25. Alas rotas

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Jill bajó de la ambulancia, abrazada a sí misma, en el grueso jersey rojo oscuro de Dave y los pantalones de chándal que él le entregó a los paramédicos, su moño desordenado y los ojos rojos de llorar.

El frío de febrero le había congelado la nariz.

Dave, en pijama y con una chaqueta de deporte, la esperaba junto al cancel de la urbanización. No pretendía ser duro con ella, pero en su mente reinaba tal catástrofe de emociones que fue incapaz de suavizarse.

Le echó el brazo sobre los hombros, pegándola a su costado, y Jill se dejó abrazar todo el silencioso camino de regreso al apartamento.

Pasaron de estar a siete grados a dieciocho en el portal. Dave abrió la puerta de la casa y Jill pasó primero. Eran las dos de la madrugada, pero Dave no tenía sueño.

Con cuidado, introdujo a la chica en la habitación y encendió las luces. Luego liberó una profunda bocanada de aire.

En ese momento, no sabía qué pensar, ni decir, ni hacer.

Agotado, se sentó al borde de la cama. Quería reclamarle tantas cosas que no sabía por dónde empezar, pero ella acababa de sufrir un aborto y, verla allí parada, luchando por contener las lágrimas dentro de los ojos, apretando los labios sonrojados, le rompía el alma.

—¿Sabías que estabas embarazada? —le preguntó, fija la mirada en el suelo.

Jill se abrazó con más fuerza. Separó los labios, pero no logró emitir sonido, de modo que él giró hacia ella la cabeza.

Los ojos grises de Jill centellearon al hundirse en los de Dave. Tenía miedo.

—Contéstame, Jill.

Y cuando la vio asentir, bajando la cabeza, Dave jadeó. Le dolía el corazón, como si el espacio entre sus costillas no fuese suficiente.

—Creía que te estabas tomando las pastillas —murmuró, devastado.

—Fue una tontería.

—No es ninguna tontería —repuso Dave, que se puso en pie por la impotencia que le producía la situación—. ¿Dejaste de tomarlas a propósito? ¿Desde cuándo? ¿Qué se supone que tienes en la cabeza?

—¡Nada, Dave!

—¡Eso ya lo veo, joder! —Dave se había acercado a ella, respirando con tanta fuerza que parecía ir a sufrir un ataque de asma en cualquier momento—. ¿Quieres explicarme qué planeabas? ¿Me preguntaste si yo quería también?

—¡Solo quería sentirme más amada!

Dave chasqueó la lengua. Jill ya había roto a llorar y no era hora para discutir; Lauren dormía en paz y él se iría a trabajar en pocas horas. Pero no le creía ni una palabra.

—¿Ibas a embarazarte y tener un hijo sin mi consentimiento para sentirte "más amada"? ¿Por quién?

—¡Por ti!

—¿Por mí? —Dave se volteó. Estaba tan enojado que podría haber hundido la pared de un puñetazo, pero se controló—. Jill, te amo a más no poder. ¿Por qué no me crees? ¿Por qué me haces pasar por...?

—¡Te doy igual! —espetó ella; se atragantaba con las lágrimas, sollozando—. ¡Nunca estás en casa, no me miras, no me ayudas en nada!

—¡No grites! —Dave apretaba los puños para no zarandearla, porque, si de algo estaba seguro era que jamás la lastimaría—. Si tienes algo que reclamarme, dímelo a mí, pero no dejes que Lau se entere. Ella no tiene la culpa de lo que pase entre tú y yo. Así que deja de llorar y explícame qué te pasa. No estoy en casa por trabajo, ¿tanto te cuesta entenderlo?

Vio a Jill tragar con fuerza. Estaba tan frustrada, tan agobiada en sus sentimientos, tan atada de manos. Quería insultarlo, pero él ya había recibido demasiados insultos en su vida.

—Me siento sola —farfulló, quebrada—. Cuido a Lauren sola, cocino sola, limpio sola. Vivo sola. Ya no puedo más, Dave. No sé qué comer, odio ver la casa desordenada. Necesito tu ayuda, te necesito.

—¿Y tienes idea de cómo me siento yo? ¿Alguna vez me has preguntado? ¿Sabes del estrés, de la ansiedad que tengo? Solo piensas en ti y en cómo te sientes . No te importo, Jill.

—¿Cómo puedes decir eso? Hago todo esto por ti, por ser normal, ser la esposa que mereces. No te cargo con mis problemas, no gasto dinero en mí, no te preocupo porque me importas.

—Tanto que te embarazaste sin consultarme.

Jill apartó la mirada, sin fuerzas para sostener sus duros ojos castaños, impregnados de ira. Era el mismo chico frío y cortante del instituto.

—No quiero ser una carga —murmuró—. Y pensé que si teníamos otro hijo...

—No pensaste nada —la interrumpió Dave—. Entiendo que te sientas sola y te canses, pero esto no era necesario. Mi cuerpo es mío, joder. No es para que lo uses, no soy una maldita máquina de semen. Yo nunca te toqué como a un objeto, ¿por qué tú a mí sí? Ahora mismo me siento asquerosamente abusado.

Por fin sus miradas se cruzaron.

Ella conocía esa sensación a la perfección y jamás pensó que Dave se atreviera a emplear las palabras que tanto la atormentaban por dentro. Ni siquiera se imaginaba la sofocante ola de rabia y violencia que consumía su interior.

—No quiero tu cuerpo —repuso Jill—. Me hace sentir sucia que me toques, y no por ti, sino por mí, porque me da asco el sexo.

—¡Para mí no es sexo, Jill! —ladró entonces él, herido—. ¡Te estaba haciendo el amor lo mejor que podía y tú no lo has disfrutado ni una sola vez! ¿Por qué no me lo has dicho antes? ¿Sabes lo estúpido, lo inútil que me haces sentir todas las noches que lo hacemos? ¿La humillación? ¡Siempre te he tratado bien! ¡Me he callado para evitarte recuerdos! Pero eres incapaz de valorarlo. Ni siquiera me miras a los ojos porque solo piensas en el maldito bebé que va a hacer que yo me quede. Yo te elegí a ti, Jill. Lau solo fue un extra. Te elegí porque te amo y no tienes que hacer nada para que me quede. ¿No puedes entenderlo?

Tiró de la cobija para abrir la cama y anunció que debía descansar porque se levantaría temprano.

Se odiaba por pasar por alto el aborto de Jill y el charco que continuaba en el lado de la cama de ella, pero estaba demasiado enojado.

—Dave...

—Déjame en paz —gruñó él, cubierto por la gruesa manta—. No vuelvas a tocarme nunca. No lo echaré de menos. Y por lo demás, pensaré en lo que has dicho y buscaré una solución, porque dudo que tú hayas pensado en eso. Mañana hablamos.

・❥・

Se fue antes de que Jill se levantara. No sabía que ella ya estaba despierta cuando él se levantó, tres horas más tarde, para meterse en el uniforme, ajustarse el cinturón a la cadera, recoger la mochila negra y marcharse. No quiso mirarla para no sentirse culpable de no haberle cambiado las sábanas.

Durante todo el trayecto en metro hacia la comisaría, reprodujo una y otra vez en su mente el día anterior. Le ardía el pecho como si se hubiese tragado cinco shots de tequila sin respirar.

Nunca pensó que algo así pasaría.

Sabía que no le había hablado de forma correcta a Jill, que la había humillado al dejarla dormir en una cama sucia, aun si ella también se había equivocado, pero no quería pensarlo. Se plantaría en Comisaría y continuaría sus prácticas con Saray Montero, su compañera de turno, como si nada pasara.

—Este mes terminas tu módulo, ¿verdad?

Dave asintió, tensando la mandíbula. No quería comportarse de forma grosera, pero no había nada más en su cabeza que Jill y el dolor que vio en sus ojos, uno que le descuartizaba el alma.

—¿Te cambiarán de comisaría?

Dave se encogió de hombros. Ni lo sabía ni le importaba.

Saray le restó importancia a su indiferencia. Atravesaban uno de los pasillos de la jefatura de Policía Nacional, hacia la oficina donde se reunirían con su supervisor para próximas instrucciones.

—Oí que fuiste de los mejores de tu promoción —le dijo de pronto—. Yo tuve que hacer las oposiciones tres veces.

—Mi padre me entrenó dos años —respondió Dave, bajando la guardia—. Es policía.

—Te preparó bien.

El chico hizo una mueca.

—Supongo.

—Vallejo, aprobaste las oposiciones a la primera, te reconocieron en la academia y estás en la plaza que solicitaste. Eso es impresionante.

Saray le indicó que se separaría de él un momento. Había distinguido a su supervisor en una de las salas por delante de las cuales pasaron, por lo que entraría a hablar con él. Dave asintió al principio, pero cuando la vio darse la vuelta, se obligó a alzar la voz y llamarla.

—Montero.

—A sus órdenes.

Firme como sable, Saray se había girado con el brazo en posición de saludo y Dave no pudo evitar reírse.

—¿Hay alguna iglesia cerca de aquí?

Saray frunció el ceño. Pareció dispuesta a decir algo, pero luego asintió.

—Creo que sí.

Sacó el móvil del bolsillo, desbloqueó la pantalla y, accediendo al mapa digital, le mostró que había más de una veintena de iglesias en las cercanías de la comisaría.

—Si tomas la línea cinco, en tres paradas llegas —le indicó.

Dave, tras memorizar en qué estación debía bajarse, afirmó con la cabeza.

—Gracias, Saray.

Recibió las felicitaciones de parte de su superior, al que Dave había detestado por exigirle más de lo que él creía poder ofrecer. Le informarían de un traslado de ser necesario, pero a Dave no le preocupaba. En cuanto le pagaran, empezaría una hucha de ahorros para un auto, porque no toleraría que Lauren se marchara a la secundaria en autobús.

Abandonó el edificio de comisaría a las seis. La denominación de la iglesia era lo que menos le importaba: era el hecho de que tendría por fin un momento de paz.

Necesitaba aislarse, frenar el mundo, y ni en su propia casa había quietud. Ya no tenía fuerzas, pero confiaba en que, tal vez, refugiarse en la casa de Dios lo resucitaría.

Le urgía que alguien recogiera los pedazos de su alma y los pegase. Y él conocía a la única persona que podía hacer eso.

Respiró hondo al entrar.

Dentro de la gran parroquia gótica, no se oía el tráfico madrileño ni el ajetreo de la muchedumbre; atravesó una de las naves laterales, rodeando los bancos de madera, para contemplar los ídolos a su izquierda.

Verlas le recordaba al día que halló a Jill en el patio de la iglesia donde la violaron. Ella le había hecho a él lo mismo que le hicieron.

El silencio apabullante lo sobrecogía; con cada paso que daba, la pistola enfundada chocaba contra su pierna, y hacía resonar las llaves sin querer.

Se sentía sucio otra vez. Cansado, usado, tirado como servilleta arrugada.

De nuevo, él no valía nada.

Frenó ante el óleo Expolio de Cristo, probablemente una copia colgada en la pared, sobre una urna.

Desvió el rostro a la izquierda. Una señora había apartado de su camino a una niña que lo observaba atentamente, murmurándole que no lo incomodara, y al fijarse, Dave se percató de que otras personas también lo contemplaban.

Los agentes no entraban a las iglesias, al menos no uniformados, a excepción de que algo hubiese ocurrido. Quizá pensaban que buscaba la guía divina.

Rodó los ojos ante la idea: él, un ateo incorregible desde hacía años, un creyente incrédulo, en una iglesia católica. Ni siquiera su padre entraría en un lugar así.

Se moría por caer de rodillas delante de cualquier crucifijo y llorar hasta aliviar su dolor. Pero no lo hizo, sino que se dirigió al fondo, hacia el pasillo que conectaba con la nave de la derecha, detrás del altar, y dejó la pesada mochila negra contra una puerta de madera.

Sacó el teléfono del bolsillo de su pantalón azul, ajustado a sus piernas tonificadas, y marcó el número de su padre. Ya no se aferraría a su orgullo. No podía salvar a Jill, ni su matrimonio, ni a sí mismo.

Tres tonos sonaron y su padre descolgó.

—¿Por qué, papá?

No le dio tiempo a hablar. Se lamió los labios, tan dolido que se le sacudía el corazón dentro del pecho. Necesitaba desahogarse, por lo que disculparse ni siquiera era una opción.

—Me dejaste solo —le recriminó, sin fuerzas para alzar la voz—. Me quitaste a mi hermana, a mi madre. Dejaste que me pegaran durante meses. Casi me matan. Violaron a mi chica. Estoy solo, papá. Creí que todo sería mejor ahora, cuando tuviera lo que siempre he querido... pero mi vida se está cayendo a pedazos. Me dijiste que sería suficiente para mi esposa. ¿Adivina qué? No lo soy.

Sus ojos castaños brillaban, cristalizados, porque el dolor era demasiado afilado para soportarlo. Había creído entender que todo en su vida sucedió con el propósito de llevarlo a donde estaba entonces, pero ya no estaba seguro.

No obtuvo respuesta.

Se le cansaba la mano de sostener el móvil contra la oreja. Su sangre hervía, envenenada.

—¿Dónde estabas, joder? —inquirió entre dientes; apretaba los puños para no estrellarlos contra la pared—. Si tanto me quieres, si soy tu hijo favorito... ¿dónde estabas cuando yo sufría? ¿Qué forma de amarme es esa? Durante cinco años desapareciste y me abandonaste. Por tu culpa viví un infierno, tuve que defenderme solo. ¿Nunca ibas a venir por mí? ¿Tuvo que llamar mi madre a la que nunca le he importado para que dieras señales de vida? ¿Y se supone que Dios existe?

Ángel no emitió sonido, lo cual desbocó los latidos de Dave. Se le partía el pecho en dos, le costaba respirar. Así que estalló:

—¡Dime por qué has permitido todo lo que he vivido!

—¿Qué tienes contra mí? —se defendió su padre al fin—. ¿Acaso soy Dios? Te salvé la vida, te devolví a casa; tienes una familia, un hogar, amigos, una esposa que te ama y una hija preciosa. Hice todo lo que pude por arreglarlo.

—¿Para qué? ¿Para restregármelo? ¡Yo no tenía por qué ser fuerte a esa edad!

—No te hizo fuerte. Solo cambió tu corazón.

—Eso es una maldita excusa —escupió Dave—. Me manipulas, me haces daño y luego me echas la culpa.

—Dave, soy consciente de que te lastimaron muchísimo, de que casi te pierdo. Ya sé que me equivoqué. Y lo siento. Siento haber tardado tanto, siento todo lo que te he hecho. Daría todo por volver atrás y hacerlo bien. Si hubiera podido, habría soportado todo tu dolor en tu lugar.

—Eres un mentiroso —gruñó, herido, y sus cuerdas vocales vibraron; había alzado la vista para no llorar—. Mientes, todo es mentira.

—Mi vida...

—No sabes cuánto te odio, papá. —Su voz rota quemaba—. Odio parecerme a ti, odio compararme contigo, odio todo de ti. Te odio más que a nadie.

—Y lo entiendo, David. Pero el hombre que eres hoy no existiría si tu madre y yo no nos hubiésemos divorciado. Yo seguiría siendo el padre que nunca está para ti y no sé qué tipo de persona serías tú. No sé qué vida hubiéramos vivido. Y no merecías nada de lo que te hicieron, pero era necesario esto para tener también lo otro.

Un candelabro, o alguna otra cosa de metal, debió caerse, porque la aguda vibración contra el piso casi le detuvo el corazón a Dave.

—¿Hijo?

Al chico se le había secado la garganta.

Como si saliera de un viaje astral, miró alrededor y recayó en que seguía en la iglesia, apartado de feligreses y devotos, de rodillas en una esquina, bajo los altos techos de vidrieras luminosas.

La cálida voz de su padre, ronca, lo serenaba. Lo había llamado por su nombre del DNI, ese que pesaba cuando lo pronunciaba. No se estaba dirigiendo al Dave del pasado, a su trabajo, a su uniforme, a sus logros, sino que estaba hablando con él.

Con su identidad.

—¿Dave, estás ahí?

—Sí.

Se le mezclaban los pensamientos. ¿En la última llamada había colgado sin despedirse? ¿Acababa de decirle que le odiaba? Ya no lo sabía. Solo farfullaba incoherencias. Dentro de su pecho cicatrizado, el corazón le latía tan fuerte que sus costillas se estremecían.

Respiró hondo, cerrando los ojos. No se habría atrevido a hablarle así en su vida, ni entendía de dónde había sacado ese coraje. Ni siquiera estaba borracho.

Quiso morirse.

—Papá... —susurró, pegada la espalda a la puerta de madera; resopló con fuerza—. Lo siento, joder, lo siento. No quería decir eso, no sé qué me pasa. Yo...

—Eh.

Dave se calló. Su voz, misericordiosa y blanca, lo envolvía a través de la línea y la distancia. Había estado solo tanto tiempo que oírlo bastaba para consolarlo.

—Está bien —le dijo—. Sé lo que piensas de verdad, no tienes que explicármelo. Yo lo siento.

—No, papá. Siempre hago lo mismo: digo cosas y me arrepiento, y...

Entonces Ángel se enojó y lo mandó callar.

—¿Qué te he enseñado? —repuso, y al oír su tono de voz, Dave dejó de respirar—. ¿Ya se te ha olvidado? Está bien que te canses, está bien fracasar, está bien que duela. ¿No se tropezó Cristo cargando la cruz? Ya deja ese miedo a hablar, mi alma. Eres mi hijo, no puedes fallarme. No puedes decepcionarme porque te conozco. Y te amo.

Como si sus pulmones se expandieran, Dave aspiró el oxígeno que le faltaba. Se le congelaron las lágrimas en los ojos, se le secó la fuerza. Por fin entendía lo que realmente significaba ser su hijo.

Él tenía el privilegio de poder llamarlo directamente, sin agendar citas ni preguntarle si estaba disponible primero. Él tenía permitido acercarse cuando quisiera.

Ángel lo escuchó sorberse la nariz y liberar un desastroso suspiro.

—Yo... también te quiero —murmuró. Se sentía hipócrita al decírselo—, aunque me he equivocado tantas veces y...

—Para mí, tú solamente has hecho lo correcto —lo interrumpió su padre—. ¿Cómo está Jill?

Dave parpadeó varias veces, sin saber qué contestar. La tormenta había terminado y las nubes se despejaban. Al oír el nombre de Jill, recordó que debía volver a casa, a su esposa. Recogió la mochila del suelo, sin colgar, y salió a toda prisa de la iglesia.

—Mal. Tuvo un aborto anoche.

Le confesó que no sabía qué hacer, que había hablado con Raúl al respecto pero seguía igual de perdido.

Cruzó la calle en dirección a la estación de metro. Anochecía sobre la Madrid azul. Se subió al vagón de metro más vacío y, de pie contra el poste al que se asía, apretó los labios.

—Mi vida, escúchala. Ella aprenderá a ser vulnerable después. Solo si quieres escucharla, entenderás qué necesita.

Dave estuvo a punto de separar los labios para replicar que no comprendía nada de lo que decía, pero la sacudida del vagón le robó la voz.

—Enamoraste a Jill una vez. Puedes hacerlo otra. Ve y da la vida por tu princesa.

El cielo estaba negro cuando el chico atravesó el cancel de su casa. Subió al ascensor; la mochila le hundía los hombros. Había cometido errores, pero uno de ellos no sería haber amado a Jill. Impediría con todo su ser que una enfermedad se la robara.

—¡Papi!

Lauren, como siempre, lo recibía en cuanto escuchaba la llave crujir.

En cuanto Dave empujó la puerta, un bulto de dieciocho kilos se aferró a su pierna como si su vida dependiese de ello y él casi tropezó.

—¿Has comido, koala asesino?

Lauren asintió; sin soltarla, Dave cerró tras de sí. La niña estaba bañada y perfumada, y su cabello castaño caía lacio sobre sus hombros, metida en el mameluco en forma de pingüino que Dave le había comprado una vez.

Se quitó la mochila y, una vez arrastró el pie hasta la sala, la dejó contra la pared.

—¿Recoges tus colores antes de cenar conmigo, muñeca?

Arrancó a Lauren de su pierna para besarla en la mejilla y devolverla al suelo. Mientras la niña se apresuraba a juntar sus colores, él atravesó el pasillo hacia su dormitorio. Tocó antes de entrar.

No le sorprendió encontrar a Jill en la cama aún sucia, cubierta hasta la cintura por las cobijas, con el cabello enredado y una ancha camiseta de él puesta.

Captó su atención al pasar, porque los tristes ojos grises de Jill rodaron hacia él, así que Dave cerró tras de sí y se quitó el cinturón.

—Se acabó, Jill —murmuró, enroscándolo para luego arrojarlo sobre la cama; la chica lo vio rebotar—. Tenías las alas rotas, pero ya no más. Hoy te voy a dar las mías.

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