CAPÍTULO DIECISÉIS: Charlotte

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Sidney, 5:43 am

Quedan poco más de 5 horas para el fin del mundo.

Si algo adoro de Charlotte es que no tiene ataduras y que todo le resulta indiferente. Desconozco los detalles de su pasado que forjaron esa personalidad, y quizá sea mejor así. Es posible que haya tenido una vida difícil y que haya experimentado dolor en demasía. O, al menos, eso sospecho. Pero no viene al caso porque, como ella dice, el pasado ya quedó atrás y el futuro no llegó.

El bar que atiende en las afueras de la ciudad está abierto, a pesar de la alarma. No hay un letrero de luces que lo indique, pero todo aquel que lo visite con cierta asiduidad sabe que la dueña no se preocupará demasiado por el fin del mundo.

Los clientes son sus amigos. Los clientes son su familia. Los clientes son su mundo y ellos lo saben. Lo sabemos. El bar no cierra por Pascua o por Navidad. Ni siquiera el peor clima puede hacer que a la puerta se le ponga candado o que las luces se apaguen. Charlotte, después de todo, vive en el piso superior y no debe siquiera transportarse. Atiende con sol y con lluvia, sana y con fiebre.

—Pásame otro whisky en las rocas —pido.

Somos cuatro personas sentadas en la barra. Solitarios. Bohemios quizá. Asociales. Personas a las que el fin del mundo no les cambia nada. Somos aquellos que estamos tan rotos que jamás juntaremos nuestras partes.

Y este establecimiento es nuestro refugio. El sitio seguro al que podemos venir cuando lo perdemos todo, incluso las ganas de vivir. Nos hacemos compañía en silencio o conversamos en medio de la ebriedad porque sabemos que, al día siguiente, la charla habrá caído en el olvido.

—Si esta es la última vez que vas a beber, ¿no querrías cambiar tu hábito? Pide algo más interesante. —sugiere Charlotte mientras mezcla un trago de color azul para otra persona.

—¿Cómo qué?

—No sé, tú dime —se mofa ella. El pintalabios rojo que rodea su boca se retuerce en una sonrisa sarcástica.

—Prepárame lo que tú quieras, entonces.

—Así será.

A mi derecha, un hombre mayor se sostiene la cabeza con ambas manos. Tiene la mirada perdida y la barba sin afeitar. Detrás de él, una chica joven llora ruidosamente al tiempo que bebe shots de vodka uno tras otro; su maquillaje se le escurre por las mejillas. A la derecha, Peter se ha dormido sobre la barra... o eso creo. El parche en su ojo me permite discernir con exactitud en qué estado se encuentra. Más allá de él, una señora anciana sacude su copa de vino sin demasiado interés; observa el líquido que se mueve en el interior, pero no lo bebe.

Los he visto antes, no es la primera vez que nuestros caminos coinciden bajo este techo.

—Toma, Kelly —Charlotte me entrega un vaso que, por su forma, me indica que beberé un margarita o algo por el estilo.

—Gracias, ¿cuánto te debo?

—¿Importa? Cortesía de la casa. —Guiña un ojo—. ¿O dónde quieres que me meta el dinero cuando el mundo se está por acaba? ¿En el culo?

Suelto una carcajada ante el comentario, creo que el alcohol comienza a desinhibirme. Todavía me debato entre si quiero quedar ebria cuando la cuenta regresiva llegue a su final (y así no sentir nada) o si prefiero ver con mis propios ojos cómo es que moriremos.

—Buen punto.

Ella me responde algo, pero no logro escucharlo porque la chica a mi derecha lanza un sollozo desesperado a todo volumen.

—¿Cuál es su historia? —susurro a la dueña—. Seguro que tú la sabes. Tiendes a permitir que tus clientes desahoguemos nuestras penas aquí contigo.

—¿Y por qué te lo contaría? —Charlotte se aproxima a la barra y se detiene frente a mí. Coloca sus brazos sobre la madera y se deja caer un poco hacia delante de forma sugerente. El escote de su blusa apenas si le cubre los senos.

—Porque todavía quedan varias horas para el fin del mundo y no tengo nada mejor que hacer. Necesito distraerme mientras pasa el rato. —Me encojo de hombros.

—En pocas palabras, su marido la dejó porque no podían tener hijos. Él quería tres niños. Lo intentaron todo, invirtieron cada centavo que pudieron conseguir y... no hubo caso. Así que un día él se fue con otra —resume con prisa—. Tengo entendido que sufrió abortos espontáneos las dos veces que logró quedar embarazada. Tiene el autoestima por los suelos. Dice que ha fallado como mujer.

—Qué triste... pero no es obligación de ninguna de nosotras ser madre —añado.

—¡Exacto! Mírame a mí, si no. ¿Acaso crees que soy menos mujer que tú?

—Para nada —afirmo y bebo el margarita de un solo trago largo—. Es más, ¿y tu historia cuál es? Conoces la mía, pero jamás me has dicho la tuya, Charlotte.

—Lottie. Llámame Lottie. Así me dirían mis amigos, si tuviera alguno de verdad. —Alza las cejas con cinismo—. ¿Qué te puedo decir? Nunca le conté a nadie en esta ciudad.

—Pues... hoy es tu última oportunidad. —Le regreso la copa y le indico que me sirva algo más.

—¿Resumida o en versión completa? —pregunta ella al tiempo que se gira para buscar algunas botellas.

—¿Un intermedio? —sugiero, expectante.

—Claro. —Ella comienza a mezclar tres cosas distintas—. A ver... ¿por dónde empiezo?

—Por el principio.

—No creo que te interese saber cómo fue mi nacimiento —bromea y sirve dos vasos alargados, uno para cada una de nosotras—. ¿Qué tal si inicio con el día en que adopté el nombre Charlotte?

—Adelante —alzo la bebida en mi mano para que podamos chocar ambas en el aire en un gesto amistoso.

—Tenía casi diecisiete años. Vivía con mi padre. Mamá llevaba dos años muerta por cancer. Yo llevaba tiempo guardando un secreto enorme y necesitaba ponerlo en palabras porque me costaba muchísimo estar bajo el mismo techo que él sin contárselo. Un sábado, durante la cena, vimos una película... ¿cómo se llamaba? No me acuerdo, pero que tenía un personaje con el mismo secreto que yo, y a él no pareció molestarle... así que se lo dije.

—¿Te refieres a...? —empiezo a pronunciar.

—Eso mismo. Pero su reacción no fue la que yo esperaba. Aún recuerdo el modo en el que se transfiguró su expresión cuando le quise explicar que su único hijo era una mujer. Pasó de la confusión al miedo. Luego a la furia. Al odio. Se puso de pie y me tomó por el borde de la camisa. Empezó a gritarme que tenía que decirle que era una broma.

—¿Y qué hiciste?

—Me puse a llorar —responde ella y desvía la mirada—. Mi padre me abofeteó con toda su fuerza. Lanzó decenas de insultos y luego me arrastró por los pelos hasta mi cuarto. Y lo digo de forma literal.

—¡Ay, no! —Cubro mi boca con una mano.

—¡Ay, sí! —refuta Lottie—. Las siguientes semanas fueron una tortura digna de película de terror. Eran vacaciones de verano, así que él me tenía encerrada en mi cuarto bajo llave. Entraba solo cuando era hora de comer, y a veces ni eso. Me exigía que le dijera que era broma y, cuando intentaba decirle que no podía controlar quién era, me lastimaba. Me golpeó con sus manos, abiertas, con su puño, con su cinturón y hasta con una de esas cucharas de madera que se usan para cocinar. Hay momentos que ni recuerdo. —Hace una pausa y suspira—. Yo estaba sin comer. Sin dormir. Muerta de dolor en todo el cuerpo... y odiándome. Cuando podía levantarme de la cama, iba hasta el espejo, me veía y lloraba por la frustración. No te imaginas lo que se siente.

—No, la verdad que no...

—Analizaba el reflejo y pensaba "esa no soy yo". Odiaba ver los vellos que comenzaban a crecer en mi rostro, qué tan anchos sentía los hombros, cuán corto era mi cabello... quería desaparecer. Ir al baño era lo peor para mi autoestima, ya fuera para orinar o para ducharme porque eso me recordaba que no me veía del mismo modo que me sentía.

—¿Por eso te fuiste de tu hogar?

—Tuve que hacerlo, ¿qué otra opción me quedaba? En el ropero guardaba algunas prendas de mamá que me recordaban a ella y a los momentos de la infancia en los que fui feliz con ella, con sus abrazos y sus sonrisas. Y... una tarde, decidí probarme un vestido.

—¿No me digas que...?

—Así es. —Ella entiende lo que quiero decir—. Mi padre entró y me vio. Imagínate cómo reaccionó al ver a su hijo varón con ropa de su difunta esposa. Dijo que le faltaba el respeto a ambos, que era una vergüenza, un degenerado. —Sus ojos comienzan a llenarse de lágrimas—. Y me golpeó, claro. Peor que nunca y hasta que no le quedaron más fuerzas para continuar. En el momento que se marchó del cuarto, yo apenas estaba consciente. Lo siguiente que supe fue que me desperté y era de noche. No sé si la misma noche u otra. Tenía sangre seca en la nariz y el dolor en mi cuerpo era insoportable. De todas formas, y como pude, me puse de pie y llené una mochila con mis cosas más importantes: ropa, ahorros, una foto con mamá y otra con mi abuela. Solo necesitaba saber cómo escapar. Fui a la ventana y la abrí. Era el segundo piso y no estaba en condiciones de saltar.

—¿Y cómo hiciste?

—¿Me crees si te digo que la puerta no tenía llave? Se ve que entre la furia y el cansancio, mi padre olvidó encerrarme. Ya eran casi las cuatro de la madrugada. Él dormía o se había ido, daba igual. La casa estaba oscura y en silencio. Bajé a la cocina, guardé varios medicamentos y un poco de comida en la mochila. Busqué la billetera de papá, que siempre dejaba en su abrigo, y la robé. Luego, salí por la puerta en silencio. Fui a la estación de buses y esperé a la mañana para tomar el primero. La gente me miraba raro y hasta con miedo, seguro pensaban que era un chico borracho que había tenido una pelea en un bar.

—Es muy posible —coincido.

—Fui primero a otra ciudad. Luego a otra. Y a otra. El objetivo era que no pudieran encontrarme. Me aseguraba de tomar transportes en los que no tuviera que presentar identificación alguna para pagar el boleto. Así fue como llegué a Los Ángeles.

—¡Espera! —interrumpo con un golpe sobre la barra—. ¿No eres de aquí?

—No —ríe Lottie—. Soy de Montana, en Estados Unidos.

—Tu acento es perfecto.

—Son años de práctica. —Ladea su cabeza, bebe un sorbo del trago y continúa—. La cuestión es que allí encontré un trabajo bajo la mesa y alquilé un departamento con otras chicas en situaciones similares... Ahorré tanto como pude y, apenas tuve la mayoría de edad, comencé con el tratamiento médico y con el papeleo.

—¿A qué edad llegaste a Sidney?

—Como a los veintisiete, ya como Charlotte en todos los documentos de identificación y sin que nadie pudiera dudar de que soy una mujer. Aquí hice un curso de peluquería, trabajé turnos dobles y triples en varios lugares y pues... eso. Ahorré, invertí y, en menos de diez años, pude poner este bar.

—Entonces, ¿tienes como cincuenta? ¡Wow! —exclamo, sorprendida—. Te mantienes hermosa, pendré que andarías por los treinta y cinco.

—¡Ojalá, Kelly! ¡Ojalá! —ríe ella a carcajadas.

Giro hacia los lados y noto que los otros clientes del bar prestan atención a la historia, quizá también con curiosidad.

—¿Qué crees que te diría tu padre si te viera hoy? —se me ocurre preguntar.

—Si sigue vivo... me imagino que me escupiría en la cara y me insultaría. Así, sin más.

—¿Y qué le dirías tú?

A modo de respuesta, extiende una mano al frente con el dedo del medio hacia arriba. Su sinceridad me hace sonreír.

—Supongo que hay relaciones tan rotas que ni siquiera el fin del mundo puede arreglarlas, ¿no? Seguro hoy hay mucha gente pidiendo perdón y perdonando. Siempre veo en redes sociales a personas que hablan sobre segundas oportunidades y empatía.

—Se pueden meter esos discursos en donde no brilla el sol —dice Charlotte—. A ese hijo de perra no lo perdonaría ni que se pusiera de rodillas en medio del llanto y me dijera que soy la mejor hija que alguien podría desear. Lo siento, pero soy una mujer rencorosa y me importa poco que eso sea políticamente incorrecto.

—Yo soy igual —exclamo.

—Y por eso me caes bien.

La puerta del bar se abre. Me giro con curiosidad, casi como si esperara encontrar al señor del que hablábamos, así como sucede en las películas. Si esto fuera ficción, el padre de Lottie entraría con la respiración agitada y listo para disculparse.

Obviamente, no es él. Se trata de dos adolescentes que van de la mano como si acabaran de huir de sus hogares. Uno de ellos tiene un corte todavía sangrante en la mejilla.

—Bienvenidos, dice la dueña.

—Sé que somos menores, pero... ¿podemos pasar?

—Cuéntenme su historia —sonríe ella.

—Con todo esto del fin del mundo, le dijimos a nuestras familias que llevamos meses saliendo... —inicia el chico de cabello rojizo.

—Y la suya lo tomó bien, pero en mi casa... —el muchacho rubio se señala el rostro—. Digamos que mi mamá es muy religiosa y considera que debo quemarme en el infierno.

Charlotte alza una ceja y maldice por lo bajo.

—¡Algunos padres no merecen tener hijos! —expresa con claridad algunos segundos más tarde—. Adelante, chicos, adelante. Solo por hoy, son libres de pedirme lo que quieran. Comida, alcohol o un hombro sobre el que llorar. Pónganse cómodos que iré por el kit de primeros auxilios. Hay un menú sobre cada mesa. Puedo cocinar todo, salvo alitas de pollo en salsa barbacoa. Se acabó la barbacoa ayer.

Sin decir más, la dueña del bar esboza una gran sonrisa amigable y se aleja rumbo a la cocina. Contornea sus caderas al ritmo de la melodía que ella misma tararea. Se la ve más viva que nunca, como si haber relatado su historia hubiese quitado el peso que llevaba años cargando.

Bebo otro sorbo de mi trago y luego miro la hora en mi reloj. Tengo la vista nublada por tanto alcohol, así que me detendré. Creo que lo mejor será seguir sobria hasta el final, en compañía de esta ecléctica familia de extraños.

Nos queda poco tiempo.

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