Prefacio. El día que surgió una idea.

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❛EL DÍA QUE SURGIÓ UNA IDEA ❜

                          En la víspera del año nuevo, al oeste de York y a las afueras de una incipiente ciudad llamada Leeds, cuatro señoritas se resguardan en un folly del gran jardín de una familia aristocrática.

El folly, con forma de pabellón hexagonal inspirado en los templos romanos, les sirve de refugio debido a una repentina tormenta de nieve, que las obligó a apartarse de sus padres y los demás invitados de la fiesta, oficiada por los mismísimos duques de Leeds.

El agua nieve empapa sus zapatos cuando se asoman para verificar si la gente sigue dentro de la casa de campo de los duques y, previendo que tardarán en reparar de su ausencia, se resignan a pasar el rato en el pabellón hasta que la tormenta mengue.

Aunque extrañan el calor que provee el interior de Junipers Manor y los ponches y piscolabis que sirven sin cesar para mantener satisfechos a los asistentes, respiran aliviadas de apartarse de los mozos que sus padres deliberadamente invitaron, siendo prospectos de marido.

—¡Si tuviera un ganso en vez de rostro, apuesto a que me miraría a los ojos! —exclama la primogénita de los Saville, marqueses de Halifax, con el rostro sonrojado por el frío y el disgusto que supuso un previo encontronazo con uno de los caballeros invitados que sus padres decidieron presentarle, apostando a que tendrían afinidad.

—No te vayas tan lejos, porque si tuvieras ojos duros e intimidantes, él lo haría solo para competir —dice la quinta y última hija de los Beesley, empresarios de Leeds en ascenso, cuyo disgusto por el encuentro de su amiga es discreto (y no es para menos), porque Camellia Beesley sí que previó el fracaso, dado que el poeta, si bien sensible a las artes, supuso que no tendría afinidad con la sensible Selina, dado que los contenidos de sus poemas hablaban mares de información sobre su autor, un aficionado por lo intrépido.

Entonces, surge la confirmación a sus supuestos cuando la hermana menor de la Saville, Elsie, asevera—: Y si fueras reactiva e impaciente, escribiría infinidad de poemas sobre tu fiereza.

El pequeño grupo de damas carcajea y poco a poco el disgusto de Selina se apacigua. Nada puede hacer para cambiar las inclinaciones de un hombre ya crecido, así como tampoco desea modificar sus aspiraciones de un amor legendario que inspire a los artistas a plasmarlo en lienzo y que así, los sobreviva a ellos mismos.

Y es en medio de esas risas donde la joven Juniper Osborne, única hija de los duques de Leeds, lleva una mano al cinto de su vestido, del cual saca una libreta encuadernada más pequeña que su mano, junto a un carboncillo envuelto en papel.

Si bien Camellia es la primera en percatarse de lo que sucede, la voz de Juniper se alza entre las risas que persisten y evita cualquier indagación suya.

¡Oh, pero si del corazón indomable de una señorita se trataba: aquel que lo llamaba a latidos desenfrenados para tratar de domarlo, para retarlo a intentar entenderlo! —Escribe tan rápido como su mano lo permite, a la vez que recita a las presentes, impacientes por la continuación—. En sus ojos estaba la proclamación del torneo, en su crispada sonrisa la seña de su incredulidad. ¡Oh, si amaba lo imposible! Lo imposible lo perseguía con sus poemas, todos los días y todas las noches: su sonrisa era solo otra meta, obtener unas dulces palabras era el premio. ¡Y si soportar rechazos debía, o el ir y venir de su opinión hacia él, él lo haría! Pues el bálsamo para el dolor por su desprecio era escuchar la elocuencia en su voz y su sagaz ingenio, que despertaba en él la inspiración de alcanzar lo imposible.

Cuando el silencio sucede a su narración, un furioso sonrojo invade a Juniper. No obstante, Camellia no deja al silencio envolverlas, pues se apresura a proferir—: ¡Has dado por completo en el clavo! Ni de lejos yo habría elaborado con tal teatralidad la situación —dice, siendo dueña de la amplia sonrisa que Juniper forma—, sí, a ese hombre sí que le gusta sentir que es el único que despierta las bajas pasiones, así como sentir que tiene el poder de hacer cambiar de parecer a una dama... He visto cómo caminó lejos de todas cuando no hemos sido más que amables.

—Si publicaras, sería un éxito asegurado —opina la menor de las Saville, todavía rememorando el fragmento, por si algún detalle se le escapa. Mas da un súbito salto, ante una repentina idea—: Y si narraras predicciones sobre cada lord, ¡Solo imagínate! Sería como dar una guía para conseguirlo... O alguien que encaje con la descripción hallaría su afín.

La excitación que se expande rápidamente por el pabellón es acompañado por asentimientos eufóricos en acuerdo, pero Juniper niega, serena y con una sonrisa pese a la conmoción de sus amigas—: Querrás decir, si publicáramos... Los análisis, como verás, no los hice sola... Y dudo que sola pueda llegar a tener una imagen suficiente de los lores para escribir sobre ellos...

—¿Sugieres que hagamos...? —inquiere Selina, sintiendo mariposas volar en su estómago por la emoción que evoca la idea.

Juniper asiente—. Solo es cuestión de planear cómo lo haríamos...

Y si bien en el pabellón irrumpe un séquito de damas de compañía listas para resguardarlas en el calor de la casa de campo, el resto de la noche y los días siguientes el alivio se cierne sobre la monotonía de la vida de las jóvenes, cuya atención es acaparada por aquel único objetivo: elaborar narraciones para conseguir al hombre y la historia de amor.

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