𝐈𝐗

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Con los brazos apoyados sobre el parapeto de uno de los innumerables balcones del palacio del Señor del Mar, Daeron contemplaba la ciudad. El viento acariciaba suavemente su rostro, arrastrando el aroma salado del mar.

Braavos se notaba intranquila. Los ciudadanos y mercaderes iban de un lado a otros, nerviosos, asustados, como si temieran que un rayo les cayera de repente desde el cielo y los fulminara. La gente intentaba disimularlo, pero la tensión era palpable en el ambiente.

Daeron se hacía una idea de por qué. Sabía que los braavosi no tenían miedo de que un súbito y destructivo relámpago acabara con sus vidas; el día estaba soleado y despejado. No, su terror se debía a la inaudita desaparición de los herederos de los nobles y magísteres de Braavos.

Casi tres decenas de jóvenes se habían desvanecido de la noche a la mañana, según los criados y guardias del palacio, y sus familias no tardaron en enviar a sus guardias a recorrer las calles y registrar cada casa, negocio y edificio de cada suburbio de la urbe. Incluso había vislumbrado una pequeña flotilla de barcoluengos rojos acercarse a la Ciudad Ahogada.

Pese a que su maestro le aseguraba que todo iba a estar bien y que aquello se solucionaría tarde o temprano, Daeron lo dudaba. De por sí, las cosas se habían complicado luego del ataque de los piratas de la Triarquía al hogar del regente, y ahora, tras el presunto secuestro de los hijos, nietos y sobrinos de los nobles, la situación se agravaría aún más.

No consideraba a Gyllos un estúpido demasiado optimista, sino alguien preocupado que trataba de disimular su consternación y calmar la incertidumbre de su alumno. Era la Primera Espada de Braavos, y como tal, debía mostrarse firme, determinado, imperturbable. Pero Daeron percibía el estrés en los hombros de su mentor.

Ciertamente, mentiría si dijera que no sentía inquietud. El hecho de que treinta personas se desvanecieran como motas de polvo en el viento lo perturbaba. Braavos había pasado de ser la ciudad más segura del mundo a una que se encontraba constantemente al borde de una guerra civil, del caos, la anarquía.

Quizás los índices de criminalidad o pobreza no se hubieran disparado, pero la gente, aterrada por la rivalidad entre magísteres, nobles y príncipes mercaderes, apenas se atrevía a salir de sus hogares por el día. Aquello afectaba más o menos la economía, de acuerdo a las palabras de Dromin, pero sobrevivirían.

Lo que realmente preocupaba al maestre era la posible guerra entre las altas esferas de Braavos.

—Siempre ha habido competencia, soborno, chantaje, amenazas y, de vez en cuando, uno que otro asesinato orquestado por un noble para hacerse con las propiedades o la riqueza de un enemigo —dijo Dromin durante una de sus clases, escrutando la ciudad a través de un ventanal de cristal lila y azul—. Es un juego de poder que se inició desde antes que el primer Señor del Mar fuese elegido.

—Déjame adivinar —Daeron despegó su mirada del libro que sostenía entre manos, un tomo muy aburrido sobre la historia de Lorath y sus laberínticas construcciones—, creyeron que tener un regente detendría la locura.

Dromin asintió.

—Los registros de aquellas épocas indican que sí funcionó... Al menos por un tiempo.

—Dicen que habrá una guerra abierta —mencionó Daeron. Había oído a los criados y nobles que todavía habitaban en el palacio hablar al respecto.

—Es posible.

—¿No estás preocupado?

—No es la primera vez que ocurre algo semejante. Claro, ni siquiera yo estaba vivo para entonces, pero Braavos prevaleció ante la tormenta.

—¿Eso también está en tus papeles?

—No —Dromin meneó la cabeza, los eslabones de su cadena tintineando—. ¿Recuerdas la Ciudad Ahogada?

—Sí, viví allí un tiempo.

—¿Cómo crees que se «ahogó»?

Daeron arqueó una ceja, mirando a Dromin con sorpresa. Nunca se había preguntado aquello.

—Por el peso de los edificios —contestó el platinado.

—Sí, en parte sí —afirmó el norteño—. Pero los braavosi decidieron ocultar la verdadera razón de por qué esa zona terminó hundiéndose en el agua.

Daeron quiso abstenerse de seguir la conservación. Sentía que se arrepentiría si averiguaba la historia secreta de la Ciudad Ahogada; si los braavosi la escondieron, no debía de ser agradable de oír. Pero su curiosidad lo impulsó a continuar.

—¿Y esa razón sería...?

—Una guerra entre nobles —respondió Dromin—. Años atrás, había un total de doce magísteres en Braavos. No eran muy diferentes a los de hoy en día. Sin embargo, se distinguían de los de ahora porque vivían peleándose, luchando por ver quién acaparaba más territorio y tesoros.

» Claro, no todos eran así, pero seis grandes familias acabaron por sumir a Braavos en una época de conflictos e inseguridad. Al final, se enfrentaron en la zona noroeste de la ciudad. El lugar era inestable de por sí; las masivas construcciones que se erigieron sobre las islas desestabilizaron los cimientos de las mismas, que habían empezado a hundirse en el mar. No obstante, eso no detuvo a los magísteres.

» Habiendo trasladado a sus tropas a dicha área, las seis familias se enfrascaron en un encarnizado combate que duró cuatro semanas. Ninguno ganó. Las familias que participaron se extinguieron como consecuencia de su avaricia.

Daeron tragó saliva, conmocionado por el relato. Sabía que la codicia y ambición de los nobles eran inconmensurables, solamente opacadas por su egocentrismo. No obstante, ¿sería alguien tan idiota, noble o no, para condenar a sus familiares, hijos, sobrinos, nietos, esposas e hijas a desaparecer por el mero capricho de sobreponerse a sus rivales? Si el relato de Dromin era verdadero, entonces no cabía duda de que aquellos antiguos magísteres lo fueron.

La clase prosiguió con normalidad, pero Daeron tardó todo el día en procesar la revelación detrás del origen de la Ciudad Ahogada.

Braavos era vista como lo que se suponía que las ciudades de Essos debían ser: majestuosas, prósperas, pacíficas, ricas en cultura y comercio y, no menos importante, civilizada. Era la Ciudad Libre por excelencia, la única que podía jactarse de que sus habitantes eran realmente libres.

«Si se descubrieran los trapos sucios del país, su imagen se desmoronaría como un castillo de arena», pensó Daeron. Braavos nunca se había mostrado temerosa de que su reputación se manchara, aunque la cuidaban bastante y procuraban que sus socios comerciales recibieran el mejor de los tratos.

Daeron supuso que, en efecto, que se divulgase la historia de la batalla de los seis magísteres haría temblar los cimientos de Braavos. No causaría la caída de la nación, por supuesto. Sin embargo, definitivamente perderían aliados, pues ¿quién en su sano juicio querría aliarse con un país que había provocado el hundimiento de dos suburbios de su ciudad por luchas internas? Essos jamás olvidaría aquel error, y de seguro por eso los magísteres supervivientes y el resto de Braavos prefirió enterrar el pasado, suponer que la naturaleza y los dioses eran los responsables del hundimiento de aquel distrito.

«¿Y si vuelve a pasar?», dicha interrogante lo había atormentado por días. ¿Qué sucedería si los actuales magísteres entraban en una guerra abierta? Sí, el tiempo había enseñado a los nobles a jugar más cautelosa y sutilmente al juego del poder, a usar su inteligencia y recursos en lugar de asaltar la fortaleza de un enemigo o asesinarlo a plena luz del día.

Sin embargo, Daeron no dudó ni por un instante que, de escalar la situación a mayores, ni siquiera el más cobardes de los magísteres o mercaderes vacilaría en llamar a sus tropas y ocasionar otra tragedia.

De acuerdo a Dromin, el peso de los soldados, las catapultas, las ballestas, las armaduras y los cadáveres acumulados en la superficie terminaron derivando en que las blandas y maltrechas islas se desmoronaran. Nadie vivo recordaba con precisión el número exacto de cuántos efectivos habían combatido en ese sanguinario conflicto. Pero, gracias a las estimaciones del maestre, calcularon que se necesitarían al menos cuatro mil guardias en cada uno de los seis bandos para que las bases de las islas se tambalearan.

«Seis mil hombres», pensó Daeron. «Las casas de los magísteres cuentan con el doble de eso».

La idea de seis ejércitos de doce mil soldados marchando por todo Braavos sacudió a Daeron. Obviamente, la movilización de tantísimos efectivos estremecería los cimientos del país. Daeron no creía que los Señores del Mar no hubieran tomado medidas preventivas para prevenir accidentes semejantes al de la Ciudad Ahogada.

¿Y si no era así? ¿Qué tal si los habitantes de Braavos, inconscientes del peligro que vivían a diario, caminaban sobre calles y dormían en casas o posadas que podían ser engullidas por el mar en un segundo?

Aquella posibilidad lo hizo tensarse y plantearse la idea de mudarse a los pisos superiores del palacio de Tichero.

Independientemente de la calidad de las bases de la Ciudad Secreta, si una guerra abierta estallaba entre los magísteres y los nobles, decenas de miles de personas morirían. En cualquier conflicto había bajas colaterales, pobres almas que se encontraban en el momento y lugar equivocados y quedaron atrapados en la batalla.

Quiso creer que los magísteres eran listos y se percatarían de lo inútil que sería destruir su propio país. Aunque, siendo realista, Daeron vio que lo más probable era que su orgullo los cegara y estos volvieran a cometer de nuevo el error que sus antecesores.

«No, debo evitarlo». Si bien no era braavosi, lo último que deseaba Daeron era que la única ciudad libre de Essos fuese destruida por las riñas políticas de los nobles. Aquella nación lo había acogido, lo había resguardado de los esclavistas y le había brindado la oportunidad de tener una vida mejor.

Allí había conocido a Gyllos, a Dromin, a Myriah, a Garson. No podía permitir que una nación que no había hecho más que darle se derrumbara por culpa de unos comerciantes ricachones.

«Pero ¿cómo?». «No soy un soldado, no soy un magíster, no soy una Espada de Braavos». Carecía de la influencia y la fuerza para detener la guerra y a los artífices de la conspiración que intentaron secuestrar a Myriah. Sin embargo, se negaba a quedarse de brazos cruzados mientras todos se desvivían por hallar una solución a ambos problemas.

Desgraciadamente, impedir una batalla a gran escala, y descubrir a los conspiradores detrás del atentado al palacio del Señor del Mar era muy fácil de decir, pero no de hacer.

Tenía varios sospechosos, pero ninguna prueba. Comprendía lo que acontecía, pero no lograba formular una manera de resolver ambos problemas a la vez.

«Si me centro en el asunto de la Triarquía y averiguo quién metió a los piratas en Braavos, quizás las aguas se calmen y retrasemos la guerra», pensó Daeron. No conocía a la perfección a las familias nobles de Braavos; los nombres le resultaban un tanto difíciles de memorizar al principio, y se sorprendió cuando Dromin le dijo que había dos Sallyros, siendo el primero el líder de la casa, y el segundo, su joven nieto.

No obstante, se había pasado varios días repasando los apellidos más relevantes, las ubicaciones de sus mansiones y cuáles eran sus negocios oficiales, y los secundarios también.

Era incapaz de pronunciar bien sus nombres, pero había memorizado sus rostros y apariencias, vigilándolos de lejos cada que visitaban el palacio para reclamar a Tichero por las desapariciones de sus herederos y conocidos. Mientras el Señor del Mar intentaba apaciguar la ira de los magísteres, nobles y mercaderes, Daeron estudió sus facciones, vestimentas y ademanes a lo lejos, escondido en la oscuridad.

«Silencioso como una sombra».

Dromin le pidió permanecer en su cuarto hasta que se recuperase, y así lo hizo. Guardó reposo por una semana y dos días para llevar a cabo su plan, uno que posiblemente le costase una o dos extremidades, o la vida, pero estaba determinado a realizarlo sin importar las consecuencias.

La espalda aún resentía un poco, pero el costado había sanado por completo. Durante su aislamiento, no solo espió las reuniones de Gyllos y Tichero con los demás nobles de Braavos, sino que también aprovechó para entrenar, fortalecer su cuerpo. Sí, en definitiva no era ese niño desnutrido de un mes atrás, pero seguía estando delgado. Necesitaba ganar fuerza, y si bien dos semanas no lo convertirían en alguien que pudiera levantar un hombre adulto sobre su cabeza, deberían bastar.

—¡Daeron!

El platinado dio un salto, pegando su espalda al parapeto y desenvainando el cuchillo que colgaba de su cinturón, el filo de la hoja centella en el aire, reflejando los rayos del sol.

—¡Soy yo, Myriah! —Clamó la Princesa de Dorne, moviendo sus manos con nerviosismo. Llevaba puesta una camisa azul y unos pantalones negros, el pelo recogido hacia atrás.

Daeron levantó ambas cejas, desconcertado. Envainó su cuchillo y respiró hondo.

—¿Myriah? ¿Qué haces aquí?

—Quería saber cómo estabas —respondió ella.

—Estoy bien.

—Nadie que está bien desenvaina un cuchillo así de rápido —señaló.

Daeron frunció el ceño, se volteó y recargó contra el parapeto.

Myriah se acercó al valyrio, apoyando sus manos en el muro de piedra.

—Mi papá dice que las cosas están yendo de mal en peor.

—No se equivoca —dijo Daeron.

—Oí a mis guardias hablar sobre la desaparición de los hijos de un par de nobles.

—Si tan solo fuera un par... —Daeron meneó la cabeza—. Todos se desvanecieron. Cada hijos, nieto y sobrino de los mercaderes y nobles más poderosos de Braavos desaparecieron hace cinco días.

Myriah, con los ojos bien abiertos miró a Daeron, quien notó su conmoción, su miedo.

—¿Es... Es en serio?

—Sí —afirmó—. Veinte jóvenes se esfumaron, y nadie sabe cómo ni dónde están.

—¡Es horrible!

—Lo es. Gyllos y Tichero trabajan en una solución, pero las patrullas de soldados no hallaron mucho. Pusieron a la ciudad patas arriba. Sin embargo, no hay rastro que seguir, no hay pistas que apunten a ningún sospechoso. Nada.

Myriah, preocupada, dirigió su mirada a Braavos.

Daeron observaba las galeras de cascos púrpuras surcar las aguas de la laguna y a los barcoluengos navegar por los canales, a los soldados recorriendo los suburbios y puentes, a los guardias de armaduras de distintos colores metálicos moviéndose por los tejados de los edificios en búsqueda de algo que los condujera al paradero de los jóvenes desaparecidos.

—Lo bueno de todo esto es que tu padre y tú ya no son el centro de atención.

La princesa lo miró, sorprendida.

—¿Cómo puedes decir eso?

—Trato de ver el lado positivo de los hechos, Myriah —respondió—. Cuando me daban una golpiza en Lys, siempre revisaba si no me habían roto ningún hueso, y si era así, entonces podía decirse que había sido un buen día.

Horrorizada, pálida, la dorniense entreabrió sus labios.

—¡Eso es terrible!

—Sí..., lo era —afirmó, con sus entrañas retorciéndose al recordar aquella época no tan distante—. No me alegro de que esos chicos y chicas hayan desaparecido. Estoy tan preocupado como tú al respecto. Pero, incluso en las peores circunstancias, hay cosas buenas.

Myriah guardó silencio por unos momentos.

—Quizás tengas razón...

—Claro que sí —sonrió Daeron—. Siempre.

La princesa bufó, divertida, y meneó la cabeza.

—Como sea —prosiguió el valyrio—, no te recomendaría explorar la ciudad en un tiempo.

—¿Temes que me secuestren? —preguntó Myriah, llevándose las manos a la cintura—. Mis guardias me acompañan a todas partes, y sé defenderme, lo sabes.

—Sí, lo sé muy bien. —Los cardenales en sus piernas y antebrazo ardieron por unos segundos—. Esa derecha tuya es poderosa —comentó, divertido, y le pareció atisbar un leve sonrojo en las mejillas morenas de Myriah—. Pero las calles se pondrán peligrosas.

—¿Por qué lo dices?

—Porque los magísteres están destinando sus recursos y soldados a investigar la desaparición de sus herederos, descuidando sus suburbios y negocios.

Braavos no era una ciudad conocida por sus criminales y contrabandistas. No obstante, que los más poderosos y las fuerzas del orden se centraran en encontrar a sus herederos y familiares les daría varias ventanas de oportunidad a los delincuentes que, sin duda, no desaprovecharían.

Las calles no caerían en la discordia, por supuesto; había demasiados soldados, y la posibilidad de que meros criminales se apoderaran de un barrio braavosi era tan probable como que un magíster admitiera públicamente cuántos hijos bastardos había engendrado. Pero los suburbios más desprotegidos y pobres serían víctimas de robos y de crímenes innombrables, y los nobles no harían nada por ellos.

—Así que los ladrones se saldrán de control —comentó Myriah—. Dioses... Esto parece surreal.

Daeron asintió.

—Los ladrones son lo de menos, pero sí —miró a Braavos teñida de rojo, el sol ocultándose tras el Escudo de Sellagoros—. La gente está preocupada, temen por su seguridad, la de sus negocios, sus hogares, sus familias. Gyllos reunió a los capitanes Flaerys para organizar patrullas y tranquilizar a las personas... Aunque, si te soy honesto, no creo que sirva de mucho.

—¿Podríamos ayudar? —preguntó Myriah—. Mi padre trajo consigo a doscientos soldados. No es un ejército, pero...

—Dudo que Gyllos acepte —su maestro no rechazaría la oferta por orgullo, honor ni porque aquello demostrara alguna absurda clase de «debilidad», sino porque destinar los pocos guardias dornienses a recorrer calles que desconocían sería más perjudicial que beneficioso.

«Además, Garson y Myriah quedarían expuestos». El Príncipe de Dorne era un luchador hábil, veloz, letal, pero también era un hombre, uno mortal, tan vulnerable al resto al acero de las espadas y a las puntas de las flechas. Y Myriah, al igual que él, era apenas una niña; hábil con la lanza y con una fuerza impropia de alguien de ocho años, pero una niña.

—De todos modos —dijo Daeron—, es mejor que no salgas del palacio, ni tú ni tu padre. Todavía algunos nobles los culpan por lo del ataque.

—¿Y tú? —cuestionó, cabizbaja, jugando con sus dedos—. ¿Tú nos culpas?

Daeron la miró, confundido. Definitivamente los hombres de la Triarquía tenían como objetivo a Garson y a su hija, pero ellos dos no habían matado a los invitados de la fiesta ni orquestado la invasión.

Eran inocentes; a lo sumo, se le podría reprochar al regente dorniense por haberse aliado con el Alto Consejo, pero Garson no había asesinado a nadie ni parecía estar al tanto de los planes de la Triarquía.

—No, no los culpa, Myriah —dijo Daeron—. Ustedes, como los asistentes que murieron, son víctimas. Los nobles de Braavos solo buscan enemigos donde no hay.

—Pero hay enemigos en Braavos —inquirió ella—. Mi padre dice que alguien en Braavos tuvo que ayudar a los piratas a entrar.

—Sí, es verdad.

—Entonces, ¿estamos a salvo aquí?

—Yo... Yo no lo sé —se sinceró, negando con la cabeza, apartando la mirada.

El palacio de Tichero estaba bien aprovisionado y sus muros eran altos y gruesos. Casi mil guardias protegían el bastión del Señor del Mar desde sus imponentes torres de vigilancia y las almenas de las murallas. No obstante, los mercenarios de la Triarquía probaron que no era inexorable, y si un grupo reducido de corsarios y asesinos consiguieron entrar, ¿qué aseguraba que un ejército de uno, dos, tres, cuatro, cinco o seis magísteres no rompería sus defensas?

De fuera como fuese, Daeron había hecho un juramento. Una promesa de proteger a todos aquellos que pudiera. Y lo cumpliría a como diera lugar, incluso si eso implicaba enfrentarse a una hueste de veinticuatro mil soldados.

Se cansó de esconderse, de huir, de no servir para nada.

Haría la diferencia, descubriría quién asistió a la Triarquía y evitaría que una guerra civil consumiera a Braavos.

Miró a Myriah, determinado.

—Myriah.

—¿Sí?

—Tal vez no estemos a salvo, pero juro que no dejaré que nada malo te pase.

Ella sonrió, sus ojos resplandeciendo como dos estrellas oscuras.

—Lo mismo digo. Cuenta conmigo para cubrirte la espalda.

—Gracias, Myriah.

—¿Y qué piensas hacer ahora?

—Supongo que comeré algo —dijo Daeron encogiéndose de hombros.

—Qué curioso —mencionó la princesa—, estaba a punto de ir a la cocina por un poco de carne y pan.

El valyrio frunció el ceño, estudiando a Myriah con su mirada.

—¿Qué tramas?

—Oh, nada —dio media vuelta y se encaminó a la puerta que daba al balcón—. Solo pensaba que querrías acompañarme. Escuché que los cocineros trajeron un pedido especial desde Poniente: carne de uro del Dominio.

Daeron oyó sus tripas rugir. Sus mejillas ardieron y su boca se llenó de saliva. Sacudió la cabeza, enfocándose.

Myriah sonreía, divertida.

—¿Te gustaría cenar conmigo, paladín de la Primera Espada de Braavos? —preguntó en un tono cortés exagerado, con una mano sobre su pecho y la otra detrás de la espalda.

El muchacho dudó por un instante. Evidentemente, Myriah no escondía segundas intenciones maliciosas; la idea de que tratara de envenenarlo era absurda.

«No, ella no sería capaz», pese a no conocerla de pies a cabeza, Daeron estaba seguro que la joven dorniense no era esa clase de persona que mataría indiscriminadamente a cualquiera. «¿Por qué lo haría, en principio? La he salvado, le caigo bien... O eso espero», pensó, un tanto nervioso.

Myriah le agradaba. Era una chica vivaz y decidida, fuerte e inteligente, pero no pecaba de arrogancia. Rechazar su invitación era una opción irracional, y si bien Daeron se guiaba por sus instintos, incluso él reconocía cuando estaba siendo paranoico.

Además, consideró que le vendría bien descansar y relajarse un poco antes de su misión nocturna.

—Claro —dijo Daeron—, me encantaría acompañarla, princesa Myriah.

—Es usted todo un caballero, paladín —rio Myriah, propinándole un golpe en el brazo.

Daeron se tambaleó, recuperando el equilibrio velozmente.

—Y usted, toda una dama, princesa —comentó, burlón.

Ambos se encaminaron al interior del palacio, cerrando la puerta del balcón tras de sí.

La ciudad se encontraba tranquila, demasiado para su gusto.

No había multitudes abarrotando las estrechas calles ni esbeltas barcazas navegando por los canales. Un tenso y sepulcral silencio dominaba Braavos, cuyas vibrantes luces y alegría eran opacadas por las tragedias recientes y el frío y la negrura de la noche.

La gélida brisa nocturna agitaba suavemente sus ropajes y erizaba los vellos de su piel morena. Daeron se envolvió en la capa de tela negra que usaba, una pieza que había tomado prestada de un viejo armario del cuarto de algún noble cuyo nombre no se acordaba, pero sabía que era un pariente lejano de lady Oniruss.

Agazapado en un tejado de la zona suroeste de Braavos, se ajustó la gran capucha que escondía sus rasgos. Había practicado escalar en repetidas ocasiones las torres y las paredes del palacio del Señor del Mar con la capa puesta, pero la capucha limitaba su rango de visión y lo molestaba bastante por su tamaño. No era llamativa, para nada, pero sí amplia, muy similar a las capuchas de las serpientes disecadas que había visto en los laboratorios de los alquimistas lysenos.

Sin embargo, aquella capa lo ayudaba a mimetizarse con las penumbras y sombras. Una vez, estuvo por varios minutos escondido bajo la mesa de un soldado, y este ni siquiera se percató de su presencia. Por horas permaneció inmóvil en un rincón de un cuarto de los barracones de la muralla; no obstante, nadie lo había percibido.

Daeron había escuchado las conversaciones de los guardias con lujo de detalle, y planeaba repetir dicha táctica. Aun así, una cosa era espiar a soldados, y otra muy diferente a superar las defensas de una mansión como la de lady Oniruss y espiarla sin morir en el intento.

«El que no arriesga, no gana», rememoró una de las tantísimas frases de los Rogare. La única de sus lecciones que sí tenía un mínimo de sentido, aunque dependía bastante de la situación.

La casa de lady Oniruss era más bien una suerte de castillo. El edificio, esbelto y de forma circular, coronado por una cúpula carmesí, estaba rodeado por una muralla que se dividía en seis partes. En comparación a los muros del palacio de Tichero, aquellas barreras no resultaban imponentes; a lo sumo, medirían diez o quince varas de alto.

Sin embargo, seguía siendo una altura considerable.

«No será fácil escalarlo», reflexionó Daeron. «Ni eludir a los guardias». Había vigilado a los soldados Oniruss y estudiado sus patrones desde lejos, gracias a un catalejo que Dromin le prestó.

Siempre iban en grupos de a cuatro, recorriendo las murallas durante dos horas antes de cambiar puestos con sus compañeros. Había un total de doce torres de vigilancia. Eran chatas, y sus arqueros, hábiles. Daeron vio como una de sus flechas atravesaba a un gato mientras saltaba de techo en techo; una acción cruel e injustificada, pero que demostraba la impecable puntería de aquellos hombres y mujeres.

«No es que vaya a ser difícil entrar y salir con vida, es que es casi imposible», pensó, tenso, preocupado, asustado.

Regresar al palacio y fingir que nunca había tratado de cometer semejante locura no sonaba como una mala idea. Sin embargo, ya se encontraba allí, a tres o cuatro casas de distancia, y se rehusaba a dejar que sus temores e incertidumbres lo hicieran retroceder de nuevo.

«Vamos, tú puedes», se dijo, severo. «Te metiste a robar en una docena y media de bares y burdeles, ¿cuál es la diferencia con la mansión de un magíster?». «Que esos lugares no eran protegidos por soldados armados con espadas de acero y ballestas», recordó, vacilante.

Respiró hondo, centró su mente y cerró su mano derecha sobre la empuñadura de Colmillo, como había bautizado a su cuchillo de mango dorado. Le daba fuerza, confianza, lo exorcizaba de todo temor e inquietud.

Daeron, amparado por las penumbras, se deslizó por una de las caras del tejado, descendiendo hasta el piso y flexionando sus piernas al aterrizar. Se movió entre las sombras, evadiendo a las patrullas de los guardias que vigilaban el perímetro de la mansión.

Pegó su espalda a la fachada de una casa, asomándose y observando la muralla desde los cimientos hasta las almenas. Tragó saliva, sus dedos aferrados a su cuchillo.

Sacó de su cinturón un par de picos hechos de hierro, los mismos que usaron los piratas de la Triarquía para escalar los muros del palacio del Señor del Mar. Al igual que la capa, había hurtado aquellas herramientas y planeaba devolverlas pronto, en cuanto acabara su misión, si lograba sobrevivir.

Con un pico en cada mano, empezó a escalar el muro, aferrándose a los escasos salientes con las puntas del metal de sus botas. Pequeños pedacitos de roca se desprendían de la muralla al clavar las hojas cerradas de los picos. No era complicado incrustarlos, lo difícil era sacarlos; en cuanto retiraba uno, su cuerpo amenazaba con perder el equilibrio, y el esfuerzo era considerable para sus brazos. Su antebrazo todavía no se había recuperado, pero siguió adelante, pese al ardor de sus extremidades superiores.

«Vamos, tú puedes», pensó, ya habiendo sobrepasado las primeras cinco varas.

Horas atrás, escaló los muros del palacio de Tichero, y aquello fue un desafío indescriptiblemente tortuoso. Un paso en falso, y se hubiera precipitado al suelo, que sin dudas se elevaría para recibirlo con los brazos abiertos.

Pero lo consiguió. Trepó las treinta varas, aprovechando los diminutos salientes y las imperceptibles desigualdades en la lisa muralla. Descender no resultó tan aterrador ni complejo; no obstante, sus músculos estaban casados y en más de una ocasión resbaló, recobrando el equilibrio a duras penas mientras los frenéticos latidos de su corazón aturdían sus oídos.

Antes de enfrentarse a las paredes de la residencia de los Oniruss, Daeron se aseguró de descansar durante dos horas, vigilando la casa en silencio sobre los tejados de los edificios aledaños.

Creía haber almacenado suficiente fuerza y entrenado lo suficiente, pero sus brazos, piernas y espalda protestaban, suplicándole que descansara; las cicatrices ardiendo debajo de sus ropajes.

Él negoció con su cuerpo, lo forzó a ignorar el dolor como lo había hecho tantísimas veces. Continuó escalando, ahogando gritos, exclamaciones e insultos que luchaban por brotar de su boca. Si hacía un mínimo ruido, si cometía un minúsculo error, alertaría a los guardias, y estos, confundiéndolo con un ladrón o un asesino, lo abatirían a flechazos.

«Aguanta», se dijo, apretando los dientes, cerrando las manos en torno a las empuñaduras de los picos. «Esto no es peor que los latigazos de Lysorro».

Con los brazos ardiendo y las piernas entumecidas, Daeron se agarró un espacio entre dos almenas cuadradas. Colgó los picos en su cinturón y, en un esfuerzo final, se impulsó hacia arriba. Quedó en medio de ambas almenas, con el abismo a un lado y el suelo de la muralla al otro.

Cerró los ojos, moderando su respiración y el ritmo violento y acelerado de su corazón. Luego, más calmado, se asomó con cautela, mirando hacia los costados. No había nadie a simple vista, y los vigías en las torres no parecían particularmente interesados en voltear a comprobar si sus compañeros recorrían la muralla o no.

Daeron se pegó a uno de los parapetos, caminando con rápidos pasos quedos y oculto en las sombras por el adarve del muro, atento a los sonidos a su alrededor. Caminó por varios metros, y al escuchar a unos guardias a lo lejos, aceleró su andar, llegando a una de las doce torres de vigilancia.

Abrió con cuidado la puerta de madera que conectaba con el interior, cerrándola delicadamente. Dentro, había una escalera de caracol, compuesta por tablones de madera del ocaso que ascendían y descendían. En lugar de subir, Daeron bajó, saltando de tres escalones en tres; sabía que la resistente madera del Norte soportaría su peso sin problemas.

Al cabo de unos momentos, pisó el último escalón, que estaba al nivel del suelo, levemente enterrado en el empedrado. Se dirigió a la puerta que, dedujo, daba al patio interior de la mansión.

Se acercó al portal, tocando con los dedos el pomo de bronce, que giró de repente. Daeron se deslizó a un lado, escondiéndose detrás de la puerta.

—Dioses, odio este horario —dijo uno de los guardias. Era alto y fornido, e iba vestido con una armadura roja.

—¿Me lo dices a mí? —preguntó un segundo, más bajo y flaco que el primero, que portaba una lanza y la misma coraza carmesí que su compañero—. ¡Tú no tienes que caminar por la muralla!

—¿Crees que estar parado en una puta torre sin un asiento es fácil? ¡Inténtalo, y verás cómo te quedan las piernas!

—No digas idioteces —bufó el segundo—. Al menos tú no oyes los gritos de esa perra mientras sus cuatro amantes se la...

—¡Shhh! —se volvió el primero, llevándose un dedo a sus labios. Daeron se agazapó contra la puerta, escondido a simple vista gracias a la poca iluminación—. Si quieres conservar tu lengua, te recomiendo guardarte esos comentarios, Rhillio.

—Por favor, Baaro —dijo el tal Rhillio—. Incluso desde el palacio del Señor del Mar se puede oír a lady Oniruss gemir a los cuatro vientos.

—No insultes a nuestra señora —advirtió Baaro, su cara a escasos centímetros de la de Rhillio, sus ojos como dagas—. Ella es libre de acostarse con quién y cuántos quiera. No nos incumben sus asuntos personales.

—¿Por qué lo dices? ¡Nos paga una miseria, ni siquiera nos mira cuando pasa a nuestro lado!

—¿Y? —la sencilla pregunta pareció desconcertar a Rhillio—. Es una magíster, una mujer noble. No digo que sea una diosa o que debas venerarla, pero tendrías que mostrar algo de respeto por alguien que te está pagando.

Rhillio chasqueó la lengua, apartando la mirada.

—Su esposo murió hace no mucho —comentó Baaro—. Aún está dolida por eso. Supongo que encuentra consuelo en los brazos de otros, aunque no creo que la ayude a superar a su marido. Si tan solo hubieras conocido a lord Vogeo... —En su voz había pena, tristeza..., melancolía.

Baaro sacudió la cabeza y se alejó, subiendo la escalera. Rhillio lo siguió en silencio, gruñendo e insultando por lo bajo.

Daeron, confundido por la conversación, supuso que Baaro debía ser un veterano, y Rhillio, un soldado recién salido del Fuerte de Hierro, la fortaleza donde se entrenaban los guardias de las familias nobles de Braavos. Y si la mitad de lo que decían era cierto, supuso que no tenía que preocuparse de una inesperada visita de lady Oniruss a su estudio.

Inspiró por la nariz, exhalando por la boca. Abandonó la torre y cerró la puerta de la misma. Se volteó y recorrió el jardín con sus ojos. No había muchos guardias patrullando la zona; la mayoría estarían en el interior de la mansión, velando por la seguridad de su magíster.

Contrario a los inmensos jardines de Tichero, plagados de flores y plantas exóticas de colores vibrantes, el patio de la fortaleza Oniruss estaba vacío. El sitio, decorado por galerías finamente aderezadas con sedas volantinas, y largas y anchas piletas profundas, llenas de agua cristalina que reflejaba las nítidas estrellas en el cielo, parecía uno de los baños públicos en Lys, solo que más lujoso, grande y sin techo o estatuas de jóvenes mozos y doncellas semidesnudos.

Daeron, como una sombra, se desplazó a través del jardín, sacando sus picos una vez más y saltando en cuanto estuvo cerca de la mansión, comenzando a escalar de nuevo por la fachada de este.

El edificio era alto, incluso se asomaba por encima de las murallas que lo protegían. No obstante, comparado al palacio del Señor del Mar, aquella enorme casa no era ningún desafío. El verdadero problema sería hallar el estudio de la dueña.

Había especulado que se encontraría en uno de los pisos superiores, pero, al escrutar por los emplomados ventanales, no vio nada que llamase su atención. Sin embargo, no pensaba desistir hasta dar con algo, lo que fuese, que le diera la certeza de que lady Oniruss no había formado parte del atentado,

Las paredes de ladrillo rojizo estaban despintadas; el tiempo, la lluvia y el sol las habían desteñido, tornándolas de un color rosado claro, pálido. Daeron concluyó que el carmesí de las armaduras de los soldados debió de haber sido el tono original de la mansión.

Sacudió su cabeza, dejando de divagar entre sus pensamientos al notar un destello plateado en una ventana, más grande y ancha que el resto.

Al acercarse, Daeron percibió, a pesar del vidrio sucio, en el interior una cámara adornada con esbeltos estantes, un escritorio inmenso abarrotado de gruesos libros y una alfombra oscura.

Una sonrisa se dibujó en los labios del valyrio, que apoyó sus pies en el alféizar para descansar sus piernas y no correr riesgos innecesarios. Trató de forzar la ventana con el pico que sostenía con la mano derecha al incrustarlo y moverlo en el marco que unía los dos ventanales.

El ligero chasquido metálico del marco confirmó que lo había logrado con éxito.

Suavemente, abrió de par en par la ventana de cristal tintado, desteñido y sucio, y entró a la habitación.

Rodó por encima de la alfombra negra, hecha de la piel de algún animal, y luego se reincorporó de un salto. Miró a su alrededor, pero no vio a nadie. Aguzó su oído, y solo alcanzó a captar los lejanos gemidos de una mujer y sonidos obscenos que le trajeron malos recuerdos de su estancia en el orfanato.

Concentró su mente, enfocándose en el objetivo de su visita.

Se dirigió al imponente escritorio. Había varias montañas de libros bien encuadernados encima de este, y una fina capa de polvo cubría tanto los tomos como el mueble.

Daeron se fijó brevemente en una estatuilla plateada que reposaba en uno de los estantes. Era la escultura de un dragón de mar. De cuerpo escamado y alargado, semejante al de una serpiente, la criatura se enroscaba sobre sí misma, y sus grandes fauces se destacaban por sus dientes en forma de sierra.

Le costó quitar sus ojos de tan exquisita pieza, pero no había arriesgado su vida por una miserable baratija, sino por documentos, pruebas que lo ayudaran a detener una guerra.

Rodeó el escritorio y se puso manos a la obra. Abrió cada uno de los múltiples cajones, pero muchos no contenían más que polvo o libros. Rebuscó a fondo, revisando si alguno tenía un fondo falso o incluso dos.

Para su sorpresa, una buena parte de los cajones sí contaban con compartimentos secretos. Desgraciadamente, ninguno ocultaba ni libros, ni polvo.

«¿Por qué se molestaría en crear escondites si, al final, no esconde nada en ellos?» se preguntó, frustrado.

Entonces, mientras revisaba el escritorio, se percató de un sutil desnivel en el cajón central. De inmediato, lo abrió y notó que el espacio para almacenar era demasiado pequeño en comparación a lo que se veía desde afuera.

Desenvainó su cuchillo y lo clavó en una fina hendidura en el costado del cajón. Lo movió con la misma delicadeza que un cirujano al utilizar sus utensilios médicos.

Un nuevo chasquido metálico se oyó, y un segundo cajón secreto en el lateral del principal se reveló.

«¡Ajá!», sonrió Daeron, victorioso.

Al mirar en el recién revelado compartimento, el platinado sintió por fin que su esfuerzo había valido la pena. Agarró y estudió los papeles, amarillentos y quebradizos. Aunque no había aprendido a leer a la perfección en un mes y medio, sabía reconocer las letras y palabras, con bastante trabajo, sí, pero Dromin le había enseñado bien.

Para quien encuentre esta carta:

No soy un buen hombre. Hice grandes cosas por esta ciudad y su gente. Fundé orfanatos, erigí casas, construí mercados, alimenté a los necesitados, les compré medicina. Pero también he hecho cosas horribles. Mandé a silenciar personas, sobornándolas, amenazándolas..., matándolas; invertí en negocios deshonestos; engendré un bastardo en Myr, al cual he abandonado todos estos años en manos de sus amos, y lo peor, pacté alianzas peligrosas, que ahora conspiran para traer ruina a esta nación y a nuestros vecinos.

¿Cómo se suponía que yo sabría en lo que me involucraba? ¿Cómo podría haberme imaginado el lío en que esos malditos hijos de puta acabaron por enredarme? No soy inocente, pero tampoco deseo continuar con esta locura.

He conspirado a espaldas del buen Tichero, actual Señor del Mar de Braavos, y en contra de todo Essos. Esta gente, los traidores de los que formó parte, planean causar caos y muerte. Se preparan para organizar un ataque con los cabrones del Alto Consejo, líderes de la Triarquía.

No sé cuándo o dónde será, ni cuántos participarán o con qué fines se llevará a cabo este atentado, pero sospecho que será en la misma Braavos, ¡en nuestro hogar!

Falta poco, lo sé. Sigo sin tener los detalles claros, pero no cabe duda de que actuarán, tarde o temprano; más temprano que tarde, quizás. Están impacientes, ansiosos.

Desconfían de mí. No me cuentan nada y siento como sus espías me vigilan día y noche.

Les fui útil hace tiempo, cuando podía aportar recursos a su retorcido complot, pero ahora soy un estorbo. Sé demasiado... Y ellos lo saben.

Por favor, si alguien lee esta carta alguna vez, cuídese de los magísteres de Braavos, de los nobles, de los príncipes mercantes, ¡de todos! Puede que yo sea uno, pero las víboras perjuras y ratas deshonestas de las que hablo no tienen ni siquiera amor por su patria, cosa que, pese a mis crímenes y pecados, poseo.

Avísale a Tichero, a las Espadas, ¡incluso al necio estúpido de Daalor! Si no es demasiado tarde, diles que busquen en el Puerto del Trapero, en los territorios de Irnah, en las tumbas del Fuerte de Hierro, en las arcas del Banco de Hierro. Diles que salven Braavos, que salven Essos.

Una punzada de miedo atravesó a Daeron.

Sorprendido, confundido, preocupado, el chico tardó un momento en procesar lo leído. A pesar de que le costaba reconocer las palabras, comprendió su significado, el terror y consternación grabados en ellas.

Aquella carta confirmaba sus peores temores: la conspiración en contra de Tichero era una realidad, no una teoría, y no buscaba únicamente humillar al Señor del Mar, sino que su objetivo parecía no ser otro que desatar un nuevo Siglo Sangriento.

Cien años de guerra. Cien años de hambre. Cien años de peste. Cien años de muerte. Cien años de sangre.

Todos, incluso los incultos esclavos como él, conocían acerca de esa lejana época que la mayoría de Essos había decidido olvidar tras la derrota de los dothraki en Qohor. Durante diez décadas, imperios cayeron, naciones se alzaron, guerras se libraron y cientos de miles de personas murieron.

«¿Quién en su sano juicio querría repetir eso?», cuestionó Daeron, desconcertado.

Cabía la posibilidad de que quien hubiese escrito la carta estuviera exagerando, pero Daeron percibió los detalles en la letra, los sentimientos, las emociones impresas en estas. Rabia. Impotencia. Arrepentimiento. Miedo. El más absoluto de los temores.

«Quien quiera que sea, habla en serio».

Ya no se trataba de detener una guerra civil en Braavos, sino una era de interminables conflictos que acabaran con la próspera estabilidad y tensa calma que había reinado en Essos por siglos. A excepción de Lys, Myr y Tyrosh, que vivían enfrentadas entre sí, las demás naciones del continente, esclavistas o no, mantenían una buena relación comercial y política.

Había acuerdos escritos y tácitos de paz, pero su validez se iría a la mierda si estallaba una guerra a gran escala en la que más de tres naciones participasen.

La Triarquía se ganó el desprecio de las Ciudades Libres, Poniente e incluso los piratas de Sothoryos y los Príncipes de las Islas del Verano. Sin embargo, apoderarse de los Peldaños de Piedra no había dividido a Essos. Al contrario, unió al resto de países para hacerle frente a un enemigo en común.

No obstante, bastaría una pequeña chispa para que el fuego de la guerra ardiera y consumiera el continente.

Daeron estaba pensando en ello, cuando oyó pisadas acercándose, firmes, rápidas.

Colocó nuevamente el cajón en su lugar, escondió las cartas en los pliegues de su capa y se puso detrás de una estantería, la misma en la que reposaba la estatuilla del dragón marino.

—Te juro que vi algo, Viria.

—¡Fera, por favor!

La pesada puerta de madera se abrió de golpe, astillándose al chocar con la pared de piedra.

Daeron se estremeció en su sitio, pegado al estante. A través de los libros y artículos, vislumbró una figura inmensa, de brazos y piernas como mástiles de dromón. La musculatura de su fornido torso era remarcada por el peto escarlata que vestía, y su fuerte mandíbula se parecía a un ladrillo.

Detrás de la gigantesca persona, una más delgada y pequeña la seguía, nerviosa, ataviada con una bata de seda etérea que dejaba entrever sus finas piernas.

—Por favor, Fera —dijo Viria Oniruss, la magíster, la más baja de las dos mujeres, su voz dulce como un eco melodioso—, estás demasiado tensa.

La tal Fera, rapada, de hombros anchos, no prestó atención a Viria. Llevaba una lámpara de aceite en una de sus manos, la cual apoyó encima del viejo escritorio, inclinándose encima de este, buscando algo, o a alguien.

—Sé lo que vi —dijo Fera, con voz gruesa y poderosa—. Estaba de camino aquí cuando...

—Pudo ser solo tu imaginación —repuso Viria—. Has estado esforzándote mucho últimamente. Necesitas descansar.

—Soy la Quinta Espada de Braavos, ¿lo olvidas? Mi deber es asegurarme de que lo que ocurrió en el palacio de Tichero no se repita en esta mansión.

—Comprendo tu preocupación, Fera, pero no ayudas a nadie si te desvelas durante días y acabas exhausta. Agradezco que quieras protegerme, pero...

—Es más que querer protegerte, Viria —replicó, dando media vuelta y caminando en dirección de la otra mujer, los pesados pasos de sus botas resonando entre las paredes—. Eres lista, te conozco. Sabes tan bien como yo que están pasando cosas malas, pero las ignoras, tal como ignoras la muerte de...

—No. Te. Atrevas. A mencionarlo —sentenció Viria, severa. Se volteó, cruzada de brazos, cabizbaja.

Un incómodo silencio reinó en la habitación por un instante, el viento de la noche moviendo sutilmente los finos ropajes de Viria y la ventana abierta.

—Viria... —dijo Fera, apenada, enojada..., triste—. A mí también me dolió la partida de mi hermano. Vogeo era un buen hombre. No era perfecto, lo sé; estoy al tanto de sus errores. Sin embargo, te amó, y juré sobre su tumba que te cuidaría. Pero no puedo hacerlo si no me dices qué está sucediendo.

Fera posó una de sus enormes manos en el hombro de Viria, que se agitó, quizás por el frío, quizás por el tacto. La magíster giró levemente su cabeza; a Daeron le pareció ver una lágrima descender por su mejilla.

—Fera, yo... —la magíster respiró hondo—. Tu hermano estaba involucrado en algo peligroso, y las personas que lo convencieron de participar lo querían muerto.

—¿Qué? —preguntó Fera, desconcertada—. ¿De qué hablas, Viria?

—No sé de qué se trataba. Lo único que me dijo es que iría a buscar la ayuda de lord Tichero y que le contaría todo a él, pero ese mismo día...

—Lo asesinaron —inquirió Fera.

Viria asintió. Abrazó a Fera, y esta la envolvió con sus portentos brazos. Daeron escuchó su llanto ahogado.

—¡Se suponía que la Segunda Espada lo protegería!

—También asesinaron a Orren ese día —respondió Fera—. Tu hermano no tenía forma de saberlo; Orren estaba de camino a su encuentro cuando lo atacaron. Dioses, Viria, ¿por qué no me lo dijiste?

—Yo... Yo no lo sé... Me aterraba la idea de que me mataran como a Vogeo —confesó, avergonzada—, o a ti por investigar.

—No debes preocuparte por mí. Sé cuidarme sola.

—Supongo que Orren también sabía cuidarse.

—Yo no soy Orren, Viria.

—No. Me consta que no.

Mientras ambas mujeres conversaban, Daeron se desplazó con cuidado hacia una estantería aledaña, cerciorándose de no hacer ruido al moverse. Temía que Fera utilizara el inmenso mandoble que cargaba en su espalda en contra de él, por lo que evitó la luz de la lámpara al esconderse tras los muebles de la habitación.

Desgraciadamente, en un descuido, chocó con una montaña de libros apilada cerca del escritorio, y un tomo de tapa de cuero golpeó el suelo. La alfombra no amortiguó en lo absoluto el impacto ni el sonido del mismo.

En menos de un segundo, Fera apartó con un suave empujón a Viria de ella, agarró la empuñadura de su espadón, la cual sobresalía por su hombro izquierdo, y partió el escritorio con un solo tajo. Un centenar de astillas, páginas de libros y cuadernos volaron en todas direcciones. Daeron giró a un costado, evitando los pedazos de madera.

Al alzar la mirada, sus rasgos aún ocultos por la capucha, observó la ira reflejada en los ojos celestes de Fera, que se clavaron en él como dagas.

La mujer, que no debía medir menos de dos metros, alzó con una facilidad ridícula la gigantesca espada que empuñaba, y Daeron no esperó a que efectuara un nuevo movimiento.

Corrió en dirección a la Quinta Espada y se deslizó entremedio de sus dos piernas, escuchando la madera del suelo quebrarse al recibir el tajo vertical de Fera.

Daeron se subió a la ventana por la que había entrado, ignorando a Viria. Observó una pileta unos cuantos metros abajo, y entonces, tuvo la más peligrosa y estúpida de las ideas, pero no tenía muchas alternativas.

Sin dudarlo dos veces, se impulsó con el alféizar de la ventana, y en plena caída, se quitó la capa, haciéndola un bola y lanzándola a un costado. El agua se elevó a su encuentro y Daeron se hizo un ovillo. A pesar de ser agua, el impacto dolió bastante. Su cuerpo protestó, pero él siguió adelante.

Nadó desesperadamente hasta la orilla, con movimientos descoordinados y torpes; nunca había aprendido a nadar. Empapado de pies a cabeza, buscó su capa, encontrándola cerca de una galería. Se la colocó de nuevo y corrió hacia la torre por la cual había bajado al patio principal.

Aceleró el paso al oír el repicar de varias campanas a la distancia. Embistió la puerta de la torre, cerrando esta luego de entrar y empezando a subir los escalones con rapidez. Escuchó las bisagras de metal romperse y la madera quebrarse; no perdió tiempo en ver quién lo perseguía.

Salió al exterior, corriendo por el adarve de la muralla. El viento nocturno lo despeinó, y una flecha se clavó muy cerca de su pierna izquierda. Sin detenerse, se volteó, viendo a Baaro armado con un arco largo.

La puerta por la que había accedido al interior de la fortaleza se abrió de golpe. Fera, sosteniendo con una mano su mandoble de hoja curva, se abalanzó en contra de Daeron como un toro en estampida, y el joven platinado, corriendo, desenfundó sus picos.

Pese a su intimidante tamaño, Fera era rápida y no tardaría en alcanzarlo. Daeron, con el corazón acelerado y las piernas ardiendo, sabía que no lograría nada si daba media vuelta y la enfrentaba. No obstante, en cuanto vio a los soldados aparecer por la puerta de una torre cercana, supo que no podría huir por más tiempo.

Saltar al vacío que lo esperaba al otro lado de la muralla era una locura. Una insensatez. Una imprudencia. Una sentencia de muerte. Y, aun así, lo hizo.

Atando una cuerda a uno de los picos mientras corría, Daeron se arrojó del muro. Escuchó a Fera insultarlo y a los soldados deteniendo su carrera para observarlo. El platinado giró la soga que sostenía el pico y lanzó esta a la inmensa pared de piedra, su capa agitándose en torno a él.

El pico se incrustó en la roca, y la cuerda de la que sus manos se sujetaban se tensó de golpe. Sus brazos se sacudieron; tuvo que apretar los dientes para contener un grito de dolor. Pero la cuerda se rompía poco a poco y el pico amenazaba con desprenderse; no se había clavado muy profundo en la muralla.

Daeron miró hacia abajo y notó que no estaba tan lejos del suelo, pero, si se soltaba, la caída le rompería las piernas o, como mínimo, una de las dos. Sin embargo, cuando uno de los soldados que patrullaba el perímetro del muro pasó por debajo, cortó la cuerda con Colmillo y volvió a precipitarse.

Aquel pobre hombre apenas pudo alzar la vista cuando le cayó encima. Un horrible crujido se oyó al chocar contra el guardia, pero ninguno de ellos murió. Daeron, no obstante, se percató que, si bien le dolía todo y sus sienes latían, el peor parado fue el sujeto al que aplastó, cuyo brazo derecho y pierna izquierda habían quedado en un pésimo estado, retorcidos de forma extraña.

Contuvo las ganas de vomitar, y se limitó a disculparse con el desafortunado en un susurro inteligible, comenzando a correr nuevamente.

«No puedo regresar al palacio de Tichero, no sin asegurarme de que nadie me sigue», pensó, escabulléndose en los estrechos callejones del suburbio.

Los frenéticos latidos de su corazón y su agitada respiración lo hicieron detenerse por un momento. Se recargó en una pared cercana, llevándose una mano al pecho. Respiró hondo, cerrando los ojos, e intentó relajarse, descansar momentáneamente.

Sin embargo, los rápidos pasos de más de una docena de hombres llamaron su atención. Con cautela, se asomó por una de las esquinas del callejón, viendo como las luces de las antorchas y lámparas proyectaban las sombras de los soldados de armaduras carmesí que las portaban. Eran decenas, cientos quizás.

«Me están siguiendo», dedujo. No creía que supieran dónde estaba con exactitud, pero, en definitiva, tenían una idea de cuál era su camino.

«Debo perderlos, ahora». Escaló por una de las paredes del callejón, subiéndose a los tejados de las casas. Con la agilidad de un gato, empezó a saltar de un techo al otro a gran velocidad, la brisa despeinando su cabello, moviendo sus ropajes.

Se encaminó al centro de la ciudad, donde las calles angostas y los pasadizos reducidos le permitirían esconderse hasta entrada la mañana o la madrugada. De repente, una flecha le rozó el brazo derecho, atravesando su capa.

Daeron escuchó las cuerdas de los arcos tensándose a sus espaldas y los gritos de los guardias. No obedeció, sumergiéndose de nuevo en la obscuridad de los callejones. Los dardos de las ballestas se incrustaron en el piso y las paredes de las casas, pero él no frenó su andar, corriendo en dirección al corazón de Braavos.

Giró en cuanta esquina vio, fundiéndose con las sombras, desapareciendo a plena vista, o mostrándose al recorrer largos y bien iluminados corredores.

Sus perseguidores, confundidos, se dividían en grupos más y más pequeños en un fútil intento de acorrarlarlo. Pero Daeron había estudiado las calles de la ciudad por meses antes de que Gyllos lo atrapara y adoptara como aprendiz. Se conocía cada pasadizo secreto, cada escondite, cada callejón sin salida, cada atajo, cada trampa.

Ellos estaban pérdidos, desencajados; y él, en su hábitat natural.

Una vez los soldados Oniruss se dispersaron, Daeron retomó su ruta original, corriendo y saltando por los canales en dirección al centro de la ciudad. Se creía capaz de llegar, no se encontraba tan lejos, pero la mastodóntica figura de Fera se interpuso en su camino.

Desconcertado, trastabilló, y eso le permitió a la enorme mujer conectarle una patada en el pecho. El golpe lo mandó a volar un par de metros hacia atrás, cayendo de espaldas al piso.

Se reincorporó como pudo, recargándose en una pared cercana.

—Dime quién eres —dijo Fera, desenvainando su mandoble, la luz de la luna fluyendo a través de la hoja— y quizás te deje vivir.

—No soy un asesino —respondió Daeron, respirando entrecortadamente.

—No te pregunté tu profesión, sino tu nombre.

—Eso no puedo decirlo.

—Entonces, morirás.

Y antes de que Fera pudiera dar un paso adelante, un borrón esmeralda pasó a su costado. Sangre empezó a manar de una repentina herida en su brazo izquierdo, pero la Quinta Espada ni se inmutó.

Daeron, conmocionado, apenas comprendía lo sucedido o cómo el hombre de ropajes verdes que estaba enfrente de él había llegado allí. El sujeto empuñaba un sable curvado y de punta aguzada, cuyo acero se encontraba levemente manchado de rojo, las gotas rojas golpeando el suelo.

La Quinta Espada había centrado su mirada, llena de furia y desprecio, en el misterioso espadachín, y este, que sonreía, tenía su vista clavada en ella. La tensión era palpable en el ambiente, y los instintos de Daeron le gritaban que corriera, pero no podía moverse; un movimiento en falso, una palabra equivocada, una leve imprudencia... y su vida acabaría ahí mismo.

—Garren —dijo Fera, enojada.

—Querida Fera —dijo el tal Garren, haciendo una profunda reverencia—. Es un placer verte por aquí.

—Déjate de juegos. Hazte a un lado.

—Oh, ¿y por qué haría eso?

—Estás interfiriendo con un asunto de lady Oniruss.

—¿Asunto? —el hombre de ojos delgados y cabello negro se volvió, mirando a Daeron, quien agachó la cabeza, escondiendo su rostro gracias a su capucha—. Ah, esa clase de asuntos... —se volteó hacia Fera—. Lamento decirte que no puedo hacerlo.

—¿Qué dices?

—Tal vez no te hayas dado cuenta, pero estás en territorio de lord Forassar —señaló Garren, divertido—. Como verás, tus asuntos ahora son míos.

Fera apretó el mango de su mandoble, que crujió bajo la presión de sus fuertes dedos.

—No me jodas, Garren. Apártate de mi camino. Este bastardo irrumpió en la mansión de mi magíster y no descansaré hasta que pague por tal ofensa.

—¿Que él qué? —cuestionó, y se echó a reír descontroladamente, como si le hubiera contado el mejor chiste de la historia. Clavó la punta de su espada en el suelo, apoyándose en su pomo—. ¡Dioses, esa si es una buena historia!

—¡Ya basta! —rugió la Quinta Espada—. Estás agotando mi paciencia.

—Perdona, perdona —rio Garren—. Es que me sorprende que un ladrón cualquiera pueda entrar a la casa de un magíster como si fuese pan comida. Es decir, ¡solo míralo! —carcajeó, apuntando a Daeron con un gesto—. ¡No tendrá más de diez años!

Daeron tragó saliva. «¿Cómo lo sabe?», no tenía caso preguntarle aquello a Garren. Era un tipo peculiar, eso se notaba a leguas, y esa clase de personas tendía a no contestar las interrogantes con respuestas cortas y concisas.

—¡Te lo advierto....!

—¿Tú me adviertes a mí? —la voz de Garren se tornó grave, causando que un escalofrío recorriera la espalda de Daeron, y que Fera retrocediera ligeramente—. No, déjame darte una advertencia a ti, Fera. He estado muy aburrido, demasiado aburrido. Mi jefe no para de quejarse y mandarme a hacer su trabajo sucio. Pero me cansé de lidiar con deudores, guardaespaldas, marineros borrachos y soldados creídos.

» Quiero un enemigo digno, un rival... Y da la casualidad que, en este momento de desesperación, te apareces tú en mi territorio. No te imaginas lo contento que estoy, ¡ni qué tanto anhelo un combate!

Daeron percibió la emoción en los ojos dorados de Garren, que brillaron como dos soles. El hombre retiró su espada del suelo, haciendo danzar su empuñadura entre sus dedos a una velocidad impresionante. Adoptó una postura inusual, sujetando la empuñadura con ambas manos y flexionando las rodillas.

—Así que, ¿qué te parece si me entretienes un rato, Fera, y dejas ir al niño? ¿O es que acaso temes afrontar un verdadero desafío?

Ferra apretó los dientes, y con un grito de rabia, arremetió contra Garren.

—Oye, tú —dijo Garren sin mirar al platinado—, huye.

Daeron ni siquiera se molestó en protestar. ¿Qué podría hacer él, un joven chico lastimado, cansado y empapado para frenar a dos de las siete Espadas de Braavos? Sencillamente, se limitó a aprovechar aquella oportunidad.

Corrió al palacio de Tichero, escuchando el característico ruido del acero golpeando el acero desvanecerse a sus espaldas mientras se alejaba.

(...)

Nota del Autor:

¡Hola, gente! ¡Muy buenos días, tardes o noches! Espero que la estén pasando bien, y si no es así, bueno, ojalá mejoren pronto.

Ay, ay, ay, ay, ay. Este Daeron no deja meterse en líos, ¿no? Es todo un temerario, quizá no llegue a los nueve si sigue arriesgándose. Pero bueno, más misterio, más intriga, ¡y la aparición de la Quinta Espada de Braavos, Fera! Esa sí que no se las esperaban, ¿o no? Y si creen que esas serán todas las sorpresas que les aguardaban a ustedes, queridos lectores, no tienen ni idea.

En fin, ojalá les haya gustado este cap, que es largo, sí, pero tengo la esperanza de que se les haga dinámico y fácil de leer. Yo me despido, público mío. ¡Buena suerte y muchísimos éxitos!

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro