35. ¿De quién soy hija?

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—Mi padre me quiere cambiar de instituto —le dijo Lauren a Elián una mañana, sentados en el patio de recreo, en el escalón donde se conocieron; ella había mordido su sándwich de crema de cacahuete.

—¿Por qué?

—No sé, pero me molesta que no me consulte para saber lo que yo quiero —refunfuñó, hincando los codos en sus rodillas. Usaba un anorak sobre el uniforme porque hacía frío—. Le he oído decirle a mi madre que es por mi seguridad. Lleva varios días con la paranoia de persecución que...

—¿Se ha peleado con alguien?

Lauren negó.

—Alguien le escribió una carta y ahora está traumado con que le persigue.

—A lo mejor fue una coincidencia.

Hastiada, Lauren extrajo el papel doblado del bolsillo de su anorak azul para que Elián lo viera. Había visto a su padre sacarlo de la caja de almacenamiento de la puerta del auto y guardárselo en el uniforme el jueves que la recogió; aquella misma noche, oyó a sus padres debatir sobre la carta en la cocina, justo cuando ella salía del baño.

—Suena genuino —escuchó decir a su padre—, pero también sonó genuino cuando quiso ayudarme con mi hermana.

Lauren, que acababa de bañarse, permanecía inmóvil en el pasillo, pegada la ropa sucia a su pecho. Había dejado la ducha abierta para que creyeran que seguía en el baño.

—Quiere disculparse contigo —continuó Dave, amortiguada su voz.

Lauren inclinó la cabeza más hacia la cocina. Su espalda, pegada como un chicle contra la pared del pasillo para que la luz de la cocina no revelara su sombra en el suelo.

—¿Y qué le has dicho? —oyó la voz de su madre.

—Que lo haga en otro momento. —Resoplando, Dave apartó un silla y se acomodó frente a Jill—. No dejaré que se te acerque.

—¿Sabe de Lauren?

A Lauren por poco se le detuvo el corazón. Empezaba a asustarse y ni siquiera sabía de qué.

—Claro que no —oyó a Dave replicar, indignado—. No tiene por qué saber ni que ella existe. Tú y yo podremos perdonarle, porque ha pagado por sus errores, pero yo he criado a esa niña y no voy a permitir que ella conozca ni tenga contacto con alguien que te hizo eso, Jill.

Silencio.

El agua de la ducha seguía corriendo.

De repente la conversación había muerto y ni un paso se deslizaba por la casa.

Petrificada contra la pared, Lauren no respiraba. No movió ni un solo músculo que la delatara. Sin embargo, la ansiedad asfixiaba su pecho. Le urgía tragar, pero no se arriesgaría a ser descubierta.

—Lau, sé que estás ahí.

Era Jill.

Lauren pensó que vomitaría el corazón.

Sin valor para esconderse, asomó la cabeza hacia el interior de la cocina y por fin los vio: Dave, uniformado pero sin cinturón, apoyaba la mejilla en su puño para observar a la niña, hincado el codo en la mesa; Jill, cruzada de brazos frente a él, con el cabello canela atado en una coleta que le caía sobre el hombro, la escaneó con la mirada.

—¿Qué has escuchado, muñeca?

Dave no estaba de humor para lidiar con ella, pero disimularía que el corazón se le había sumergido entre los pulmones.

—Nada.

Lauren arrastró los pies al interior, hasta quedar de pie frente a ellos, con su cabello castaño mojándole la espalda.

Detestaba su complicidad y secretismo. Ella nunca contaba.

—¿Vas a cambiarme de insti? —lo confrontó.

Dave se frotó la frente. Le dolía la cabeza y estaba cansado de la revolución de emociones dentro de su cuerpo.

—Lo estoy pensando —admitió.

—¿Y te has preguntado si yo quiero?

Dave la miró. Se odiaba por su escasa paciencia, pero no toleraría sus berrinches de niña caprichosa ni su tono cínico, por lo que se puso de pie.

—No tienes ni idea —le dijo, entre dientes— de lo que hago para protegerte, así que cállate. Me da igual lo que quieras. No sabes lo que es mejor para ti, no sabes cuidarte. Y si tomo decisiones por ti, es por tu protección.

—¡No necesito que me protejas! —le gritó entonces Lauren, y Jill se giró hacia ella—. ¡Te crees que te necesito para todo y no es verdad! ¿Cómo voy a demostrarte que sé cuidarme sola si no me das la oportunidad? ¡Ni confías en mí ni en nadie! ¡Estoy harta de tus traumas!

—Lauren.

Jill había intervenido; sus ojos grises la observaban atentamente, pues Lauren rara vez les gritaba.

—No le hables así a tu padre —le dijo en voz baja.

Descarada, Lauren rodó los ojos.

—¿Estás segura de que es mi padre, mamá? Él no habla como si lo fuera.

Entonces Jill, que parpadeó por la sorpresa, se enderezó, entreabiertos los labios. Dave se giró de inmediato, dándole la espalda a Lauren, porque sus ojos relampagueaban. Nunca antes se le habían cuajado de lágrimas tan rápido.

No obstante, Jill no movió ni un milímetro su vista de la mirada enervada de la muchacha.

—No vuelvas a decir algo así —murmuró, sin perder el control—. Si no vas a ser respetuosa, ve a calmarte y luego hablamos.

—¡No quiero!—espetó Lauren—. Si él quiere respeto, debería respetarme primero. Yo no respeto a quien no se lo merece.

Abandonó la cocina y Jill no se lo impidió, sino que se volvió hacia Dave.

En su ancha espalda, la bandera nacional estaba decolorada.

Con delicadeza, posó las manos en sus hombros, pero Dave ya estaba llorando. Apretaba el ceño para no derramar lágrimas, apoyado sobre otro mueble de la cocina.

Sintió el cálido cuerpo de Jill abrazarse a su espalda, pegada la mejilla a su columna vertebral; ella le acariciaba los brazos sobre la tela del uniforme.

—Está bien, Dave. Se le pasará.

—No.

Un nudo apretaba sus cuerdas vocales, impidiéndole llorar.

Jill le besó el hombro. Dave olía a sudor y colonia náutica.

Lo sujetó con cuidado de los brazos para rotarlo hacia ella. Los ojos castaños de Dave, fríos y duros como los del chico problemático que conoció en el patio del recreo, se habían enrojecido.

Jill le limpió las mejillas; Dave respiraba fuerte para contener los sollozos.

—No es tu culpa —susurró ella—. Podemos hablarlo cuando ella no esté.

Dave sacudió la cabeza, contrayendo el rostro.

—Ya no hace falta.

Aquella noche, Jill tocó a la puerta de Lauren, pero Lauren se negó a abrir. Dijo que prefería morir de hambre a cenar con ellos.

Jill suspiró.

—Cuando quieras hablar, estaré ahí.

Por otro lado, encontró a Dave echado en la cama, quien le dijo que no llevaría más a Lauren al instituto.

—Me he cansado de que me reclame.

Jill no se opuso.

El viernes la llevó ella al instituto. Aparcó en la calle paralela a la acera donde se alzaba la entrada de la secundaria; no obstante, antes de que Lauren agarrase su mochila, Jill la detuvo.

—No es bueno que nos evites, Lau —empezó en un murmullo, y la niña rodó los ojos.

—Déjame, mamá.

—Si no sé qué estás pensando, no te puedo ayudar. ¿Puedes decirme qué sientes?

Lauren se mantuvo seria, derecha contra el respaldo y con el asa de la mochila en mano, como si realmente lo estuviera considerando. No había desayunado con tal de no ver a su padre.

Estaba enojada porque no entendía de qué hablaban y, si les interrogaba, la trataban como si imaginase cosas. Con paciencia, Jill esperó a que llegara a alguna conclusión.

—No —murmuró—. Ya no es tan fácil como cuando era pequeña.

Por tanto, Jill asintió.

—Está bien, mi amor.

Aunque descolgó una pierna del asiento, en dirección a la acera, Lauren dudó un poco.

Que la llamara con ternura pese a su mal carácter le derritió el corazón. Así que, tras replantearse su existencia, se volteó hacia Jill para abrazarla. Necesitaba urgentemente que otros brazos la rodeasen, que la rescataran de su dolor.

Porque le dolía lastimar a sus padres.

Lo que Jill nunca supo fue que Lauren había robado la carta de Dave: a primera hora de la mañana, mientras Jill le empacaba el sándwich de siempre en la cocina, la niña entró al dormitorio de sus padres. Dave tendría turno de tarde, por lo que seguía durmiendo, y aprovechando que estaba de espaldas a la puerta, Lauren se acercó, moviéndose tan despacio que no parecía avanzar, pero consiguiendo que sus deportivas no crujieran ni una sola vez, hasta estirar el brazo y alcanzar el papel doblado que reposaba sobre el libro blanco de su padre, en la cómoda.

No la leyó hasta que estuvo en clase. Sacó sus útiles escolares, su cuaderno y el libro de Lengua Castellana y Literatura, antes de que llegara la profesora; disimulando, extrajo también la carta y la desdobló.

Ella no sabía nada de una orden de alejamiento, ni de indemnizaciones, ni de la hermana de Dave.

Cuando le pasó la carta a Elián en el recreo, él la leyó y, aunque al principio dijo que podría tratarse de una broma cruel, luego le sugirió buscarlo en Internet o en los archivos confidenciales del portal de la policía.

—Tu padre tiene que tener acceso —le dijo, devolviéndole el papel que Lauren guardó en su bolsillo; la chica tenía frío y las medias no abrigaban suficiente—. Si ese tío es un criminal, habrá una plantilla con información o algo así.

Lauren estuvo a punto de replicar que eso era una estupidez, pero no lo hizo. Sería más complicado robarle el laptop a su padre o sus credenciales que buscarlo en Internet: se reprochó mentalmente no haberlo pensado nunca antes.

Cuando llegó a casa, pasó veloz por el dormitorio de sus padres para dejar la carta en el suelo, cerca de la cama, antes de dirigirse a la cocina. Dave ya había entrado a su turno y no regresaría hasta la noche.

Jill no le hizo preguntas, ni tampoco Lauren mostró iniciativa para conversar.

Comió sus macarrones a la vez que deslizaba el dedo por la pantalla de su teléfono, revisando Instagram, como si no tuviera el corazón temblando entre los intestinos.

Su padre se había llevado el laptop al trabajo, como siempre, de modo que Lauren se resignó a escribir el nombre completo de Dave en el buscador, desde su móvil. Ya que sus padres habían instalado un control parental y filtros de búsqueda segura para proteger a Lauren de cualquier red sospechosa, abrió una pestaña oculta.

No tenía ni idea de cómo funcionaba el control parental, pero Dave sabía perfectamente cómo acceder al historial oculto, aunque nunca lo hiciese.

En todos los enlaces, el nombre de su padre aparecía junto al de Cristina Vallejo. Noticias, artículos y vídeos recientes lo nombraban en un caso que databa de hacía más de diez años: en ese momento, se dio cuenta de la cantidad de información que había, ignorándolo ella.

Terminó analizando, vídeo tras vídeo, las imágenes y grabaciones de cuando su padre apenas tenía dieciséis años, escuchó a trozos el juicio final y confirmó sus teorías con los reportajes de la televisión española. En uno de los vídeos que resumían el caso, descubrió los nombres de los tres implicados y los anotó.

Álvaro Valencias era el único que le interesaba, porque así había firmado el autor de la carta que su padre escondía.

—Sí era un criminal —le confesó a Elián cuando lo vio en la escuela a la semana siguiente; aceptó una de las Oreo que el chico le tendía, puesto que olvidó su almuerzo en el aula. No sabía tanto a chocolate—. Ahora me siento horrible por cómo le he hablado a mi padre.

Elián se rio.

—Tu padre nació el día que repartían la mala suerte, ¿no?

Lauren lo golpeó en el hombro.

—No es gracioso —farfulló entre dientes—. La chica tenía trece años, Elián. La mató su exnovio. Es turbio y traumático. Si asesinaran a tu hermana pequeña, ¿qué?

Elián la contemplaba atentamente, pues la brisa del otoño sacudía el cabello de Lauren. Por alguna razón, el castaño de su pelo combinado con el oliva de sus iris le resultaba hipnotizante.

—Les daría las gracias.

Lauren chistó.

—Eres un inconsciente.

—Es broma, Laurie. Tengo una hermana de diez años, entiendo el asunto.

—Entonces tómalo con seriedad.

No se había atrevido a investigar a Álvaro por miedo a que su padre la descubriera. En los últimos días, no había intercambiado muchas palabras con Dave, así que no sabía si estaba molesto con ella. A veces le daba la impresión de que su padre se enteraba de todo lo que ella hacía, aunque no lo dijera. Vivir con ese temor constante le robaba la razón.

Todavía le debía una disculpa, pero prefería ignorar esa realidad.

Dave, en cambio, no cambió su manera de tratarla: la saludaba si la veía y le preguntaba cómo iba la escuela, como si nada hubiese sucedido, pese a que notaba el distanciamiento de Lauren.

—No quiero ser alguien de quien Lauren se avergüence —le había dicho Dave a Jill antes de irse aquella noche, mientras pegaba el velcro del chaquetón policial—: si no quiere que la recoja del instituto, dejaré de hacerlo; si no me quiere en sus partidos, no iré. No es tan difícil.

—Tiene quince años —murmuró Jill, y le tendió la botella metálica con su café caliente—. No se avergüenza de ti, simplemente es demasiado joven para atesorarnos.

—¿Y te parece bien?

Jill no respondió.

Contempló los ojos castaños de Dave, conforme él se le acercaba, como si pintaran el más hermoso atardecer en Madrid, y al final se lamió los labios. Los de Dave tenían heridas porque se los mordía cuando se estresaba.

Él estaba triste.

—Me parece que eres el padre perfecto para ella.

Dave la besó en los labios, como siempre que se despedía. Le habría gustado confesarle que se sentía como un barco contra corriente, extraño a ellas. No conseguía entender en qué se había equivocado con Lauren.

Sopló como si sus pulmones fueran a estallar de presión.

—Al final del día —se resignó—, aunque no sea mi hija, somos los dos iguales. Tiene mi carácter y lo odio.

Jill frunció el ceño.

Es tu hija.

Las pupilas de Jill habían tiritado.

—No es verdad, nena —musitó Dave, derrotado.

—Solo porque supiste de él —le dijo Jill entonces, bajando la voz— no significa que él sea importante. Eres el padre de Lauren porque la has criado, no porque la hayas hecho tú. Y eso me hace realmente feliz.

Dave, a menos de veinte centímetros del rostro de Jill, oía su respiración temblar; estaba seguro de que a ella le picaban los ojos por las ganas de llorar. Tenía tanto miedo como él. Entonces se arrepintió.

—Lo siento.

Tocó dos veces a la puerta de Lauren antes de irse. No quería molestarla, pero lo hizo con tal de demostrarle a Jill que amaba a la niña con todo su corazón.

—Te quiero, Lau.

Un sencillo sonido gutural se oyó al otro lado de la puerta, semejante a un zumbido, y Dave lo asimiló como un "yo igual", por lo que se fue sin mayor insistencia.

Lauren había esperado hasta aquella noche para continuar su investigación.

Agarró su cuaderno de dibujo y, en una página en blanco, trató de reconstruir una línea temporal y elaborar la conexión entre los implicados. Su padre trabajaría hasta las siete de la mañana, así que ella se quedaría despierta toda la noche de ser necesario para averiguarlo: así nadie la molestaría.

Se había encerrado en su dormitorio sin cenar con la excusa de que tenía mucha tarea. Abrió una pestaña oculta en su teléfono y escribió el nombre de Álvaro Valencias: picó los enlaces que creyó más útiles y empezó su lectura. Después del caso de Cristina Vallejo, del cual Ciro Santos era protagonista, el segundo más conocido era un abuso sexual en una iglesia.

Los informes databan de 2009 y algunas páginas contenían fotos del centro de menores y penitenciario de Madrid. Nunca imaginó que la ansiedad se le pudiese anudar en el estómago tan fácilmente.

Eran los ojos verdes, fríos, el cabello castaño despeinado, las mejillas hundidas. El chico ni siquiera parecía humano.

Vio algunos fragmentos del juicio, porque no encontró el vídeo completo. Sin entender muy bien lo sucedido, buscó específicamente el fallo del Tribunal Supremo.

Leyó la sentencia íntegra contra él y los implicados, desde cargos imputados hasta la condena.

Dejó de escuchar la música que se filtraba a través del cable de sus audífonos y los platos que su madre acomodaba en la cocina: un silencio sepulcral la envolvió.

Por el tictac de su reloj rosado de muñeca supo que no había ensordecido, pues hacía eco contra las paredes de su dormitorio.

Antecedentes.

Delito de agresión sexual.

Quince años de prisión.

Prohibición de acercamiento a la víctima a una distancia no inferior de seiscientos metros. Prohibición de comunicación con la víctima durante veinte años. Indemnización.

La denunciante tenía quince años.

Pálida cual fantasma, Lauren pasó a la descripción transcrita de los hechos y, en cuestión de segundos, se encontró leyendo la violación más detallada que hubiese leído en su vida: golpiza inicial, penetración con destornillador que ocasionó sangrado y daños internos, agresiones físicas, tres gráficas penetraciones vaginales y una anal, sin preservativo, y dos felaciones forzadas.

Lauren se saltó el siguiente párrafo sobre los desgarros y lesiones que la víctima sufrió.

No se trataba de Cristina Vallejo, ni entendía qué tenía que ver con su padre.

Las náuseas en su boca se agravaron tanto que se puso de pie por si vomitaba.

No había esperado leer palabras tan explícitas en un informe policial.

Cuando logró calmar sus intestinos y sentarse de nuevo, tecleó en el buscador "nombre de la víctima de Álvaro Valencias, iglesia", pero no hubo resultados: "la joven violada" o "la víctima de quince años" era cómo se referían a la denunciante, debido a su minoría de edad. Podría tratarse de cualquiera.

Lauren bloqueó la pantalla de su teléfono.

En el silencio letal de la oscura noche, el viento silbaba bajo el marco de la ventana.

Un escalofrío la recorrió.

Dudó si sería arriesgado preguntarle a su madre qué más sabía.

Nunca le contestaban sus dudas.

Oía el agua del grifo correr, por lo que supuso que su madre no tardaría en irse a dormir.

Potentes latidos lastimaban su pecho. Lauren se levantó y arrastró el pantalón de rayas de pijama hasta la cocina, metida en su gran chaqueta gris y sin maquillaje.

—Mamá.

Jill, recogido el cabello canela en un moño desordenado, usaba el jersey verde de Dave. La miró de reojo antes de cerrar la llave del agua.

—¿Ya has hecho tu tarea? —preguntó, y procedió a agarrar uno de los trapos sobre el mostrador para secarse las manos.

Lauren asintió. No se había separado del marco de la puerta.

—¿Estás ocupada?

Jill se bajó las mangas.

—No. —La miró, frunciendo el ceño—. ¿Pasa algo?

Lauren ni siquiera podía fingir una sonrisa porque no entendía qué relación tenían Valencias, Santos y Llorente con su padre, y la incertidumbre la consumía por dentro.

—¿Pensaste en lo que te dije?

Los ojos verdes de Lauren subieron hasta los grises de su madre. Jill lucía cansada, lo cual tenía sentido: eran las once de la noche.

—Sí —mintió; un escalofrío le erizó la piel, así que se cruzó de brazos, inquieta—. Tengo miedo.

—¿De qué?

—No tiene nada que ver con lo de esta mañana.

—Está bien.

El suspiro de Lauren retembló.

Apartó la vista para que su madre no notase lo nerviosa que se estaba poniendo, pero la forma en que sacudía la rodilla la delataba. Más alta que su madre, ni siquiera el gran pantalón disimulaba su ancha cadera.

—He leído la carta de papá.

Clavó la mirada en la de su madre, en espera de alguna reacción. Jill, sin embargo, se mantuvo impasible, como si ya lo supiera.

—¿Y?

—Ese tipo es un asesino —sentenció entre dientes; su pecho se infló sin querer— y un violador.

Jill se humedeció los labios. Veía el pavor en los ojos verdes de Lauren, como si la casa hubiese perdido su seguridad; queriendo aparentar que no pasaba nada, se inclinó sobre la mesa para tener algo de apoyo y respiró hondo:

—Siéntate, mi amor.

—Es verdad, mamá —insistió Lauren, que separó la silla de la mesa blanca para sentarse, sin color en las mejillas, y esperó a que Jill se acomodase frente a ella—. Ni tú ni papá me contáis nada, así que tuve que investigarlo yo misma.

—Has hecho un gran trabajo.

—Pero no entiendo —soltó Lauren; la mirada de terror le agrandaba los ojos verdes el doble, quizá por sus densas pestañas—. Decía que eran amigos, pero también que le hizo daño, y luego papá me quiso cambiar de escuela y...

—¿Qué buscas con todo esto, Lau? —la interrumpió Jill.

—No sé, ¿tal vez entenderos? —replicó, irónica—. No quiero cambiarme de instituto, mamá. Y si es por protegerme de ese tipo, entonces tengo derecho a saber quién es y por qué. Aparte, cuando os oí discutir, papá dijo...

—Dijo muchas cosas.

—Sonó como si me hubiera recogido de un basurero para que ese hombre no me llevase. ¿Soy adoptada? ¿Es eso?

La desesperación burbujeaba en sus venas.

Su madre lucía serena, pero también decepcionada. A Lauren le dio la sensación de que, de haber tenido la opción de irse, la habría dejado hablando sola.

—Déjame contarte la historia, Lau.

No estaba preparada para esa conversación, ni Lauren tampoco, pero si esperaba a que Dave reuniera el coraje de revelarle la verdad a Lauren, la niña terminaría enterándose por otros lados. Prefería romper ella misma la barrera.

—Recuerdas que tu papá y yo éramos amigos en la secundaria. —Lauren asintió. Jill ni siquiera sabía cómo podía sostenerle la mirada—. Cuando encontraron a la hermana de tu papá sin vida, él descubrió que Álvaro, su mejor amigo, estaba entre los responsables. Pero nunca me lo dijo.

—¿Le conociste? —quiso saber, espantada.

—Le compartía mis apuntes —admitió Jill— y estudiamos juntos varias veces. Era el mejor amigo del chico que me gustaba; obviamente iba a acercarme a él. Por otros asuntos, tu papá empezó a faltar a clases. Álvaro aprovechó para llamarme con la excusa de que debía contarme algo urgente sobre Dave.

Hizo una pausa para admirar los tubos fluorescentes del techo de la cocina. Le ardía aún en el alma, pero ya no sentía las cicatrices abrirse cuando lo contaba; de hecho, ni siquiera había lágrimas en sus ojos, por primera vez en años, y se cuestionó en qué momento se había hecho fuerte.

Pero estaba aterrada.

—¿Qué te dijo?

Jill hundió los ojos grises en las pupilas de Lauren.

—Nada —respondió, sombría—. Les mentí a mis padres para salir, porque era tarde. Él estaba con dos chicos más. Me metieron en una iglesia y, en el patio, me violaron.

Inmóvil, con los brazos entre los muslos, Lauren miraba a su madre, sin parpadear para asegurarse de que no le estaba contando una historia ficticia. El fallo jurídico casi se materializó en su mente.

Sin aliento, despegó los labios deshidratados.

—¿A ti?

No comprendía cómo se lo decía así, sin llorar ni cohibirse.

—Por eso tu padre tiene tres pistolas en casa —agregó Jill; el olor a Dave impregnado en el suéter verde le daba la fuerza de continuar—. Nunca te hemos mentido, Lau. Nos casamos porque nos queríamos, pero muy jóvenes porque resulté embarazada de ti.

—¿De papá?

—De Álvaro.

—No.

El corazón de Lauren se rompió.

Parpadeó rápido, tratando de ahuyentar las lágrimas. Debía de haber algún error, alguna parte omitida en la historia, algún aborto. Ella tuvo que haber sido el segundo intento, o el tercero, pero el resultado de sus padres. No podía ser la hija de un demonio.

—No, mamá. Lo perdiste o algo así, y luego me tuvisteis a mí, ¿verdad?

Las pestañas de Jill aletearon. No sabía si hacía lo correcto, pero echar marcha atrás sería imposible, alcanzados este punto.

—No, mi amor —murmuró—. No tuvimos más hijos. Solo a ti.

Lauren jadeó.

—Entonces no fui deseada.

—Sí lo fuiste.

Jill había estirado la mano para acariciar el brazo de Lauren, al otro lado de la mesa blanca, porque la chica empezaba a deslizarse hacia un ataque de pánico.

Debía mantenerse calmada.

—No fuiste planeada, pero sí deseada. Dave te amó desde que lo supo. Te compró pulseras, vestidos, te habló... Dejó un examen a medias por verte nacer en el hospital. No le veas diferente, Lau, porque él es tu papá.

—¿El hombre de la carta es mi padre biológico? —inquirió, desesperada—. ¿Él no sabe que tiene una hija? ¿Soy la hija de un violador?

—No, eres nuestra hija. Y él no lo sabe porque no está mentalmente capacitado para responsabilizarse de nadie.

—¿No pensabas decírmelo nunca?

Ahora se trataba de un ataque personal.

Jill retiró el brazo. Encogió un hombro con simpleza, porque se lo había planteado tantas veces que concluyó que solo lo haría de salir el tema a la luz.

—No quería lastimarte.

Lauren se limpió la nariz. Se le escapaban las lágrimas de los ojos sin que pudiera evitarlo. Le pesaba el corazón, le dolía el estómago.

Era la hija de un criminal.

El hombre del que se quejaba, al que le gritaba que la dejara en paz y le exigía que no la recogiese del instituto, la había adoptado.

De golpe, se apilaron en su mente todas las historias y casos que había leído y oído sobre hijastras y padrastros. Casi nunca acababan bien. Y en el momento en que trató de concebir que Dave no era su padre sino su padrastro, se derrumbó su castillo de arena y sueños.

Se levantó y salió de la cocina para que su madre no la viese llorar.

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