5. Rehacerse

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—¿Cuánto va a costar el abogado?

—No te preocupes por eso, Dave. No corre por tu cuenta.

Dave, con las manos hundidas en los bolsillos de su chaquetón gris, de peluche por dentro, alzó la cabeza. La calle húmeda por las lluvias avanzaba unos metros antes de los estacionamientos.

El primer juicio por violencia intrafamiliar se había celebrado en octubre, después de una investigación exhaustiva del expediente de Egea, los testimonios de los vecinos, reportes policiales antiguos y las declaraciones de Dave y su padre.

—Debí haberlo grabado —protestó Dave, entre dientes, y su padre, al suspirar, liberó una capa de vaho. Las temperaturas habían bajado.

—Hay suficiente evidencia. Los médicos te tomaron fotos en el hospital, y también en la ambulancia, el día de la detención, además del mensaje que me dejaste en el buzón de voz.

—Pero tardan mucho —le contestó, con un tinte de molestia en la voz— y estoy metido en dos casos más.

Estamos, Dave. Estoy contigo.

Dave desvió la mirada. El cielo sobre él, blancuzco y nublado, amenazaba con tronar en cualquier momento.

Por fortuna, no había visto a Egea ni al entrar ni al salir del Juzgado, ni tampoco se lo cruzó por los pasillos. Tal vez porque dos agentes de la policía habían escoltado a su padrastro desde la cárcel preventiva, y él había estado en la sala de espera, al otro lado del pasillo.

Su padre, que cambió su turno de mañana para recogerlo del instituto a las diez y asistir al juicio con él, lo había escuchado corroborar todas las afirmaciones que el abogado hizo respecto a su declaración y responder las dudas del juez.

—¿Por qué nunca te inculparon por el caso de Cris? —inquirió de repente, y Ángel lo miró de reojo, arqueando las cejas como si fuera obvio.

—Te interrogó Urías —replicó—. ¿Crees que iba a anotarme en la lista de sospechosos si sabía mejor que nadie lo que estaba pasando?

Dave hizo una mueca. Debió suponerlo.

—¿Por eso lo pusieron a él a cargo del caso y no a ti?

Ángel asintió.

—Nunca es recomendable encargarse de casos cercanos a uno.

Durante el juicio, el abogado presentó el informe médico, las fotografías de su espalda y rostro, y la radiografía de su muñeca rota, y Dave esperó pacientemente a que el juez determinara que bastaban.

—Vallejo, usted manifestó en su declaración que el demandado lo amenazó de muerte.

Dave afirmó con la cabeza.

—Desde el primer día, señoría.

El juez lo anotó en algún documento de su portátil que Dave, desde primera fila, a un lado del abogado, no alcanzaba a ver; jugaba con sus dedos alargados para no prestar tanta atención a lo que se leía.

Sabía que su padre estaba al fondo, en algún lado del podio, junto a otros agentes, pero él ni siquiera se atrevía a mirar a la cara a su abogado, sino que la ansiedad lo obligaba a sacudir la pierna por debajo de la mesa.

—Manifestó que lo forzaba a desnudarse antes de golpearle, ¿correcto?

Dave volvió a asentir, clavados los ojos en la madera de la mesa. Se preguntó si alguien se daría cuenta si la rayaba con las uñas, aunque las tenía demasiado cortas como para crear marcas. Los latidos de su corazón lo ensordecían.

Odiaba repasar la historia de principio a fin, pero fue exactamente lo que ocurrió: el juez se aseguró de que todos los episodios narrados estuviesen descritos tal y como Dave los recordaba.

—¿Hay algo que desee añadir a su declaración?

Dave volteó hacia su abogado, que se limitó a arquear las cejas.

—No, su señoría.

Ahora, de camino a los estacionamientos en el frío de octubre, su padre, que apenas había hablado desde que abandonaron el Juzgado, tras dos horas de juicio y tres recesos, suspiró.

—No sabía que te dormías en la bañera —comentó, y Dave se encogió de hombros.

—Mi cuarto no era muy seguro, que digamos —le respondió—, aunque el pestillo me salvó la vida varias veces.

—Es un milagro que hayas sobrevivido.

Dave se mordió la lengua. Ni él mismo entendía cómo su cuerpo había resistido a días sin comer, o a comer madera, a noches de hipotermia, y a rasgarse la propia piel.

De pronto, el brazo de su padre se instaló sobre sus hombros, justo cuando ya se aproximaban al coche plateado, y Dave se vio pegado entonces al costado de Ángel.

—Eres el chico más fuerte que conozco —le dijo su padre en cuanto se hubo desplomado en el asiento de conductor—, y no lo digo porque seas mi hijo.

Dave cerró la puerta de su lado, se volteó a mirarlo y alzó las cejas con inocencia.

—¿Qué vamos a comer?

El resto del día, Ángel estuvo pensando en todo lo discutido en el juicio. Al verlo allí, delante del juez, a sus diecisiete años, en su ropa oscura, sacudiendo la rodilla como si tuviera un tic nervioso, se preguntó cuántas cosas se guardaba su hijo en el pecho.

Dave no había tenido el coraje de contarle nada, así que le sorprendió que el abogado supiera todo. Aparentemente, Dave había cumplido su palabra de narrar la historia sin excluir las partes que más lo avergonzaban.

El abogado había estado en su casa unas semanas antes del juicio, recabando información e interrogando a Dave en la sala con la paciencia del Santo Job.

—Estoy aquí para ayudarte —fue lo primero que le dijo antes de cualquier pregunta—, así que ten la confianza de contarme. Yo intercederé por ti cuando te cuestionen.

Dave asintió, aunque incapaz de alzar la mirada porque los recuerdos le sabían a sangre y ceniza; encogido, respondía en su voz más baja, y el abogado, mediante preguntas, le ayudó a proseguir con la redacción de la historia cuando se atoraba. Ángel se mantuvo al margen hasta que fue la hora de despedirlo.

—Está bastante colaborativo —admitió el abogado cuando Ángel le preguntó; cargaba el estuche negro del tamaño de un laptop bajo el brazo—. Pensé que sería más complicado por el tipo de abuso... Usted sabe que las víctimas tienden a defender a sus abusadores y ocultar información, pero su hijo no ha tenido ese problema.

・❥・

A las tres menos veinte de la mañana, Ángel llegó a Comisaría con dos detenidos, su compañero de patrulla y tres de la UIP; entre ellos, Natalia Carreón.

Aunque durante el arresto ni siquiera se miraron, sino que él ayudó a esposar y meter al furgón policial a los detenidos, Natalia fue la primera que se paró a su lado en la entrada de la comisaría, mientras hablaba con el inspector.

Hasta entonces, Ángel se había mantenido estoico, pese a que se percató de que ella estaba a menos de medio metro de su izquierda, con el cabello cobrizo atado en una coleta alta, pero en cuanto terminó de explicarle los detalles al inspector y se giró, chocó con los ojos claros de Natalia.

Y se le cortó el aliento.

—Gracias por tu ayuda —le dijo Natalia, y él negó con la cabeza, restándole importancia—. ¿Quieres café?

De forma que Ángel la siguió a las oficinas, donde estaba la pequeña máquina de cafés, y ella se apresuró en servirle un vaso antes de que él mismo lo hiciera.

—¿Cómo está tu hijo?

—Bastante bien —admitió—. Le regalé una navaja multi-usos por su cumpleaños.

—¿Para qué quiere una navaja?

—No sé, pero le ha encantado.

Natalia se rio. Con su vaso en la mano, se posicionó a su lado, apoyados contra una de las mesas de la oficina, y le preguntó si Dave todavía presentaba signos de regresión.

—Ya no.

Desde finales de verano, después de los primeros juicios por el caso de Jill, el más urgente de los tres, Dave había vuelto a controlar sus esfínteres. Su padre, al poner lavados, no encontraba sábanas húmedas.

—No me lo decía antes tampoco, si pasaba —aclaró.

—No entiendo cómo ningún vecino los demandó antes por las condiciones en que vivían.

Ella recordaba mejor que él el desorden de la casa, dado que Ángel se preocupó únicamente de Egea. Natalia probó su café negro.

—Por lo menos ahora vive en una casa limpia —susurró ella.

Permanecieron en silencio unos largos minutos, como si algo faltase y ninguno tuviese el valor de mencionarlo. Tampoco era incómodo. Los dos escuchaban el silencio del otro y callaban su ruido.

Ángel frunció el ceño.

Nunca se había detenido a considerar cuándo se volvieron mejores amigos, ni mucho menos el descanso del otro, pese a la cantidad de años trabajando en equipo.

—Nuestra primera patrulla... —habló ella de repente, quebrando la quietud de la sala vacía, como si pudiera leerle la mente—. Fue una pelea en el puente, de noche, ¿te acuerdas? Saltaste del coche y les gritaste que se subieran a la acera, que alguien te explicara lo sucedido.

—¿Hace cinco años?

—Tres —corrigió ella, y sorbió su café negro—. Fue impresionante.

Quería decir atractivo, pero se controló. Ángel, que rara vez se acordaba de las patrullas normales, se enderezó, cruzados los brazos sobre el pecho.

—Si tú lo dices... —murmuró.

—Eres más decidido que yo.

—La vida te enseña a serlo.

—¿Nunca has pensado en rehacer tu vida?

—Lo estoy haciendo con mi Dave.

—Hablo de volverte a casar.

Ángel la miró. Sus ojos castaños, como los de Dave, analizaron su rostro en busca de segundas intenciones, porque no distinguía las simples preguntas de las propuestas indirectas.

—Sinceramente no —respondió en voz baja—. Pero tampoco pensé que vería otra vez a mis hijos, y ahora tengo a mi niño conmigo, así que no me atrevería a rechazar la posibilidad.

Natalia asintió despacio. Entendía la pereza de juntar papeles, firmar, pagar, invertir y vivir el estrés de planeación de una boda por segunda vez.

—¿Cómo fue tu primer matrimonio? —se arriesgó a preguntarle Ángel, tras unos instantes de contemplar la nada.

Natalia encogió un hombro.

—Mal —dijo, aunque tardó medio segundo en rectificar—: No como el tuyo o el de tu ex.

—Eso es tranquilizador.

—Nuestro problema fue no conocernos. Cuando las dos personas trabajan, no se conocen, hasta que llegan las vacaciones de verano, y se conocen de verdad, y se divorcian. Los niños eran muy pequeños entonces. Abel tenía cuatro años; y Javier, tres. Además, siempre vieron a su padre. Nunca hubo malas relaciones.

—¿Mantuviste contacto con él?

—Lo último que supe fue que vendió todo, se compró una caravana y se marchó a viajar por el mundo. —Suspiró con pesadez—. Él es un alma libre y yo estoy atada a mis responsabilidades.

Ángel apretó la mandíbula. Se le formaban hoyuelos en las mejillas, los cuales siempre había odiado, hasta que a Lorena le resultaron atractivos, y ahora que los veía en la sonrisa de Dave, la entendía.

—¿Tus hijos están bien?

—Javi vuelve en enero del ejército y a Abel le queda un año de carrera.

—En Córdoba, ¿verdad?

—Así es.

Él tragó con fuerza al mirar al frente. Incluso allí parados, uniformados, en la misma sala de oficinas, bordado el mismo escudo en el hombro, eran diferentes el uno del otro.

—¿Y tú lo has pensado? —inquirió, y ella frunció el ceño.

—¿El qué?

—Casarte otra vez.

Natalia encogió un hombro, sin saber qué decir. Pareció ponerse nerviosa, porque trató de construir una frase y, a causa de los balbuceos, tuvo que volver a empezar.

—Me gustaría —admitió—, pero no sé si haya alguien dispuesto a lidiar con mi trabajo.

—Deberías casarte con un agente —sugirió él, y sus pupilas brillaron al sonreír—. No es lo más recomendable, pero a Eleazar le interesas.

Natalia puso los ojos en blanco.

—Claro que no.

—Todo el mundo lo sabe —protestó Ángel, que sonrió a medias—, y si yo puedo darme cuenta, entonces es obvio.

—Es casado.

—Se le olvida cuando está de servicio.

—No es una opción, Ángel.

—Está bien, pensaré en alguien más.

Ella lo miró, y los ojos castaños de Ángel se deslizaron hasta sus labios. Trató de descifrar lo que intentaba decirle, pero no reconoció su expresión ni el resplandor en su mirar.

—Tú le interesas a Sandra —soltó ella, en cierto tono de reproche; Ángel, incrédulo, chasqueó la lengua—. ¡En serio! Y Mireya siempre se te insinúa.

—Casi nunca hablo con ellas —bufó.

—No es necesario —se quejó ella—. Es suficiente con verte.

—¿Para qué?

—Para gustarles.

Ángel alzó una ceja al mirarla. No podía negar que sus latidos se aceleraban, quizá solo un poco, cuando pensaba en que la oportunidad de enamorarse otra vez existía, pero él no tenía intenciones de involucrarse sentimentalmente con nadie. No después de cinco años de depresión, de dolorosos trámites de divorcio y el asesinato de su hija.

—Hasta que mi niño no se marche a Ávila, por lo menos, no creo que tome decisiones de ese calibre —sentenció al final—. Ahora es él quien me necesita. Cuando Dave me lo sugiera, entonces podré planteármelo.

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