━━𝟎𝟑

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La niebla se notaba casi furiosa, aunque Altair no sabía ni explicarse cómo ni por qué. No podía hacer otra cosa más que huir y alejarse todo lo que pudiera, usando las aletas de mantarraya que tenía por cabello para ser más liviana y poder avanzar más distancia. Más de una vez, Altair había intentado volar con ellas. Hacía mucho tiempo, incluso Vega le dijo que le servirían un día para eso. Vega nunca había podido intentarlo, ya que sus aletas eran mucho más cortas. No obstante, Altair sí trató de hacerlo, pero no consiguió más que caídas y risotadas de otras estrellas. Al final incluso se dio por vencida y sólo las usaba para planear si no le quedaba más remedio. A veces se sentía ridícula con esas aletas tan grandes.

El truco, pese a hacerle ganar cierta ventaja, era inútil. Hubiera sido increíblemente eficaz poder alzarse por los aires y volar hasta el lugar más cercano, sin embargo, no era momento de volver a intentarlo.

Era lógico que, fuera lo que fuese eso, no le quitara ojo de encima. Al fin y al cabo, Altair era una estrella y, aunque ahora en una forma más similar a un mortal, seguía emitiendo su propia luz. Y eso en Oz, estando completamente en sombra, era como poner un farol a medianoche en medio del océano. Era imposible no verla.

No obstante, sus problemas no terminaban solamente en ser tan llamativa.

Desde hacía un par de minutos, Altair sentía que su luz se estaba drenando de forma constante, por culpa de la oscuridad y el frío.

No era demasiado, ni muy rápido, pero no paraba.

Quizás la niebla fuese algo molesto para los mortales, quizás no. Eso no podía saberlo todavía. Aunque algo sí estaba claro. La niebla era nociva para ella o como mínimo, contribuía a lo que en verdad fuese lo que estuviese haciéndole daño.

Su maestra ya le advirtió que eso pasaría, aunque no de esa forma. Ni tampoco imaginaba que fuese a tener que enfrentarse a ello nada más pusiera los pies allí.

Intentó hacer memoria. ¿Qué le dijo sobre perder luz...? ¿Qué le dijo sobre reponerla...?

¿Dónde leyó aquello...?

En realidad era absurdo. Por más que se acordara, no tenía a la vista nada con lo que poder recargarse. Lo único que podía hacer era seguir adelante, dejar que esa enorme silueta frente a ella se siguiese haciendo cada vez más grande... fuera lo que fuese...

Parecía no solo una muralla, sino un conjunto de construcciones. Y no daba la impresión de estar muy lejos. Desde ese punto en el que empezó a distinguirlo mejor, todo sucedió demasiado deprisa.

Acabó por atravesar el umbral de una puerta y vio las tenues luces naranjas de lo que parecían ser velas. Una poderosa ráfaga de viento la golpeó en cuanto llegó, la arrastró un par de metros y la hizo chocar contra una pared lejana.

El golpe fue seco y brusco, y no le dio la oportunidad de darse cuenta siquiera de qué había pasado antes de que todo se volviese negro.

Era brillante, blanca, etérea. También era muy ligera. Y eso, en Oz, era una desventaja añadida.

Tenía más años de los que cualquier mente de Oz era capaz de calcular con una fácil cuenta de cabeza, y muchas más noches con el horario dislocado de las que le gustaba admitir. Hacía siglos que ya no  sabía cómo era el resplandor de la luna, ni la mirada de los astros, ni siquiera la aparición del astro que les traía el día.

Se levantó y encendió rápidamente un candil con un sencillo hechizo silencioso. La pequeña luz de la vela creció poco a poco, hasta iluminar una pequeña parte de la habitación y una porción de sí misma.

Llevaba varios días en los que se desvelaba sin motivo mientras dormía. Ese día ya no pudo dejarlo correr. Necesitaba asomarse al exterior, pese a los peligros del exterior de los muros de la Ciudad de Aire.

La vieja bruja avanzó candil en mano, hasta la ventana de la cabaña que la mantenía protegida. Ni siquiera ella, con sus hechizos ancestrales, era capaz de protegerse de lo que vivía allí afuera si se le ocurría adentrarse en la niebla. A duras penas sus hechizos protectores duraban lo suficiente como para dejarla renovar sus fuerzas, o lo que era lo mismo, tal vez dos o tres días.

Tiró de una delgada cuerda y recogió una cutre y destartalada persiana de tablillas. La niebla seguía ahí, como cada día desde que tenía memoria. Porque ya ni siquiera tenía recuerdos de otra cosa.

Todo estaba tan silencioso que era sobrecogedor. Oscuro, como una medianoche eterna. Vacío, como un mundo muerto. Y sin embargo, muy sutil, entre las tinieblas, la bruja percibió algo nuevo.

No eran las luces de la Ciudad de Aire. No eran exploradores. Eso era diferente y para verlo, no le bastaría con entrecerrar los ojos.

La bruja dejó el candil en el poyete de la ventana, y buscó por la estancia casi a ciegas. Al fin y al cabo, ya estaba acostumbrada a hacerlo, y a ese paso acabaría por quedarse ciega.

Palpó una silla con sus delgados y largos dedos hasta ubicar un par de trastos más, para evitar tropezarse. Una vez consiguió llegar a la mesa, paseó sus manos por la madera, repiqueteando sus uñas por la superficie.

Fino, frío... lo encontró. Sus gafas.

Se las puso y, repitiendo el proceso que había seguido para llegar a la mesa, volvió a la ventana.

Cuando se acercó, pese a lo desgastados que ya estaban los cristales, pudo ver mejor lo que vislumbró en primer lugar. Y cuando lo vio con toda la nitidez que le era posible desde allí, se sujetó del quicio de la ventana, agarró de nuevo el candil y se fue hacia una mesa más pequeña, tras la que había un mal trazado sofá.

Dejó el candil en la mesita, incapaz de controlar sus nervios. Tomó un saquito de la repisa inferior de la mesita, lo abrió y se vació su contenido en la mano.

Click, click, click.

Un montón de runas de madera, hueso y piedra cayeron en sus envejecidas manos. Igual que su edad, era imposible calcular las veces que había tirado las runas, acertando con sus presagios. La anciana dejó el saquito a un lado, y encerró las runas entre ambas manos. Se las llevó a la cara, como si estuviese rezando. Se balanceó sutilmente de delante hacia atrás unas cuantas veces mientras musitaba algo que sonaba como una lengua distinta.

Sin previo aviso, dejó caer las runas sobre la mesa.

Con las manos ligeramente temblorosas, escudriñó delicadamente las runas que cayeron juntas. Llevaba años viendo caer siempre las mismas hacia arriba.

Dyo'thun, Kiss'kel, Imdir, Daznuus y Kozall. Las cuatro primeras, los elementos más presentes en la vida de los hombres de Oz. La quinta runa, la del futuro, era la que podía variar, pero llevaba mucho sin hacerlo. Kozall, negro, sombra. La runa de la no esperanza.

Sin embargo, la bruja retiró sus manos rápidamente en esa tirada. Esperaba ver la runa negra corrompiendo la composición. Sin embargo, ese día, su predicción cambió.

De golpe, todo encajaba. El resplandor que vio, el por qué de su desvelo.

Acompañando a las otras cuatro, Shimla, la runa púrpura, había aparecido.

La bruja se ajustó sus gafas y tomó la runa para observarla más de cerca. A esas alturas, incluso pensaba que sus ojos le engañaban.

La acercó y la alejó varias veces hasta verla con toda la nitidez quela penumbra le permitía. Sería vieja, pero sus ojos no fallaban hasta ese punto todavía.

En efecto, era la runa púrpura.

Hacía tanto que no veía una tirada diferente, que no supo cómo reaccionar. La bruja cerró los dedos en torno a la runa y movió la mano, agitándola en su interior, pensativa.

Shimla significaba oportunidad, posibilidad de cambio. Y sus runas nunca se equivocaban. Sus maestros la elogiaron cientos de veces por ello.

¿Era remotamente posible...? ¿Por fin alguna había encontrado el deseo... tantos años después...?

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