🐝 ━ Capítulo 5

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La nieve llega tan de repente que salgo de casa bajo un cielo gris y antes de media hora camino ante un castillo que parece la decoración de una tarta cubierta de azúcar glass.

Avanzo con una sonrisa por la calzada, sosteniendo una sombrilla que me resguarda un poco de mojarme y tratando de no hundirme entre el suelo amortiguado de nieve.
Me cubro la nariz con la bufanda roja y camino directamente hacia la entrada. Para mi sorpresa, no es Richie quien abre la puerta de la estancia, sino el padre de Rebecca.

— ¿Está todo bien? — le pregunto.

Él cierra la puerta de la habitación de Becky me mira. Yo vuelvo a preguntar.

— ¿Dónde está Richie?

— Tiene la mañana libre. Camila tuvo que ir a Londres ¿Estarás bien?

Le doy una sonrisa.

— Sí.

— Llámame al celular si me necesitas.

Steven se marcha y me quedo sola. Despacio, abro la puerta de la habitación y asomo la cabeza. El cuarto está casi en penumbras, solo puedo distinguir la figura de Rebecca con los hombros apenas descubiertos y el resto del cuerpo bajo su grueso edredón gris.

— ¿Necesitas algo? — le pregunto.

Ella apenas parpadea y con una voz ronca y suave me pido que le ayude a cambiar de postura. A veces es difícil recordar que no puede voltearse por sí misma.

— Reacomoda las almohadas. Necesito estar un poco más arriba.

Me quito la bufanda y el gorro y dejo la sombrilla a un lado. Estoy más cómoda en el vestido con mangas. Despacio voy acercándome hasta la cama y no puedo fingir que no es raro verle de esa manera.

— Pasa los brazos bajo los míos, agárrate las manos detrás de mi espalda y tira hacia ti. Mantén el trasero en la cama y así no te harás daño en la espalda.

El corazón se me agita y puedo sentirme nerviosa nuevamente cuando me veo en la obligación de tirar el edredón hacia abajo y revelar su cuerpo cubierto solo por una camiseta blanca. La sujeto como me lo pide, su aroma corporal femenino mezclado con la suavidad de su piel me descolocan por un segundo. No es desagradable, más bien, se siente íntimo.
Cuando pienso que la tengo bien agarrada, la muevo como me lo pide y puedo escucharla jadear contra mi oreja.

— Santo cielo — dice y yo me asusto.

— ¿Qué ocurre?

Casi que le dejo caer, pero ella no lo permite.

— Tienes las manos heladas.

— Lo siento — le digo.

Un calor inmenso emana de su cuerpo, casi como si hubiese estado bajo un sol abrasador por mucho tiempo. Gruñe un poco cuando la apoyo contra la almohada, e intento que mis
movimientos sean tan lentos y delicados como me es posible. Rebecca se deja hacer. Es un poco más corpulenta de lo que imaginé. Tiene hombros anchos y un torso estrecho pero definido. Pesa un poco, pero no demasiado, por lo que no me es tan difícil moverla.

— ¿Estás bien?

— He tenido días mejores — me dice.

— ¿Necesitas un calmante?

— Sí.

Voy en busca de la carpeta y leo con cuidado lo que puedo darle. Paracetamol quizá. Ella lo recibe y le ayudo a beber de su taza. Luego una vez más acomodo su cabeza contra las almohadas y me quedo mirándole cerrar los ojos y respirar muy despacio.

— Gracias.

Ella nunca me da las gracias por nada.
Me quedo allí contra el umbral un poco más hasta que me pide que me vaya. Yo la dejo y voy de nuevo a la cocina. Me pongo a leer un rato, admirando que la nevada se hace cada vez más intensa. Al contar unos minutos prudentes de los establecidos para dejarle sola, regreso a su habitación y me acerco a la cama para verla.

Tiene un color que no me gusta. Más pálida de lo normal y apenas hay un brillo de color en sus mejillas.

— Becky — le hablo.

No se mueve.

— ¿Becky?

Comienzo a sentir leves punzadas de pánico. Le llamo otra vez y no hay respuesta. Guiada por el instinto, me inclino sobre ella para tratar de sentir su respiración. Su pecho no se mueve y en su rostro no hay movimiento.
Cómo no percibo su aliento, le toco la cara con delicadeza y finalmente ella se remueve, abriendo los ojos a tan solo centímetros de los míos.

— Soy Saro.

— Lo sé — suspira y sus ojos vuelven a cerrarse. Está caliente y sudada.

Repaso la carpeta, intentando averiguar si me perdí algo. Cómo no encuentro respuestas, llamo al padre de Becky, pero me da con el buzón. Ahora llamo a Richie y sucede lo mismo.
Estoy desesperada y por lo visto Becky puede ver mi rostro compungido porque entonces escucho su voz desde la cama.

— Estoy bien, Clark.

No quiero irme pero tampoco deseo quedarme mirándola y que ella decida echarme. Así que regreso a la sala y me preparo un café para intentar calmar los nervios. Estoy mirando por la ventana cuando la puerta se abre y Richie entra envuelto en capas de ropa, con un gorro y una bufanda que casi le cubren toda la cabeza.

La ráfaga de frío que entra detrás de él me estremece y casi en automático me pongo de pie. Dejo la taza a un lado y me acerco.

— Hola.

— Gracias a Dios que estás aquí. No se siente bien. No sé que hacer.

Richie se quita el abrigo.

—He tenido que venir hasta aquí a pie. No hay autobuses.

Rápidamente se dirige a la habitación de Becky y yo lo sigo. Con apenas tocarle se da cuenta.

—Está ardiendo —dice—. ¿Cuánto tiempo ha estado así?

—Toda la mañana tal vez.

—Dios. ¿Toda la mañana? — él actúa. Pasa de mí y busca en el botiquín antibióticos. Los fuertes, y los tritura rápidamente.

—Le di paracetamol — le digo apenada.

—Como si le hubieras dado un caramelo.

—No lo sabía. Nadie me dijo nada. La arropé bien.

—Está en la carpeta que deberías haber leído — vuelve con ella y la toma, del torso. Le saca el edredón y tira de la camiseta que lleva fuera de su cuerpo. Becky está muy pálida y tiene el cabello adherido a la frente —. Becky no suda como nosotros. Si se resfría un poco su indicador de la temperatura se vuelve loco. Trae una toalla húmeda y el ventilador.

Él está molesto. Jamás lo había visto enfadado y no quiero seguir molestando, así que solo voy rápido por lo que me pide y le ayudo a pasarle las cosas. Le echa la toalla al cuello y pongo el ventilador a los pies de la cama.

Mis ojos no dejan de mostrar pánico cuando le veo actuar tan rápido. Ahora a la luz, puedo notar lo enferma que ella está y me siento muy culpable. En especial, cuando me pierdo en las marcas rojas que tiene sobre las muñecas.

— Sarocha, concéntrate. Mira lo que estoy haciendo.

La voz de Richie me saca de mis pensamientos y me obliga a prestar atención.

Pasan como cuarenta minutos hasta que Becky recupera su temperatura. Mientras esperamos a que los antibióticos contra la fiebre hagan efecto, le coloco una toalla sobre la frente y otra alrededor del cuello como me lo pidió Richie. Le cubrimos el pecho con una sábana fina de algodón y ponemos el ventilador a un costado.

Richie me enseñó incluso a cambiar su bolsa de cama. No pude evitar sentirme un poco aprensiva cuando le vi bajarle el pijama y limpiar el pequeño tuvo de su abdomen, cambiando el apósito, pero pude soportarlo luego.

— Listo.

Una hora después Rebecca está dormitando sobre sábanas limpias de algodón y Richie me indica que debo darle más medicinas a las cinco.

— Su temperatura puede volver a subir, pero no antes de las cinco. Trata de que beba más de la mitad de un vaso de agua y si necesitas algo, llámame. Repasa la carpeta. Tendrás que repetir esto en la noche.

Me quedo en la habitación de Becky cuando Richie se va. Me asusta demasiado dejarla sola. En un rincón está el sillón y una lámpara para leer, tal vez alguno de sus pasatiempos antiguos. Me acurruco ahí con un libro que tomé de la estantería.
En la habitación reina una extraña paz. Entre las rendijas de las cortinas veo el mundo de fuera, cubierto de nieve, inmóvil y hermoso.
Me pongo a leer, y de vez en cuando alzo la vista y miro a Becky que duerme plácidamente, y comprendo que nunca antes en mi vida había
habido un momento en el que me sentara en silencio, sin hacer nada.
En casa abundan los ruidos cotidianos de la cafetera, la lavadora y los discos de mi padre. Las voces a gritos, el televisor.
Aquí es tan silencioso que incluso puedo escuchar mis pensamientos.

En medio de la lectura mi celular vibra. Es Camila Armstrong que me dice que no hay trenes y Richie no puede pasar la noche. Me pide que me quedé y va a pagarlo. Le respondo sin pensarlo.
Le aviso a mi madre que pasaré la noche aquí y le envío un mensaje a Kade, pero ella me dice que no es problema y aprovechará el clima para entrenar para Noruega.

Dejo el teléfono y el libro. Me paro para tomar del armario un par de calcetines limpios de Becky que graciosamente, también son de mi talla. También agarro la laptop y un par de auriculares. Una carpeta llama mi atención y termino encontrándome con un video. Sus amigos le hicieron un vídeo de cumpleaños. En él hay imágenes de una vivaz y a todo terreno Rebecca que da saltos mientras esquía o se arroja desde picos altos hacia cascadas de agua clara. Rebecca jugando tenis, boxeando. Me estoy riendo entre dientes cuando en una parte de la cinta, ella se encuentra tomando una siesta en traje de baño y Billy le echa un cubo de agua helada encima haciéndola saltar.

— ¿Estás viendo videos prohibidos?

Su voz me hace pegar un salto y apartarme los auriculares.

— ¿Dónde está Richie?¿Qué hora es?

— Son las ocho y cuarto y Richie tiene otro paciente. Yo me quedaré.

Le doy la noticia de manera optimista. Ella la digiere y entonces habla otra vez.

— ¿Me traes algo para beber?

No queda en ella nada de agudeza, e intensidad. Al parecer, la enfermedad al fin le volvió vulnerable. Le acerco el vaso con la pajita y ella bebe despacio, mordiendo levemente la pajilla. Cuando la retiro, dejo el vasito a un lado.

— ¿Estás cómoda?

—Estaría bien ponerme del otro lado. Dame la vuelta, sin más. No necesito sentarme.

Paso por encima de la cama y la muevo, con sumo cuidado. Ya no irradia un calor maligno, tan solo la calidez habitual de un cuerpo que ha pasado horas bajo un edredón.

—¿Puedo hacer algo más por ti?

—¿No deberías estar ya se de camino a casa? — pregunta despacio.

—Está bien —digo—. Voy a pasar aquí la noche.

Me aparto un poco y estoy por volver al sillón, pero estoy pensando en algo que no me deja estar tranquila.

—¿Puedo preguntarte algo? —digo, al fin.

—Sospecho que lo vas a hacer de todos modos.

—¿Qué ocurrió?

No dejo de preguntarme acerca de esas marcas en las muñecas. Es la única pregunta que soy incapaz de hacerle directamente.

—¿Cómo acabé así?

Cuando asiento, Becky cierra los ojos de nuevo.

—Un accidente de moto. Mío no. Yo no era más que un peatón inocente.

—Pensé que habría sido esquiando o haciendo puenting o algo así.

—Todo el mundo piensa eso. Una pequeña broma de Dios. Cruzaba la calle al lado de casa. No esta —dice—. Mi casa de Londres.

Miro los libros de la estantería. Entre las novelas, hay tratados de negocios: Ley corporativa, Oferta de adquisición , directorios de nombres que no reconozco.

—¿Y no hay manera de continuar con tu trabajo?

—No. Ni con el apartamento, las vacaciones, la vida… Creo que has conocido a mi exnovia. —El cambio en la voz no logra ocultar su
amargura—. Pero, al parecer, debería estar agradecida, pues durante un tiempo creyeron que no iba a sobrevivir.

—¿Lo odias? Vivir aquí, quiero decir.

—Sí.

—¿Existe alguna posibilidad de que puedas volver a vivir en Londres?

—No, así no.

El apagón en su voz es mi señal para hacerme saber que no quiero indagar más en su dolor.

—Lo siento. Hago demasiadas preguntas.
¿Quieres que me vaya?

—No. Quédate un rato — su petición casi amable me hace parar.

Sus ojos azules me miran desde la cama con cansancio.

—Sabes… Yo solía decirle eso a mi padre —dije al fin—. Pero, si te cuento lo que me solía responder, vas a pensar que estoy loca.

— Créeme, eso ya lo pensaba desde antes.

Su sonrisa me hace reír. Particularmente linda y pocas veces visible.

— Cuando tenía una pesadilla o estaba triste o asustada por algo, solía cantarme… —Comienzo a reír—. Oh… No puedo.

—Vamos.

—Solía cantarme la Canción de Molahonkey .

—¿La qué?

—La Canción de Molahonkey . Estaba segura de que todo el mundo la conocía.

—Créeme, Clark —murmura Becky —. Soy una virgen en cuestiones Molahonkey.

Respiro hondo, cierro los ojos y comienzo a cantar. Estoy sentada en la punta de la cama.

— Ojalá-lá-lá-lá viviera en Molahonkey,
la-la-la-la tierra donde nací.
Y ahí tocará mi viejo banjo-o-o-o,
mi viejo banjo, que se estropeó ó-ó-ó.

—Dios santo.

Respiro hondo una vez más.

— Lo-lo-lo-lo llevé a la casa de empeños,
a que-que-que arreglaran mi pequeño,
me dijeron que las cuerdas se desbarataron,
que no había nada que hacer-er-er.

Se hace un breve silencio.

—Estás loca. Toda tu familia está loca. Espero que tu padre lo haya hecho mejor.

Yo me rio y le sonrío despacio

—Creo que lo que querías decir es: «Gracias, señorita Clark, por intentar entretenerme».

— Cuéntame algo más. Sin cantar.

Pienso un momento.

— Bueno… ¿A que el otro día estabas mirando mis zapatos?

—Era difícil no mirarlos.

— Pues mi madre dice que sabe cuándo empezaron a gustarme los zapatos raros: a los tres años. Me compró unas botas de goma con purpurina. Me dijo que desde el día en que las llevó a casa yo me negué a quitármelas. Las usé durante todo el verano. En el baño, en la cama. Esas botas eran mis favoritas junto a mis medias de abejita.

— ¿Medias de abejita?

— A rayas negras y amarillas.

— Qué horror — murmura con gracia.

— Le juro que me encantaba tener las medias llenas de franjas — le digo riendo.

— ¿Y qué les pasó a esas preciosas medias de abejita?

— Dejaron de quedarme — le digo con tristeza —. Y ya no las hacen. Al menos no para adultos.

—Vaya, qué raro.

—Oh, ríete todo lo que quieras. ¿Es que nunca te ha gustado algo muchísimo, más que nada?

—Sí —dice, en voz baja—. Sí, claro.

Hablamos un poco más, hasta que Becky se adormeció. Permanezco acostada a los pies de la cama, observando su respiración, y preguntándome de vez en cuando qué diría si se despertara y me descubriera mirándola, con ese pelo demasiado largo, los ojos cansados, y el nacimiento de una mueca en sus rosados labios.
Pero no consigo apartarme. Las horas se han vuelto irreales, estamos solas.
Estoy leyendo hasta que a las once de la noche la respiración de Becky se hace un poco irregular y comienza a sudar de nuevo. La obligo a despertar para darle sus medicinas y le cambio la sábana del pecho y la funda de la almohada. Ella murmura un suave gracias.

Luego regreso al libro y mucho tiempo después, me quedo dormida.

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