XXIII

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El sudor empapaba cada parte de su cuerpo, la sangre brillaba sobre su precaria armadura y la mano derecha que empuñaba su espada estaba ya morada por los golpes.

Murad tosió un poco y regreso al campo de batalla con la determinación de derrotar al enemigo y llevar orgullo a sus súbditos.

Los otomanos llevaban una gran ventaja sobre los polacos, ya que ellos apenas si llevaban el arsenal necesario para defenderse. Se podía sentir que la victoria estaba muy cerca, pero es bien sabido que no se debe festejar antes de tiempo.

Una figura femenina se abría camino a diestra y siniestra; su espada cortaba las cabezas de los soldados que alguna vez se encargaron de su seguridad. No había piedad en sus acciones.

Fatma Nur Sultán había muerto el día en que abandono Topkapi para asumir el rol que había dejado pendiente en su natal Polonia. Ahora ella es la Reina Alenka, una poderosa monarca que se ganó a pulso el respeto del Vaticano y que ha sabido llevar a su pueblo a la prosperidad.

El Sultán y la Reina se encontraron cara a cara. Cada uno se miraba con una ferocidad que sería capaz de destruir a cualquiera que se les acercará.

—¿Cómo pudiste!? —vociferó Murad con odio—. ¡Nosotros éramos tu familia!

Alenka suspiró.

—Yo tomé una desición: ustedes o mi reino —respondió la Reina con tranquilidad.

—¡Tú ya eras parte de una dinastía!

—Así es, la Dinastía Polaca.

—¡Otomana! ¡Eras parte de la Dinastía Otomana!

El hombre soltó el primer golpe, el cual fue esquivado con elegancia por la fémina.

La mujer no atacaba, solo se defendía. No quería gastar sus fuerzas en alguien que usaba los sentimientos en vez de la razón.

«Cuando veas que tu enemigo usa los sentimientos como arma, lo mejor es hacerse a un lado. Haz que se cansé y cuando haya llegado a su límite, dale el golpe final» esas fueron las palabras que alguna vez el Rey Armand, su padre, le dijo cuando solía entrenarla en las artes de la guerra.

Y por ningún motivo iba a deshonrar esa enseñanza.

Alenka hacia movimientos limpios, mientras que Murad solo lograba atinarle a donde sea que su corazón le indicaba. El objetivo de la Reina se estaba cumpliendo.

Por otro lado, los soldados de ambos bandos habían dejado sus armas y observaban con miedo el combate de sus soberanos.

—Defiendete maldita infiel —dijo Murad botando su espada al suelo.

—No es necesario Sultán Murad, porque yo ya gané —sentenció la Reina.

Murad la miró sin entender y antes de que pudiera hacer algo, sintió como una enorme roca se estrellaba contra su cabeza.

Mientras tanto, en el Imperio Otomano las cosas no estaban resultando muy sencillas que digamos.

Halime Hatun a cada rato causaba una que otra pelea entre las criadas, a la vez que coqueteaba con algunos eunucos para poder tener acceso gratis a ciertas cosas. Ella era vigilada por un par de ojos cafés que la encontraban muy bella, pero que no causaba ningún estrago como aquella pelinegra de piel extremadamente blanca.

Pero eso no era tan importante como lo que ocurría en el palacio del Şehzade Mehmet.

Las doctoras hacían lo que podían para curar la gripe del príncipe, mas la situación se estaba tornando bastante difícil ya que no podían sanarlo a él y a su hija Zeynep Sultán.

—¿Cuándo llegará el doctor de Egipto? —preguntó Safiye, mientras colocaba un trapo húmeda sobre la frente de su sobrina Zeynep.

—Dijeron que llegaría hoy, pero ya fuimos al puerto y no hay rastros de Azad Efendi —respondió Halil Paşa.

—Ese Efendi nos dio su palabra y mira como nos ha dejado.

—Puedo buscar a otra persona si gusta Sultana.

—Ve, no perdamos más tiempo. Debemos salvar a mi hermano y a mi sobrina.

El Paşa asintió y cuando abrió la puerta para ir al pueblo en busca de un doctor, Azad Efendi entró y sin perder más tiempo, se acercó a la joven Sultana para examinarla como lo había hecho con su padre.

—¿Dónde estaba Efendi? Lo estuvimos esperando demasiado tiempo —cuestionó la pelirroja, mientras secaba sus manos.

—Le pido una disculpa mi Sultana, pero yo llegue al puerto a primera hora de la mañana y no había nadie del palacio para recogerme —contestó el doctor.

La Haseki Sultán volteó a ver al segundo visir y este se encogió en su lugar ante la mirada intimidante de la mujer.

El Efendi checó la temperatura, checó el cuerpo de la joven bajo la atenta mirada de la mujer mayor y asintió para si mismo, pero solo debía preguntar unas cosas más para confirmar sus sospechas.

—¿La Sultana tosía?

—Si, bastante diría yo. Algunas veces manchaba sus pañuelos con sangre —replicó Safiye Sultán.

—¿Y presentaba dolores en el pecho?

—Últimamente se quejaba mucho de eso.

—Lo que más temía. —Azad Efendi limpió sus manos con un líquido transparente con olor espantoso—. ¡Ağas!

Safiye y Halil lo miraron con duda.

Dos hombres vestidos de rojo ingresaron a la habitación y asintieron en señal de que esperaban órdenes del doctor.

—Lleven a la Sultana Safiye y a Halil Paşa a sus aposentos, no los dejen salir bajo ninguna circunstancia. Hagan que las doctoras los revisen —ordenó el médico de Egipto a los guardias, quienes asintieron para después tomar a los susodichos e intentar sacarlos a la fuerza.

—¿¡Qué diablos te sucede Efendi!? ¿¡Quién te crees que eres para dar órdenes así!? —gritó la Sultana pelirroja, mientras trataba de safarse de los guardias.

—Es lo mejor Sultana, la enfermedad que tienen el Şehzade Mehmet y Zeynep Sultán es muy contagiosa y nadie se ha salvado de ella.

—¿Qué enfermedad es Efendi? —cuestionó Halil Paşa.

—Tuberculosis.

Despertó cuando sintió el agua caer violentamente sobre su rostro. Apenas si tuvo tiempo de respirar cuando recibió un golpe que rompió por completo su nariz.

La sangre comenzó a salir a montones y manchó aquel vestido blanco que su dueña portaba con orgullo.

—Hasta que despiertas —habló esa voz aguda—. Intentamos de todo y ni tú dabas señales de vida.

—Zorra —susurró Murad con algo de dificultad.

—Tal vez si lo sea, pero al menos yo no soy un golpeador de esposas.

Murad trató de sonreír, pero lo único que salió fue una mueca sin chiste.

—Es una pena que un gobernante como tú termine de esta forma. Que indigno.

—¿Crees qué estaré aquí mucho tiempo? Mis hombres vendrán por mí y acabarán contigo.

—¿Los jenízaros? —interrogó la Reina—. La mayoría ya estan muertos, solo dejamos unos cuantos con vida para que regresen a Estambul y con ello llevarán la deshonra de una derrota.

—¡Bruja!

—No sabes cómo me encanta que me llamen así.

Alenka dio una señal con su mirada y sus guardias empezaron golpear a diestra y siniestra el cuerpo ya magullado del gobernante del Imperio Otomano.

Ella sonreía sin sentir ningún tipo de remordimiento por sus acciones.

«¡Que vergüenza!»

Sin embargo, algo sumamente inesperado ocurrió.

Un guardia de piel oscura saco su miembro y de un solo golpe, penetró al Sultán del mundo.

Murad chilló de dolor y Alenka no podía creer lo que sus ojos veían.

«Esto no era parte del plan, solo era golpearlo nada más»

El moreno jadeaba de placer y el otro no podía hacer nada más que llorar de dolor y vergüenza.

La Reina de Polonia salió de la carpa y derramó unas cuantas lágrimas por su contrario, pero el daño ya estaba hecho. Solo dejo de llorar cuando escucho esas palabras que indicó que debían decirse antes su final.

—La Reina Alenka, Mihrimah Sultán y Safiye Sultán envían sus saludos.

Después de eso, ni un susurro volvió a escucharse.



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