Huevito

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Cristal.

Se decía que el calor ajeno es un buen analgésico para el mal de amores. A la sociedad promedia le sirve, pero: ¿Qué pasa si el amor perdido es el de una madre? Eran pensamientos que divagaban en la cabeza de la aterida Cristal, la jovencita que se paseaba por las peligrosas calles de zona sur de la capital a primeras horas de la mañana.

Sus rasgados ojos ámbar se posaban sobre las humildes casas descuidadas, mientras su pecho se contraía por los nervios que abundaban en su interior de lo que estaba haciendo. Pues, una de las reglas que su madre le puso fue: no buscarla en caso de no saber de ella en un lapso de tres días.

El taxi concluyó su recorrido cuando se estacionó en una de las calles a media colonia, específicamente en la quinta casa. Bajó del transporte carmesí de dudosa seguridad, no sin antes pagarle la exuberante canditad de dinero por el riesgo que corría por estar en el lugar, y abrazar los tantos papeles de se busca con la foto de su madre perdida.

—Dios —susurró para sí— solo te pido que esté aquí.

Alzó la mirada tras suspirar y ver las nubes negras que hacía parecer un atardecer por la oscuridad que permanecía en el ambiente, siendo apenas las ocho de la mañana. Un fragmento de ella quería pasar por la pequeña rejilla que hacía de entrada de la casa sobre el terreno protegido con unos delgados alambres, pero estaba la mayor parte, la que dudaba de hacerlo y llevarse la última gota de esperanza por encontrar a su madre.

Ajustó el nudo de su grueso abrigo morado antes de quitar el seguro del candado de la entrada e ir por el pequeño camino que la conducía a la modesta casa lila, alrededor de una peculiar demostración de lo limpio y lo sucio, con un monte que comenzaba a adueñarse de la mitad del patio, mientras que la otra parecía estar podada, al igual que las dos puertas que dividían la vivienda —una desgastada por el paso del tiempo y otra completamente nueva— para detenerse en medio de ambas.

Otro atisbo de duda y ansiedad se reflejaron en su vacilación a la hora de no saber por cual puerta debería abrir primero, bajando la mirada hacia el juego de llaves en sus manos.

—Que pase lo que tenga que pasar —se dijo para sí al momento de introducir la llave sobre el cerrojo de la puerta perteneciente al lado pulcro de la vivienda y abrirla después de otro largo suspiro—. Por favor que estés adentro.

La susodicha joven de apariencia gótica —falda, medias, polera y accesorios negros— avanzó con cautela a lo que parecería a la habitación de una persona con TOC. Aunque la calidad del cuarto se describiría como humilde, un departamento de lujo no podía ser envidiable.

El piso rústico no se veía sucio, los libros del pequeño estante hecho de material reciclable a un lado del tocador frente a la cama estaban ordenados de la a hasta la z. Hasta las paredes moradas parecían estar bien cuidadas sin la necesidad de tener otra pintada desde hace medio año.

—¿M-mama? —preguntó cuando no vio a nadie, en cambio, caminó hacia la puerta que parecía ser la del sanitario—. ¿Estás ahí?

Pudo ser un destino de mala leche, o como una broma de los dioses paganos para satisfacer su sadismo mediante la resurrección de una ilusión muerta para desvivirla en cuestión de segundos. Pero algo era seguro: Cristal Russell había visto a alguien abriendo la puerta del baño, pero para su desgracia, no era su madre.

—Dios mío, que pereza —dijo la gitana que bostezaba con la mano cubriéndole la boca que se estiró hasta donde pudo—. Necesito un baño, y pronto.

Cristal recibió lo que pidió, pero no como lo quería. El encuentro con la pecosa vestida de un mono verde a un metro de ella la sobresaltó. Suficiente para dar un pequeño brinco hacia atrás, seguido de pegar un pequeño grito.

—¿Quién eres? —preguntó muy enérgica para mal gusto de la pelirroja que la miraba con indiferencia.

En lugar de reaccionar de la misma forma que Cristal, aquella pelirroja de larga cabellera ondulada esbozó un largo suspiro cancino, seguido de tornar los ojos en blanco por el inconveniente que la pelinegra le causaba. Estaba fastidiada y agotada tras estar toda la noche en la habitación. ¿Lo que hacía? Tantas cosas que no iban relacionadas al ocio.

—De todos los días, justo hoy, precisamente tiene que ser hoy —dijo la joven mujer que pasaba de largo para colocarse en el tocador, donde una pila de documentos le esperaban para ser revisados—. No deberías estar aquí. Al menos mientras yo lo esté. Tengo tanta flojera y poco tiempo para terminar. Como si esto de estar revisando hoja por hoja no fuera suficiente, apareces como la cereza del pastel —señaló la puerta de salida—, si todo sale bien, nos iremos en un minuto. O menos, quizá como en cinco yo creo. O no sé. Tengo tanta pereza para contar. Pero quién diría que alguien además de mí y los que provocan la tormenta pudiera encontrar éste lugar: ¿destino o casualidad? Solo, quédate en el rincón y no toques nada. No te conozco, y tú no me conoces. Espero que siga siendo así.

—No sé quién eres. —Era una niña de dieciséis años, por eso estaba asustada, aunque trataba de no mostrarlo, fallando en el intento—. ¿Eres amiga de mi ma..?

—No lo digas —ésta vez, la mujer sonó autoritaria, aún si seguía con la vista en los documentos que ordenaba, a la vez que separaban los que buscaba. Ese tono de madurez e imponencia se esfumó después de un segundo, para volver a su tono de pereza—. Tengo el trasero tan abierto de tantos problemas que me meten. No hagas que termine el día con el pie izquierdo. Así que por favor: no me digas quién eres, de dónde eres y lo que buscas. En cuanto menos sepa de ti, será mejor para las dos. Solo... No me des otro motivo para odiar ésta fecha.

Era hermosa, de no ser por el sarcasmo que usaba a su manera. La gitana que no pasaba de los veinticinco años había terminado con los documentos, llevándose alrededor de seis hojas que colocó junto a otra docena dentro de una carpeta verde.

Cristal, que ahora se encontraba sobre un rincón que diera visión a la pelirroja estaba a nada de soltar en un mar de lágrimas. Era para menos, después de todos los problemas, cuyas consecuencias yacían en lo que le deparaba en el futuro, en caso de ser encontrada para estar en un ordanato. Seguido de la escasez de dinero, las deudas que conlleva ir a una escuela de paga, entre otras cosas externas a lo económico como lo era tener a servicios sociales queriendo atraparla.

—Por casualidad —preguntó de modo que sonara entendible por la voz que se le quebraba—: ¿conoces a mí...?

—¡Santísima suerte! ¡No quiero saber lo que buscas! —suspiró—. Deja de hacer preguntas. Usa tu teléfono si tienes uno, y ponte a ver esos estúpidos videos de treinta segundos que te hacen perder gran parte del día. Y ponte unos audífonos. Pero si no tienes ninguna de esas mierdas —del bolsillo de su ligero conjunto sacó una cajita con auriculares inalámbricos, junto a un smartphone no tan actualizado, lanzándolo a la cama a sus espaldas—. Te presto los míos.

La niña divisó el celular con la funda de sandía que sostuvo entre sus dedos, luego de ser apuñalada por una mirada de la pelirroja que, sin necesidad de hablar, le ordenaba que lo hiciera.

—¿Eres una mala persona? —preguntó Cristal, con miedo en su tono.

La chica repitió la cansada acción de tallar su cien y dejar tres documentos de los tantos que necesitaba de la antigua dueña de la morada sobre su carpeta.

—Depende de lo que hagas —respomdió la joven mayor.

—¿Me puedo ir? —la más pequeña volvió a cuestionar.

—No, no puedes.

—Pero no quieres que esté aquí —recalcó Cristal— lo más lógico sería irme. Además, no te conozco, ¿por qué me quieres tener aquí? Es muy repentino.

—Ambas tuvimos la mala suerte de encontrarnos en el peor día de lo que va de nuestras vidas. Entiendo que busques algo, porque yo también lo hago —De su otro bolsillo extrajo una caja de chicles de menta para aplacar el mal aliento que su desayuno con exceso de cebolla le dejó—, la diferencia es que mi objetivo a encontrar me hace tener reglas. Y que tú me vieras rompe una de ellas. La más importante.

—Entonces deja que me vaya —insistió Cristal—. Prometo que no diré nada de lo que haces. O que te vi.

—Si todos los problemas del mundo se resolvieran con palabras, el mundo se ahorraría tanto dolor y sufrimiento. Por desgracia eso me hace tenerte aquí, aunque no lo quiera.

—¿Me vas a hacer algo malo? —preguntó, pavorosa.

La pecosa dio un tercer suspiro.
—Ya te lo dije: depende de lo que hagas. Y a este paso estás provocando que eso suceda. Ahora, déjame terminar, y después ya veremos como dijo el ciego.

Cristal trató de seguir con el intento de conversación que trataba de tener con la gitana, pero el miedo y la concentración de la mayor por agilizar su trabajo eran mayores que su deseo. Presa de lo que la mujer pudiera ser —asesina, secuestradora, o una mera usurpadora— con ella, encendió el celular inteligente para percatarse que estaba desbloqueado. Intentó buscar información de la pelirroja, pero no había nada que la ayudase.

Cero contactos en la lista. Las aplicaciones de las redes sociales estaban a la espera de que alguien añadiese una cuenta. Sin duda no había nada.

—Son las ventajas de llevar un teléfono limpio a todas partes —para sorpresa de la joven menor, Tshilaba habló de modo que tuviese algo que ver con lo que hacía, sin dejar de leer la última pila de documentos que le faltaban—. No esperes encontrar algo de mí. Nunca lo encontrarás. Jamás te daría algo que tuviera mi información. —Suspiró— de verdad que la gente es idiota por naturaleza. Creo que te hace falta un castigo para que aprendas a no husmear en la vida de los demás.

—Lo dice quien revisa las cosas de otra persona —dijo Cristal, en tono de reproche.

—La diferencia es que a mí me pagan por hacerlo. Y tú estarías en el mayor problema que jamás has tenido. Y háblame con más respeto. Tengo el cuerpo de una joven, pero seguramente he vivido más que tus ancestros.

A Cristal se le ocurrió una idea, a la par de sentarse en el borde de la cama con suaves sábanas moradas.
—Tú... —vaciló— digo: ¿usted conoció a la dueña de la casa?

La gitana rodó los ojos.
—Te dije que no quería saber nada de ti.

—Yo solo pregunté por la dueña de la casa —farfulló Cristal— nunca dije que ella fuera algo mío.

La mayor alargó la comisura de sus labios por ver que, de cierta guisa u otra, la niña comenzaba a entender de que iba el juego por el que optaba.

—Habían tres personas viviendo aquí. No sé a cuál te refieres.

—¿Los tres dormían en el mismo cuarto?

—Niña, haces tantas preguntas —se apeó, rascó su trasero con descaro, lista para retirarse después de un largo bostezo—. Aquí dormía un águila que cuidaba de dos polluelos. Un ave muy fuerte que peleó hasta el final.

—¿Qué pasó con el águila? —su inocente mirada comenzaba a tornarse vidriosa, pues una corazonada le dictaminaba de quién se trataba.

La gitana dudó en responder. En vista de lo difícil que sería para una niña saber que su madre había muerto injustamente, por mero capricho para enaltecer el ego de alguien para imponer fuerzas, no era nadie para dar esa noticia. Pero se ponía en el lugar de la niña e irónicamente ella también querría saber que su último pariente cercano estaba muerto.

—Sigue volando desde el otro lado. Aquí era donde esa águila descansaba después de los largos y tortuosos días que le aguardaron hasta su último aliento.

Como gesto desmedido, trataba de negar a lo dicho por la pelirroja, pero todo era evidente, las cosas estaban claras.

—Los libros ordenados. El color de la casa... —se rompió en llanto, pero tratando de hacer el menor ruido posible—. Es mamá.

—Al final lo dijiste. —La mujer se llevó la mano a la cara, maldiciendo por lo bajo—. ¿Por qué siempre tiene que ser a la mala? Niña, no tengo huevos, pero me los acabas de romper. Nunca debes subestimar el poder de la palabra, hay veces en donde uno simplemente debe estar callado. Y tú, pequeña ratita, eres alguien que no parece tener respeto por ella. Te acabas de condenar.

—¿Qué? —fue lo último que la chica pudo decir, sin percatarse en el momento que perdió la consciencia. Pues, aquella pelirroja le había propiciado un golpe en algún lugar de su cuerpo que la neutralizó.

—Malditos sean los dioses y la vida que permitieron la muerte de tu progenitora —dijo la gitana con pésame, regalándole una mirada afligida a la chica que cayó en la cama—. Me gustaría hacer algo por ti, pero no me puedo arriesgar a ser descubierta y desperdiciar los esfuerzos de tu madre. Pero te prometo una cosa: voy a matar a los responsables de esto. Una niña no merece quedarse sin madre por la ambición de unas escorias.

Desconocía la hora, más no el lugar. Cristal Russell estaba tan desconcertada por no poder rememorar lo que hizo en toda la mañana. Ahora, despertar a unas cuantas horas antes del anochecer, dentro de la terminal de autobuses le añadía atisbos de preocupación. Eso le hacía creer que durante todo este tiempo, las tres noches sin dormir le habían cobrado factura.

Era evidente que algo pasó, sin embargo, no lograba encontrar una respuesta a sus últimos movimientos. Era imposible olvidar toda la mañana, a menos que padeciera de Alzheimer, cosa que estaba descartada.

Volteó de un lado a otro para denotar al considerable número de personas que iban y venían a toda prisa, cargando su equipaje mientras ella estaba sentada en el centro de las bancas metálicas en el sitio. Se percató de que abrazaba las tantas hojas de se busca con la fotografía de su madre. Al ver los panfletos supo que su incógnita podría aplazarse, pues debía encargarse de algo que estaba por encima de todos sus deberes.

—Disculpe: ¿ha visto a esta mujer? —preguntó la chica a todo aquel que pasaba por al lado suyo.

Algunos la ignoraban, otros, por simple educación —la menor parte de todos— aceptaban con educación el panfleto. Así prosiguió cuando un par de chicos que superaban su edad se quedaron estupefactos cuando tuvieron a Cristal enseñándoles a la persona que buscaba.

—Disculpe...

Ni la rubia con rasgos asiáticos y grandes ojos redondos, tampoco el pelinegro de ojos celestes pudieron decir algo cuando Cristal les enseñaba la foto de Carmela Russell.

—¿De casualidad han visto a esta mujer?

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