Del circo en donde comen esos lobos

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Sobre delirios que amenazaban con desfigurar la máscara sarcástica que Kendall Pulisic tenía para afrontar los obstáculos de la vida, en vista que el suspenso con el que la directora lo había dejado, y las consecuencias amontonadas, no supo cómo reaccionar de ahí en adelante.
Había pasado una semana desde su encuentro con la mujer que le dio hospedaje junto a Yoko. No saber de ella, sumado a la obviedad de tener prohibido salir del lugar y depender de cierta persona al lado que les daba alimentos evocaba gran perdida de sus estribos.

«Podria decir que esto no podría ser peor —dijo para sí, mirando el pésimo marmoleo del desgastado suelo— pero la vida es tan hija de perra que me la pondrá más difícil».

Creyó que con un largo baño de agua fría podría acomodar sus pensamientos, pero no sirvió de mucho, salvo dejar su aroma a sudor. Se fijó en la oxidada puerta del baño a unos metros cerca de él, donde provino un chillido por ser abierta gracias a Yoko que salía mientras se secaba el cabello con una de las grandes poleras desgastadas que acostumbraba a usar.
Para ese punto de convivencia entre ambos, la vergüenza se había perdido en Yoko, dándole la libertad de usar unos cortos pantaloncillos por encima de los muslos, junto al sujetador deportivo amarillo que usaba para dormir. Incluso él se sentía sin los ánimos para hacer uno que otro comentario, dado que sus ojos siempre se enfocaban en el rostro de la chica.

—¿Ya trajeron la cena? —preguntó ella, pasando de largo para sentarse en el borde de la cama.

Kendall negó con la cabeza, dirigiéndose a la puerta, dudoso de abrirla. El miedo de que tarde o temprano fuesen interceptados por policías o militares al servicio de Kande siempre estaba con él. Y no tener ventanas para dar un vistazo a las afueras lo volvía peor.

—Debe faltar poco —contestó Kendall. Sacó el anticuado celular de teclas que la directora le dio para percatarse de que eran las ocho de la noche—. La persona que nos trae la comida suele dejarla de las ocho en adelante. ¿Ya tienes hambre?

—El estrés me da gula —agregó Yoko—. Eso y porque solo hemos tenido una comida. No acostumbro a mal pasarme.

Ambos compartían esa mirada vacía que compactaba con los rostros sin expresiones. Volvieron a sumirse en sus propios pensamientos hasta que pasaron cinco minutos donde tocaron a la puerta de entrada. Como era costumbre, esperaron otro par de minutos por indicaciones de la directora para abrir y encontrar una charola en el suelo que contenía dos platos hondos con frijol y arroz, junto a una jarra de plástico con agua que rápidamente metieron para devorar la comida en poco tiempo. Ninguno dijo nada durante la cena, incluso cuando ambos fueron a la cama y todavía seguían despiertos. Se mantuvieron en silencio hasta el amanecer.

La mañana de ése martes fue como el resto. Con Kendall despertando a las cinco de la mañana, donde el gallo de de algún vecino cantaba a todo lo que daba, y el sol seguía sin hacer acto de presencia. Permaneció quieto para no despertar a la chica que se aferraba a su torso. Ella ya no sentía pena por despertar así, ni a él le incomodaba. No podían explicar esa familiaridad, ni tampoco querían darle vueltas al asunto. Solo se permitieron esa cercanía por saber que no tenían a nadie mas que a ellos mismos.
No se levantaron hasta pasadas las seis para lavarse los dientes y la cara, posteriormente dar vueltas y vueltas sobre la angosta habitación antes de escuchar unos golpes de la puerta. Como era costumbre, iban a esperar antes de abrir para recojer el desayuno, pero eso fue descartado cuando volvieron a tocar la puerta, ésta vez el doble de fuerte.

Dudosos, el par se lanzó una mirada antes de acercarse con lentitud. Mientras el chico con el corazón latiendo a todo lo que daba ponía la mano sobre el pomo, la pelirosa alcanzó uno de los platos de cristal mientras se colocaba al otro lado de la entrada para golpear a cualquier intruso. Incluso si eran dos, el pánico de pensar que un escuadrón completo los esperaba afuera seguía presente. Se volvieron a mirar para asentir, sudando frío y temblando del miedo. Sin más, habían abierto lentamente hasta mirar al visitante.

—¿Por qué esas caras largas, nenes? —esa pregunta llena de sarcasmo hecha por la pelinegra que pasó junto a su acompañante fue un alivio para los chicos.

Ambos se tranquilizaron cuando vieron que la directora de la preparatoria nocturna, y principal patrocinadora de su escondite era quien estaba detrás de la puerta, pasando junto a un hombre que parecía estar cerca de los treinta. Cuando Yoko sintió la fría mirada del hombre sin cabello, un escalofrío le hizo ir a la cama por la ancha polera que le cubría la mayoría del cuerpo para ponérsela al instante. Quizás y la forma en que el tipo la miró carecía de lujuria, pero esos fríos ojos oscuros le hicieron sentir algo de miedo como para llegar a la mesa y posicionarse a un lado de Kendall, el cual estaba sentado junto a la mujer.

—Los problemas llegaron como gorda en tobogán —dijo la mujer mayor—. Tu padre si que sabe poner a trabajar a los huevones de los policías y militares cuando se lo propone. El desgraciado está moviendo cielo mar y tierra para dar con el asesino de su hermana. Por suerte Salazar está muy bien posicionado al participar para una organización que tiene a muchos integrantes dentro del poder. El pedo es que nosotros estamos pagando los platos rotos. Muchos de nuestros vendedores han sido arrestados, incluso otros muertos por resistirse. La zona sur se está viendo muy afectada. Por suerte las cosas se están calmando... Creo.

El chico no respondió. Prefirió esperar a que ella siguiera hablando, cosa que tampoco ocurrió.

—¿Por eso no había venido? —preguntó Yoko, muy conservadora con sus emociones.

—¡Es correcto, coreanita! —sonrió—. Quién sabe cómo lo hizo, pero el puto de Kande puso a gente encubierta para vigilar a muchos peces gordos de la zona sur, incluyéndome. Hubiese sido muy arriesgado exponerlos a los dos. Todo mi esfuerzo de mantenerlos ocultos se verían tirados a la basura. Y eso sí que no —negó con el dedo índice de manera sobreactuada—. ¡Eso jamás! Me niego a desperdiciar tiempo, favores y esfuerzo para que los vinieran descubriendo. La ventaja es que ya capturamos a todos y cada uno de esos federales que nos espiaban. Ahora puedo decir con toda seguridad que mi pimpollo, el gran Kendall Pulisic, hijo adoptivo de Trinidad Jeager puede ponerse a trabajar.

—¿Qué es lo que voy hacer? —cuestionó Kendall con una seriedad que sorprendió a la mujer.

—¡Buena pregunta! —señaló al hombre a sus espaldas—. Kendall, el es Francis, tu compañero —volvió al chico—. Francis, él es Kendall, tu nuevo compañero. De ahora en adelante trabajarán juntos.

—¿Haciendo qué? —ésta vez fue Yoko la que preguntó.

La pelinegra se fijó en la chica con una actitud socarrona.
—Idol de grupo sin fama, la cosa es con tu novio, no contigo. Anda, se una buena sirvienta y traenos algo de beber. Cerveza de preferencia. Me caerá bien para iniciar el día.

La chica cambió su rostro serio en uno de enojo.
—Que te atienda tu puta madre, perra mal cojida.

—¡Ésa es la actitud! —escupió muchas carcajadas mientras se sostenía el estómago—. Buen insulto básico, Emily Rose.

—Lo que Yoko dice tiene sentido —comentó Kendall, después de observar al hombre que no le despegaba el ojo de encima—. ¿Qué voy hacer?

—Francis te dirá los detalles en el camino. Es hora de irse. Si no has desayunado, ya tendrán su tiempo libre para comer algo. Ambos tienen mucho trabajo por delante.

—Pueden decirnos aquí mismo —el chico insistió—. No pierdes nada con esperar otros cinco minutos extras.

—He ahí el detalle —dijo la directora—. Solo te podemos contar a ti —señaló a Yoko que mantenía sus aires de repulsión por la mujer mayor— la cosa es que no confío en ella. No olvido que trabajó para Kande, y estuvo a nada de ser su mano derecha. Sería demasiado arriesgado que sepa mucho para que al final nos delate con tu padre. No lo tomen personal, pero debo mantener mis precauciones.

—Lo que dices es ridículo —respondió Yoko, sarcástica y colérica—. Hablas de precaución cuando me tienes aquí. Si estuve sin decir nada cuando tuve la oportunidad de ir con Kande, ¿por qué lo haría ahora?

—En aquella ocasión te quedaste callada porque Salazar estuvo a nada de matarte junto a Lara. De no ser por Kendall, ahora no estuvieras aquí. Y si no has abierto la boca es porque te estamos vigilando de cerca, solo porque mi gigoló favorito me pidió de favor no tocarte como condición para que trabaje conmigo. Eso y porque no soy tan idiota como para tener a tu hermana de enemiga. Que de por sí no se tomará bien el saber que fingiste tu muerte.

—Si me voy con él, ¿con quién se quedará Yoko? —para estupor de las mujeres, Kendall se metió a la pelea.

—Ya me encargué de eso —contestó la pelinegra, confiada—. Ahora largo.

—No hasta que me digas quién estará con ella. Dame la garantía de que Yoko estará en una pieza cuando regrese.

La directora suspiró.
—Estará con la mujer que les trae de comer. La que vive al lado de ustedes. ¿Feliz?

—Perfecto —Kendall asintió—. Ahora, consigue un teléfono para ella. Quiero que mantengamos comunicación cuando no estoy.

—¡Ay! ¡mírenlo, se preocupa por su novia! —volvió a reír—. Me pides imposibles, chulo de mora azul. Darle un celular a la chinita sería como poner una pistola en mi boca. No me arriesgaré a que nos eche de cabeza con Kande. Lo que puedo hacer es pedirle de favor a la mujer que la vigilará para darle permiso de una llamada al día. Siempre y cuando estés en altavoz y escuche lo que hablan.

—¿Cómo sé que no estás engañando?

—Porque si quisiera deshacerme de tu idol, créeme que ya lo habría hecho.

Volver a las concurridas calles de la zona norte le resultaba indiferente. Estar encerrado por una semana era como haber desaparecido por un par de años. Mismas estructuras, algunas remodeladas —unas para bien, otras para mal—. Mismos rostros, distintas vestimentas. Todo seguía igual, pero a su vez diferente.
Pasaron dos colonias para llegar a la colonia Telometo de la calle Gordoporno —lugar donde estaba la preparatoria donde Kendall estudiaba— para estacionarse cerca del boulevard Páris, justo frente al puesto de comida rápida en la esquina.

El chico miró a Francis que se quitaba el cinturón de seguridad para salir del clásico deportivo color rojo, sin decir una palabra hasta dirigirse al cocinero que aparentó no percatarse de su presencia hasta tener al hombre cerca, quien, sin decir nada incomodó al cocinero que sacó las carnes de hamburguesa de la parrilla para dirigirse a la parte baja de su carrito andante y mostrar lo que parecían unos billetes que Francis contó cerca de él. Poco después de haberlo contado todo, con una seña pidió un par de órdenes que esperó antes de volver al coche junto a Kendall. Con la misma actitud silenciosa y reservada le lanzó una bolsa con hamburguesas al chico para tomar el fajo de billetes y dejarlos en la guantera.

—¿Qué fue todo eso? —preguntó Kendall, desubicado.

El hombre rapado no respondió. Se colocó el cinturón de seguridad y encendió el motor.
—Es tu comida —arrancó el auto al tiempo que hablaba con calma, en tono bajo pero entendible y profundo—. El dinero es lo que nos deben por vender nuestro producto. Prepárate, porque te toca cobrar en el siguiente puesto.

Pasadas las cinco cuadras cerca del boulevard para salir de la colonia Telometo, adentrándose en la colonia "Tan Gasucia", Francis quedó aparcado cerca de un restaurante más próspero, donde las grandes letras turquesa que decían el nombre del establecimiento —el molusco hambriento— en lo que el chico seguía sin poder comprender lo que pasaba.

—Aquí trabaja el jefe de la mujer que te esconde de Kande —dijo Francis—. Quiere hablar contigo.

Kendall vaciló.
—Eso es muy repentino. Ni siquiera lo conozco.

—El jefe de esa mujer, mi jefe, tú jefe —señaló a Kendall mientras le dirigía una mirada despectiva— hablaba de ti como si llevaran años de conocerse. Me dijo que te dejara aquí a escondidas de tus amigas. Ahora, entrarás y estarás con él en lo que yo sigo con el trabajo. ¿Entendido?

Kendall no pudo objetar debido a la brusquedad de Francis al momento de sacarlo del auto, arrancando para dejar al joven a su suerte. Dudoso, caminó hasta llegar a las puertas de cristal transparente que se abrieron de par en par de manera automática.
Pulcritud, fue lo primero que pensó cuando vio las cuadradas mesas de madera para cuatro personas ordenadas, el piso de azulejo extrusionado completamente negro, pero acoplado al estilo del lugar elegante. Algo discordante a lo acostumbrado en la zona sur, dado que los puestos no eran tan lujosos, al menos en las zonas como en la que se encontraban ubicados.

Pronto, dos meseras salieron de la puerta detrás de la barra a doce metros de Kendall. El chico se percató de la peculiaridad en ambas, ya que eran una pelirroja de largo cabello ondulado con pecas en el rostro y los hombros expuestos por el uniforme que traía puesto, quien le sonreía de forma coqueta mientras meneaba sus caderas bien proporcionadas al pasar el trapeador. La otra era una morena de largo crespo combinable a su delgada figura engañosa, limpiando las mesas en cuanto el chico pasaba cerca de ella, aprovechando para guiñarle un ojo.
Kendall estuvo a nada de hablarle, pero la campanilla en la barra del frente le hizo girar la vista a dicho lugar.

—Cuando me dijeron que alguien sobrevivió a una bestia sin sentimientos como Salazar, de verdad que no lo creí —dijo la persona que llamó la atención de Kendall, satisfecho y con una sonrisa apenas perceptible por lo vacilante del ojiazul—. Pero después lo creí cuando dijeron que se trataba de nada más ni nada menos que de otro de nuestros hermanos. Es bueno verte de nuevo, Ken. Dime, ¿qué te dio por formar parte de ésta guerra contra tu padre y el resto de hijos de perra que mataron a mamá?

Atónito se quedaba corto con el sentir de Kendall. De pronto la boca se le había secado, las piernas le temblaban a tal grado de casi ponerse de rodillas, pues la pesadez del ambiente se había intensificado radicalmente, sumado al potente hedor a azufre y el temor que le generaba la persona que pensó y no vería por un buen tiempo. Ahora, la silueta con un perro que le sonreía con aquellos colmillos llenos de hoyos negros que volaba con alas de grifo a espaldas del chico que parecía compartir su misma edad no ayudaba en nada.

—Z-Zinder —dijo como pudo, entre titubeos—. ¿E-eres tú?

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