₀₀. reaper's barge

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˚ ༘ 𝒮𝐀𝐈𝐍𝐓𝐒 📿
꒰‧⁺ ⇢ ❝ 𝒫RÓLOGO ¡! ❞ ˊˎ
- ̗̀ ๑❪( ◌⁺ ˖˚ ಿ barcaza del segador.

( estética del título encima del gif, así como en los
demás capítulos, hecha por trgdycoils )

KIRA TRAJO EL CAOS A KETTERDAM. De eso estaba segura. Para una ciudad que se deleitaba en él, en el caos de los turistas crédulos y los necios que palmeaban sus carteras mientras caminaban por las calles, era raro que se produjera más caos. Pero ella se las había arreglado.

La viruela de fuego se había colado en las calles de Ketterdam de la misma forma que Kira. A través del barco la Dama de la Reina. Kira, a diferencia de los marineros y la gente del Barril, no había enfermado al contacto con la enfermedad, la única enfermedad que arrastraba al plantar sus pies en los muelles el día que había llegado era la ausencia de su hogar. Ese día se había perdido. Y al día siguiente. Y al otro.

Entonces los cuerpos empezaron a apilarse en las calles o a ser llevados a la Barcaza del Segador para quemarlos, y Kira ya no estaba tan perdida. Quizá la sensación de que la Muerte la vigilaba por encima del hombro hizo que la niña fuera menos consciente de lo que era la moral. Vio una oportunidad y la aprovechó, agarrándose a ella como a un salvavidas, porque si no lo hacía la Muerte la alcanzaría en el Barril.

Kira sintió que se le revolvía el estómago por lo que tenía ante sus ojos, pero aun así, dejó que sus delicados deditos se deslizaran por debajo de los bolsillos y las carteras de los cadáveres que llenaban las calles del Barril.

Por cada kruge que encontraba, por cada pendiente que robaba, por cada cadáver que se cruzaba, por cada par de ojos que la miraban a través de miradas vacías de muerte, Kira rezaba.

Rezó para que todos los Santos sobre ella perdonaran sus pecaminosos caminos, para que perdonaran su conciencia que se le escurría entre los dedos como agua fría y gelatinosa; para que perdonaran el hecho de que Kira ya no era, y nunca volvería a ser, la niña rubia que reía en los salones de mármol y huía de las doncellas.

Podía sentir los diferentes metales en todos los cuerpos. Los cogió todos y los guardó en una pequeña casa abandonada que encontró en las afueras de la ciudad.

Ese era el lugar al que Kira se dirigía ahora, con los bolsillos llenos de pequeños tesoros, tesoros ensangrentados, pero tesoros al fin y al cabo. Caminaba junto al puerto, el olor a muerte que llevaba el viento le golpeaba la cara, pero ya no hacía muecas. La muerte era veneno, pero Kira ya tenía suficiente como para ser vulnerable ahora.

Bajó la mirada a sus manos, al dedo índice donde reposaba su anillo, la cresta que lo coronaba estaba dada la vuelta en su palma, por lo que sólo podía ver la banda dorada que envolvía su piel.

Sabía que dentro de unos años probablemente ya no le quedaría bien, el anillo había sido hecho para una princesa de ocho años, no para una ladrona de nueve. Sus ojos se llenaron de lágrimas y respiró hondo, pero no antes de que un sollozo lograra escapar de sus labios.

Mirando alrededor de los muelles para ver si había alguien por la zona, para ver si alguien había visto llorar a la niña de cabellos dorados en los muelles. Una niña llorando era algo que los hombres adoraban ver, parecía inocente y dulce y, sobre todo, apta para ser agarrada y empujada a un burdel.

La primera vez que alguien había intentado hacer eso, Kira había hecho que la cadena alrededor de su cuello se tensara, y vio por primera vez en su vida lo púrpura que podía ponerse un hombre mientras le quitaban el aliento. No lloró por el hombre. Tampoco lloró por su alma, luchaba por sobrevivir y no se disculparía por ello.

Nadie se disculpó por hacerla así.

Mientras sus ojos recorrían los muelles a su alrededor, su mirada quedó atrapada por una extraña visión. Un niño yacía sobre las podridas vigas de madera de un muelle. Parecía empapado y congelado, pero al entrecerrar los ojos pudo ver cómo se le movía el pecho. Estaba vivo.

Kira sonrió por la pizca de moral que aún conservaba y se encaminó hacia el chico, que no parecía mucho mayor que ella. Se acercó a su cuerpo y vio cómo la miraba, sus ojos se abrieron ligeramente antes de rodar hasta la nuca y cerrarse.

Ladeó la cabeza, se arrodilló junto a él y apartó los cabellos oscuros de su pálido rostro. Aún respiraba, lo cual era bueno, pero parecía muerto, lo cual no era tan bueno.

Si alguien lo hubiera encontrado, probablemente habría pensado que estaba enfermo y muerto, y lo habría tirado al agua para no contagiarse. Kira no se puso enferma, así que hizo acopio de fuerzas, rodeó su cuerpo con los brazos y le puso las manos en el pecho antes de empezar a arrastrarlo fuera de los muelles.

Resoplando por su falta de fuerza física, algo en lo que seguramente tendría que fijarse, consiguió arrastrar al chico hasta los confines de una oficina de mercader abandonada, que había sido abandonada por los hombres y ocupada por la plaga (bueno, al menos cuando llegó allí, Kira estaba segura de que eso ahora estaba bien).

Lo tumbó en el suelo de madera —quitándole la chaqueta mojada para que no se congelara tanto— y se levantó, estirando la espalda que había tenido encorvada mientras lo arrastraba. Bajó la mirada hacia él y suspiró. Metiéndose las manos en los bolsillos, sacó todo lo que había encontrado y lo envolvió en la chaqueta que yacía a su lado.

Luego procedió a darle golpecitos en la cara para ver si se despertaba. La única reacción que consiguió de él fue que entrecerrara los ojos mientras intentaba verla a través de su estado de agotamiento. Ella le sonrió brillantemente, como solía hacerle su hermano cuando estaba triste.

Sus ojos se cerraron una vez más y su cara se relajó mientras volvía a caer inconsciente.

Kira le sonrió y salió de la oficina, segura de que estaría bien. Nadie se abriría paso entre los cuerpos de la Barcaza del Segador si su propósito no era sobrevivir al Barril.

Ese día, Kira se hizo una promesa a sí misma. Una que había surgido en su mente tras la honestidad que había sentido al salvar al chico. Descubrió que le gustaba la honestidad, le gustaba la forma en que hacía que todos sus pecados parecieran nada.

Así que juró que ninguna mentira saldría de sus labios a partir de ese preciso momento. Era lo único que se le ocurría para apaciguar a los Santos y mantener su conciencia en sus manos sin que se esfumara en la nada. Encontraría la forma de eludir las mentiras, de decir la verdad con el engaño, pero nunca volvería a mentir.

Igual que el chico que encontró en los muelles había luchado por su vida, ella lucharía por su conciencia, apaciguaría su peso. El chico en los muelles la convirtió en una chica que podía salvar a alguien sin pensarlo en lugar de esperar a que dieran su último aliento sólo para robarles a ciegas.

No podía prometerse a sí misma que podría salvar las vidas en el Barril, pero mientras no mintiera le bastaba con pasar por alto sus otros crímenes; crímenes que seguramente tendría que cometer si necesitaba sobrevivir al Barril.

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