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Era muy delgado. Más que delgado, quizás. Estaba famélico.

Era alto y estaba dándole la espalda. Se notaba muy pálido y sucio, agotado por el trabajo interminable. Algunas quemaduras salpicaban su piel. Altair se quedó bloqueada, mirándole.

No era una criatura peligrosa, ni desconocida. Era una persona. Los trabajadores de los que la bruja le había hablado.

Con un pico en mano, golpeaba la piedra sin parar. No había forma de saber cuánto tiempo llevaría en ese sitio, picando, como queriendo abrir un túnel hacia quién sabía dónde. Esperaba que no llevase mucho allí, pues no se notaba que hubiese avanzado prácticamente nada.

Su concentración enfermiza era terrorífica.

Picaba, picaba, picaba.

De vez en cuando hacía alguna parada que no duraba más que unos cuantos segundos. Después, volvía a su labor. Una y otra vez. Daba la impresión de que nada podría sacarlo de su estado de trance, ni siquiera una estrella caída del mismísimo cielo.

Siguió picando, y picando, y picando.

Incluso un ser que no perteneciera a ese mundo, podía saber que tras esa pared, no había nada especial. El humano simplemente trataba de abrir una nueva senda, quizás hacia ninguna parte. Ni siquiera a él daba la impresión de importarle.

Lai regresó con ella, y fue cuando estuvieron juntas que la estrella se atrevió a acercarse un poco. No era capaz de ver mucho, aunque sí distinguía su silueta, balanceándose de delante hacia atrás, descargando su poco peso en las rocas.

Fue casi como un acto reflejo por su parte. Ese humano frente a ella se veía tan sumamente demacrado y cansado, que no pudo pasar simplemente de largo. Era como una sombra que trabajaba y al que casi ni se le oía. Sin embargo, se le oía lo suficiente para creer que podía hacer algo.

Se fue acercando con el brazo ligeramente estirado. No obstante, cuando estaba a muy poca distancia de él, vio cómo sus ojos rodaron lentamente hasta mirarla brevemente por el rabillo. Su trabajo solo se volvió a detener durante esos escasos segundos que duraron intercambiando miradas y después, continuó como si no hubiese visto nada.

Como si ver una estrella fuese algo cotidiano y sin importancia.

Altair encogió el brazo, compungida. Una angustia terrible trepó por sus entrañas y la inmovilizó en el sitio. La había visto, y a la vez no.

Vio claramente como los ojos del hombre se giraron hacia ella. Aún así, estaban tan vacíos, tan carentes de alma, que podía haber incluso mirado a cualquier otra cosa que no fuese ella.

Esa mirada la había dejado descolocada. Eran los ojos de un ser que casino vivía. Que estaba por estar en el mundo. Sin propósito, sin nada más que un pico y una pared que excavar, sin sentido alguno. Una obsesión de generaciones, tal vez. Una fijación que los atrapaba desde que nacían hasta que morían por cualquier circunstancia.

Entendió con dificultad que no importaba lo mucho que se esforzase. El hombre, muy probablemente, la ignoraría. Nada lo sacaría de su labor. Solo con una mirada se dio cuenta. No importaba hacia dónde, ni cómo. Solo importaba abrir un túnel. Uno más, para ponerse a salvo de lo que fuera.

Altair recordó la explicación de la bruja.

«Si intentas hablarles, tal vez te miren, o tal vez ni siquiera se percaten de tu presencia. Nunca jamás te contestarán. Pero tampoco te harán nada malo.»

Altair se quedó allí plantada.

De nuevo, se repetía el mismo escenario, pero pintado de un color diferente.

La Ciudad de Aire, el Bosque de Agua. En los dos sitios vio humanos. Solo que en cada uno, los vio de una forma diferente. Agonizando a su propia y particular manera.

Y, por ninguno de ellos fue capaz de hacer nada. Y por los trabajadores del abismo tampoco podría. Ahora era consciente, esa era la diferencia.

Altair bajó el brazo y apretó los puños con fuerza. De golpe, sintió como si un cristal la separase del hombre que aún picaba. Nunca había percibido tan lejos a alguien que estaba a tan pocos palmos de distancia.

Una lágrima resbaló bajo la máscara con el ojo pintado, y se dispuso a seguir caminando, con el cuerpo descompuesto. El problema de Oz era el Mago. La niebla. La oscuridad. Si no atajaba eso, no lograría nada. Ya se lo advirtió Ankra, y no debía haberla cogido tan desprevenida.

Pero lo había hecho.

Caminó muy despacio, de una forma errática. Fue como si vagara por el camino, sin atender a la dirección que tomaba.

Se sintió tremendamente frustrada, hasta puntos inimaginables. No podía contar todas las veces que había deseado poder hablar. Y nunca se había visto envuelta en una situación en la que, aunque supiese hacerlo, no sirviese de nada. Esa gente solo disponían de una carta. Una carta para una última jugada, en la que ni siquiera ellos sabían que estaban participando.

Su carta era ella, una estrella humilde que caminaba a sus espaldas, llorando.

Y si fracasaba, la única alternativa que les quedaría sería seguir trabajando como obsesos, toda su vida.

Hasta morir de hambre o de cansancio.

Altair no podía simplemente quedarse allí a observarlo. Se forzó a continuar sin mirar hacia los lados, guiándose por la luz de los faroles. El sonido de los picos era cada vez más numeroso, y Altair era capaz de notar la presencia de muchos más humanos.

No quería verlos. No quería darse la vuelta para mirarles. No podría mirarles a la cara y después pasar de largo. No podía explicarles a qué había ido allí, ni podía darles una sola palabra de esperanza.

Altair sintió ojos que sí que se volvían para mirarla. No fueron muchos, solo los suficientes para afligirla más todavía.

La pequeña estrella lo había notado hacía rato, y había querido obviarlo. Había preferido tener el beneficio de la duda y no confirmar sus temores.

Para su desgracia, no pudo evitar confirmarlo en algún punto.

Muchos de los que trabajaban en las grutas del abismo, eran niños. Niños que a duras penas podían con el peso de ninguna de las herramientas, que forcejeaban con sus huesudos brazos por continuar una tarea sin sentido.

Sus rostros, cansados, miraban a Altair de cuando en cuando con unos ojos enormes y suplicantes, enmarcados con el polvo negro de la tierra. No comprendían quién era, o qué era ese ser luminoso que caminaba cerca de ellos. Tampoco eran capaces de comprender por qué no les devolvía la mirada, o el por qué seguía su camino sin detenerse.

Altair simplemente no quería verlos porque sabía que, de hacerlo, se derrumbaría por completo. Y no podía detenerse.

¿Cómo se supone que podríamos hacerlo...?—Preguntó desconcertada Sin nombre.

Alnilam agachó la cabeza, y dio vueltas a su bastón en el sitio mientras pensaba. Altair estaba sobre una repisa, un poco más allá de ambas. Alnilam le había dejado un libro para que se entretuviese en hojearlo.

Altair había estado bastante distraída con los dibujos, viendo todo tipo de paisajes de los mundos mortales, fenómenos atmosféricos y criaturas. Una de las cosas que más le fascinaban, era la nieve.

Se recreó con dibujos de ésto último, hasta que la conversación entre Alnilam y Sin nombre le hizo levantar un poco la cabeza.

No lo sé —confesó Alnilam finalmente—. Pero es una situación complicada, demasiado.

Las dos guardaron silencio durante un rato.

No es mi intención ser negativa. Es la realidad. Ni siquiera todas juntas podemos derrocar a Scuti —le recordó la estrella apagada.

Lo sé, Sin nombre. ¿Y qué hacemos? ¿Permitirle seguir pasando por alto la situación de las estrellas menores? ¿Permitir que las aniquilen los cometas, en caso de venir, mientras nosotras estamos a salvo aquí arriba? Ni siquiera le importó saber de la misteriosa desaparición de una de las estrellas menores. No hizo nada por averiguar qué pasó ahí. Las estrellas menores le dan igual, pero a mí no.

A Altair le conmovió el discurso de su maestra. Sobre todo la parte en la que hablaba de la misteriosa estrella desaparecida, hacía tiempo atrás.

Altair no había llegado a conocerla, aunque se hablaba de ella a menudo por el distrito de estrellas menores. Al parecer, se llamaba Stephenson, apodada cariñosamente como Steph. Dentro del distrito de estrellas menores, Steph pasó a ser una de las más grandes. Era muy inteligente, y aunque sabía hablar, lo hacía muy poco. Era algo huraña, pero nunca hizo nada raro. Pese a lo esquiva que era, las estrellas menores le guardaban un cariño especial.

Fue un duro golpe cuando la noticia de su desaparición corrió por las calles. Nunca volvieron a saber de ella.

Sin las estrellas menores, las Estrellas Ancianas no seríamos nada —dijo Sin nombre—. Estoy de acuerdo con tu forma de pensar, Alnilam. Quién no. Pero Scuti nos tiene vigiladas. Hoy, sin ir más lejos, la descubrí en mi dormitorio.

¿Otra vez?

No solo sospecha de ti. Algo me dice que cualquier estrella que votase a favor de dejar ir a Altair está en su punto de mira. No he podido hablar con las demás, y sin embargo... estoy muy segura de todo.

Alnilam giró la cabeza brevemente para mirar a Altair. La pequeña alzó un tanto las aletas, aunque su maestra se giró enseguida de vuelta para seguir hablando con Sin nombre.

No te pido que te rindas y olvides lo que has planeado. Solo te cuento lo que está ocurriendo. No temas por nosotras. La que tienes algo que ocultar eres tú —le dijo Sin nombre, con esa voz calmada, mansa, como un arroyo cósmico—. Y es bueno que sospeche de todas. Así a ti al menos, podrá ponerte menos atención. Incluso, podría llevarme a Altair de vez en cuando.

Eso hizo que la pequeña diese un respingo. Sin nombre arqueó sus ojos cuando se percató, como señal de una sonrisa amable.

No sé yo si es buena idea que Altair se paseé con una estrella y con otra por los pasillos...

Solo es una sugerencia. Confundiría a Scuti. Y a las demás compañeras que votaron en contra.

Le tomó un buen rato sopesar los pros y los contras. Alnilam no había previsto en ningún momento dejarle su tutela a otra estrella, y visto bien, no parecía una mala idea. Sabía que Sin nombre era confiable. Quizás Sin nombre podría enseñarle más cosas. Algo que a ella se le escapara.

Además, Altair hacía ya casi una semana que no salía de ese cuarto. Podría venirle bien, aunque sólo fuera ir de viaje a otra habitación parecida.

Al final, resopló.

Tal vez, podría ser buena idea.

Las dos Estrellas Ancianas volvieron a girarse para mirar a Altair. Lai se quedó flotando a un lado, sin moverse un ápice.

¿Qué dices, Altair? —Le preguntó Alnilam.

¿Pasar tiempo con Sin nombre?

En otro tiempo le habría parecido impensable. En su momento, había sido una estrella que la había aterrado. No obstante, no podía ver a Sin nombre de la misma forma desde el Consejo. Ni desde el día en el que la salvó de las garras de Scuti, en el pasillo. Además, Alnilam confiaba en ella como en ninguna otra estrella. Su voz destilaba un aura agradable que Altair nunca antes había sentido.

Su apariencia era fría, sí. Oscura, tenebrosa. Misteriosa, también.

Pero Altair asintió enérgicamente.

Su interés por Sin nombre fue más fuerte que otra cosa.

Altair era quien lideraba la marcha, y eso sorprendió a Lai. No era usual que la estrella fuese primero, aunque en ese caso se entendía. Altair estaba demasiado concentrada en tratar de no mirar hacia las personas que seguían trazando túneles al azar, hacia ninguna parte.

Trataba de ignorar el sonido de sus picos golpeando la piedra sin parar. Lo demacrados que se veían. Lo tristes que lucían sus ojos. Y sobre todo, trataba de ignorar el hecho de que, por más que quisiera, le era imposible ayudarles en ese momento.

Lai se limitó a seguirla, nada más. Incluso a la manta, el panorama la había dejado desanimada como poco. Se hacía una ligera idea de lo que Altair debería estar sintiendo. Es más, notaba que su paso se iba acelerando progresivamente. No levantaba la vista del suelo más que para ubicar el próximo farol en el camino. Lai temió que su fijación en no levantar la cabeza pudiese traerle algún contratiempo, pero no hizo nada en ese momento. El camino era llano, o casi llano. No parecía haber peligro.

Tampoco quiso estropear el momento. Era una de las poquísimas veces en lasque Altair tomaba la iniciativa de avanzar sin miedo por un lugar inexplorado. Le encantaba descubrir y fisgonear por todos lados, pero siempre y cuando alguien la acompañara y, a ser posible, le abriese el camino. Era un acontecimiento raro ver que Altair se lanzara a recorrer una senda nueva por sí misma, y Lai la dejó a su aire.

Lo que no sabía, era que Altair también estaba preocupada por algo más. No tenía forma de saberlo con total seguridad, pero le daba la sensación de que el hechizo protector de Ankra se estaba disipando poco a poco.

 Y a Altair le aterraba preguntarse qué pasaría cuando no dispusiera de ese escudo.

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