━━𝟎𝟖

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No estaba sola.

No estaba sola.

Sabía que no lo estaba. Y ese pensamiento seguía reforzándose a más se internaba en el bosque.

Dio un paso y notó su pierna hundiéndose en el fango. Había llegado a un punto de no retorno, en el que era más sencillo seguir adelante que retroceder. La construcción que tenía delante, ahora estaba mucho más cerca, lo suficiente como para que pudiese ver la hilera de escaleras que la rodeaban.

Era como un extraño enjambre de casas descolocadas, unas encima de otras sin ningún orden lógico.

Altair hizo el esfuerzo de sacar su pierna del fango y buscar un lugar donde posarse para dar otro paso que no la sumergiera en el barro. No era nada fácil. El bosque, sin que se hubiese dado cuenta, había ido mutando en un cenagal infestado de humedad, olores raros y sonidos que la seguían a todas partes.

Eso, por no contar, con cómo se encontraba. Se sentía tremendamente desprotegida. Aún no había encontrado a Lai.

Pudo ver más de una rana a lo largo del trayecto. Casi todas la sobresaltaban con algún sonido, haciendo la travesía aún más infernal.

Ni siquiera sabía si podría deshacerse del fango que se le estaba pegando al cuerpo. Era tan denso que no se había forma de despegarlo, y se endurecía con el calor de su propia luz. Lentamente notó que iba pesando más de lo normal, y acabó queriendo encontrar una superficie libre de fango más que llegar a la construcción al fondo de la bruma.

Se arrastró como pudo, llevándose consigo una cantidad ingente de fango pegado como un parásito. Llegó hasta un árbol que había crecido tan torcido que daba la sensación de haberse venido abajo mucho tiempo atrás. Altair se agarró al tronco y escaló, liberándose como podía de las pegajosas babas del bosque, en forma de lodo y tierra.

Se recostó. Pudo escuchar más sonidos a su alrededor, a los que trató de no prestar mucha atención. Estaba agotada, y si salía corriendo sin control, a saber lo que pasaría.

Una pequeña luz muy cerca de ella llamó su atención. Altair se asustó y levantó la cabeza de golpe, creyendo que algo nuevo y tal vez peligroso la había encontrado.

Se relajó cuando vio a una pequeña mantarraya flotando en el aire. Por fin. No se había enterado de nada, y actuaba como si no comprendiese el por qué de su agotamiento, ni por qué estaba allí tirada en primer lugar.

Cómo otras tantas veces, Altair deseó poder hablar para decirle con palabras todo lo que había tenido que ver, oír y pisar para llegar hasta allí. Y como siempre, no podía hacerlo.

Ahora que Lai estaba con ella, a decir verdad, se sentía más tranquila. La manta no se movió de su lado, o bien porque entendió que estuvo mal dejarla atrás, o porque ya se había hartado de explorar por su cuenta. No podía saberlo, pero igualmente lo agradecía.

Trató de reunir fuerzas para volver a ponerse en pie y continuar. Su luz parpadeó un par de veces, a la par que el croar de varias ranas se escuchaban por todos lados. Su energía seguía drenándose en las tinieblas.

Se propuso vigilar más sus pasos y trató de caminar siempre lo más cerca posible de los árboles, donde notaba el terreno más estable.

De vez en cuando, se podían ver luces asomándose desde esa construcción. Al cabo de un momento desaparecían. Era un ciclo que se repetía aleatoriamente, desde diferentes puntos.

Altair se fue fijando en la luz todo el tiempo, y más ahora que estaba tan cerca. Prefería centrarse en eso que en esa presencia misteriosa que notaba de cuando en cuando a su espalda, para no enloquecer de terror. Ni en esa mano fantasma que a veces se paseaba por su hombro.

Eso, claro está, hasta que la pequeña estrella notó algo por encima del árbol junto al que se había detenido.

Dudó bastante sobre si mirar o no. Lo que fuera, se sentía mucho más corpóreo que lo que la siguió hasta la ciudad, o parte de ese bosque. Y lo peor, era que podía escuchar incluso que se movía. No sabía que estaba a punto de presenciar una escena que la perseguiría por mucho tiempo.

Muy despacio, la estrella inclinó la cabeza hasta empezar a ver el enjambre de ramas enroscadas de los árboles.

Sus ojos lo encontraron en la oscuridad. Tuvo que dedicarle un tiempo a su silueta, para ser capaz de identificar qué era exactamente. Y cuando lo hizo, fue lo último que esperaba encontrar.

Por detrás de la máscara con el ojo pintado, sus propios ojos se quedaron bloqueados en la silueta y su luz, del pánico, incluso se apagó durante un par de segundos.

Era una sala inmensa, más aún para una estrella de las dimensiones de Altair. Estaba rodeada de ventanales que daban directos a un precioso punto de vista del cosmos. Cuando miró hacia arriba, se encontró con una bóveda tan lejana como techo, que hasta se perdía de vista. Se quedó embobada con ella durante un rato, mientras Alnilam avanzaba por la sala.

Ya había estrellas presentes. Estaban sentadas alrededor de una gran mesa en forma de luna menguante, y un montón de asientos de todos los tamaños y formas. Altair reconoció a algunas de ellas. Otras, se presentaron más tarde, según fueron llegando.

Además, notó que había más de esos cometas que Alnilam le mencionó justo antes de entrar. Algunos estaban a los laterales de la sala, quietos como estatuas. Varios de ellos estaban sentados en una mesa al fondo, con los codos apoyados sobre la mesa y los dedos entrelazados.

Alnilam saludó y tomó asiento, dejando a Altair sobre la mesa junto a ella. La pequeña no se movió del sitio y Lai se despegó, revoloteando por su cuenta.

Había cuatro estrellas además de Alnilam. Tres de ellas se sentaban en el mismo asiento, inexplicablemente. Eran algo más pequeñas que Alnilam. A pesar de su variedad de tamaño y complexión, se parecían mucho entre ellas. Una era alta y fornida; otra, era bajita y rechoncha. La última, estaba entre los dos tamaños, pero era flaca y larguirucha, como una hebra luminosa. Todas tenían en común las aletas y las colas de peces tropicales sobre sus cabezas. Además, no paraban de hablar animosamente, canturreando y bailando en el sitio, coreografiadas a la perfección, a pesar de dar la impresión de estar improvisando sobre la marcha. Altair las vio un par de veces, pero nunca tan de cerca. Eran las hermanas Polaris, tres hermanas alas que, en muchos lugares, confundían con una única estrella, tan brillante, que guiaba a los barcos a través de los mares. A todas les faltaba una gran parte de sus máscaras con el ojo pintado.

Un poco más allá, había otra. No era mucho más grande que Altair, para su sorpresa, y ya formaba parte del Consejo. Parecía tímida y reservada, y su tamaño la hacía insignificante. Los finos tentáculos de calamar caían a los laterales de su rostro, aún con gran parte de la máscara con el ojo pintado. Se llamaba Carinae, y era una de las más jóvenes.

Poco después, llegó una estrella que tampoco era muy grande. Desprendía un agradable brillo de un color amarillento, casi dorado. Llevaba solo la mitad de la máscara y sobre su cabeza, sobresalía el cuerpo y el cuerno de un narval. Parecía un unicornio, o al menos, quienes habitaban en su sistema, así llamaron una vez a las criaturas como ella.

Llevaba una túnica blanca sin muchos adornos, y le quedaba tan grande que daba la impresión de ser la última que quedaba cuando se la dieron. Cuando entró, no la saludaron con demasiada efusividad. La llamaban Sol. Y no tenía muy buena fama.

Según le dijo Alnilam más tarde, Sol siempre tuvo satélites, como algunas de las estrellas presentes. Altair no se había dado cuenta. Sin embargo, se rumoreaba que Sol devoró a todos los que tenía, sin motivo aparente. Esto aterró a Altair que, cuando se fijó en la apariencia adorable de Lai y en la de los demás satélites, también le dio mucha lástima. No entendía cómo una estrella podría hacer algo semejante.

Las hermanas Polaris tenían con ellas varios animales pequeñitos, que parecían ratones rechonchos. Eran tan pequeños que no los vio hasta que no se fijó bien. Jugaban en el suelo, por detrás de ellas.

Carinae también tenía animales con ella. Eran pajaritos, adorables y blancos, que parecían bolas de algodón voladoras.

Altair dio un respingo y miró a Alnilam. Ella no tenía satélites, aunque nunca le contó el por qué.

Otra estrella irrumpió en la reunión y Altair se asustó. Silenciosa, como un espíritu, entró Sin nombre. Ella tampoco tenía satélites. Saludó sin decir nada y avanzó hasta su asiento. Ni se la oyó caminar. Solo se sintió un viento frío cuando pasó cerca, y vieron la danza sutil de la nebulosa que llevaba por túnica. Se giró con elegancia para sentarse en una silla de respaldo alargado, e hizo contacto visual con Altair. La diminuta estrella se encogió, tímida, pero Sin nombre la saludó con la mano, muy amablemente. Despacio, correspondió, titubeando.

Sin nombre miró hacia el frente, y se dieron cuenta de que había aparecido un gigante tal que nadie se explicaba cómo podía no hacer ruido al caminar. Altair incluso creyó que era Scuti al primer vistazo. Cuando miró bien, se dio cuenta de que no se parecía en nada a ella. Era Aldebaran, según le dijo Alnilam después, otra de las estrellas más grandes. Tenía un rostro bastante amable. Le faltaba casi toda la máscara.

Tomó asiento muy cerca de Alnilam. Llevaba un séquito de patitos tras ella, que se chocaron y amontonaron con torpeza cuando se detuvo.

Aquellas estrellas eran imponentes y aterradoras. Aldebaran era colosal, y ni siquera era la más grande. Brillaba con un resplandor rojizo y llevaba la túnica parcialmente quitada, dejando parte de su torso al descubierto.

Sobre su cabeza, la sierra de un pez espada se extendía a varios metros hacia delante... aunque a ojos de Altair podían ser kilómetros con demasiada facilidad.

Aldebaran no fue la última estrella colosal que entró al Consejo. Dos más aparecieron. La primera, decían que tenía nombre de princesa. La otra, que era molesta y retorcida, y que aparecía si se la nombraba más de la cuenta.

Canis Majoris, una estrella gigantesca y con el cuerpo de una orca sobre su cabeza, avanzó con porte por la sala hasta su asiento, justo a la derecha de Alnilam. Todos la saludaron respetuosamente, y casi con afecto. Brillaba con un fulgor potente y de color naranja, dejando por el camino una estela de fuego. Varios gatitos diminutos la seguían.

Por otro lado, Betelgeuse ni siquiera saludó. Avanzó y se sentó sin ganas, apartándose los tentáculos de pulpo de la cara, siendo rodeada por pequeños conejitos saltarines en cuestión de segundos.

A Altair le sorprendió que ninguna de las estrellas presentes prestara mayor atención a las demás. Todas eran espectaculares a su propio modo, incluso sus satélites también lo eran.

Y estuvo pensando eso hasta que apareció la estrella que faltaba, y todas tuvieron que ponerse en pie para saludarla.

Scuti entró a la sala. La estrella más grande de todas y por ende, la más poderosa. La líder del Consejo, seguida de varios cometas y un séquito de perritos cachorro, rechonchos, de apariencia viscosa y entrañable.

Altair sintió miedo, y un escalofrío recorriéndola de arriba a abajo. Alnilam, por su parte, estaba muy tranquila. Se dio el lujo, además, de corresponderle una larga mirada.

Meditó en soledad antes del Consejo. No estaba segura del todo. No obstante, bastó con ver la cara de superioridad de Scuti para disipar sus dudas.

Y decidió que, pasara lo que pasase, tendría un plan para Altair. Aunque ese plan le costara que ella fuese su última alumna e incluso, su propia posición en el Palacio.

La penumbra no permitía verlo bien, y era de agradecer que así fuera. Sin embargo, eso no impidió que sus aletas se desplomaran. Altair se quedó helada con tan solo ser capaz de distinguir qué era esa silueta, y por qué estaba en el aire, pendiendo del árbol.

Tardó en darse cuenta de que sus movimientos eran erráticos. Más bien, sedejaba mecer con el aire, como una rama más. Sólo que no lo era. Ojalá lo hubiese sido.

Era un ser humano. Y su cabeza, sujeta a algo, colgaba desde lo alto, dejando todo su cuerpo a merced del viento. Tenía el cuello dolorosamente torcido. La ropa raída por el paso del tiempo. Él mismo era parte del motivo del olor raro que circulaba por la zona.

No era muy difícil saber que estaba muerto.

Por un momento, fue como si Altair estuviese viendo la escena fuera de su cuerpo. No era capaz de moverse ni tampoco de dejar de mirar. Una parte de ella deseaba haberse equivocado, y haber confundido esa silueta con otra cosa que no era nada similar a lo que pensó.

No, no se había equivocado.

Se tapó la boca bajo la máscara.

Si hubiese tenido voz, habría gritado.

Se le agolparon las lágrimas en los ojos. Aunque apartara la mirada, veía a esa persona en todas partes.

Para cuando fue capaz de moverse, dejó de lado toda la precaución y corrió pisando ramas, fango y algunas cosas más que prefirió no saber qué eran.

A juzgar por cómo vio la construcción a lo lejos, no creyó que hubiese tanta distancia. Ahora resultaba un camino tan o más largo que el que ya había recorrido. Era absurdo. Quién fuese esa persona, estaba claro que ya no iba a perseguirla. Aún así, no era capaz de asimilar lo que acababa de ver y, añadido a la angustia que sentía al estar allí, el olor, y al peso de aún no haber podido hacer nada por los habitantes que encontró en la ciudad, se sintió asfixiada.

Esa persona estaba...

Estaba...

Corrió dejando atrás el cuerpo, como si hubiese visto a cualquier ser demoníaco. Aceleró todo lo que pudo, llevándose por delante todo tipo de ramas, finas hebras que acabó identificando como telarañas y embadurnándose hasta el punto de quedar irreconocible. Nada de eso le importaba. Quería llegar a lo que fuese eso del fondo, o a algún punto donde encontrase algo de luz. Quería sentirse mínimamente a salvo.

Ya ni siquiera ella misma sabía por qué estaba corriendo hacia esa maraña de casas, ni qué se esperaba encontrar en ellas. Ni se paró a pensar en que podía ser incluso peor.

Salió de otra charca de lodo. La luz de su figura ya casi la tapaba por completo el barro y la suciedad, por lo que la escasa fuente de la que disponía para ver lentamente la estaba perdiendo. Y el liviano escudo del que disponía contra la niebla, también.

El peso y el agotamiento la hicieron tropezar, justo cuando llegó al enjambre de casas extrañas puestas en mitad de la nada. Estaba tan sucia, tan incómoda y pensaba con tan poca claridad, que no le importó llegar montando una escena.

 Sí comenzó a importarle cuando se dio cuenta de que unos cuantos humanos no sólo habían notado que acababa de llegar, sino que no le quitaban ojo de encima.

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