni caminan personas por las aceras.

El barrio parece deshabitado, sin movilidad; pero la llegada de un auto lujoso -en comparación con los que pueden tener las personas de aquí- en busca de Daniel Wade, llama la atención de los pocos que se encuentran fuera de sus casas.

Daniel no está en su vivienda. Lleva varias semanas buscando un nuevo trabajo pero, para un abogado en su condición, no es exactamente fácil hallar un empleo justo.

La suya es una de las casas más grandes y confortables del vecindario, aunque no pasa de tener un piso y dos recamaras. Lo necesario para él y su familia que, hasta un día, aquí fue feliz.

En la casa de madera pintada de azul claro, Eleanor recibe de mala gana al señor alto, de cabellos negros y apariencia de diplomático. Es un hombre elegante y con muy buenos modales, pero ella ya conocía de antemano el motivo de su visita, por lo que no le da oportunidad de hablar mucho.

Nada más toparse con su figura al abrir la puerta, pone su mejor cara de repulsión y hastío, combinada con una ira imposible de sofocar.

—Es mejor que se marche, señor Ellison.

Él sacude la cabeza, intentando ocultar su molestia tras los lentes oscuros.

—Por favor. Piense… —Ella hace un gesto con la mano para que se detenga.

—No es quien para decirme qué debo o no hacer. —Señala el portón que da a la calle, sin piedad por sus suspiros—. Márchese, y no regrese otra vez.

Cierra la puerta, furiosa y se encamina a la cocina. Varios pensamientos vienen a su cabeza y por un instante titubea.

¿De verdad estaba haciendo lo correcto?

Pero esos cuestionamientos, tan pronto llegan, se van, sin dar explicaciones ni analizar otra salida, y le dejan el alma comprimida por tantos sucesos que han dañado la estabilidad de su familia. Entonces la ve, a Crystal, sentada en una de las sillas del comedor, y el corazón se le encoge otro poco.

Su rostro, más pálido que de costumbre, con cercos de mala noche alrededor de los ojos; su larga cabellera rubia, que enmarañada y deslucida cae en cualquier dirección; su piel, casi adherida a los huesos, dejando ver la cicatriz de algún que otro rasguño.

Sin embargo, eso es solo lo que se puede ver.

En su interior vuelan monstruos despiadados bajo un cielo tétrico; demonios le incendian las entrañas como a inservible basura; y, tras un feroz soplido del viento, la pequeña llama de luz que queda en su alma amenaza con apagarse, igual que sus esperanzas.

—¿Quién era, mamá? —pregunta, aunque no le interesa saber. Hace semanas que no le importa nada.

—Un señor que venía a entregar un paquete. Pero se equivocó, no era para nosotros. —Hace mil intentos para que su hija no perciba la mentira.

Crystal no habla más. No tiene sentido para ella hacerlo, pero se ha percatado de que, exactamente un mes atrás, alguien que no conocía vino a casa y, cuando preguntó, su madre le dio una respuesta muy parecida a la de esta vez.

Es imposible olvidarlo, no cuando las visitas extrañas ocurren ese día con un mes de diferencia.

—Mamá, acompáñame al cuarto, por favor —Pide Crystal, con un hilo de voz extinto en el espacio.

Su voz, que un día fue la más sonora entre muchas, la más alta entre todas, se desvanece poco a poco.

—Linda, ¿segura de que no quieres comer algo? Apenas has probado bocado en días.

Eleanor se preocupa por su hija, quien se lleva sus vidas con cada muestra involuntaria que da de no querer seguir en este mundo.

—No quiero nada, solo... ir a mi habitación. —Se pone de pie con dificultad, encontrando apoyo en la mesa.

Todavía alcanza a sentir el dolor recorriendo sus extremidades, y entre los músculos, como si estuviesen tensados con fuerza. Aunque a veces los encuentra acalambrados, y otras veces, ni siquiera los siente.

Se acerca la noche cuando Daniel regresa a casa. Arrastra sus pies hasta la puerta, con las escasas fuerzas que le quedan, superado por todo lo que carga en su contra.

—Que bien que has llegado —Eleanor recoge su abrigo. Suspira agotada—. ¿Y?

Daniel se deja caer en el sofá antes de ver en su dirección, con párpados cansados.

Niega despacio.

—Nada.

Eleanor se inclina para abrazarlo desde atrás del mueble. Su rostro también se contrae en una expresión somnolienta; como si muchos años hubiesen pasado desde el accidente, y perdiera la delicadeza de su piel.

—Volvió hoy. —Se incorpora cuando su esposo voltea para verla. Por el tono, sabe a quién se refiere—. Descuida, no pasó de la puerta.

—Vale.

—Daniel, me preocupa Crys. —Él se revuelve incómodo en el asiento—. No ha querido comer y apenas sale de su habitación.

Una inhalación profunda hace que sus fosas nasales se ensanchen. Se pone en pie y da un rápido vistazo a Eleanor, que lo analiza con desaprobación.

Guía sus pasos a través del angosto pasillo, un portazo estremece la pequeña casa y después todo queda en silencio otra vez.

Ella se molesta, con Daniel, consigo misma, con la impotencia por no poder ayudar a su hija. Aunque lo ha intentado.

────────✧♬✧♬✧────────

Llevaban apenas unas horas en casa, luego de que Crystal fuera dada de alta, cuando surgió el recurrente tema. Últimamente, no conseguían mediar palabra sin que el accidente terminase llegando a la conversación.

—Está muy triste —aseguró Eleanor mientras volvía de la habitación de Crystal, limpiando algunas lágrimas con el dorso de su mano—. No llora, pero sé que la tristeza le carcome el alma.

Daniel fingía leer un periódico del que halló en la entrada, ignorándola. Le dolía que su hija no estuviese bien, pero encontró el modo de colocarse una careta para ocultar sus verdaderos sentimientos.

—¿No dirás nada? —Se acercó con paso apresurado—. Nos necesita.

Cerró el periódico, dejándolo sobre la mesa para enfrentarse a su esposa.

—Podría decir que ella se ha buscado que le pasara esto... —Eleanor abrió la boca, pero no pudo hablar. Él pasó las manos por su cabello, tomando aire—. Pero sería demasiado egoísta ¿verdad?

—Por supuesto. —Asintió frenéticamente—. Ella no querría tener un accidente, solo porque sí.

—Seguro que tampoco quería toparse con Mitch en el camino y dejar que la llevara, ¿no?

Ironía; Eleanor lo odiaba siendo irónico.

—¡Ya está bien! Ella lo quiere, Daniel, se quieren.

—¿Se quieren? —Se levantó, la silla cayó hacia atrás—. Pues ahí tiene el precio de su amor.

Salía de la cocina hecho una furia cuando ella agregó:

—Sabes de sobra quien cobró la primera factura.

Se quedó allí, un tanto herida por sus palabras, más tranquila de que se fuera. Sabía que esa actitud era producto de las circunstancias, pero no se permitiría seguirlo escuchando.

Y es que Daniel ha cambiado. Ya no sigue con entusiasmo los partidos de béisbol en la televisión o las emisoras de radio; tiene demasiados días libres como para necesitar una siesta vespertina, y demasiadas cosas en la cabeza como para plantearse ser de nuevo el tipo que intentaba agradar a todos. O que simplemente lo hacía, sin mostrar más de lo que era.

Eleanor, que ya no puede colocar más parches sobre la ruptura, se pierde entre tanto dolor por las transformaciones inesperadas. Aunque es suficiente con el sufrimiento de su hija para dejar sombras sobre su hogar.

Hogar, ellos formaron uno, al que los descuidos han desarmado en piezas transformadas por el desconsuelo.

Entre errores y malas decisiones, pierden la alegría de sus vidas, casi pierden a Crystal. Ella misma se evapora entre los descuidos del resto.

Y no es que no haya tenido culpa de algo; puede también ser culpable por no luchar más para desatarse de la condena que ella misma se impuso.

Porque pretende ser valiente, pero no significa que tenga que cargar con todo. Y precisamente eso es lo que la está destruyendo.

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