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El sol empezaba a asomarse detrás del Escudo de Sellagoro, la cadena de montañas que rodeaba la laguna donde se había erigido Braavos sobre un centenar de islas. Los rayos dorados se filtraban a través de las cortinas azules de su cuarto, y aunque intentó darse la vuelta para que la luz no interrumpiera su descanso, un fino haz se posó en su ojo, impidiéndole reconciliar el sueño.

Myriah, vestida con un pantalón y una camisa de dormir, se incorporó, desperezándose. Salió de la cama y caminó hacia el baño en la otra punta del dormitorio, un tanto por molesta por no haber podido dormir más tiempo; no es que estuviera cansada en exceso o le doliera el cuerpo por entrenar, solo se trataba de un pequeño capricho, Incluso las princesas deseaban a veces quedarse vagando en el mundo de las ensoñaciones hasta tarde.

La habitación era más amplia que larga y se dividía en dos secciones: el cuarto principal, decorado por muebles de madera exótica, tapices en las paredes y un amplio ventanal de cristal tintado de color rojo y amarillo, y el baño. Myriah consideraba que era un cuarto digno de un noble de alto prestigio; ni siquiera en Dorne los más acaudalados podían permitirse ni la mitad de la mitad de los lujos que había visto en el palacio del Señor del Mar.

No obstante, se sentía un poco fuera de lugar. Extrañaba su cuarto en el Antiguo Palacio en Lanza del Sol, que, si bien no era tan opulento como aquella habitación, era más espacioso que su actual recámara, plagada de baúles cargados de vestidos, mesas y estanterías.

Agradecía que Tichero y su padre quisieran consentirla con las finas prendas de seda y las joyas engastadas con preciosas gemas que le regalaban, pero sabía que solo buscaban distraerla, evitar que pensase en su hogar y las cosas que sucedían alrededor. Pero ella añoraba Dorne, su clima cálido, abrasador, la arena bajo sus pies descalzos, la refrescante brisa que arrastraba el aroma salado del mar, a sus primas.

Quería regresar a su hogar. Sin embargo, sabía que, por el momento, aquello no era posible, no mientras la Triarquía dominase el paso por los Peldaños de Piedra y los conspiradores que trabajaron junto a ellos siguieran libres en Braavos.

Desconocía muchos detalles, y ni siquiera tenía una idea clara de quiénes podrían haber complotado en contra de su padre para secuestrarla y obligar a su tío a seguir colaborando con el Alto Consejo. Aun así, se negaba a quedarse de brazos cruzados mientras todos se desvivían por resolver el intrincado misterio que envolvía el atentados, a sus perpetradores y artífices.

Entró al baño, y al ver que la tina se encontraba llena, se desvistió y se aseó. El agua caliente y perfumada relajó sus músculos, y ella se hundió hasta desaparecer en la bañadera, limpiándose de pies a cabeza. Luego de un rato, salió del agua, se secó con una toalla, se cepilló los dientes y, una vez vestida con una camisa naranja y unos pantalones negros, cepilló su pelo.

Odiaba esa parte del día. Su cabello negro no era tan largo como el de sus primas, también negro, que se derramaba por sus espaldas como un río de resplandeciene obsidiana. El suyo apenas le cubría los hombros y un poco más allá de la nuca.

En sí, era una chica extraña, rara, inusual. Le encantaba cabalgar por las tardes y recorrer las interminables dunas de Dorne, y practicar con su padre el arte de la lucha por las mañanas, empleando la lanza que había escogido como su arma predilecta. Los arduos entrenamientos la habían fortalecido, y su físico se había vuelto más fibroso que el de las demás jovencitas de su edad. Temía quitarse la ropa para entrar a los Jardines de Agua y que la confundieran con un muchacho por su cuerpo marcado.

No se sentía insegura, no... Pero había ocasiones en las que soñaba con ser más delicada que fuerte, más torpe que rápida. Si bien no le interesaba el matrimonio, sí deseaba cumplir con su deber como princesa y comprometerse con alguien, preferiblemente un hombre que amase, o uno que fuese bueno, inteligente.

Mirarse al espejo que tenía delante hacía que aquel sueño volviera a atormentarla, a recordarle que no se parecía en nada a las refinadas damas nobles de Dorne ni a las princesas Targaryen de Poniente.

Sin embargo, la sensación de vergüenza, rabia y tristeza se desvanecía en cuanto se decía a sí misma que, en efecto, no se comparaba a la bella Rhaenyra Targaryen en cuanto a beldad, pero, sin duda, la superaba en fuerza y destreza marcial. Quizás la Delicia del Reino tuviera a sus pies a cientos de bizarros caballeros y grandes señores, pero Myriah no necesitaba un cuerpo escultural para que nadie se rindiera ante ella.

Así como había barrido el piso con Daeron, derrotaría a cualquiera que la desafiara e intentase herir a sus seres queridos. Se había escondido cuando los piratas atacaron, ciertamente; no obstante, se había prometido que jamás se escondería de nuevo, nunca más, incluso si le costaba la vida.

«Daeron», pensó, depositando el cepillo en una mesa cercana al espejo y al taburete en el que se había sentado. «¿Cómo estará?», se puso de pie, aliso su camisa y sus pantalones, calzándose con unas sandalias de mimbre acolchonadas por dentro. «Debería ir a verlo; seguro que todavía no se despertó».

Myriah se encaminó a la puerta de su cuarto, abriéndola y saludando a los guardias dornienses que custodiaban la única entrada a la habitación. Hizo una ligera reverencia, y ellos asintieron profundamente. Luego, con pasos rápidos descendió por la escalera que conducía al primer piso, corriendo por los laberínticos pasillos del palacio.

Observó, por un breve instante, que había albañiles y guardias supervisando la instalación de rejas de metal en los enormes y estrechos ventanales de los corredores, púas de hierro negro decorando los barrotes. Myriah supuso que era una medida de prevención por si ocurrían futuros ataques.

Siguió recorriendo la primera planta, más grande que los pisos superiores, y finalmente llegó al corredor en el que Daeron le había dicho días atrás que estaba su cuarto. Respiró hondo, caminando con firmeza hacia la puerta de madera al final del pasillo.

Dudó por un segundo. ¿Estaría Daeron despierto ya? ¿Y si no se hallaba en su habitación? ¿Se molestaría si lo despertaba? Tragó saliva duramente, y golpeó dos veces la puerta con el dorso de su mano.

Nadie contestó.

Volvió a golpear, misma intensidad.

No hubo respuesta.

Myriah se dispuso a llamar a la puerta una vez más, pero entonces se percató de que esta se había movido: no tenía la llave puesta. Con algo de incertidumbre, abrió la puerta de un empujón, revelándose ante ella el cuerpo de Daeron, que yacía en el suelo, empapado e inerte.

Un temblor de miedo recorrió a la joven princesa, que, en lugar de llevarse las manos a la boca para ahogar un grito o salir corriendo, se acercó velozmente al platinado, revisándolo con desesperación. Al tocar su cuello con dos dedos, comprobó que tenía pulso, y una sensación de inconmensurable alivio la invadió, purgando su temor inicial.

El chico estaba inconsciente, no muerto; y sus ropajes, húmedos, medio secos. Usaba una capa negra demasiado grande para ser de él, y cuando Myriah se la retiró, un par de hojas amarillentas cayeron al suelo.

Confundida, la princesa miró los papeles, y luego a Daeron.

—¿Qué hiciste? —preguntó, susurrante, consternada.

Antes de atender a su amigo, se dirigió a la puerta, cerrándola. Después, caminó hacia Daeron, quitándole la camisa negra, y revisó si había nuevos moretones o heridas en su cuerpo, pero se quedó pálida y boquiabierta al ver la infinidad de cicatrices que poblaban su torso y brazos.

Pequeñas y grandes, entrelazadas y superpuestas, las marcas blancas de viejas lesiones decoraban el torso del muchacho, extendiéndose como enredaderas por sus antebrazos y hombros. Myriah lo dio vuelta, y se horrorizó al contemplar las cicatrices que recorrían aquella zona, retorcidos relámpagos albinos que bajaban hasta su lomo.

«Pobre», miró con lástima a Daeron, apretando con fuerza sus puños. «¿Quién podría hacerle esto a un niño?», sabía de sobra que en Essos se practicaba la esclavitud, pero nunca se había imaginado que era tan horrible, o no había querido hacerlo.

Aquella tradición no la popularizaron los valyrios,para su sorpresa, sino los ghiscarios, e incluso antes que ellos, hubo otras civilizaciones cuyos nombres se perdieron en los anales del tiempo que también cargaban de cadenas a quienes capturaban, obligándolos a servirles de por vida. En Dorne, y en el resto de Poniente, la esclavitud se había abolido desde hacía siglos, y aunque Myriah, que era dorniense, fieles defensores de la libertad y la igualdad, detestaba a los esclavistas.

La filosofía de los Grandes Amos de Meereen chocaba con todas las enseñanzas que la legendaria Princesa Nymeria inculcó a los dornienses. Enseñanzas que Myriah aprendió a temprana edad y adoptó como un credo, una religión, una forma de vida.

Indistintamente de su piel, color de ojos o alcurnia, todos merecían ser libres. Vivir en paz. Tener las mismas oportunidades.

Una punzada de rabia la atravesó al pensar en las mil y una atrocidades que Daeron y cientos de miles de esclavos tuvieron que sufrir. Su sangre hirvió, pero se obligó a tranquilizarse, a centrar su atención en el joven de cabello plateado que dormía en el piso.

Con cuidado de no despertarlo, Myriah le puso una nueva camisa, una idéntica a la anterior. Los pantalones, para su fortuna, se habían secado. Le quitó las medias y, por si las dudas, envolvió sus piernas en una toalla que encontró colgada en una silla aledaña a una tina de madera.

Después, con bastante esfuerzo, lo subió a su cama; no es que Daeron fuera pesado, pero había subestimado qué tanto le costaría cargarlo debido a su delgadez. Luego, lo tapó con una sábana y cerró las cortinas en pos de dejarlo descansar cómodamente.

Procurando no hacer ruido, tomó la capa y los papeles, depositando la primera encima de una silla y revisando los pergaminos.

—¿Qué es esto?

Myriah se sentó en una de las dos sillas que decoraban la mesa sencilla en el centro del cuarto, y gracias a una lámpara de aceite, comenzó a leer el contenido de aquellas páginas amarillas y de aspecto quebradizo.

...

Tuvo que releer las hojas para asegurarse de que no estaba soñando ni había interpretado mal las palabras plasmadas en el papel. Desgraciadamente, comprobó que había leído bien y que se hallaba despierta, muy despierta, enojada, confundida.

Hizo los escritos a un lado, recargando su espalda en el respaldo del asiento. Respiró hondo y miró al techo, reflexiva.

«Vogeo Oniruss», pensó, evocando el nombre que aparecía al final de la carta. Era una disculpa, una súplica, un ruego para que los dioses o el Señor del Mar perdonasen sus pecados. Myriah había percibido los detalles en la letra, pequeños y casi imperceptibles rasgos que delataban el terror de Vogeo a la hora de redactar su escrito. No mentía ni deliraba. Hablaba en serio, decía la verdad.

Pero, al parecer, no había podido advertir a Tichero acerca de la conspiración en su contra o del futuro atentado. Lo más probable es que estuviera muerto, o desaparecido, lo cual implicaba lo mismo: había sido silenciado. De no ser así, el regente de Braavos hubiese estado alerta e impedido el ataque de los piratas.

No sabía determinar qué tan vieja era la tinta o cuándo se había escrito la carta, pero estimó que no tendría más de medio año, o quizás menos.

«Seis meses... Hace seis meses mi padre mandó a dos mil de nuestros soldados a batallar en los Peldaños de Piedra», recordó Myriah, mordiéndose el labio inferior. «¿Lo habían planeado todo desde el inicio?». «Sí», se respondió, «es más que probable que sí».

Quizá el Alto Consejo tenía previsto que Garson viajaría a Braavos con el propósito de concretar una alianza con el Señor del Mar. Momento que, posiblemente, consideraron oportuno para deshacerse de él, puesto que tarde o temprano se daría cuenta de su ingenuidad. El secuestro de Myriah no sería más que una forma de mantener a Dorne como aliado forzoso, un chantaje para que continuaran apoyando su retorcida causa, y provocar que, por fin, Braavos entrase en guerra abierta en contra las Tres Hijas.

«Pero ¿por qué querrían que Braavos se entrometiera en sus asuntos?», Myriah, como todos, conocía el poder militar de la Ciudad Secreta y la cantidad inconmensurable de recursos a su disposición. No tenía sentido que la Triarquía buscara ganarse la ira del Señor del Mar, cuyas flotas no tendrían problemas en arrasar los Peldaños de Piedra y reducir a escombros las ciudades de Lys, Myr y Tyrosh.

A pesar de dedicarse honradamente al comercio marítimo, Braavos poseía un ejército enorme, el cual apenas podría ser comparado si es que las huestes de los Siete Reinos de Poniente hacían a un lado sus diferencias y se unían. Granjearse el desprecio de los braavosi había sido una jugada tonta, una maniobra sin sentido que no encajaba de ninguna manera en el gran plan que, aparentemente, el Alto Consejo y los nobles traidores trazaron por bastante tiempo.

¿Por qué crearse nuevos enemigos? ¿Por qué atacar a su padre en Braavos? Era interrogantes a las que no podía responder, para su desgracia.

Dirigió sus ojos hacia la cama donde dormía Daeron. El chico se despertó con lentitud, incorporándose mientras se frotaba los párpados y se desperezaba.

—Buenos días, dormilón —dijo Myriah.

El valyrio la miró, la saludó con un gesto amable de mano, y luego volvió su vista al frente. De repente, Daeron, como si recién se percatara de su presencia, abrió los ojos de par en par, poniéndose de pie de un salto, su espalda pegada a la pared.

—¡¿Myriah?! —preguntó, exaltado.

La princesa de Dorne no pudo contener su risa, dejando escapar una estruendosa carcajada.

Daeron frunció el ceño, y ella continuó riendo.

—¿Qué haces en mi cuarto? —cuestionó.

—Oh, eso —ella se limpió una lágrima que descendía por su mejilla. Respiró hondo, se irguió y aclaró la garganta—. Vine a visitarte. Creí que quizás te gustaría acompañarme a explorar el palacio, pero entonces te encontré tumbado en el suelo.

—¿Tú...? —Miró su camisa, y luego se ruborizó ligeramente—. ¡¿Tú me...?!

—Tranquilo, tranquilo. —Sonrió, alzando sus manos—. Te cambié la camisa, nada más. ¿O es que acaso me consideras una degenerada? —su voz adoptó un tono burlón.

—¡¿Qué?! —Daeron se tensó, poniéndose tan rojo como una manzana—. ¡No! ¡Claro que no!

La sonrisa de Myriah se amplió ante la reacción del platinado, quien desvió la mirada, palpando su pecho y registrando los bolsillos de su pantalón.

—¿Estás buscando esto? —Myriah agitó los papeles amarillentos que sostenía en su mano derecha.

Daeron la miró, conmocionado. Entornó los ojos.

—¿Cómo es que...?

—Se cayeron de tu capa —respondió, soltando las hojas sobre la mesa. Arrugó la frente, cruzándose de brazos—. ¿Cómo conseguiste esto?

Daeron abrió la boca, pero la cerró de inmediato, sus iris violetas clavadas en el suelo.

—Daeron, ¿qué hiciste?

—Nada.

—¿Seguro?

—Sí.

—Entonces, ¿cómo es que tenías esto escondido en tu capa? —Señaló con su dedo las cartas que reposaban encima del mueble—. Y no mientas diciendo que...

—Las encontré por ahí —contestó, tajante, pero sin brusquedad.

Myriah se mordió el labio inferior. Se levantó de la silla y caminó hasta quedar delante de Daeron, quien, viéndola a la cara, se mostró confundido.

Ella percibió en sus ojos la desconfianza y el miedo. Con delicadeza, tomó una de las manos del paladín de la Primera Espada de Braavos.

—Sé que escondes algo, Daeron —dijo Myriah—, que estás asustado. ¡Pero no tienes que estarlo! Al menos, no de mí. Somos amigos después de todo, ¿no?

—¿Amigos? —Daeron parecía dubitativo, desconcertado por tal afirmación—. Apenas nos conocemos...

—Quizás —Myriah se encogió de hombros—, pero eso no impide que seamos amigos, ¿no? Me aconsejaste y animaste cuando estaba enojada, triste, perdida... Eso hacen los amigos, Daeron.

Myriah comprendía que Daeron desconfiase de ella; tenía razón, no habían interactuado mucho ni llevaban demasiado conviviendo. Ni siquiera poseía la certeza de que compartieran gustos más allá del combate y las armas. Sin embargo, aquel chico la rescató del aburrimiento y de los piratas que intentaron secuestrarla, incluso la calmó al permitirle desahogarse en un combate singular y subió su ánimo.

Sabía, por la sinceridad en sus palabras, que no lo hizo por petición de su padre o por interés, sino por decisión propia, por querer ayudarla.

Valoraba que, pese a su complicado pasado como esclavo, se preocupara por los demás y tratara de apoyarlos, tal y como había hecho con ella. Si bien él no confiaba en su persona, Myriah, sin duda, depositaría el destino de su alma en Daeron antes que en cualquier otro.

El muchacho pareció debatirse por unos momentos, observando en repetidas ocasiones sus manos unidas y el rostro de Myriah. Al final, respiró hondo, relajó sus hombros y la miró a los ojos.

—Te lo contaré todo, pero no se lo digas a nadie.

—Lo prometo —asintió Myriah.

Daeron, de nuevo, vaciló un instante, dirigiendo su mano a una vieja y horrible cicatriz que rodeaba su cuello, la cual empezó a rascar. Y mientras sus uñas raspaban aquella marca, relató cómo había obtenido las cartas de Vogeo.

Una vez la historia terminó, la primera reacción de Myriah fue golpear en el brazo al valyrio.

—¡¿Cómo se te ocurrió semejante locura?! —cuestionó, enojada—. ¡Podrías haber muerto!

—Pero no lo hice —respondió Daeron, sobándose el brazo.

—¡Agradece a los dioses que no, porque si hubieses muerto, te habría revivido para matarte yo misma! —clamó, furiosa—. ¿Es que tan poco vale tu vida?

—Era esclavo, Myriah, mi vida nunca valió mucho.

—¡Pero ya no lo eres! —repuso—. Tu vida sí vale, Daeron, más de lo que imaginas. Eres mi amigo. ¿Pensaste en qué hubieran sentido Gyllos y Dromin si morías? ¿Qué hubiera sentido yo?

Daeron levantó ambas cejas; la pregunta lo tomó desprevenido.

—Yo... No, no lo pensé —contestó, cabizbajo. Miró a Myriah, avergonzado—. Lo lamento. No fue mi intención, nunca quise preocuparte. Pero entiende, Myriah, no podía quedarme de brazos cruzados.

—¿Y tu gran idea fue escabullirte en la mansión de un noble en mitad de la noche?

—Tenía que hacerlo —replicó—. Los traidores que conspiraron con la Triarquía están sueltos y nadie sabe quiénes son o cuál será su próximo movimiento. Debía intentar por los menos averiguar sus identidades.

—¿Eso justifica que casi te asesinaran? ¡Dioses, Daeron, pudiste haber muerto! La caída, la persecución... Si no fuera por ese tal Garren, estarías...

—Lo sé, pero no había otra opción, Myriah. Las cosas están mal, muy mal, y empeorarán con el tiempo si es que no descubro qué nobles metieron a los piratas a Braavos y traicionaron a Tichero.

—¡Gyllos te habría ayudado!

—Gyllos está ocupado patrullando la ciudad con los soldados Flaerys y trabaja junto a Tichero para resolver el misterio. Pero avanzan lento. A este paso, los nobles comenzarán a matarse los unos a los otros y se desatará una guerra que...

—Espera, espera —lo detuvo Myriah—. ¿Qué guerra?

—Por favor, Myriah. Eres inteligente, incluso un ciego podría ver que la tensión está creciendo entre las familias ricas de Braavos. Tanto los Forassar como los Irnah han retirado a sus tropas de la calles, y estas no abandonan sus mansiones si es que no se los ordenan sus magísteres. Están atrincherándose, preparándose para una batalla.

Un escalofrío recorrió la espalda de Myriah.

—Están asustados, solo es eso. Además, ¿qué tan idiota se debe ser para iniciar una guerra aquí en Braavos?

—Muy idiota, y los magísteres lo son —respondió Daeron—. Buscan enemigos imaginarios y varios ya se odian desde hace años. Únicamente falta un error, una chispa, y si no hago algo, todo arderá. Las calles, los puertos, las casas de los nobles, el palacio del Señor del Mar... Todo.

—Aun así, Daeron, no puedes arriesgarte de esta forma —advirtió Myriah—. Tienes ocho años, y eres bueno peleando, pero la Quinta Espada casi te asesina anoche. Las cartas hablan sobre gente poderosa, gente peligrosa. Si ellos averiguan que alguien está entrando a las mansiones de los magísteres, no dudarán en enviar asesinos tras esa persona. Y esa persona, te recuerdo, eres tú.

—No me asustan un par de sicarios, Myriah.

—Lo sé, pero a mí me asusta lo que puedan hacerte.

—Myriah...

—No. Nada de escapadas nocturnas y...

—¿Escapadas nocturnas? —preguntó una tercera voz, grave y vetusta.

Myriah dio un saltito y se giró, al igual que Daeron, hacia la puerta del cuarto. Y en el umbral de esta, vestido con su túnica esmeralda y con la cadena de eslabones de metales diferentes, Dromin los miraba, severo.

Una punzada de terror atravesó a Myriah.

—Dromin... —dijo Daeron, tragando saliva con dureza.

—Daeron —dijo Dromin, serio.

—Hola, maestre Dromin —saludó Myriah, riendo nerviosamente.

—Buenos días, princesa Myriah —hizo una leve reverencia, cortés—. Si no es molestia, quisiera que me explicaran de qué estaban conversando. Sonaba interesante.

—Oh, esto... —el platinado rascó su antebrazo izquierdo—. Pues, solo hablábamos sobre espadas y lanzas.

—Uhm, curioso tema —Dromin acarició su frondosa barba castaña.

—¡Sí, exacto! —Myriah enderezó su espalda, luchando por no morderse el labio inferior—. Discutíamos cuál era mejor.

—Sí, sí —afirmó Daeron.

—Ya veo, ya veo —Dromin dio un paso adelante, cerrando la puerta de madera detrás de sí—. Entonces, ¿quieren convencerme cómo espadas y lanzas se relacionan con escapadas nocturnas, entrar a mansiones de magísteres y una guerra civil braavosi?

«Mierda», pensó Myriah. A juzgar por la expresión de Daeron, aquel insulto probablemente también pasó por su cabeza.

—Bueno, es bastante divertido —rio Daeron—. Verás, Dromin, lo que sucede es...

—La verdad, Daeron —dijo el norteño, su voz reverberando en las paredes—. Ahora.

Daeron se encogió, retrocediendo. Dromin avanzó en su dirección, su inmensa sombra engullendo la figura del valyrio.

Myriah pudo haber escapado, huido de la habitación. El viejo ponientí tenía su completa atención puesta en Daeron y no parecía muy interesado en ella. No obstante...

—¡Espere! —exclamó.

El maestre giró su cabeza, mirándola con extrañeza, sus ojos grises clavados en Myriah como dos témpanos de hielo.

La princesa, aunque intimidada por la imponente altura del erudito, no se amilanó. Corrió y se puso a un lado de Daeron.

—Por favor, Daeron no hizo nada malo. No lo golpee, por favor.

Dromin parpadeó y sacudió su cabeza.

—¿Golpearlo? No, no. Está malinterpretando la situación, lady Myriah. Jamás le pondría un dedo encima a Daeron.

—Es verdad, Myriah —dijo Daeron—. Tal vez Dromin luzca como un gigante, pero nunca me golpearía.

—Lo regaño bastante, es cierto —agregó Dromin—. Sin embargo, preferiría cortarme mis manos antes que tocar uno de sus cabellos.

De repente, Myriah se sintió como una idiota. Un leve rubor cubrió sus mejillas.

—¡Lo lamento, maestre Dromin! No quería sugerir que usted...

—Calma, calma, princesa. Lo entiendo —dijo Dromin. Se dirigió a la mesa en el centro de la habitación y se sentó en una de las sillas, que crujió bajo su inmenso cuerpo—. En todo caso, si alguien debe disculparse, ese alguien soy yo. Perdón si la asusté, lady Myriah, y también a ti, Daeron.

Sorprendido, el joven paladín miró al maestre.

—No, está bien. De hecho...

—Aguarda, Daeron —interrumpió Myriah—. Señor Dromin, ¿promete no enfadarse?

—Por supuesto —asintió el maestre.

—¿Y promete no divulgar lo que Daeron le dirá?

Dromin frunció el ceño, arqueando una ceja.

—¿Por qué me lo pregunta, princesa?

—Es que... —Daeron rascó su cuello—. Es complicado...

—¿A qué te refieres con complicado, Daeron?

—Yo... —Suspiró, viendo a Dromin a la cara—. Yo hice algo peligroso.

—Qué novedad —bufó Dromin. Se acomodó en la silla—. ¿Qué hiciste ahora?

—Por favor, prometa que no se lo contará a nadie —insistió Myriah.

—Está bien —dijo Daeron—. Dromin es... Sé que no dirá nada.

Myriah se percató de que el maestre se notaba sorprendido ante las palabras de Daeron. Ella también; si no hacía falta que Dromin jurase silencio, seguramente se debía a que el platinado confiaba en él.

Tras que Daeron relatase de nuevo lo acontecido la noche anterior y compartiera sus razones y temores, el vetusto norteño permaneció callado y quieto por unos momentos, acariciando su espesa barba y jugando con uno de los eslabones de su cadena. Daeron sostuvo contacto visual con Dromin durante unos eternos minutos, esperando quizás una reprimenda.

Finalmente, el maestre se levantó de su silla, caminó hacia el joven de cabello plateado e hincó una rodilla. Estando a su misma altura, posó una de sus manos en el hombro de Daeron.

—Eres un imprudente, impulsivo y testarudo. Te pusiste en peligro, Daeron, y aunque comprendo tus motivos, tú tienes que entender que no estuviste bien. Esas cartas de allí pueden ser de utilidad, no lo niego, pero los riesgos que corriste no lo valen.

—Dromin, yo...

—¿Lo sientes? No lo dudo, pero ahora lo lamentas, no ayer, cuando saliste vestido como ladrón e irrumpiste en la mansión de lady Oniruss.

Daeron agachó la mirada, apenado.

—Fuiste temerario e inconsciente. Y sé que temes que suceda lo de hace cientos de años —mencionó Dromin—. Y no eres el único. También me perturba la posibilidad de que una guerra estalle mañana, o pasado, y Gyllos y tú se vean involucrados.

—Dromin, Gyllos jamás hubiera encontrado esas cartas —dijo Daeron, alzando la vista—. Está demasiado ocupado y sigue pistas que no lo llevan a ningún lado.

—Ah, conque eres espía en tus tiempos libres, ¿eh? —Daeron volvió a clavar sus ojos en el suelo. Dromin meneó la cabeza—. Eres un buen muchacho, y entiendo que no hiciste esto con malos motivos, pero te arriesgaste mucho. Pudiste haber muerto, Daeron.

—Es lo que dije —comentó Myriah.

—Y estás en lo cierto, princesa —admitió Dromin. Volteó a ver al valyrio—. Por favor, júrame que no cometerás una tontería como esta nunca más, Daeron.

—Yo...

—Júramelo. Por los dioses, por la Muerte, por lo que sea que tú creas. Júramelo.

Daeron guardó silencio unos instantes, y luego asintió, resignado.

—Lo prometo. No lo haré de nuevo.

Dromin entornó los ojos, y después de unos segundos, se irguió.

—Muy bien. Espero mantengas tu palabra —se giró y vio a Myriah—. Princesa, imagino que usted y yo somos los únicos que compartimos el secreto de la identidad del ladrón que asaltó la mansión de lady Oniruss.

—Supongo —dijo Myriah—. A no ser...

—Me aseguré de que nadie me siguiera —afirmó Daeron—. Me escondí en el centro de la ciudad por horas.

—¿Estás seguro? —cuestionó Dromin—. Todavía lady Oniruss y Fera, la Quinta Espada de Braavos, no han anunciado noticia alguna acerca de un robo.

—Tal vez no quieran quedar expuestas —inquirió Myriah—. Si lo de la guerra civil es una realidad, les conviene ocultar el robo.

—Sí, es probable —Dromin se sentó en la misma silla que antes, la cual crujió nuevamente—. Si mostrasen debilidad, los demás magísteres no tardarían en mover ficha para enterrar su reputación, y sus aliados dudarían de su capacidad.

—Mierda —insultó Daeron—. Empeoré todo, ¿no es verdad?

—No, yo no lo diría así —mencionó el maestre, agarrando los papeles amarillentos que reposaban encima de la mesa—. Que dejaras expuesta la arrogancia y despreocupación extremas de los magísteres sin duda es un problema; quizás un duro golpe a su ego haga que recapaciten, o al contrario, se vuelvan más recelosos. Pero al menos las cartas que recuperaste confirman las sospechas de Gyllos y Tichero: varias personas en Braavos ayudaron a la Triarquía a entrar a la ciudad.

—Pero no sabemos quiénes fueron —dijo Myriah. Hasta donde sabía, cualquier noble podría estar involucrado.

—Ya sabemos que lord Vogeo Oniruss estaba trabajando con ellos —Dromin releyó el final de la página final—. Es una pena que no podamos preguntarle...

—¿Por qué lo dice? —preguntó ella.

—Está muerto —respondió Daeron, los brazos cruzados—. Escuché a Viria y a Fera hablar sobre eso. Creen que lo asesinaron.

—Sí, lo asesinaron —confirmó Dromin—. Hace siete meses, su cuerpo fue hallado en un callejón. No obstante, prefiero reservarme los detalles macabros; no es algo que unos niños deban conocer.

—No somos tan inocentes, Dromin —comentó el platinado.

—Lo sé, Daeron, pero, aun así, nada de lo que pueda contarles es relevante.

—¿Está seguro, señor Dromin? —Myriah se llevó una mano a su mentón—. Sé que es... horrible, pero los asesinos podrían haber dejado pistas en el cadáver.

Dromin acarició su frondosa barba, pensativo.

—Puede ser, puede ser... Tendría que consultar a los cirujanos y a las Hermanas Silenciosas que revisaron el cadáver de lord Oniruss. Mientras tanto —se puso de pie y escondió las hojas amarillentas en una de sus amplias mangas, los eslabones de su cadena tintineando—, les recomiendo a los dos mantenerse alejados de estos asuntos. Y procura descansar, Daeron.

—¿Y qué hay de las cartas?

—Se las mostraré a Tichero y a Gyllos.

—¿Y luego qué?

—Veremos cómo proceder —contestó—. Está claro que lady Viria era consciente de los negocios turbios de su esposo, pero si no expuso su traición, tuvo que tener un motivo para no hacerlo.

—¿Miedo? Quizás la amenazaron —comentó Myriah, intrigada.

—Eso explicaría por qué no sale de su mansión hace meses —dijo Daeron.

—¿Y tú cómo lo sabes? —Dromin arqueó una ceja.

—Eh... Chismes de guardias, rumores de nobles.

—Así que en eso has invertido tu valioso tiempo en lugar de dedicarlo a tus estudios.

—¡He estudiado!

—¿En serio?

—Sí... Bueno... Si es que memorizar los rostros y nombres de los magísteres y nobles cuenta.

Dromin suspiró profundamente, pellizcando el puente de su nariz.

Myriah contuvo la risa.

—De todos modos —dijo el maestre—, dudo que lady Viria esté más dispuesta que antes a abandonar su hogar; de acuerdo a Fera, fue un infierno convencerla de que asistiera a la asamblea en el Palacio de la Verdad.

—¿Y qué podemos hacer para ayudar? —Myriah miró a Dromin con decisión.

—Quedarse aquí —la voz de Dromin adquirió un tono firme—. Comprendo que a veces se les olvide, pero son niños, no guerreros.

—¡Pero...!

—Nada de peros, Daeron —lo interrumpió, severo—. Hay gente que los mataría por una moneda de cobre allá afuera y personas aún peores están sueltas, conspirando para hundir esta nación. No dejaré que se pongan en riesgo.

Daeron quiso protestar, Myriah lo percibió, pero, al final, no dijo nada.

El maestre se dio media vuelta, encaminándose a la puerta, y antes de salir se volteó a verlos.

—Son valientes, niños. Es admirable, pero no es una cualidad que se vea mucho hoy en día. Cuando crezcan, podrán formar parte de esto.

—No es por ser grosera, señor Dromin —dijo Myriah—, pero ya somos parte de esto.

Justo en el momento en que el viejo ponientí iba a girar la perilla de la puerta para abandonar el cuarto, un criado, agitado y respirando entrecortadamente, entró a la habitación. Myriah notó que sudaba bastante y que se encontraba despeinado.

—¡Maestre Dromin! —Alcanzó a decir mientras luchaba por regular su respiración—. ¡Debe venir conmigo, rápido!

—¿Qué sucede? —cuestionó el norteño, confundido.

—¡Es lord Faenorys, mi señor! ¡Se ha...! —Entonces, el hombre de tez morena y cabello negro pareció reparar en la presencia de Daeron y Myriah, que se habían acercaron para escuchar mejor.

Dromin los miró, y tras debatirse unos instantes, volteó a ver al criado.

—No se preocupe. Estos son la Princesa Myriah de Dorne y mi alumno, Daeron. Mis asuntos, son asuntos suyos.

—Pero es... un tema delicado —mencionó.

El maestre guardó silencio otro par de segundos.

—No tema —aseguró—. Son bastante maduros pese a su edad; no creo que se asusten fácilmente.

—Si usted lo dice... —El criado, una vez moderada su respiración, se irguió y aclaró su garganta—. Señor Dromin, debe venir conmigo, ahora. Lord Toerroh Faenorys ha muerto, y su hija, lady Uma, solicita que usted vaya a examinar el cuerpo de su padre.

—¿Muerto? —Myriah se mostró intrigada. ¿Estaría relacionado al complot?

—Sí, él... Él se colgó de una de las vigas de su estudio —explicó el criado, una sombra de miedo y angustia surcó su rostro.

—¿Qué mierda? —Daeron frunció el ceño—. ¿Cómo que se colgó? ¡Tiene que tratarse de un error!

—¿Por qué lo dices? —Myriah observó al valyrio, extrañada.

—Loreoh Faenorys es un cobarde —respondió—. ¡No sería capaz de matar a un hombre aun si la vida de su hija dependiera de ello!

—¡Daeron! —clamó Dromin.

—¡Es verdad! —replicó el muchacho—. Los soldados del palacio dicen que casi se cagó en los pantalones cuando una araña le cayó en el hombro.

Una de las fulminantes miradas de Dromin hizo que Daeron cerrara la boca y apartara la vista.

—Dígale a lady Uma que iré de inmediato —dijo el norteño al criado, que volvió por donde había venido—. Tienes razón, Daeron —afirmó—, Loreoh es un cobarde.

Daeron, sorprendido, volteó a verlo.

—¿Tan mala es su fama? —Myriah no comprendía por qué ambos pronunciaban con desdén el nombre de Loreoh Faenorys.

—Es un imbécil —espetó Daeron.

—Cuidado con esa boca —advirtió Dromin—. Estás delante de una princesa.

—No se equivoque, maestre Dromin —sonrió Myriah, divertida—. También se insultar.

—No me cabe la menor de las dudas, princesa —asintió el maestre—. Aun así, Daeron no está errado. Loreoh es un hombre nefasto.

—¿Qué fue lo que hizo?

—La pregunta correcta es: ¿qué no hizo? —Corrigió Daeron—. Según oí, encargó a su hija ocuparse de los negocios familiares cuando tenía doce años, y desde entonces Uma es quien dirige a los Faenorys. Él apenas sale de su hogar.

«Como lady Viria», pensó Myriah. «¿Será que tienen algo en común?». «¿Qué tal si los dos están involucrados en el atentado?».

—Aunque no desconfío de ustedes —dijo Dromin—, no estoy seguro de que se queden quietos si los dejo solos. Así que, muy a mi pesar, deberán acompañarme.

—¿De qué estás hablando? —Daeron no comprendía nada.

—A que vendrán conmigo a la mansión de lady Faenorys.

—¿Usted cree que es seguro, señor Dromin? —preguntó Myriah. No había abandonado el palacio del Señor del Mar tras el ataque de los piratas de la Triarquía. Su padre le había hecho jurar que no saldría al exterior bajo ninguna circunstancia, incluso los guardias que resguardaban su cuarto habían prestado el juramento de no permitir que dejara el edificio.

—Por supuesto. Tu padre seguramente ya recibió la misma noticia. Apuesto mi cadena de maestre que lo encontraremos en la mansión o de camino a ella. Y no teman—agregó—, iremos acompañados por una escolta de cuarenta guardias Flaerys.

—¿No es demasiado? —preguntó Daeron.

—No cuando se trata de la seguridad de la hija y heredera de Garson Martell —respondió el maestre—. Muy bien, ¿vamos?

Desconcertada, Myriah miró sus ropajes. No eran las prendas que utilizaría una princesa, pero supuso que ir vestida con uno de sus extravagantes atuendos de seda anaranjada y diademas de oro a la casa donde había muerto un hombre no sería adecuado.

Además, su camisa, pantalón y sandalias la harían pasar desapercibida. Los que los vieran pasar confundirían a Dromin con un noble, por su elegante túnica y cadena de distintos metales, y a Daeron y a ella, con sus pajes, escuderos o criados.

—¡Claro! —dijo, ciertamente emocionada.

Había deseado explorar Braavos desde que llegó y, si bien agradecía las comodidades del palacio, quería alejarse por un par de horas de aquel ambiente cargado de opulencia y respirar el aire fresco de la ciudad. No creía que recorrer las calles fuera muy peligroso, no con cuatro decenas de guardias protegiéndola y con Daeron y Dromin a su lado.

Antes de partir, el joven platinado se colgó al cinturón un cuchillo de empuñadura de aurocorazón, y luego los tres recorrieron los pasillos del palacio, reclutaron a los guardias en la puerta que separaba al puente que daba al palacio y empezaron su camino hacia la mansión Oniruss.

...

Nota del Autor


Cap dedicado  a MikaelsonxMarshalla un usuario
Buenos días, tardes o noches, queridos lectores y queridas lectoras. Espero, de corazón, que la estén pasando bien y que ojalá disfruten de la lectura de este capítulo, el cual, pese a no ser tan extenso como los anteriores, no dudo de que resultará interesante para varios, pues se muestra la evolución en la relación entre Myriah, Daeron y Dromin; sin mencionar, obviamente, que es el primer capítulo escrito desde el POV de Myriah. Tengo la esperanza de que el personaje los enganche tanto como Daeron y Gyllos.


Ahora, pasando a un asunto un poco más serio. Me gustaría compartirles la noticia de que el 23 y 26 de octubre estaré rindiendo un par de exámenes de la universidad, así que, quizás, estas dos semanas no estaré tan activo. ¡Pero no os preocupéis ni desesperéis! Me he preparado para este tipo de situaciones y ya tengo tres capítulos de reserva, por lo que no se quedarán sin capítulo semanal. Deséenme mucha suerte y éxitos para aprobar los parciales y finales, asjhkaskhjasjas (sufro).

Cambiando de tema... Quería comentarles, mejor dicho, confesarles, que agradezco profundamente el apoyo que ha tenido esta nueva versión del Rey de Plata. Si bien es más densa que la anterior, he intentado que sea lo más dinámica posible, para así no aburrirlos y engancharlos desde el primer momento. Y aunque creo que mis esfuerzos rendieron sus frutos y estoy avanzando bastante como escritor, creando una historia más sólida y viva, siento que, quizás, las estadísticas no compensan.

No escribo porque quiera ganar dinero o granjearme una reputación enorme, lo hago porque genuinamente mi amor por la escritura es inconmensurable, porque debo y tengo que contar las historias que me imagino y darle voz a estos personajes. No busco fama o retribución monetaria, pero agradecería que más gente apoyara mi trabajo. ¡Ojo! No desprestigio ni menosprecio a las personas que han leído las dos versiones del Rey de Plata, tanto los viejos como los nuevos capítulos, y comentan, votan y comparten la historia. Cada comentario me alegra el día, por muy oscuro y nublado que esté el cielo. Sin embargo, no puedo evitar los pensamientos de que, tal vez, a mi historia le falta algo. Digo, por algo otras historias y fics tienen más apoyo y vistas, ¿verdad?

Honestamente, no sé en lo que fallo, si es que he fallado en algo. He notado que las vistas en los recientes capítulos del Rey de Plata a duras penas rozan las treinta o veinte, si no contamos las anteriores, claro. Quizás es porque los capítulos son largos, o porque la trama se ha complejizado poco a poco, o porque mi premisa y personajes no son llamativos. Quizás es por la carencia de gráficos, estética o de un medio audiovisual en el que difundir mi fic, como edits de Tiktok o Instagram. No lo sé...

A veces, me golpea la desmotivación. Pienso que mi historia se vuelve aburrida y termino hastiando a los lectores, o fracaso al plantear situaciones problemas, presentar OC's o mostrar el mundo a través de los ojos de los personajes. De ustedes conocer mis falencias, no duden en comentármelo. Estética, trama, personajes, originalidad, ambientación, worldbuilding, desarrollo, extensión, vocabulario... Señalen todo lo que necesite mejorarse o consideren que deba pulir, sin miedo, que las opiniones y críticas me sirven.

Cabe recalcar, para que no haya confusiones, que a mí, sinceramente, las estadísticas no me importan. Es decir, sí admito que me motiva y alegra bastante ver que mi historia ha crecido en visitas, votos y comentarios. ¿A qué escritor no? Pero, en general, no le presto mucha atención, puesto que, como bien exprese antes, hago esto por afición y pasión. Mi sueño es convertirme en el siguiente Martin, en el sucesor de Sanderson, en otro de los Tolkien de tal o cual siglo. Estos grandes autores de la fantasía me han inspirado mucho y son mis ídolos, y me he propuesto alcanzarlos, tarde o temprano. Si lo conseguiré o no, está por verse. 

No obstante, hasta entonces, no dejaré que las estadísticas dicten mi destino ni mis ganas de escribir. Como bien dije, mi determinación es inquebrantable, indestructible. Jamás me he rendido antes y no pretendo flaquear ahora. Pero sepa que, si sigo aquí, es por ustedes: los lectores que estuvieron al principio, están actualmente y, espero, estarán a futuro, cuando esta maravillosa historia llegue a su final. Gracias a todos ustedes, colegas escritores, público, amados lectores y queridos amigos, quienes me han ayudado a alcanzar la impresionante cifra de 5k de vistas y más de cuatrocientos cincuenta votos, quienes siempre me han instado a no derrumbarse o renunciar, que me han enseñado que la paciencia recompensa, que el trabajo duro, el empeño, el cariño y la disciplina son la clave del éxito.

Gracias, amigos míos, a quienes les debo más de lo que podré pagar nunca. 

Sin más, panas, me despido. Nos vemos el próximo domingo. Los quiero mucho.

«Vida antes que Muerte. Fuerza antes que Debilidad. Viaje antes que Destino». (Brandon Sanderon, el Camino de los Reyes)

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