𝐗𝐗𝐕𝐈

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Se despertó en el suelo, la fría y quebradiza sangre seca debajo de él crujiendo con cada uno de sus movimientos; el aroma metálico distorsionando su vista y olfato. Posó las manos sobre las losas y se incorporó lentamente, una lacerante oleada de dolor invadiendo su cuerpo. Apretó los dientes, rasgando la piedra con sus uñas, y aguantó en silencio. Se recargó en la pared a sus espaldas, luchando por moderar su irregular respiración y fortalecer los débiles latidos de su corazón.

«Maldita sea, Garren», pensó, agonizante. No moriría; los cortes no eran demasiado profundos, y si bien había sangrado bastante, el yitiense se había asegurado de que su espada no rebanara puntos vitales. Unos siete días de reposo y varias comidas lo ayudarían a recuperarse. Para su desgracia, no contaba con tales lujos, y aún si los tuviera, no se hubiera quedado en cama. Había abierto una brecha, y de no aprovecharla, no escaparía jamás.

Tras su pelea con Garren, lo más probable era que hubiese avisado a los guardias acerca del suceso, y muchos de los soldados, ya por intrínseca arrogancia o por órdenes de la Segunda Espada, habrían dejado sus puestos, confiados en que no huiría. Pues, si el prisionero había recibido una paliza y se encontraba inconsciente en un charco de su propia sangre, ¿cómo se las arreglaría para escapar en su ausencia?

«Lo averiguarán más temprano de lo que se imaginan». Daeron se apoyó en el muro, reincorporándose poco a poco, pero cada uno de sus gestos requería un inconmensurable esfuerzo. No lo habían matado, y, aun así, Garren había golpeado más fuerte de lo que pudo prever. No había propinado tajos mortales, pero Daeron, luego de la experiencia, concluyó que, si Garren y él chocaban aceros y perdía por segunda ocasión, prefería ser decapitado o empalado en el pecho a repetir aquella breve e interminable demostración de indistinguibles y abrasadores cortes y puñaladas.

Se irguió, dio un par de pasos y sus piernas amagaron con traicionarlo. Se sujetó de la mesita a un costado de su cama y se arrancó la desgarrada camisa, la capa y la capucha que llevaba puestas, pequeños hilillos escarlatas manando de sus antebrazos, hombros y torso. Toda la parte superior y cada palmo de sus brazos ardían, como si diminutas dagas al rojo blanco se retorcieran en sus frescas heridas. Sin embargo, no se rindió.

Cayó al piso, y sus huesos y músculos se quejaron por el impacto. Se contrajo en una suerte de ovillo, cerrando los ojos y los puños con tal fuerza, que terminó lastimándose las palmas. Pese al latente dolor, se arrastró, dejando un rastro carmesí a su paso, y recogió a Colmillo, el cual había quedado tirado cerca de la cama del cuarto, la textura de la madera dorada bajo sus dedos otorgándole una pizca más de decisión.

Deslizándose hacia el mueble adornado con un colchón y sábanas blancas, Daeron lo utilizó como soporte para levantarse, y luego procedió a rasgar las telas pálidas. Carecía de la habilidad de un costurero o tejedor, por lo que se improvisó un manto que llegaba a su cinto, metiendo su cabeza por un hueco que hizo en las sábanas, cubriéndose por fin. No resistiría ni el pinchazo de una avispa y las flechas romperían las mantas como si se tratara de una espada cortando queso, pero algo era mejor que nada.

Con el resto de tela, se vendó las lastimaduras, y cuando terminó de envolverse a sí mismo, se percató de que se asemejaba más de lo que le gustaría a una momia ghiscaria; los vendajes tornándose de un oscuro color rojizo segundo a segundo. «Al menos servirán», pensó, las laceraciones palpitando, la cabeza dándole vueltas.

No había sido una jugada inteligente, pero, si todo había salido de acuerdo a como lo fue planificando sobre la marcha, el túnel que conectaba con la escalera que ascendía a los pasillos de la mansión Forassar estaría más despejado que de costumbre. Recordaba que, mínimamente, habrían cuatro docenas de guardias el día que se reunió con Mero en la planta alta de su hogar. Pero ahora, si no había errado al suponer que la confianza de Garren y la pereza de los soldados jugaría a su favor, no tendría que haber más de una docena y media; y si su buena amiga la Fortuna lo bendecía, solo encontraría una docena de hombres al abrir la puerta.

Respiró hondo, preparándose, enfocándose. Inhibirse del lacerante dolor era imposible, así que se centró en aquel abrasador veneno, usándolo para mantenerse despierto, sobrio, atento. El miedo, la inquietud y la preocupación que le provocaba desconocer qué sucedía extramuros de la construcción en la cual lo habían encerrado y no saber cómo estaban sus amigos lo desorientaban y transportaban su mente lejos; las cicatrices en su cuello, extremidades y espalda latiendo. Pero se obligó a centrarse en él mismo y, en lugar de ignorar tales emociones, las convirtió en la leña del fuego que empezaba a quemar las toxinas en sus venas y que lo llenaba de coraje, determinación y fuerza.

Elevó la hoja de Colmillo a la altura de sus ojos, y vio su voluntad manifestada en resplandecientes llamas violetas que danzaban en sus iris.

Envainó su daga, y luego se encaminó a la puerta de la recámara, colocándose a un costado. Dio dos golpes con el dorso de su mano y, aclarando su garganta, sacó a relucir sus dotes actorales.

—¡Ayuda, por favor! —gritó, con una voz quebradiza, debilitada, que desbordaba desesperación—. ¡Traigan un cirujano, por los Dioses!

—¡Rápido, despertó! —clamó enseguida uno de los soldados, y Daeron alcanzó a escuchar el inconfundible ruido de la madera contra la piedra; posiblemente una banqueta chocando con el suelo.

—¡Mierda! —dijo un segundo, y el sonido anterior se oyó de nuevo.

Ambos se acercaron a la puerta, y tras el clásico tintineo de las llaves siendo introducidas en las cerraduras y los chasquidos metálicos de los cerrojos, esta se abrió. Daeron se abalanzó hacia los soldados, incrustando sus rodillas en los petos de los hombres de Forassar, los cuales, desconcertados y debido al peso de sus armaduras, se desplomaron de espaldas al piso.

Ligero como una serpiente y veloz como un ciervo, Daeron se impulsó con sus piernas, saltando por encima de cuatro guardias más, quienes se hallaban sentados frente a su cuarto. Boquiabiertos, estos lo observaron sobrevolar sus yelmos, y aterrizar detrás de ellos. Daeron no se volvió a verlos ni aguardó a que reaccionaran, sino que picó espuelas más rápido que si lo persiguiera el diablo, la mirada fija en los guardias de adelante.

Eran dos e iban armados con bastones sin pica, pero uno de los embates de esos palos bastaría para incapacitarlo; sus lastimaduras no habían sanado, y dudaba que pudiera recuperarse si sufría otro golpe. Cuando uno de los soldados alzó su arma de madera, Daeron se deslizó por en medio de sus piernas metálicas, poniéndose de pie de inmediato e inclinándose a la izquierda, esquivando el bastonazo del compañero del primero, cuya lanza carente de punta de hierro se partió en cientos de astillas al impactar con el lomo de su colega, quien profirió una maldición mientras caía.

Continuó corriendo, las paredes volviéndose manchones grises a sus laterales. Dos pares de guardias se irguieron a unos metros, portando más bastones y escudos rectangulares, cerrándole el paso al unir las planchas de roble reforzadas con hierro en un muro. Daeron brincó, desenvainó a Colmillo y lo lanzó a los soldados, que elevaron sus defensas, la hoja de su cuchillo enterrándose en la madera.

Saltó y, aprovechándose de la posición de los escudos, los uso como apoyo, deslizándose sobre ellos y recuperando a Colmillo, al cual envainó. Al reanudar su carrera, sus piernas temblaron, pero Daeron las forzó a seguir; no podía rendirse, no habiendo eludido la mayoría de los obstáculos en su camino.

Revestidos con armadura de placas de acero verde y con sus hombros adornados por capas grises, casi plateadas, la última pareja de guardias se interpuso entre la inmensa escalera y él.

—¡Detente, niño! —advirtieron al unísono.

—¡Apártense! —rugió, y aceleró en una explosión de velocidad, exigiendo a sus piernas más rapidez de lo que jamás les había demandado.

Alzando sus pesadas mazas, la pareja de soldados bajaron sus brazos cuando lo vieron a menos de un palmo de distancia. Muchos hubiesen retrocedido o frenado, pero Daeron no se detuvo, el corazón zumbándole en los oídos. Aguardando hasta el último instante, se inclinó hacia atrás, la madera de los mazos rezando su nariz, y después los rodeó con un ágil movimiento de pies, desplazándose a través del estrecho espacio entre los guardias y colocándose a sus espaldas.

Y no paró. Recorrió lo que restaba del pasillo, desoyendo las exclamaciones e insultos de los soldados que lo perseguían, y subió los peldaños de la escalera de dos en dos, las rodillas, los pulmones y la garganta ardiendo debajo de su piel. Embistió la puerta al final de los escalones, y las trancas se rompieron por su acometida, abriendo el portal de golpe.

Giró por el piso y se incorporó, cerrando la puerta (por muy inútil que fuera), dirigiéndose apresuradamente al amplio salón que había contemplado durante la «guía» de Garren. Corrió y corrió, doblando en las intersecciones de los pasillos, moviéndose tan rápido como una serpiente por el intrincado laberinto de lujosos pasadizos.

Luego de andar, virar, andar, virar y andar y virar, frenó en seco en el umbral del corredor que daba a la opulenta sala. Los rayos dorados del sol fluían por los murales y el techo decorados por monedas de distintas regiones del mundo, y las dos hileras de altos pilares con antiquísimos grabados se erguían orgullosas a los costados, segmentando el sitio lo que, desde su perspectiva, parecían tres partes. Y en el centro, abarrotando la cámara, blandiendo bastones, espadas, lanzas y escudos, posaban los Capas Grises, mirándolo a través de las estrechas hendiduras de sus cascos.

«Veinte, cuarenta, sesenta, ochenta, cien...». Contó en silencio, quieto, y la cifra lo abrumó. «Doscientos, doscientos cinco...». Daba igual, si se quedaba estático, llegarían más y más, y entonces sería imposible escapar.

—¡No hay salida, muchacho! —bramó un soldado al fondo—¡Entrega tus armas y...!

—Nada de eso.

La voz que interrumpió al guardia hizo estremecer a Daeron; una punzada de terror puro amedrentando su corazón y haciendo tiritar sus piernas.

De entre la multitud de armaduras verdes emergió Garren, vistiendo su característico atuendo esmeralda y con la mano derecha reposando en el puño de la espada larga que colgaba sobre la hoja más pequeña. El yitiense sonría, y sus delgados ojos se incrustaron en el alma de Daeron como un par de gélidos puñales. Avanzó unos cuantos pasos, ubicándose delante de las tropas de Forassar, rebosante de confianza, la mano izquierda en la cintura,

—No aprendes nunca, ¿eh? ¿Es que no sabes renunciar?

—Aprendí del mejor —contestó, luchando por moderar sus latidos y respiración.

—Indudablemente —carcajeó—. Gyllos te enseñó bien.

«Dromin también», agregó para sus adentros.

—Pero este espectáculo tuyo termina aquí. Vamos, vuelve a tu habitación...

—Muerto antes que regresar a esa prisión —espetó, desafiante—. ¡No me quedaré encerrado como ustedes, cobardes, mientras Braavos se cae a pedazos!

—Qué patriótico. Pero no estás en condiciones de...

—Y, aun así, pelearé —tomó a Colmillo, dando un paso al frente y dejando la seguridad del pasillo.

Garren rio, meneando la cabeza.

—Admirable, pero estúpido.

—Cierra la boca, Falsa Espada —sentenció, con un tono de voz más grave de lo que se imaginó que pudiese alcanzar teniendo ocho años.

—¿«Falsa Espada»? —Garren entornó los párpados, la sonrisa en sus labios ensanchándose, los dientes de jade refulgiendo por los haces reflejados en la superficie de las monedas—. Me gusta el apodo, pero te olvidas que todavía soy la Segunda Espada de Braavos, chico, y el sujeto que te apaleó hace unas horas.

—Veamos qué tan fuerte me hice en ese tiempo —hizo girar a Colmillo con un gesto de muñeca—, ¿o te da miedo?

—¿Miedo? —soltó una estrepitosa risotada, y los soldados detrás del yitiense estallaron en carcajadas—. ¡Eso sí es un buen chiste!

—¿Te parece que bromeo?

—No, no. Me parece que eres un tipo... un mocoso bastante arrogante. Uno que está a punto de recibir una nueva lección de humildad —musitó, desnudando lentamente el acero de su espada, el metal centellando y silbando al ser desenvainado.

Daeron y Garren, sin apartar la vista uno del otro, caminaron hacia el centro del salón, mirándose de costado mientras se movían y formaban una suerte de luna llena en el medio de la sala, la cual se iba achicando progresivamente. Pese a estar consciente de que no había chances en un combate con Garren, Daeron no planeaba confrontarlo; no por temor, que sí sentía, sino porque ya sabía cuál era el resultado del duelo previo a retar al yitiense. Había sido una reta, una provocación, una invitación que Garren no rechazaría.

Sin embargo, aunque no lucharía, tampoco retornaría a su encierro. Huir a lo bestia y enfrentar a la tropa de doscientos hombres no era una opción, y carecía de lógica internarse en los pasillos en búsqueda de una puerta que lo condujera al exterior; si Garren y los soldados se habían aglomerado allí, era más que obvio que las demás puertas se hallaban atrancadas o vigilados por más efectivos. No obstante, sí le quedaba una vía de escape, pues incluso la luz se filtraba por ella.

Antes de que la distancia que lo separaba de su oponente se acortara, Daeron se volteó, lanzó a Colmillo al largo y esbelto ventanal que se alzaba a sus espaldas y echó a correr. Oyó las metálicas suelas de Garren repicar detrás de él, pero no volvió a verlo, sino que saltó. Y cuando Colmillo se estrelló con el cristal tintado, partiéndolo en decenas de miles de fragmentos rotos que descendieron sobre ellos como una lluvia de carámbanos, Daeron lo atrapó en plena caída y abrazó sus piernas, haciéndose ovillo.

Cerró los ojos, y en vez de chocar con tejas, losas o empedrados, lo que se elevó a su encuentro fue agua. Se hundió en ella, y, de inmediato, la sal irritó sus heridas, agravando el dolor, y sus pulmones pugnaron por aire. Subió a la superficie, inhaló profundo por la boca, tosiendo, y comenzó a dar brazadas y patadas a lo loco, «nadando» hacia la isla más cercana.

Desesperado, se aferró a las grietas y salientes que había entre los cimientos, escalándolos e iniciando una carrera por los corredores del suburbio. En ese momento, no reparó en los cadáveres a su alrededor, ni en el ruido del acero entrechocando con el acero, ni en los alaridos de los soldados que se mataban a unas calles o los hombres y mujeres que se refugiaban en las destrozadas casas del distrito. Solo corrió, corrió y corrió, desvinculado de su entorno, del horror de la guerra.

Pero sus energías menguaban a cada instante, y sus sentidos eran más y más confusos, como si se mezclaran y agravaran la densidad de la bruma que le impedía ver, oír y oler con claridad. Aún soportando el latir de sus heridas y el peso de sus vendajes, botas y pantalón empapados, no paró hasta que una llamarada de dolor trepó por el dorso de su mano y se incrustó en su hombro izquierdo.

Rodó por el empedrado, y su lomo resintió al estrellarse con un muro de roca, quizás una de las paredes de una casa o cantina. Usando su mano sana, se cubrió el luengo tajo que había cortado los vendajes de su extremidad superior, la cálida sangre escurriéndose por sus dedos. Y al elevar el rostro, dio con el responsable: Garren.

«¿Cómo?». «¿Cómo es tan veloz?», pensó, asombrado, aterrado, aturdido; los músculos de su cuerpo temblando a causa de las lesiones, el eco de terror que reverberaba en su alma y el extremo cansancio.

—Buen movimiento —dijo Garren, sonriente; a duras penas se percibía el subir y el bajar de su pecho; ni una gota de sudor perlando su cara—. Pero pésima ejecución.

Garren se puso de cuclillas, observando sus ojos.

Daeron frunció el ceño y, apretando los dientes, agarró la empuñadura de Colmillo.

—Por favor, ya no lo intentes...

—Si quieres que deje de pelear y regrese a esa celda —gruñó, viendo a Garren directamente—, vas a tener que matarme.

—Estás exagerando.

—Ni un poco —aseguró, irguiéndose, el brazo izquierdo no respondía a sus órdenes, por lo que colgaba, inerte, demasiado dañado para aferrarse a su cuchillo y levantarlo. Daeron esgrimió a Colmillo con la otra mano y prosiguió—. Prefiero morir que no hacer nada por la gente de esta ciudad.

—¿Por qué? Dudo que conozcas a todos.

—¿Qué importa si los conozco o no, Garren? Están en peligro —señaló—, y si ustedes, las Espadas de Braavos, ni los magísteres hacen algo por ellos, pues lo haré yo.

—Noble, intrépido, incluso heroico —asintió—. Pero idealista y estúpido, inútil. —Garren se enderezó y blandió su espada, manchada por un líquido rojizo y brillante, el cual caía en forma de gotas—. Es una pena. Tenía esperanzas en ti, muchacho. Lástima que no vivirás lo suficiente.

Daeron no desvió la mirada, aprontándose para atajar y redirigir los golpes de Garren, por muy agotado y lastimado que estuviera. Si moría, lo haría con la frente en alto y batallando hasta su aliento final. Lamentaba no haber podido consagrarse como una Espada de Braavos o liberar de sus cadenas a los esclavos lysenos, ni despedirse de Myriah o agradecer a Gyllos y Dromin por su fe en él y el esfuerzo diario que realizaron por educarlo, guiarlo, formarlo como un buen hombre y espadachín por meses en sus sesiones de entrenamiento y clases matutinas.

Lamentó no ser capaz de cumplir sus promesas a Emma, a los niños y mujeres que murieron el día que mató al vástago de Rogare, a los jóvenes que asesinó en los reñideros de ratas, a Dromin, a Gyllos, a Myriah, a Garson, a Tichero. A todos. Había fracasado, y el precio por romper sus juramentos era su vida. Pero no era cosa suya bajar los brazos y aceptar el sino que por tantísimo tiempo eludió.

Era hora de reunirse con la Muerte, pero no se lo dejaría fácil a Garren.

Balanceando ágil y elegantemente su espada curva, Garren la elevó por encima de su cabeza, y ejecutó un mandoble en apenas un destello. Desatendiendo sus comandos, su mano derecha no respondió, y Daeron solo atinó a ensartar a Garren con sus ojos, esperando que todo el mundo que lo rodeaba se oscureciera o iluminara y el penetrante frío del infierno o la cálida brisa del más allá lo abrazaran; era más posible la primera que la segunda, según su razonamiento.

Pero el filo de Garren no cercenó su cráneo en dos, ni cambió su dirección y le rebanó el cuello, ni lo hendió del hombro derecho al costado izquierdo o se enterró en su corazón. Algo lo había atrapado en pleno descenso, y al observar por el rabillo del ojo, Daeron no pudo evitar sonreír, alegrarse y aliviarse, las lágrimas calcinando sus mejillas.

—Aléjate de mi paladín, Garren —dijo Gyllos, de pie a pesar de su pierna entablillada. Había bloqueado el ataque de la Segunda Espada con su muleta. En su expresión no había sonrisa ninguna, estando su semblante deformado en una mueca anormalmente severa e iracunda, impropia de su persona.

Garren dio un paso atrás. Se notaba... ¿Nervioso? ¿Asustado? ¿Sorprendido? No lo sabía; no le importaba.

—Gyllos —murmuró, desconcertado, desencajando la espada de la madera de la muleta con un leve tirón de su brazo—. ¿Desde cuándo te gusta pasear por las inmediaciones de la mansión de Mero Forassar?

—Desde que a ti te apeteció secuestrar a los aprendices de otros —contestó, situándose delante de Daeron, la mano cerrada en torno a la empuñadura de Escarlata; la muleta bajo su sobaco.

—Gyllos... —susurró, desplomándose rodillas en el suelo, el frenético latido de su corazón desacelerando poco a poco, más sereno y sacudido por el júbilo de ver una cara familiar después de tres largos días de tormento—. Lo siento... —cabizbajo, apoyó las manos en el empedrado, y la sangre se fundió con las gotas que nublaban su visión y caían al piso—. Perdóname...

—No hay nada que disculpar, Daeron.

—Te desobedecí, me escapé, me puse en riesgo. ¡Solo mírame!

Alzó el rostro, y al hacerlo, se percató de que Gyllos lo veía por encima del hombro. Pero la furia que iluminaba sus iris se había suavizado, por no decir desvanecido. Denotó dolor, consternación y felicidad. Lanzando la muleta a un lado, se puso a su altura, y Daeron intentó incorporarse para que no tuviera que doblar la pierna entablillada. Y, en vez de una bofetada, un puñetazo o el puño de su mentor estrangulando su garganta, recibió un abrazo de Gyllos, que lo apretó contra su cuerpo.

Y Daeron, vacilando por un momento, correspondió el gesto con su brazo sano; una inconmensurable calma serenando su miedo y el dolor que hacía no mucho lo habían abrumado.

—No vuelvas a escaparte.

—Quería ayudar —musitó, apenado, llorando sin sollozar.

—Lo sé, pero no ayudas a nadie así.

—Tenía que saber, Gyllos. Tenía que...

—Sé lo que se siente, Daeron.

—¿En serio?

—Es exasperante —afirmó—. No saber lo que ocurre y no poder hacer nada para solucionarlo. Pero ponerte en peligro no es la manera de resolverlo.

—No sabía qué más hacer —confesó—. Perdóname, rompí mi promesa.

—Hazme una nueva, entonces —se separó, la camisa y el chaleco embarrados en sangre, seca y vieja, la mano izquierda descansando en el hombro derecho de Daeron—. No saldrás del palacio de Tichero si no te lo permito, te preocuparás tanto de ti mismo como te preocupas de los demás y asistirás a cada una de las clases de Dromin.

En los labios de Gyllos se dibujó su típica sonrisa ladina, y Daeron no pudo evitar esbozar una similar, si bien incluso mover los músculos de la cara le costaba horrores.

—Lo prometo —dijo, irguiéndose ligeramente.

—Muy bien —palmeó su brazo y se reincorporó. Estaba dándose media vuelta cuando se detuvo y lo miró—. Y júrame que vivirás lo suficiente para convertirte en la Primera Espada de Braavos.

Daeron se estremeció, y parpadeó, confundido, atónito.

—Júramelo —dijo Gyllos, la solemnidad en su voz provocó que el raudal de lágrimas que Daeron había logrado reprimir se desbocara.

—Lo prometo —repitió, su voz tan quebradiza como llena de decisión. Se incorporó, viendo a Gyllos a los ojos—. Lo prometo.

—Ahora, relájate, recuéstate y descansa; procura no moverte demasiado. Y no, no está abierto a negociaciones.

—No tienes que insistir —soltó un largo y pesado suspiro al recargarse en la pared de atrás, sentándose en la calle, luchando por no perder la consciencia.

—¿Terminaron de hablar? —cuestionó Garren, el aburrimiento plasmado en sus rasgos.

Gyllos se volvió hacia el yitiense, y Daeron percibió una mezcla de emoción y terror en él, agitándose en su sitio.

—Así que te gusta apalizar niños —mencionó Gyllos, serio—. Veremos qué tan bueno eres contra alguien de tu tamaño y que no esté malherido.

Con un delicado, fino y veloz gesto de muñeca, Escarlata fue desenvainada, los rayos del sol fluyendo por el acero plateado.

El brillo en la mirada de Garren extrañó a Daeron. ¿Qué pasaba por la mente de aquel peturbado e inusual espadachín?

—¿Por qué, Garren? —preguntó Gyllos, que ni se esforzaba por ocultar su creciente rabia—. ¿Por qué lo secuestraste?

—Le salvé la vida —replicó—. No te equivoques, no es que haya sufrido un repentino golpe de altruismo o querido «actuar como una Espada de verdad» —rio—. No, lo hice para llamar tu atención: sabía que descubrirías tarde o temprano dónde estaba, y cuando lo averiguaras, ambos nos batiríamos en un duelo, y esta vez no te contendrías.

—¿Qué? —había incredulidad e ira en su tono—. Todo esto... ¿por una estúpida revancha?

—¡Tú sabes que no es una mera revancha! —bramó, apuntando a Gyllos con su arma—. No es una venganza, no cosa de honor ni gloria, no es porque te odie —entornó los ojos, el ceño fruncido—. Tú sabes porqué hago esto.

Daeron observaba a los dos espadachines con intriga, dirigió su mirada a su maestro, la mano de Forel firme alrededor del mango de Escarlata.

—Lamento lo sucedido en Myr.

—No deseo tus disculpas —espetó Garren, desenfundando la espada corta con su mano libre—. Mis hermanos y hermanas murieron dignamente, y tú... ¡y tú me negaste esa muerte! —rugió, furioso—. Me escupiste en la cara al perdonar mi vida. ¡Me arrebataste mi honor, mi final!

—Y no me arrepiento —confesó Gyllos—. Te prive de tu paraíso por una razón.

—¿Cuál? ¿Enseñarme una lección acerca de la importancia de la compasión y la misericordia? ¿Mostrarme que el mundo es más que muerte y batallas? ¿O solo te habías hartado de matar soldados, nobles y civiles cuando me venciste?

«El asedio a Myr», recordó Daeron. Tichero, Forassar y el mismo Garren le habían contado retazos de aquel acontecimiento, pero no conocía la historia por completo. Ahora empezaba a encajar y organizar los eventos y entender los motivos que lo originaron y propiciaron el conflicto entre las dos Ciudades Libres.

—Si crees que quise insultarte, déjame sacarte de tu error —dijo Gyllos—. Cuando chocamos espadas por primera vez, yo... yo había tenido suficiente. Había visto y causado muchísima desgracia, y después de tres días y castigar a los responsables del asesinato de mi hermano, Jyrio, terminé por hastiarme de la sangre y asquearme de mis actos. Matarlos no me trajo paz, aún menos consuelo o satisfacción. Por eso, al enfrentarte, no acabé contigo; estaba harto de segar vidas.

Daeron sintió la vergüenza y el remordimiento eclipsar por unos segundos la furia que emanaba Gyllos, los hombros caídos, la vista incrustada en el empedrado, el agarre sobre Escarlata aligerándose. Y a pesar de la autenticidad y la sinceridad en sus palabras, el escenario de una ciudad en llamas, plagada de cadáveres, y con Gyllos como principal artífice de aquella espantosa masacre le resultó, sencillamente, irreal y aterrador.

Se intentó convencer de que no era cierto, de que el hombre que lo había rescatado de la miseria y las calles no podía participar o ser el culpable de arrasar una urbe repleta de ciudadanos inocentes. Era la Primera Espada de Braavos, su mentor, su salvador, uno de los pocos que desecharían sus anhelos personales con tal de mantener en pie el país y proteger a sus hermanos y hermanas braavosi. Aun así, una vocecilla en sus adentros le rememoraba que Emma, una joven bonita, amable y que lo había cuidado con el amor más propio de una madre que el de una septa, había destripado al hijo de un magíster que la había abusado por meses o años, siendo su reacción tan abrupta como explosiva.

Y si Emma se había transformado en una bestia que no frenó sus cuchilladas hasta que los intestinos del vástago de Lysorro no estuvieron regados por el suelo de la cocina, ¿qué lo hacía defender a capa y espada que Gyllos no se convirtió en un despiadado y sanguinario vengador al enterarse del fallecimiento de su hermano?

«Nada». No es que pensara mal de su maestro. Era un buen hombre; aunque su vínculo no era estrecho ni fuerte, conocía bastante de Gyllos para afirmar que no era igual de cruel ni malévolo que los esclavistas de Lys. Si bien le propuso entrenarlo por conveniencia en un inicio, luego se comprometió a enseñarle sin contratos o pactos secretos.

Cada uno de sus consejos y gestos eran genuinos, bienintencionados, carentes de intereses más allá de calmar sus dudas, sus temores, sus inseguridades. En su sonrisa no había falsedad y su expresión jamás enmascaraba sus auténticos pensamientos o emociones, y sus nobles acciones hablaban por él.

Gyllos no se comportaba cual mercenario o sicario. Lejos de jactarse de sus «hazañas», se mostraba arrepentido, y no parecía esconderse por miedo a dañar su reputación. Lo había admitido y no hubo pizca alguna de orgullo o mofa en su voz, solamente vergüenza y pesar.

Pero, aun cargando sobre sus hombros con semejantes crímenes y tamaña culpa, no había parado. Continuaba luchando por un Braavos mejor, por un futuro mejor, peleando contra las injusticias y la corrupción de su nación, ayudando a las personas. Y si tras lo sucedido no había renunciado a sus sueños, perdido la esperanza en los demás y en sí mismo o se había dejado consumir por el remordimiento y el rencor, entonces no había otro hombre o mujer más digno del título de Primera Espada de Braavos que Gyllos Forel.

Podría haberse equivocado y cometido atrocidades impulsadas por el odio y el enojo, pero Daeron también se había entregado a dichos sentimientos, y había matado gente que escasa o nula culpa tenía respecto a su sufrimiento y tormento. Ninguno de los dos se encontraba limpio, exento de haberse ensuciado las palmas con sangre; no obstante, se habían rehusado a que sus actos del pasado los definieran y condenaran a fungir el rol de los tiranos que habían jurado combatir y derrocar.

Aunque le faltaba un largo y complicado trecho por superar, Daeron no iba a rendirse. Tal y como había prometido hacía unos minutos, se convertiría en una Espada y seguiría el sendero de su mentor. No porque quisiera ser aceptado por la sociedad de Braavos o su podrida nobleza, sino porque buscaba hacerse fuerte, y más que hacerse fuerte, deseaba enorgullecer a Gyllos, a Dromin, a Emma, cumplir sus juramentos y evitar que más niños, mujeres, hombres y ancianos padecieran horrores inimaginables en las zarpas de los monstruos que regían las «Ciudades Libres».

—Qué patético —escupió el yitiense, más molesto si cabe, sacándolo de sus pensamientos—. ¿Por ese motivo hiciste que me desterraran, que me repudiaran, que mi país me diera una bofetada?

—Yi Ti no te otorgó un trato justo, Garren.

—No —afirmó—, pero tú tampoco me otorgaste mi muerte, y eso me hubiera ahorrado las miradas de desdén de mi pueblo, de mi emperador. ¡Me quitaste todo, Gyllos! —bramó, entrechocando suavemente sus armas—. Pero hoy es el día en que vas a matarme.

—¿Qué? —Gyllos se tensó—. No haré tal cosa.

—Oh, sí. Lo harás. —Garren se inclinó hacia adelante—. Si quieres que tu mocoso viva, me matarás.

—¿Cómo? —Daeron arqueó una ceja, agitándose en su lugar—. ¿De qué mierda estás hablando?

—Es la misma estrategia rastrera de siempre —murmuró Gyllos—. Mero te enseño bien.

—No es de cobardes aprovecharse de las debilidades del resto —carcajeó Garren—. Sé lo mucho que aprecias a ese valyrio tuyo, y si no me enfrentas y me mandas al infierno, me encargaré de mantenerlo despierto para que sienta cada corte de mi espada.

—Mientes —aseveró Daeron—. De quererme muerto, ya me habrías rebanado el cuello o apuñalado el corazón.

—Pero antes no te quería muerto —le dedicó una amplia sonrisa.

Un repugnante escalofrío trepó por su médula, y Daeron se pegó a la pared que se erguía a sus espaldas.

Gyllos dio un paso al frente, colocándose de costado a Garren, adoptando la típica pose de los danzarines del agua.

—No lo tocarás.

—No necesito tocarlo para cortarlo.

Brevemente, el silencio de las batallas aledañas y los aullidos de desesperación y agonía en las inmediaciones cesaron. Garren, con una espada cerca de su cabeza y sujetando la otra horizontalmente, y Gyllos, sosteniendo la empuñadura de Escarlata con delicadeza pero firmeza, se enfrascaron en un efímero duelo de miradas, la pierna entablillada de Forel raspando el piso. Y después de unos instantes, el inconfundible sonido de decenas de espadas chocando entre sí resonó en los oídos de Daeron, y las siluetas de Garren y Gyllos se distorsionaron.

Eran borrones y manchas que cambiaban de forma de un segundo al siguiente, centellantes estelas azuladas y plateadas trazando hermosas y veloces estocadas y tajos en el aire que sus afilados ojos apenas distinguían. Al dirigir su vista a los pies de su mentor y su adversario, Daeron se asombró por la agilidad, fluidez, inusual elegancia y rapidez con la que se deslizaban; parecían flotar, levitar a menos de un dedo del empedrado, y sus pisadas no raspaban el suelo ni generaban ruidos, ni siquiera susurros.

Chispas rojizas volaban en torno a las figuras brumosas de ambos oponentes, provocadas tal vez por el impacto del acero con el acero. El viento silbaba al hendirse por las puñaladas y los mandobles de las Espadas de Braavos, y el estrépito de las hojas no era escandaloso, sino una preciosa melodía.

De pronto, quien dedujo que era Garren por el color verde que predominaba en su vaga silueta humana, se abalanzó hacia él. Sin embargo, antes de que pudiera alzar a Colmillo, Gyllos interpuso la brillante hoja de Escarlata en el doble golpe descendente de las espadas del yitiense. Este, usando su espada más corta, desequilibró a Gyllos al golpear con un tajo ascendente el filo de su arma, y de inmediato, atacó con una estocada.

El braavosi desvió la puñalada, y pateó con su pierna vendada la rodilla izquierda de Garren, sacándolo de balance. El oponente de su maestro gruñó, en un bufido similar al de los tigres, y saltó, girando en el aire cual molino, utilizando sus espadas como sus aspas. Gyllos tomó distancia, y al aterrizar, Garren acometió en su contra, acortando los palmos que los separaban en un destello.

Gyllos rodeó a Garren con un suave desplazamiento de sus pies, evadiendo una serie de tajos, y luego contraatacó con una estocada en el costado izquierdo del yitiense. Pero, en vez de retroceder, trastabillar o alejarse, Garren se volteó y propinó dos mandobles con cada espada a Gyllos, quien a duras penas bloqueó el primer par y fue alcanzado en el torso por el filo de las hojas de su rival

Daeron se enervó, y pegó un brinco, dispuesto a interferir si era necesario, por muy inútil que fuera su intento. Una punzada de dolor lo obligó a recargarse en la misma pared, y sus menguantes fuerza lo hicieron desplomarse de nuevo.

Al volver su vista el combate, ambas Espadas se deslizaron en direcciones opuestas, y sus siluetas se aclararon momentáneamente. La sangre que manaba del torso de Garren no era mucha, y tampoco la que oscurecía la zona pectoral de la camisa de Gyllos, pero la diferencia es que su maestro tenía una pierna entablillada, mientras que Garren gozaba de extremidades sanas.

«No, no todas».

—¡Gyllos! —gritó—. ¡Herí a Garren en su muslo hace unas horas!

—¡Maldito mocoso! —murmuró la Segunda Espada.

Gyllos asintió sin verlo, y tras pasar dos de sus dedos por los cortes verticales en su pecho, escondió su mano en su espalda y retomó su refinada pose.

—Conque también estás mal de una pierna, Garren. Eso empareja las cosas.

—Basta de charla —sentenció el yitiense, envainando sus espadas pero sin liberar la empuñadura del arma larga. Con su mano izquierda, agarró la funa que protegía la hoja y flexionó las rodillas, poniendo un pie un poco detrás del otro.

No comprendiendo aquella postura o por qué Gyllos había arrugado la nariz y el entrecejo, Daeron experimentó una insólita preocupación, las entrañas retorciéndose; el corazón latiendo en sus sienes. Reconocía el peligro cuando lo veía, y su cuerpo entero se sacudía, temblando ligeramente, advirtiéndole de su presencia, ordenándole que corriera.

Fugaz y resplandeciente como un relámpago, Garren desenvainó la hoja de su espada, lanzando un tajo de arriba hacia abajo. Gyllos, deslizando suavemente su pie sano e inclinando su torso a la izquierda, evadió la estocada. Y en lugar de entrelazar el primer golpe con uno horizontal o una estocada, el yitiense guardó su espada en su funda a tal velocidad, que Daeron solo se percató de que la había vuelto a envainar cuando lanzó un segundo corte, realizando un movimiento de barrido, apuntando a las piernas de Gyllos, quien saltó, impulsándose con la pierna derecha.

Pero en ese preciso instante, Garren envainó su espada, desenfundándola en un ataque vertical mientras Gyllos descendía. Escarlata y el arma del Tigre de Jade colisionaron, y los brazos de ambos espadachines se estremecieron con el impacto. La Primera y Segunda Espada de Braavos salieron volando en direcciones opuestas un par de palmos. Gyllos aterrizó gracilmente, doblando su rodilla para no quebrarse su única extremidad inferior intacta; y Garren inspiró por los dientes, mostrando sus colmillos esmeralda, la espada de regreso en su vaina.

«¿Por qué hace eso?», se preguntó Daeron, confundido. Los golpes de Garren no habían aumentado su potencia, pero sí reducido su agilidad. Sin embargo, Gyllos tenía complicaciones a la hora de contrarrestarlos, porque los ataques de Garren eran más difíciles de anticipar; si desde su punto de vista a duras penas se distinguía el momento en que el ex mercenario desenvainaba y envainaba su espada, a su maestro, indudablemente, no debería resultarle una tarea sencilla discernir la trayectoria que tomaría la hoja.

—Pensaba que ya no usabas ese viejo truco —comentó Gyllos,

—¿Truco? —Garren lo miró con severidad—. Esa danza tuya es un truco barato. Esta es una milenaria arte creada por los más grandes y talentosos guerreros de Yi Ti. Durante siglos, nuestros héroes la han pulido, pero yo la he perfeccionado.

—¿Vas a decirme cómo funciona o continuarás dándome clases de historia, Garren?

—No soy imbécil, Gyllos —amagó con sonreír, como si estuviera luchando aquella maña suya de sonreirle a todo el mundo.

—Eso es debatible.

En un destello, dibujando una estela del color del zafiro en el aire, la espada de Garren, quien había recorrido la escasa distancia que lo separaba de su adversario en un segundo, subió vertiginosamente hacia la cabeza de Gyllos. Pero con una agilidad impresionante, el Protector de la Ciudad Secreta giró sobre su talón sano y le propinó una patada en el muslo herido a Garren con su pierna entablillada. Un horrible crujido reverberó en los oídos de Daeron, los cuales fueron aturdidos por la inteligible maldición que profirió Garren, probablemente en yitiense.

Retrocedió, envainando su hoja, y presionó con su mano la zona golpeada por el endurecido vendaje que recubría la pierna de su oponente, la sangre oscureciendo aún más la tela ennegrecida de su pantalón.

—Infeliz... —musitó Garren, furioso.

—No es de cobardes aprovecharse de las debilidades del resto —citó Gyllos, severo, calmo.

Garren alzó el rostro, riendo, y luego, agarrando con su palma ensangrentada el mango de su espada, cargó nuevamente en contra de Gyllos.

Las siluetas de los duelistas se desvanecieron, y el callejón se vislumbraban brillantes y efímeras explosiones de chispas carmesíes, largas estelas plateadas y azules, que chocaban en estallidos metálicos, y fantasmales figuras vagamente humanas que se movían tan rápido como el pensamiento, si no más. Daeron era incapaz de perseguir con sus ojos los pies y brazos de Gyllos o Garren. Entornó los párpados y aguzó su vista, pero nada; ni así lograba atisbar sus caras.

Sus pisadas no generaban ruido; sus hojas, al chocar, espantaban las penumbras de la tarde al chocar y el eco de sus golpes retumbaba a través del callejón. Sorpresivamente, Garren y Gyllos se volvieron más nítidos, más visibles, pero seguían intercambiando estocadas y tajos. El yitiense desenvainó su espada, y la punta de su filo cortó la mejilla de Gyllos. Daeron sintió que su corazón se detenía súbitamente, pero, entonces, su maestro contraatacó, apuñalando con Escarlata el vientre de Garren.

Garren gruñó, Gyllos chasqueó la lengua. Dirryl envainó su espada, y Forel adoptó la postura de los danzarines del agua, la mirada incrustada en su oponente; las gotas de sudor perlando su frente. «Está cansado», pensó, y al fijarse en Garren se percató del irregular ritmo en su respiración. «Están cansados». «Y heridos». «Yo también».

La batalla no podía prolongarse por demasiado tiempo. Aunque los estilos de Garren y Gyllos diferían bastante, siendo el primero más ofensivo y brutal, y el segundo más ligero y ágil, la Primera y Segunda Espada de Braavos no eran luchadores cuya fortaleza fuera el aguante; o, al menos, eso dedujo en base a las evidentes señales que indicaban que los combatientes no estaban acostumbrados a batirse en extensas peleas.

Tanto la Danza del Agua como las técnicas de Garren, aparentemente, estaban destinadas a terminar duelos lo más pronto posible. La velocidad, la precisión y, en el caso de Dirryl, la ferocidad eran esenciales, no solo para desestabilizar a los rivales, sino también para propinar estocadas y cortes en puntos vitales y derrotar al oponente antes de que este tuviera chance de estudiar sus patrones.

No obstante, Garren y Gyllos eran igual de rápidos, igual de habilidosos, igual de talentosos, igual de fuertes y no había una diferencia de estatura o musculatura que inclinara la balanza a favor de uno u otro. Se encontraban estancados, y si no se vencían y mataban, la fatiga y la pérdida de sangre acabaría con ellos.

«Vamos, Gyllos». «Hazlo».

Como si hubiera oído las palabras que no había pronunciado, su mentor lo observó de reojo, y Daeron, tragando saliva duramente, respiró hondo y asintió en un tácito y silencioso «tú puedes».

Gyllos sonrió, y le devolvió el gesto con un asentimiento. Volvió sus iris a Garren, enderezó su espalda, apoyando su pie vendado en el empedrado, y bajó su sable. Daeron frunció el ceño, confundido; y Garren arqueó una ceja.

—¿Te rindes? —preguntó el yitiense, ofendido, incrédulo, rabioso.

Forel se encogió de hombros.

—Quizás me aburrí de pelear contigo.

—¡¿Qué?!

—Un último ataque. Con todo; sin restricciones, sin juego de pies, sin esquivar, sin bloquear, sin desviar. Solo golpes. —Gyllos picó el suelo con la hoja de Escarlata—. Como la vieja escuela en Yi Ti.

—Cállate. Tú no sabes nada de nuestros guerreros.

—Sé que, en los inicios del imperio, no evadían tajos ni estocadas, por muy mortales que fueran para quien los recibiera. Las atajaban con sus cuerpos, aceptando la derrota, o la muerte, de frente. ¿Ansías tantísimo tu final? Bien, acéptalo como un verdadero yitiense.

Daeron miró a Garren, quien se relamió los labios con evidente nerviosismo y aflojó el agarre sobre su espada por un instante. De inmediato, cerró su puño en torno a la empuñadura y se irguió, el mentón en alto, la solemnidad reinando en su semblante; sus ojos irradiando un destello esmeralda que Daeron no había visto previamente.

Gyllos, con Escarlata apuntando al suelo, no despegó sus mirada de Garren, ni él del braavosi. Se escrutaron por un breve e infinito momento, la tensión palpándose en el aire, la sangre fluyendo a través de sus ropajes, la luz del sol refulgiendo en el acero de sus armas. Daeron contemplaba la escena con impaciencia y los músculos del estómago contraídos, la garganta cerrada, las uñas lastimándole las palmas.

A los lejos, una flecha silbó, hendiendo el viento, un hombre exhaló su último suspiro y una enorme plancha de madera resonó al caer al piso, y Gyllos y Garren salieron disparados en la dirección del otro. Los dos metros que los mantenían alejados desaparecieron en un instante, y la cegadora velocidad de ambos le hizo imposible a Daeron distinguir la silueta del Tigre de Jade y la de su mentor, las estelas creadas por las hojas de las espadas formando arcos azules y plateados.

El sonido de la carne siendo cortada por el acero estremeció sus huesos y aceleró el latir de su corazón. Se levantó, alterado, y al parpadear, las fantasmagóricas figuras se convirtieron en Gyllos y Garren respectivamente, y una oleada de alivio lo recorrió de pies a cabeza, sintiéndose, a la par, terriblemente mal.

Gyllos tiró del mango de Escarlata, desenterrándola del pecho de Garren, quien se desplomó en la calle. Limpió la sangre que embarraba el filo de su espada con un ademán de muñeca, envainándola, mientras Garren tosía y se quejaba.

Daeron se acercó, cauteloso, recogiendo la muleta que Gyllos había lanzado a un lado, usándola para llegar hasta su maestro y alcanzándosela. Dedicándole una sonrisa y despeinando su empapado cabello, Gyllos tomó su apoyo de madera.

—Gracias, Daeron.

—No hay de que, Gyllos —miró a un costado, viendo a Garren retorciéndose—. ¿Él va a...?

—Ya quisiera —contestó Gyllos—. No atravesé su corazón, si es lo que te preocupa. Demorará en recuperarse, quizás días, quizás semanas, quizás meses, pero sanará.

—Bastardo... —susurró Garren—. ¿Por qué no me matas?

Gyllos, con una ágil patada, apartó la espada de Garren de su mano, agachándose para quitarle la más corta, la cual todavía colgaba de su cinturón, y mandarla a volar con un movimiento de brazo.

—¿Cuántas veces debo explicártelo, Garren? —cuestionó—. Podrías utilizar esas aptitudes tuyas para un propósito más noble que buscar desesperadamente tu muerte. Braavos, Essos, el mundo necesita más que nunca a hombres con tus talentos que peleen por la justicia y un futuro próspero, y que no vivan solo para morir —explicó.

Garren carcajeó, el dolor mezclado con la burla en su tono.

—¡¿Y qué te hace creer que quiero luchar por causas tan estúpidas?!

—Porque fueron las causas por las que lucharon tus hermanos y hermanas. —Gyllos se volteó, dándole la espalda.

—Y también fueron el motivo de su muerte.

—Tal vez tú te uniste a los Tigres de Jade por la reputación, el oro y la gloria que te elevó al escalón de héroe en tu reino, pero tus compañeros sentían auténtica devoción por su labor, defendiendo a los inocentes que yo asesiné, incluso si eso les costaba la vida —miró a Garren por encima del hombro—. ¿Así es cómo planeas honrar su legado, su memoria? ¿Secuestrando niños? ¿Trabajando para magísteres corruptos? ¿Desperdiciando tu existencia en un fin tan vano como hallar a alguien capaz de matarte?

Garren no apartó la vista, soltando una ligera carcajada.

—¿Tú tratas de darme una lección? ¿Tú? ¿El mismo desgraciado que masacró a una ciudad y a mis hermanos? ¡¿TÚ?!

—Sí —respondió, tranquilo—. Yo. Contrario a ti, Garren, no me he rendido ni planeo hacerlo. He comprendido que no vale la pena anhelar un castigo que nos privaría de la oportunidad de enmendar nuestros errores, de convertirnos en mejores personas, de forjar un mañana en donde los demás no cometan nuestras equivocaciones y aprendan de ellas.

Gyllos dirigió sus ojos a Daeron, quien lo observó, luengo y tendido. Sus especulaciones no eran falsas: su maestro, en definitiva, era distinto a las otras seis Espadas y los magísteres y nobles de Lys. Se merecía sus títulos, a Escarlata y, más importante aún, su admiración, su confianza. Había hecho mal en desconfiar de él.

Daeron le sonrió, y Gyllos levantó las cejas, abriendo los párpados, asombrado. «¿Es tan raro?», Daeron temió haberlo asustado, pero la sonrisa que le regresó Gyllos confirmó que no.

La Primera Espada de Braavos palmeó su hombro, y volvió a ver a Garren.

—Medítalo, y si posees la fuerza suficiente, por favor, dile a Forassar que me gustaría conversar con él.

—Púdrete —espetó.

—Lo tomaré como un sí. Gracias.

Y, sin más, Gyllos comenzó a caminar, y Daeron, lastimado y con un nudo en el estómago y la garganta, lo siguió de cerca, pero frenó su andar al escuchar la risa de Garren.

—¿Qué pasa? —carcajeó—. ¿Vas a desaprovechar este momento?

Daeron volteó, mirando a Garren de reojo.

—Hazlo. Te di una golpiza. Te secuestré. Estás en tu derecho de matarme.

Por un instante, Daeron se lo planteó. Garren era un bastardo carente de escrúpulos, una falsa Espada, un sujeto peligroso. Deshacerse de él traería más beneficios que percances. Sin embargo, muchos magísteres y personas, seguramente, habían pensado así de Gyllos luego de su masacre en Myr. Sí, de Gyllos Forel, el mismo que lo acababa de rescatar y consolar, enfrentándose a un contrincante de la talla de Garren con una pierna mala.

Si su maestro había cambiado después de perpetrar tales atrocidades, ¿qué impedía que el yitiense se convirtiera en alguien mejor a futuro? Algunos pecados eran imperdonables, pero Garren no había hecho nada que unos buenos días de descanso, mucha comida, semanas de vendajes cubriendo su cuerpo y baños de ungüentos no pudiesen reparar.

Respiró hondo, caminó hacia Garren y recogió la espada que Gyllos había pateado, arrancando la vaina del cinturón del Tigre de Jade.

—¡No! —se quejó, incapaz de reincorporarse por la herida en su pecho.

—Búscame cuando te recuperes —dijo Daeron, colgándose la espada enfundada en su cinto—. Entonces, te la devolveré.

—Voy a... matarte, pequeño... valyrio.

—No me querías muerto antes, y tampoco me querrás muerto tras esto.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque seré yo quien te mate a ti llegado el momento.

Daeron se acuclilló al lado de Garren, viéndolo a los ojos.

—Vivirás, recobrarás tus fuerzas, te devolveré tu espada y, cuando sea lo bastante fuerte, te derrotaré. Y eso, Garren, es una promesa.

Ignorando los insultos y exclamaciones de la Segunda Espada de Braavos, Daeron caminó hacia Gyllos, quien se había detenido a esperarlo, y ambos comenzaron a marchar juntos. 

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