━━𝟏𝟔

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Fue el despertar más lento que tuvo en toda su corta vida. Con cada ápice de consciencia que ganaba, iba notando partes entumecidas de sí misma. Sus manos, sus aletas, sus piernas... Estaba fría, aunque no tanto como recordaba.

Fue entonces que regresó a su mente todo lo que sucedió en el bosque. No brincó porque no tenía fuerzas. De haberlas tenido, lo más probable hubiera sido verla saltar como un muelle.

El fango en el que casi se hunde, el bosque, lo que sentía constantemente a sus espaldas. Las ranas y sus formas fuera de lo normal. La gente que vio en esa construcción tan rara, y que no le quitaban ojo de encima. Aquella persona colgando de la rama de un árbol, que volvió a su mente para darle escalofríos.

Y luego estaba eso.

Eso que había hecho despertar.

Altair se movió un poco e hizo el intento de recuperar la consciencia del todo.

No tenía ni la menor idea de dónde estaba. A medida que sintió sus extremidades menos insensibilizadas, palpó la superficie sobre la que había dormido, a saber durante cuánto. Era blanda y mullida, caliente. Estaba tumbada con la espalda completamente apoyada en ella. Poco a poco fue capaz de ir apreciando los detalles del ambiente.

Desde un lateral se escuchaba el acogedor sonido de un fuego controlado, haciendo crujir la madera que consumía. Más de una vez escuchó ese sonido, pero nunca la reconfortó tanto como aquella vez.

Entonces, Altair se atrevió a ir abriendo los ojos despacio. Su vista no era demasiado nítida en ese momento, ni tenía fuerzas para abrir más los ojos. Alcanzó a ver una estancia muy pequeña, hecha casi por completo de madera. El fuego que crepitaba era lo único que iluminaba la habitación, pero era más que suficiente para el tamaño que tenía. Poco a poco, fue recorriendo cada mueble, cada tabla de la estancia, fijándose en todo con curiosidad.

Se dio cuenta de que Lai estaba acostada junto a ella, y parecía estar dormida.

Las dos estaban sobre una cama amplia, cubierta con una manta hecha a base de trozos de otras tantas telas más viejas.

Fijándose en la cama, fue vagando con sus ojos despacio, intentando hacerse una idea de dónde podía estar.

Aunque su vista se detuvo de golpe cuando llegó al fondo de la habitación. Al principio creyó estar viendo mal. No tardó en darse cuenta de que no se estaba equivocando.

Junto a una ventana entreabierta, había una mujer vestida con ropas pobres y oscuras, dando de comer a una criatura que ella no había visto todavía. O eso se pensaba. Eran alces, aunque lucían como fantasmas. Fantasmas que aún así... no eran difusos en absoluto.

Altair se quedó embobada durante un rato mirando la escena. Se incorporó un poco para verlo mejor, notando que aún su luz no había vuelto por completo. Brillaba, demasiado débil. Seguía viéndose como un recipiente casi vacío, ya no vacío del todo.

La mujer se sacudió las manos, chocando una contra la otra en alegres aspavientos. Le hizo una caricia amistosa al alce y éste, satisfecho, se marchó.

La anciana cerró la ventana y, cuando se dio la vuelta, se quedó perpleja. Al fin, la estrella se había despertado. Había tenido tiempo de pensar en qué haría cuando reaccionase. Sobre qué le diría. Cualquiera de las cosas que pudo pensar, se marchitaron rápidamente dentro de su cabeza. Altair se quedó mirándola sin saber tampoco qué hacer a continuación.

La mujer era flacucha y muy, muy vieja. Vestía ropa oscura y remendada, y una larguísima trenza caía sobre uno de sus hombros enmarcando su cara, surcada por incontables arrugas. A pesar de ello, su silueta no reflejaba los mismos años que sus ojos cansados.

Los mechones de su pelo, aunque blancos, dejaban ver trazas sueltas de un verde extraño, como si no fuesen naturales, pero hubiese terminado por dejarlas allí. Su nariz era larga, lo suficiente para llamar la atención. Su rostro, aunque sombrío por la luz de la habitación, no daba señales de malas intenciones.

La mujer avanzó un par de pasos hacia la luz del fuego, dejando ver lo increíblemente cristalino que era el color de sus ojos. Musitó algo casi sin voz. Eso dejó a Altair casi más sorprendida de lo que ya de por sí estaba la anciana. No porque fuese algo especial, ni una amenaza, ni nada por el estilo. Sino porque, por primera vez en Oz, había encontrado a alguien a quien entendía.

La mujer conocía la lengua arcana de las estrellas.

 —Bienvenida...

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