15 | El día que decidí sanar mi piel

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No le dije nada a Damon. Me subí al coche, ya uniformada y con mi mochila en la mano, tratando de contener el gimoteo que amenazaba con abandonar mis labios.

Colton se quedaría en clases dos horas más.

—¿Qué ha pasado? —fue lo primero que me preguntó.

Cruzada de brazos, sentí que mis labios temblaron al despegarlos.

—Me duele el estómago.

Quería vomitar.

Pero Damon no era idiota: se dio cuenta de que algo me ocurría y trató de preguntarme en el camino a casa, hasta que me harté y le dije que me dejara en paz.

No estaba cómoda ahí tampoco. Además, si le contaba lo que me había pasado, podría verme como una potencial víctima y hacer lo mismo. Ya estaba acostumbrada.

Llegué a casa con el estómago cerrado y unas ganas insoportables de llorar, y me encerré en mi cuarto.

Lloré sola, amortiguados los desgarradores sollozos en la almohada. Saqué de mi mochila la toalla que usaba en el instituto y me froté el brazo hasta que sangrara.

Necesitaba que doliera, para odiarme más de lo que ya me odiaba. La desesperación me asfixiaba; si conseguía agarrar un cuchillo de la cocina, tal vez cuando todos se fueran a dormir, me mataría de una vez por todas.

Porque la muerte era lo que menos me aterraba en este mundo. Las personas me aterraban. Vivir me aterraba. Y me odiaba tanto que hacerme daño era el último de mis problemas.

Creí que me ignorarían y al día siguiente volvería al instituto como si nada hubiese pasado, pero no.

A las seis y algo de la tarde, cuando el cielo ya empezaba a oscurecer, después de que me hubiese intentado quedar dormida por quinta vez sin lograrlo, escuché cómo los dos tocaban a mi puerta.

—Anja, no te hagas daño, por favor.

Se me congeló el corazón. Era Damon. ¿Pero cómo lo sabía? ¿Colton se lo había dicho?

Apreté los párpados cerrados hasta que las pestañas rozaron mis pómulos.

—Esto es importante, Anja.

Un escalofrío me recorrió.

Definitivamente Colton les había contado todo mientras yo me sumergía en un caos mental y emocional en el cual me ahogaba.

Sabía que necesitaba ayuda, pero no quería aceptarla ni pedirla. Quería sufrir un poco más, ver cuánto podía aguantar mi cuerpo. Era todo lo que conocía.

Cuando quise abrir la boca para replicar que estaba todo bien, sollocé sin querer. Y volví a llorar. Escuché a Virginia mascullar algo. De espaldas a la puerta, mi cuerpo se tensó: lágrimas ardientes atestaban mis ojos.

—Anja, no tienes la culpa de nada. No has decepcionado a nadie. Eres la mejor elección que hemos tomado y te prometo que vamos a hacer cualquier cosa con tal de que estés bien.

Estaba enojado: lo sentía en su voz. Pero no conmigo. Algo más lo molestaba.

¿De verdad no era mi culpa? ¿De verdad no estaban decepcionados? Debería estar muerta. Si estuviera muerta, ellos no tendrían que lidiar conmigo.

¿Por qué decidieron sacarme de la agencia? Allí estaba bien, allí nadie me acosaba ni me insultaba. Allí estaba a salvo. Ahora no tenía a nadie.

—Necesitamos verte, necesitamos saber que no te has hecho daño.

Me levanté sin pensarlo.

Tenía miedo de que fuera trampa y me golpearan, o me gritasen, pero tal vez existía una mínima posibilidad de que me abrazasen.

Aun con los brazos adoloridos, abrí la puerta, y de repente el cuerpo de Damon impactó contra el mío.

No tuve tiempo de mirarlos. Cerré los ojos, sollozando como si me sobraran las lágrimas, porque él me estaba sosteniendo. Ahí, atrapada entre sus brazos, porque me sostuvo de la cabeza, escondí la cara en su abdomen.

Después, sentí los dedos de Virginia enredarse en mis rizos, porque ella se apoyó en Damon.

Sé que vio mi brazo y las heridas, y las gotas de sangre en el suelo y en la toalla sobre mi cama. Mi mano quedaba presionada contra el cuerpo de Damon, hacia mí, y llevaba la camiseta de manga corta del uniforme escolar todavía.

Pero ella tomó mi mano y me besó el dorso.

El pecho de Damon se inflaba y desinflaba con irregularidad, como si estuviera decidiendo si enojarse o llorar conmigo. Poco a poco, me condujeron de regreso a la orilla de mi cama. Empapé de agua el jersey de Damon, pero a él no le importó.

Damon me ayudó a sentarme junto a Virginia, porque él se agachó frente a mí, sin dejar de acomodarme los rizos detrás de las orejas. Estaba revisando mi cara y mi cuello, aunque en ese momento no lo sabía, en busca de signos de violencia.

—¿Te tocó? —me preguntó, y aunque yo sollozaba sin control, vi a través de las lágrimas sus ojos negros, resplandecientes de horror.

A duras penas, conseguí mover una mano hacia mi pecho.

—Por encima del bañador.

Me atragantaba con las palabras.

Damon miró a Virginia al tomar mi mano y asegurarse de que no había heridas.

—Voy a castrarlo con mis propias manos.

Yo sentía la tensión en el cuerpo de Virginia, a mi lado. Le costaba tragar.

—No podemos...

—Si mi hija me lo pide, lo haré.

En ese momento, le perdí el miedo a Damon.

—Tenemos que cambiarla de escuela —insistió ella, sin retirar la mano de mi cabello.

—O de país.

Miré a Damon.

¿Hablaba en serio? ¿Los dos dejarían sus trabajos y sacarían a Colton de la escuela por mi culpa?

—No, por favor. Quiero estar con Elyssa, quiero...

—Te cambiaremos al instituto de Elyssa —me interrumpió Virginia; luego, alzó su mirada hacia Damon—. No podemos acabar los dos en prisión y dejarlos solos. Ya han suspendido a Colton una semana.

Alcé los ojos, horrorizada.

—¿Le habéis castigado? —inquirí en un hilo de voz.

De ser así, les rogaría y lloraría hasta que le levantaran el castigo. Pero Damon frunció el ceño, como si no entendiera por qué.

—Claro que no —murmuró.

—Pero lo suspendieron.

—Hizo algo bueno y estamos orgullosos de él.

Sollocé y sentí a Damon acariciarme el cabello.

En ese momento no supe por qué habían suspendido a Colton, pero después descubrí que había bajado al estacionamiento a rayar la palabra "pedófilo" en el auto de mi profesor.

No había acabado cuando este apareció y mi hermano se enzarzó en una pelea que lo dejó con el labio partido y un moretón cerca de la ceja. Acusaron a Colton de difamación y lo suspendieron.

—Si solo tuviera un deseo —murmuró—, sería que Eskander estuviera vivo.

Virginia no dijo nada. Yo tampoco.

Eskander era su hermano, porque Damon tenía una Polaroid de él en uno de sus cajones, donde guardaban todos los papeles médicos. Por fin, clavó los ojos negros en Virginia y yo, que lo vi de reojo, tuve la sensación de que acababa de resolverlo.

Me plantó un beso en la cabeza y anunció que saldría.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Virginia.

Él, que ya se había puesto de pie, la miró. Ni siquiera estaba preocupado.

—Nada malo —sentenció—. Pero la escuela no hará nada sin evidencia, así que voy por ella.

—No mates a nadie.

—Querida —la cortó—, no haré nada que mi hijo no pueda ver.

Se llevaría a Colton con él.

Besó a Virginia antes de irse.

Aun cuando la habitación se quedó en silencio, no solté la cadenita sobre mi polo. La había sacado del interior de mi camiseta porque tenía mi inicial y, si Damon no estaba, por lo menos podía aferrarme a algo que me había regalado.

Aunque no lo pensé demasiado, ya que estaba demasiado preocupada por la angustia de ir al día siguiente al colegio, Virginia volvió a abrazarme y quedé apoyada sobre su hombro.

Me había tomado una mano y yo sabía que me acariciaba los dedos porque veía perfectamente la sangre seca en mis brazos.

—¿Quieres que te ayude con tus heridas?

No respondí al momento. No había sonado amenazante, ni pretendía burlarse de mí.

¿Pero quería curarlas?

Eran parte de mí, de mi historia. Representaban todo aquello que me había hecho sentir viva aunque, por dentro, nunca había estado más muerta.

Me sorbí la nariz.

—No puedo dejar de hacerlo —susurré.

No era lo que ella quería oír, seguramente; para mi sorpresa, apoyó la mejilla sobre mi cabeza.

—Sí puedes.

No podía. Lo había intentado varias veces y siempre regresaba al mismo círculo, a la confusión, al odio hacia mí y hacia el mundo.

El mundo era un lugar malditamente frío, ¿por qué alguien querría quedarse a vivir en él? Por eso quería estar muerta.

—No puedo —repetí.

Virginia me frotó el brazo.

—Podemos intentarlo. Si no funciona, probaremos otra cosa. No pasa nada.

Me limpié la nariz con el dorso de la mano.

¿Cómo le explicaba que era adicta a la sangre, al dolor? ¿Cómo le explicaba que no era tan fácil?

Rompí el contacto visual con Virginia. Se me habían enrojecido los labios y ahora me ardían.

—Pero necesito esto —susurré.

—Anja, destruirte a ti misma es destruir lo único que tienes. No necesitas ser tu peor enemiga. Necesitas sentirte segura dentro de ti misma.

Se me escapó un suspiro tembloroso entre los labios.

No creía merecer nada, pero cuando Virginia lo dijo, de repente me sentí terriblemente culpable por haberme tratado así durante catorce años. La niña de dos años que abandonaron en un coche de ventanillas cerradas, en plena carretera, no merecía que yo le cortase la piel.

Ella no tenía la culpa.

—¿Me ayudas a curarme?

Virginia me acompañó a la cocina: sentada frente a la isla, esperé con los brazos extendidos mientras ella limpiaba la sangre con un paño estéril.

Me dijo que Damon era pediatra, aunque ya lo sabía, y que había trabajado en un psiquiátrico infantil. Obviamente no le contaría mis asuntos psicológicos a él, pero cuando Virginia me dijo que podía buscar ayuda allí, se me llenaron los ojos de lágrimas.

Me hacía sentir imposible de reparar.

—No quiero dar problemas.

—No das problemas. —Sin mirarme, Virginia selló los bordes de la gasa esterilizada sobre mi brazo—. Es lo que necesitas. Todos necesitamos ayuda en algún momento.

Eso solía decir Anne, no ella. Pero yo adoraba a Anne con todas mis fuerzas, así que casi sonreí.

Luego empezó a desinfectar el otro brazo. Se había atado el cabello castaño en una coleta baja; aun sin maquillaje, sus pestañas eran tan largas que no parecían reales. Por eso sus ojos parecían rectangulares en vez de redondos.

—No quiero que me revisen —me atreví a decir en un hilo de voz, aunque Virginia no despegó los ojos de mis heridas.

—¿Te refieres al examen forense?

Tragué saliva. Se me había acelerado el corazón y no por la emoción.

—Sí.

Me humedecí los labios, sin saber cómo decírselo, y apreté los muslos por inercia.

Ella me miró y se me cuajaron los ojos de lágrimas.

Tal vez no habría examen a la hora de denunciar, pero me moriría de miedo si ellos descubrían entonces que había habido abuso sexual antes. Además, si acusaban a los Barrett y nos alejaban a Colton y a mí de ellos, me arrepentiría para siempre de haber nacido.

Y Virginia dejó de presionar la gasa contra mi piel.

—¿Qué te han hecho, Anja?

Mi labio inferior tiritaba.

Cerré los ojos con todas mis fuerzas, porque no soportaría ver su expresión, y presioné la muñeca contra un lado de mi cara. Se me había anudado el estómago; quería llorar otra vez. No sabía decirlo, nadie me había preparado para contarlo.

Pero Virginia dio la vuelta a la isla y me apretó entre sus brazos, contra sí. Me sacudí y lloré, y resollé, sin valor de entreabrir los labios del todo. Rompí a llorar cuando sentí que me besaba un lado de la cabeza.

Y empecé a contarle todo aunque no me entendiera por los balbuceos. Le dije que el hijo de la primera familia con la que estuve me obligaba a verlo masturbarse cuando yo tenía siete años y que inventaba juegos, y le confesé que el padre de la segunda familia me acosaba.

Ella, agachada frente a mí, apartó uno de mis rizos hacia detrás de mi oreja, como hacía con el cabello de Damon, mientras yo le explicaba entre jadeos todo lo que sentí correcto decir.

Aferrada a sus hombros, recé para que me creyera, que entendiera que quería despellejarme viva, que me odiaba, que estaba asustada, que las personas me asqueaban.

Lágrimas gotearon de mi barbilla.

—No sabes el asco que me dan esas personas.

Sollocé.

Tenía siete años. No podía haber sido mi culpa. Pero una parte de mí se arrepentía de no haber luchado más, de haber cedido tan rápido cada una de esas veces.

Apreté su cintura entre mis brazos.

—Todavía eres una niña —me susurró de repente, y frotó mi espalda; pegaba la mejilla a mi frente, y yo me sentía un poquito mejor—. No quiero que te culpes, tú no elegiste que nada de eso pasara. Y no tienes que convencerme de que es verdad. que es verdad.

Lloré más fuerte y Virginia volvió a acariciarme la espalda. Me dolía el corazón; no podía respirar bien.

—Vi...

—No es tu culpa. Un niño no puede defenderse.

Escondí la cara en su hombro. No podía aflojar el agarre de su brazo, aunque le estaba clavando las uñas en la carne.

Había perdido una parte de mí misma en cada casa en la que estuve. Pero ella no me dijo que dejara de llorar, ni que todo estaría bien. Simplemente me sostuvo en brazos todo el tiempo que fue necesario porque, aunque yo no tenía ni idea, sabía mejor que nadie cómo me sentía.

Volteó la cabeza para besarme una mejilla empapada de lágrimas.

—No te voy a dejar sola, Anja —me dijo en voz baja—. Eres mi niña y superaremos esto juntas, ¿vale? Y si hay que recoger las piezas y juntarlas de nuevo, lo haremos. Haremos todo para que puedas quererte a ti misma.

Al separarse lentamente de mí, Virginia me quitó un rizo de la cara.

Odiaba que me mirase porque probablemente me veía peor que nunca. Tenía la cara llena de lágrimas, las mejillas llenas de pecas enrojecidas y el cabello enredado, pero ella no dijo nada. Tan solo me contempló.

—Has leído libros donde las personas se recuperan de cualquier cosa —dijo—. Sé que ahora no te sientes capaz. Por eso lo haremos juntas. No sé cómo serían las cosas si eso no hubiera pasado, pero tienes derecho a tu propia vida, a elegir lo que quieres, a consentir. Mereces querer vivir. Así que no dejes que nadie escriba tu historia por ti.

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