𝐗𝐈

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—¿Qué?

—Lo que escuchaste —Fera se sobó el vendaje en su brazo izquierdo, arrugando la frente—. Ese bastardo defendió al ladrón anoche. ¡Están confabulados, te lo apuesto!

—No es tan descabellado —dijo Gyllos, reclinándose en su silla—. Forassar no tiene escrúpulos —«A ese hombre no le temblaría la mano si pudiera contratar a los Asesinos Sin Rostro para matarnos a todos», pensó. Para su fortuna, ni siquiera Mero poseía semejante cantidad de oro.

—Y ese Garren... —La enorme mujer escupió al suelo—. ¡Aplastaría a ese yitiense asqueroso con mis propias manos!

—Confía en mí, sé lo que sientes.

—El maldito es apenas un mercenario de cuarta. No entiendo cómo Tichero lo nombró Espada de Braavos.

—Orren había muerto hace poco, Fera —recordó Gyllos—, y Vogeo también. Alguien debía ocupar la vacante, y era él u otro de los presumidos jaques de Irnah.

—Ah, esos estúpidos arrogantes —rio, amarga—. ¿Cuántos tiene esa zorra engatusados? ¿Sigue motivándolos al apostar su virginidad al vencedor?

—Honestamente, no me interesa.

—¡Por favor, Gyllos! Debes al menos saber algo al respecto. Eras uno de ellos hace años, ¿no?

—Era un danzarín del agua, es distinto.

—¿Y cómo funciona? Nunca lo entendí. ¿Puedes ser un jaque, pero no un danzarín del agua? ¿Puedes ser un danzarín del agua, y no un jaque? Dioses, ¡qué mierda más complicada!

Gyllos meneó la cabeza, tanteando con sus dedos el pomo de Escarlata.

—Bueno, en realidad, no es tan complejo. Los jaques son espadachines jóvenes, y los danzarines del agua son los que se dedican a la práctica y el perfeccionamiento de la Danza del Agua —explicó—. Un danzarín puede ser jaque, pero un jaque puede no ser un danzarín. No hace falta saber los pasos de la Danza del Agua para blandir una espada. Por ejemplo —apuntó a Fera con su dedo—, tú podrías haber sido considerada un jaque, y yo fui uno, aunque practicaba la Danza del Agua.

—Qué manera de complicar cosas simples, Gyllos —comentó Fera.

—Es un don —sonrió la Primera Espada—. Pero tú no me llamaste para hablar de danzarines y jaques, ¿o me equivoco?

La sonrisa ladina de Fera se convirtió en una línea recta, rígida. Miró a su alrededor y chasqueó los dedos, haciendo que las cirujanas que atendían sus heridas se retirasen de la cámara.

—¿Qué ocurre? —preguntó Gyllos.

—Asesinaron a Vogeo.

—Esa no es ninguna novedad, Fera. Atrapamos al asesino y lo ejecutamos.

—Pienso que capturamos a un matón al azar —confesó Fera, seria—. Alguien tuvo que haberlo contratado para fingir que era el responsable. Era escuálido y apenas podía sostener el cuchillo.

—La gente desesperada comete actos increíbles... u horribles —repuso—. No sabes de lo que un hombre medio muerto de hambre es capaz.

—No, pero sí sé reconocer la cara de un asesino, y ese hombre no tenía el rostro de uno.

Gyllos lo recordaba a la perfección.

Habían acorralado al sospechoso en un callejón de la Esquina. Flaco cual esqueleto, embarrado de sangre, temblando como si fuese un niño aterrado, aquel sujeto de ojos verdes parecía más bien un vagabundo que un sicario. Y si bien se entregó voluntariamente y jamás intentó escapar, nadie cuestionó nunca su inocencia o culpabilidad.

Forel lo había interrogado por horas, días, pero no consiguió sonsacarle demasiada información, solo su nombre. Muuran. Jamás logró que confesara por qué mató a Vogeo y les prohibió a los inquisidores ocultos en el piso subterráneo del palacio que lo torturasen.

Siempre tuvo la sospecha de que Muuran no era el auténtico asesino. No obstante, no encontró ni una prueba sólida que respaldara su corazonada, y Muuran tampoco trató de defenderse o negar su crimen. Al final, lo condenaron a cincuenta años de encierro en el Abismo de Qallora, una prisión construida en las entrañas de una de las grandes ínsulas que rodeaban la laguna donde yacían las cien islas sobre las que se erigió Braavos.

—Quizás tengas razón —dijo Gyllos—. Es imposible que el responsable hubiese atacado a Vogeo por casualidad.

—No dices nada nuevo, Gyllos. Es obvio que alguien contrató a un mercenario para hacer su trabajo sucio.

—Y uno bueno —mencionó—. No dejó ninguna pista, y que inculpara a Muuran demuestra que es un profesional. No lidiamos con un cualquiera.

—No, de eso nada. Hasta donde sabemos, puede que el asesino fuera una de las Espadas de Braavos.

Gyllos cerró el puño en torno al pomo carmesí de su sable.

—Sí —contestó tras unos segundos de tenso silencio—. Sí, es probable —le dolía admitirlo, pero la posibilidad de que una de las cinco Espadas restantes o varias hubieran matado a Vogeo y a Orren no era una idea descabellada, no después de los últimos acontecimientos y vivencias.

—De seguro Garren está involucrado —dijo Fera, dando un puñetazo a la mesa que los separaba—. Ese maldito...

—No.

—¿Qué?

—No creo que haya sido Garren.

—¿Te has vuelto loco? —Fera se inclinó hacia adelante, incrédula—. ¡Odias a ese sujeto!

—Es cierto, pero no voy condenarlo por un crimen que no cometió.

—¿Y cómo sabes que no lo hizo?

—Porque lo vi en sus ojos, Fera —respondió, severo—. Así como tú no viste el rostro de un asesino en Muuran, yo tampoco lo vi en Garren. A Orren lo atacaron por la espalda, ¿recuerdas? Dirryl era un mercenario, pero, sobre todas las cosas, es un guerrero. Tiene un retorcido sentido del honor; lucha con sus rivales cara a cara, en igualdad de circunstancias. Rechaza a los débiles y busca a los fuertes para batirse en duelo con ellos.

» Me cuesta defenderlo, créeme. Es un bastardo arrogante y no merece el título de Espada, pero su código le impediría matar a Orren a traición. A él lo emboscaron. Los tajos y puñaladas eran del mismo tamaño, pero cada herida era más o menos profundas. Quienes estuvieron detrás del asesinato de Vogeo y Orren no contrataron a una persona, sino a dos por lo menos, que inculcaron a Muuran y usaron armas similares a las de Garren para que dudáramos de él.

—Desquiciados... —murmuró Fera, apretando el puño y propinando un nuevo golpe a la mesa, que se tambaleó—. ¿A qué puto loco se le ocurriría?

—No lo sé —confesó Gyllos—. Es solo una teoría, pero pienso averiguar quiénes tramaron esta locura y por qué.

—¿Podría el ladrón estar relacionado?

—Lo dudo. Puede que sí sea un espía de Forassar u otro magíster, y Garren lo habrá defendido para enfurecerse y provocar un duelo. No le interesan los demás, solo pulir sus habilidades.

—Espero entonces que haya mejorado un poco, porque la próxima vez —Fera cernió su mano alrededor de la empuñadura de su enorme espada, que se hallaba recargada en su silla—, lo aniquilaré.

—Recomendaría que no te confíes, pero sé que no me harás caso.

—¡Ya me conoces! —rio ella, una risa estruendosa que retumbó en las paredes del cuarto.

Gyllos meneó la cabeza, y se reclinó en su silla, con los pies encima de la maltratada mesa y la mirada clavada en el techo.

La historia de Fera acerca del ladrón que había burlado las defensas exteriores e interiores de la mansión era, sin duda, muy curioso e inquietante. Su buena amiga no había puesto mucho detalle a la hora de describir la apariencia del intruso; según ella, incluso su aguda visión fue incapaz de percibir con claridad los rasgos del sujeto. No obstante, sí recordaba que vestía una capa negra y utilizaba dos picos, de los cuales recuperaron uno.

Desgraciadamente, aquella herramienta no arrojó indicio alguno de quién podría haber sido su dueño, ya que era idéntica a la que emplearon los piratas de la Triarquía cuando escalaron los muros del palacio de Tichero. Cualquiera de los escasos hombres y mujeres con acceso a la evidencia recolectada luego del atentado era un potencial sospechoso.

Otra preocupación se añadía a su lista de consternaciones. Primero, estaba la conspiración en contra del Señor del Mar y el Príncipe de Dorne. Segundo, los saqueos y disturbios en los barrios más alejados del centro de la ciudad, cuya frecuencia comenzaba a requerir el despliegue de continuas patrullas de soldados Flaerys con tal de contener a los ladrones y pandilleros, que se habían envalentonado, emergiendo de sus pútridos escondites y atacando a los negocios de los comerciantes. Tercero, la creciente tensión entre las familias nobles de Braavos y sus aliados, quienes, aparentemente, se abastecían y aprontaban para un conflicto a gran escala. Y cuarto, el más reciente, la posibilidad de que los protectores de Braavos, las Espadas, estuvieran implicadas en el asesinato de uno de sus hermanos y hubieran acusado falsamente a un hombre de su crimen.

«Esto se está saliendo de control», pensó, un tanto cansado.

Muchos tenían la falsa creencia de que Forel era un espadachín con el don de hacer real lo irreal, de derrotar al inderrotable, de conseguir lo inconseguible, de realizar lo imposible. Y, en cierta medida, era verdad.

Su destreza marcial no conocía límites y en innumerables ocasiones abatió a enemigos temibles. Había llevado a cabo milagros con su espada, estremeciendo los corazones de los espectadores y sus rivales. Lamentablemente, lejos del campo de batalla, no era tan poderoso ni podía obrar tantas maravillas.

Carecía de la inteligencia y habilidad política de Tichero, y sus conocimientos académicos se reducían a contar, escribir y leer, mientras que los de Dromin abarcaban desde procesos alquímicos hasta la gestión de mercados y territorios. En comparación a sus buenos amigos, él se quedaba corto.

La actual crisis que atravesaba Braavos no se solucionaría por medio de combates, sino con diplomacia, espionaje y estrategia. un espadachín como Gyllos no tenía mucho que hacer allí, puesto que aquel dilema requería de la presencia de políticos y mentes versadas en las artes de la guerra fría y el juego de poder.

Pese a ello, Forel no iba a deprimirse y permanecer de brazos cruzados mientras sus amigos se desvivían por resolver los problemas de la nación.

Tal vez no fuera un experto en descifrar enigmas ni un noble curtido en las conspiraciones e intrigas de la corte, pero se rehusaba a no hacer nada. Braavos era su país, su nación, y sus habitantes estaban bajo su cuidado. Había jurado que los protegería de todo mal, tanto los de más allá de sus fronteras, como los que se gestaban en el corazón de su propia patria.

Si debía descubrir a los traidores, aunque le costará una eternidad, lo haría. Si debía atrapar a los ladrones de la ciudad, uno por uno, y a sus respectivos jefes, lo haría. Si debía detener una guerra civil, lo haría. Y si debía enfrentarse a las demás Espadas de Braavos, lo haría.

Justo en ese momento de reflexión, sus pensamientos se vieron interrumpidos por la repentina aparición de un criado, que corrió en dirección a Fera, deteniéndose a un lado de la enorme mujer y susurrándole algo al oído.

Gyllos, gracias a su agudo sentido de la audición, escuchó el mensaje nítidamente. Las palabras del criado lo hicieron palidecer y casi saltar de su asiento. Sin embargo, se mantuvo en su lugar, aferrado a la empuñadura de Escarlata, digiriendo el anuncio en silencio y esperando a que Fera se pusiera de pie.

—Carajo... —dijo la Quinta Espada, levantándose y lanzando hacia atrás su silla. Se colgó la vaina de su espada a la espalda y miró a Forel—. ¡Gyllos, acompáñame! Uma Faenorys nos quiere en su mansión.

—¿Por qué? —Disimuló no entender qué había sucedido, pero ya lo sabía. Todavía le costaba asimilarlo—. ¿Pasó algo malo?

—El muy imbécil de su padre acaba de colgarse en su estudio.

—¿Qué? —preguntó con fingida sorpresa, incorporándose—. Imposible. Loreoh no tiene el valor suficiente para quitarse la vida.

—Pues, al parecer, lo tenía. Bastante oculto, pero lo tenía.

—¿Hace cuánto murió?

—No habrá pasado más de una hora. En cuanto lo vio, Uma nos mandó a llamar.

—¿Por qué a nosotros? Se supone que Erinys es su Espada designada.

—Pronto lo averiguaremos. ¡Vamos!

Y, sin rodeos, ambos abandonaron el cuarto en el que se habían reunido, el cual se encontraba en la primera planta de la mansión de los Oniruss. Las dos Espadas recorrieron las calles de Braavos, optando por usar los estrechos callejones en lugar de las calles, avenidas o canales, que estarían abarrotados de gente, pues apenas era mediodía, el sol bañando con su luz dorada la ciudad.

Fera y Gyllos corrieron desde un extremo de Braavos al otro, saltando por los tejados rojizos de los edificios mientras las personas se movían bajo sus pies, los techos, torres, cúpulas y puentes extendiéndose en torno a ellos como un paisaje rojo, gris y dorado, enmarcado por las cristalinas aguas verde guisante de la inmensa laguna.

Pasaron debajo del titánico acueducto motejado como el Río de Agua Dulce, cuya sombra les proporcionó un breve y refrescante refugio de los abrasadores rayos del sol. Y, finalmente, arribaron a la mansión de los Faenorys.

El dúo de espadachines descendió de los tejados, un poco agitados y con las frentes perladas de sudor, y prosiguió con su camino. Gyllos divisó la casa de los Faenorys, que más que una casa, era un torreón, uno majestuoso, aunque no tan alto como las dos esbeltas torres rectangulares que lo flanqueaban, coronadas por planchas de cobalto.

Una docena y media de guardias, vestidos con armaduras azules y lanzas, protegían la puerta principal. Estos se hicieron a un lado al verlos acercarse, dejándolos entrar sin cuestionamientos; les habían avisado de su llegada. La entrada desembocaba en un enorme salón, cuyo techo se hallaba a quince o veinte varas por encima de sus cabezas. Las paredes, de un tono celeste oscuro, reflejaban tenuemente la luz que se filtraba por las estrechas y largas ventanas de vidrio tintado ubicadas en las paredes.

Gyllos no le prestó mucha atención a las amplias mesas y sillas ni a los mil y un artículos de lujo que decoraban el sitio, sino que, junto a Fera, se encaminó a las escaleras situadas al costado derecho del salón, subiéndolas con rapidez. Ascendieron hasta que los peldaños se acabaron, deteniéndose en el quinto piso del torreón, menos pomposo que el resto de plantas.

Al final de un pasillo, aguardaban seis soldados con los petos decorados con el símbolo de un toro dorado frente a una puerta de madera blanca

—Bienvenidos, Primera y Quinta Espada —saludó el más viejo de los guardias, canoso y de rostro duro. Gyllos notó la tristeza en sus ojos cansados—. Es un placer recibirlos.

—Déjate de tonterías, anciano —dijo Fera, tajante—. Dinos dónde está el cuerpo.

—Disculpe a mi compañera —intervino Gyllos, cortésmente—. Lady Faenorys nos mandó a llamar. Conocemos sus motivos y queremos ayudar en cuanto podamos. Lamentamos la partida de lord Loreoh.

—Yo también —afirmó el vetusto guardia—. No era un buen hombre, pero era un patriota. Es una pena que se haya ido —se volteó, mirando la puerta detrás de sí—. Pasen, lady Uma los está esperando adentro.

—Muchas gracias —Gyllos hizo un gesto de respeto con la cabeza, palmeando el hombro del soldado.

Se acercó a la puerta, giró la perilla, la empujó y contempló el bulto bajo la cortina blanca tendido en el suelo, la luz del sol entrando por la gigantesca ventana de cristal amarillo en la pared. Dirigió sus ojos a la joven Uma, quien, vestida con una bata celeste clara, yacía arrodillada a un lado del cadáver, inexpresiva.

Gyllos entró al cuarto, seguido por Fera, que cerró la puerta. Ambas Espadas observaron en silencio la habitación. Para Forel nada parecía fuera de lugar: no había muebles rotos, tapices caídos, alfombras removidas y la manija de la puerta no había sido forzada. El escritorio no se veía desordenado y las estanterías estaban en perfectas condiciones, con sus libros y artículos varios bien ordenados.

Lo único llamativo e inusual era la cuerda que colgaba de una de las tres vigas del techo. Un escalofrío sacudió a Gyllos al reparar en aquello. La soga era de buena calidad, excelente, de hecho. Era del tipo de cuerda que uno usa cuando quiere cerciorarse de que, lo que vaya a amarrarse, no se libere por accidente.

«No ha reparado en gastos, al parecer». Sin duda, Loreoh había querido hacer bien su trabajo; algo sumamente raro en él, considerando que una vez había provocado el hundimiento de cinco barcos por ahorrar en la reparación de los cascos de los navíos.

Gyllos volvió su mirada a Uma, que seguía atónita y con los ojos abiertos de par en par.

—Lady Uma —Ella no reaccionó a su llamado. Gyllos se aproximó a la magíster, poniéndose de cuclillas a un lado del cuerpo de su padre—. Lady Uma, por favor, responda.

La muchacha de cabellos castaños tardó unos instantes en moverse. Primero parpadeó, meneó la cabeza, y luego lo miró, confundida, como si acabara de despertar de un profundo trance; sus ojos marrones clavados en el rostro de Gyllos.

—Lo lamento —dijo, llevándose una mano a la frente—. Yo...

—No hay nada que disculpar. Sé que es un momento difícil, pero ¿podría contarnos qué pasó? —No le gustaba la idea de tener que interrogar a una joven que recientemente había perdido a su padre. Por muy inútil y cobarde que fuese, Loreoh seguía siendo su progenitor, el hombre que le había dado la vida. La partida de un ser querido, y sobre todo en esas circunstancias, afectaría a cualquiera, incluso a los familiares que lo detestaban.

Uma respiró hondo, y luego asintió. Se levantó y caminó a un taburete que se encontraba frente al escritorio.

Fera, que había estado revisando la habitación, agarró una pequeña banqueta y se sentó a la izquierda de Uma, quien ni se inmutó ante la enorme figura de la mujer.

—Dígame, lady Uma —comenzó Fera—, ¿qué ocurrió exactamente?

—Entendemos que pueda resultar un tanto difícil —intervino Gyllos—, pero necesitamos todos los detalles posibles. Usted nos llamó, y no podremos ayudar demasiado si es que no conocemos la verdad.

—Comprendo —dijo Uma, más relajada, pero igual de inexpresiva que antes—. Es... complicado. Me levanté para lavarme el rostro. Tenía una reunión de negocios con Norla Irnah, así que me bañé y, justo cuando estaba eligiendo qué vestido usar, escuché un ruido proveniente del estudio de este cuarto —señaló con un gesto el estudio y las paredes que los rodeaba—. Pensaba que mi padre se había caído. Me tentó la idea de ignorarlo; no es secreto que no éramos cercanos, y hace ya meses que no nos hablábamos. Pero, al final, me decidí por revisar si se había lastimado o no; me rehusaba a tener que soportar sus quejas y el escándalo que armaría. Y cuando entré... —el rostro de Uma se ensombreció y sus labios temblaron— lo vi colgado, con la soga alrededor del cuello y la mandíbula descolocada... Les pedí a su guardia personal que lo bajase de ahí poco después.

—¿Cree que se haya colgado? —preguntó Fera, severa.

—No, no. Era un idiota, un blando. Todo Braavos lo sabe. Ni en un siglo hubiera recabado el valor suficiente para siquiera pensar en suicidarse. Si creyera que se mató, no los habría llamado.

—No estará queriendo decir que...

—Sí. Lo asesinaron. No me cabe duda.

Gyllos, que se había quedado cerca del cadáver del fenecido magíster, removió la parte de la blanca cortina que cubría su cabeza. No sintió desconcierto ninguno. La cara de Loreoh era una máscara de inexpresividad pura; no había miedo, rabia o tristeza, sino una impasible mueca. Forel observó que, en efecto, el cuello se encontraba horriblemente decorado por varias escoriaciones, algunas, más frescas que otras, aún mantenían el tono rojo oscuro tan característico de la sangre.

No había recibido la misma formación que las Hermanas del Silencio y los cirujanos, pero reconocía a la perfección cuándo un hombre había muerto por una espada. Aunque los soldados de lady Uma lo descolgaron, haciendo que la expresión original se desvaneciera, Gyllos advirtió que su boca se hallaba entreabierta, como si hubiese intentado gritar y se hubiera quedado a medio camino.

—Disculpe mi atrevimiento, lady Uma —dijo Gyllos—. pero ¿podría verificar si lo que dice es cierto?

—¿Habla de que si le doy permiso a examinar el cuerpo de mi padre?

Gyllos asintió.

Uma se encogió de hombros.

—Haga lo que considere necesario.

Y, tras oír las palabras de Uma, Gyllos, con un movimiento de su mano, destapó a Loreoh, que todavía llevaba puestos sus largos y finos ropajes de terciopelo y seda azul, salpicados por motas de resplandeciente oro. Respetuosa pero velozmente, rasgó su chaleco de cuero y su camisa celeste, revelando su torso.

Deslizó sus dedos por la morena y tibia tez de Loreoh, que empezaba a enfriarse. Buscó y buscó, tanteando en las axilas, en las costillas o en el vientre, y justo cuando su esperanza se desvanecía, notó una irregularidad bajo el pectoral derecho, apenas por encima de una de las costillas.

Usando ambas manos, estiró aquella zona, que se separó ligeramente, develando un sutil tajo, del cual la sangre no tardó en manar, los finos hilos escarlatas descendiendo como ríos por la piel del magíster.

—Está en lo cierto, mi señora —dijo Gyllos, reincorporándose. Se volteó hacia Uma, viéndola con consternación—. A su padre lo asesinaron.

La joven de cabello castaño se estremeció en su asiento. Se acomodó la bata, que había dejado expuesto uno de sus hombros, y tragó saliva con dureza.

—¿Reconoce qué arma lo mató?

—Sí... —Gyllos apartó la mirada, su mano izquierda aferrada al pomo de su espada—. Y también conozco a los posibles dueños.

—¿Cuál es? Por favor, dígamelo. ¿Qué arma segó la vida de mi padre y quién es el asesino? —Uma se irguió, ansiosa, la furia contenida en su voz.

Gyllos respiró profundo, se giró y miró a Uma.

—Solo existen cinco armas que pueden realizar un corte tan preciso y mortal, invisible para el ojo inexperto —desenvainó a Escarlata con un ademán de su muñeca, la luz del sol que se filtraba por el ventanal fluyendo a través del acero plateado—. Dos están en posesión de Garren Dirryl, la Segunda Espada de Braavos. La Cuarta y la Sexta Espada son, a su vez, portadores de armas capaces de asestar un golpe como el que mató a su padre. Y...

—Y luego estás tú, ¿no? —inquirió Fera, cruzada de brazos.

—Así es —afirmó Gyllos, guardando a Escarlata en su vaina—. Quiero que sepa, lady Uma, que no soy responsable del asesinato de Loreoh, y tampoco Garren.

—¿Por qué debería creerle, señor Gyllos? —cuestionó Uma, grave.

—Porque, por muy indigno de su posición que considerase a su padre, jamás mataría a alguien que no es un guerrero ni lo haría de una forma tan rastrera.

—¿A qué se refiere?

—No apuñalaron a su padre por delante, señorita Uma.

Queriendo demostrar su inocencia, Gyllos, en menos de un segundo, se colocó detrás de la joven noble, desenvainó a Escarlata y propinó una repentina estocada al respaldo de su asiento.

La hoja de su espada traspasó la madera y el relleno, asomándose por el otro lado, quedando en medio del costado y el brazo derecho de Uma, quien dio un brinco, apartándose con notable sorpresa. Fera contuvo la risa.

—La herida de Loreoh no era una de entrada, sino de salida —Retiró su espada, enfundándola de nuevo—. Es obvio por la profundidad, y si yo hubiera querido asesinarla, ya lo habría hecho.

—Sí, ahora lo veo —dijo Uma, conmocionada, una gota de sudor frío descendiendo por su sien—. Pero, ¿por qué dice que Garren es inocente? Por lo que sé, la Segunda Espada es un mercenario glorificado que solamente ostenta un título extravagante.

—No se equivoca en eso, lady Uma —comentó Fera—. Ese cabrón es una deshonra. No merece llamarse a sí mismo Espada de Braavos. Sin embargo, Gyllos tiene razón. Me cuesta admitirlo, pero, aunque Forassar se lo ordenase, Garren no asesinaría a su padre ni en un centenar de siglos.

—¿Se puede saber por qué?

—No le interesan los... débiles —dijo Gyllos—. Su padre era un magíster, no un jaque o un luchador. Garren no tendría razones para asesinarlo.

—El oro puede ser un buen motivante —repuso Uma, llevándose una mano al mentón.

—Garren se ahoga en oro —respondió Fera—. Según me informó un amigo del Banco de Hierro, una de las bóvedas más grandes está reservada a su nombre, y nunca vio un sitio tan lleno de monedas y lingotes en su vida.

—Créanos, señorita Uma —Gyllos se alejó del sillón, acercándose a la hija del difunto magíster—. Quizás sea temprano para descartar a Garren como uno de los sospechosos, pero nunca ha mostrado interés en matar nobles o mercaderes. Sí, es verdad que es el perro rabioso de Forassar; sin embargo, dudo que aceptase asesinar a una persona que no supondría un reto.

Uma guardó silencio un momento, mirando primero a Gyllos, y después a Fera, escrutando a ambos con detenimiento. Suspiró pesadamente y se cruzó de brazos.

—Si Garren y usted no son culpables, entonces la Cuarta y Sexta Espada lo son.

—O un quinto sospechoso —mencionó Fera, levantándose de su asiento—, Puede ser que alguien haya forjado un arma similar a Escarlata, las espadas de Garren y a las de la Cuarta y la Sexta Espada.

—En tal caso, podría tratarse de cualquiera —Uma bufó, masajeando sus sienes—. Primero lo de mis primos y ahora esto... Es demasiado. —meneó la cabeza, enfocándose—. ¿Por dónde comenzamos a investigar? Hay medio millón de almas en Braavos.

—Al menos no son un millón —señaló Fera.

—¿Y son los mismos que metieron a esos sucios piratas a la ciudad hace unas semanas?

La pregunta de Uma Faenorys estremeció a Gyllos, que cerró su puño en torno a la empuñadura de Escarlata. Él también había barajado aquella posibilidad, que era más real de lo que le hubiera gustado admitir. Sin embargo, compartir sus teorías con Uma era peligroso.

No la consideraba una amenaza; durante años, había demostrado que era una de los pocos magísteres que sí hacía su trabajo y se preocupaba por la gente. En tiempos recientes, a pesar de la tensión social y política, ordenó a sus soldados patrullar las calles de los suburbios aledaños a su mansión, serenando a los inquietos mercaderes y ciudadanos que reclamaban por su seguridad.

Y si bien las fuerzas Faenorys no abandonaban su territorio, Gyllos agradecía que no los guardias Flaerys no fueran los únicos afuera luchando por preservar la escasa y frágil paz en Braavos.

No obstante, desconocía si era de fiar o no. Sus buenas acciones podrían tener un propósito comercial o personal. Además, y aunque no quisiera pensar en ello, no era improbable que Uma estuviera involucrada con los que trazaron el atentado al palacio y el secuestro de Myriah.

Deseaba ayudarla. Se veía como una joven verdaderamente conmocionada y confusa por la muerte de su padre, y sus actos probaban que no era un magíster que despreciara o hiciera oídos sordos a los problemas de los ciudadanos. Sin embargo, quizás aquella apariencia era una fachada que ocultaba su auténtico yo, a una traidora.

«No, es solo una niña... Apenas tiene quince años», reflexionó Gyllos. «Sí, como los niños que secuestraste hace unos días». Uma se había salvado; era la cara pública y representativa de su familia. Si desaparecía, los Faenorys entrarían en pánico y cometerían alguna idiotez, y no precisamente de las que harían que el caso avanzase. Al final, Tichero optó por mandar a sus inquisidores a raptar a los hijos de su tío, Rhaleo Faenorys.

Ese acto deplorable lo perseguiría por el resto de su vida. Pero, tal parece, había dado resultado. Los nobles mandaban patrulla tras patrulla a registrar cada rincón de Braavos, lo cual beneficiaba al pueblo llano y espantaba a los rufianes. Aun así, no bastaba, pues el grueso de sus milicias se destinaba a vigilar sus bastiones y mansiones.

Ningún noble o príncipe mercader se presentó en el palacio Tichero para confesar sus pecados al Señor del Mar con tal de que lo ayudase a encontrar a sus herederos. Sin embargo, Braavos era una olla sometida a una presión increíble, el agua rebalsaba por los laterales, y pronto estallaría, ya en una guerra civil, ya en una masiva aprehensión de nobles. Uno u otro de los conspiradores hablaría, y cuando lo hiciese, todos caerían.

¿Podría tratarse el asesinato de Loreoh no de un homicidio al azar, sino de una medida preventiva, de una advertencia para los traidores? Loreo era débil, un lengua suelta. Tarde o temprano, por accidente o iniciativa, acabaría por delatar a sus compañeros, y Gyllos dudaba que estos últimos aguardaran tranquilamente a que los mandase al frente.

«Lo silenciaron», inquirió Gyllos. «Pero, en primer lugar, ¿quién sería tan estúpido como para reclutar a Loreoh?». Muchas preguntas, pocas respuestas. Como siempre.

—Eso no lo sabemos —contestó Gyllos—. Pero juro, lady Uma, que atraparemos a los culpables y los haremos pagar por su delito. Estoy seguro que lord Tichero estará encantado de prestarle su apoyo.

—¿Lo dice en serio? —Uma frunció el ceño—. ¿Cree que soy incapaz de resolver el asesinato de mi propio padre?

Gyllos parpadeó, sorprendido.

—¡No! No es lo que yo...

—Lo que Gyllos intenta decirle, señorita Faenorys —dijo Fera—, es que el Señor del Mar tiene a su disposición recursos que, quiera reconocerlo o no, ningún magíster posee.

—Están subestimando el alcance de mi influencia —Uma chasqueó los dedos. La puerta se abrió y el viejo soldado entró—. Noro, ¿serías tan amable de anunciar la muerte de mi padre? Imagino que recuerdas cuántas veces se deben tocar las campanas, ¿no?

—Sí, lady Uma. Siete veces, ni una más, ni una menos.

—Bien. Muchas gracias —hizo un gesto con la mano, indicándole al veterano guardia que podía marcharse, y este, tras una profunda reverencia, se fue del cuarto—. Los cité a ustedes porque son las únicas Espadas en las que se puede confiar. Necesito que me ayuden a encontrar a los responsables de quitarle la vida al estúpido de mi padre, no que menosprecien mis capacidades.

—No está entendiéndonos, señorita Uma —replicó Gyllos, educadamente—. La estamos aconsejando, no criticando.

—Y, aun así, me siento criticada.

—Me disculpo si mis palabras la hirieron, pero es la verdad. Lord Tichero es el más poderoso y rico de los nobles en Braavos, y usted sabe que es un buen hombre que estará dispuesto a ayudarla en su búsqueda.

—¿Qué hay de mi orgullo, entonces? Quedará reducido a nada si voy arrastrándome hasta los pies del Señor del Mar e imploro su apoyo.

—Si tanto quiere hallar a los asesinos —empezó Fera, grave—, hará caso a lo que estamos diciéndole. Usted es una magíster, acaudalada e influyente, sí; pero es una, y sus enemigos, hasta donde tenemos conocimiento, podrían ser varios y tan o más asquerosamente acaudalados e influyentes que usted.

—Cuide su tono, Fera —dijo Uma, seria—. Está hablando con una magíster.

—Y usted con dos Espadas de Braavos —respondió Gyllos—. Si quiere resolver este misterio, si quiere que alguien la apoye, hubiera mandado a llamar a otro magíster o noble. En lugar de eso, nos citó a nosotros, dos excelentes espadachines que, de alta alcurnia o no, no son las personas más poderosas de la ciudad. No poseemos los recursos para asistirla, lady Uma, y de seguro es consciente de ello, pero, pese a todo, estamos aquí.

—Escúpalo, ¿por qué nosotros? Y no va a convencerlos con ese cuentito de que somos las dos Espadas más confiables —espetó Fera.

Uma abrió la boca para protestar, pero enseguida la cerró, el ceño fruncido y los brazos cruzados.

—Sea sincera —dijo Gyllos, más calmado—. ¿Por qué nosotros dos?

Después de un incómodo rato, la joven de cabello castaño confesó.

—Porque conocen el honor, el auténtico honor. Es una virtud que pocos tienen hoy en día. Muchos lo consideran una debilidad; dicen que te ciega y entorpece, que te hace vulnerable.

—Así que pensaste que podrías usarnos, engañarnos —Fera arrugó la frente.

—No, no, ni por asomo —contestó rápido la magíster—. Yo no formo parte de esa mayoría, sino de una pequeña minoría que cree que el honor es un don y no una maldición, una aptitud y no una discapacidad. Es algo valioso, y que hace de su poseedor una persona más valiosa que cualquier cantidad de oro.

» Gyllos, Fera, los mandé a llamar porque realmente los veo como gente de confianza, aliados que no me traicionarán. Yo no odio a Tichero, ni nada por el estilo, pero él está lidiando con asuntos más urgentes que la muerte de un hombre patético como Loreoh Faenorys.

» Además, ustedes dos son bastante... diestros en el arte de la espada; serían bueno mantenerlos de mi lado hasta que descubra si quienes mataron a mi padre también vendrán por mí.

La Primera Espada percibió la verdad en la voz de Uma. Intercambió miradas con Fera, y pudo leer en su expresión que, aunque le costase aceptarlo, creía en la joven noble. Gyllos asintió, y luego volvió su vista hacia Uma.

—Ahora que aclaramos las cosas, ¿por dónde piensa que deberíamos empezar a investigar?

—Bueno, mandé a traer a un maestre para que examinara el cadáver de mi padre —dijo Uma—. No es por ofender, pero...

—No se preocupe, lo entiendo —sonrió Gyllos—. Un hombre versado en la medicina y conocedor del cuerpo humano podrá encontrar más pistas que un mero espadachín como yo.

—¿Y a quién invitó a esta inusual reunión, lady Uma? —cuestionó Fera, arqueando una ceja.

—¿Llego tarde?

Forel se volteó al oír una voz familiar a sus espaldas, y allí estaba, inmenso, con su túnica esmeralda y su pesada cadena alrededor del cuello, bajo el marco de la puerta, que rozaba su cabeza calva. Tuvo que parpadear un par de veces en pos de cerciorarse que no era una alucinación.

—¿Dromin? —preguntó, sorprendido. Sus ojos se fijaron en las dos figuras más pequeñas detrás del norteño, que reconoció de inmediato. El pelo plateado del niño y los iris oscuros de la niña no dejaban lugar a equivocaciones—. ¿Daeron, Myriah?

—Hola, Gyllos —Daeron saludó moviendo una de sus manos, sonriendo con evidente nerviosismo.

—Buenos días, señor Gyllos —dijo la princesa Myriah, con las manos en su cintura—. Es un placer... Oh...

La muchacha dorniense pareció reparar al fin en el cadáver que yacía en el suelo, con la camisa y el chaleco desgarrados, la sangre manando de su pecho. Sin embargo, ni Daeron ni Myriah se mostraron horrorizados, sino desconcertados. Una reacción que preocupó a Gyllos, quien, con un ágil movimiento de su pie, cubrió con la cortina el cuerpo de Loreoh.

—Discúlpeme, princesa.

—No... No hay nada que lamentar —Myriah meneó la cabeza—. Yo debería disculparme por presentarme con estas ropas en la casa de una magíster.

—Oh, no hace falta, princesa. Yo tampoco uso un vestido nada refinado en este momento —dijo Uma, en un tono amable y cortés, señalando que iba ataviada con una bata y no con un elegante atuendo de seda—. Su mera presencia es un regalo. Uno que bastante sorpresivo, en realidad.

—Fue idea mía —Dromin dio un paso adelante, sus manos escondidas en sus amplias mangas verdes—. No quería dejarlos solos en el palacio; suelen meterse en problemas. Traté de convencerlos de que se quedaran en la planta baja, pero henos aquí —les dedicó una mirada seria a Daeron y Myriah, que agacharon sus cabezas. Volvió sus ojos al resto de adultos en el cuarto y a la magíster—. Espero no haber tardado mucho.

—En lo absoluto —mencionó Fera—. El cuerpo aún está fresco.

Dromin alzó una mano, deteniendo a Fera con educación.

—Aunque me encantaría escuchar los detalles, señorita Fera, no creo que sea una conversación apropiada para un par de niños.

—Bromeas, ¿cierto? —Fera rio—. ¡Acaban de ver un cadáver, y ni se inmutaron!

—Aun así —intervino Gyllos—, estamos hablando de la princesa de Dorne y... —«Oh, mierda», pensó, cayendo en cuenta que todavía no había presentado a Daeron a la corte, a las demás Espadas, a los magísteres ni a nadie. Había planeado hacerlo el día en que los piratas irrumpieron en el palacio, pero terminó reculando gracias a Tichero, que, sabio como siempre, le recomendó aguardar hasta que su paladín fuese más mayor para introducirlo a aquel mundo.

—Sí, ¿quién eres tú, muchacho? —preguntó Fera, confundida—. Ese cabello plateado... No había visto a un valyrio tan valyrio desde que le partí la espalda a ese presumido de Volantis.

—Eh... Yo... —Daeron rascó su antebrazo—. Bueno, soy...

—Es mi paladín —proclamó Forel. Caminó hasta Daeron y se posicionó a su derecha, posando una de sus manos en el hombro derecho del platinado, quien lo observaba, conmocionado.

—¿En serio? —Fera, pasmada, alzó ambas cejas—. ¿Él? ¿Él es el chico por el que toda la puta corte casi se revoluciona?

—Estaba al corriente de que había elegido un paladín, señor Gyllos, pero jamás creía que fuera un valyrio —comentó Uma, ocultando hábilmente su desconcierto.

—No cualquiera puede ser mi aprendiz, lady Uma —explicó Gyllos—. Que no les quepa duda, el joven que tienen enfrente de ustedes es digno de ser mi paladín. ¿Sabían que él salvó a la princesa Myriah de un par de piratas? —Presumir no era lo suyo, pero quería, y debía, dar una buena primera impresión de Daeron. Uma no demoraría más de dos o tres días en hacer correr los rumores, y Gyllos pretendía que las gentes hablaran solo del color de ojos y pelo de Daeron, sino de sus recientes y grandes hazañas.

—Es cierto —dijo Myriah—. Pueden creerme. Quizás el golpe del pirata que intentó raptarme me confundió un poco, pero logré recobrar por unos segundos el sentido y ver a Daeron batirse en duelo con ese corsario. ¡Lo hubieran visto! Fue aterrador... e increíble.

Daeron, azorado, clavó su vista en la alfombra azul en el suelo. Gyllos sonrió, despeinándolo, y el joven de cabello plateado frunció el ceño, enrojeciéndose aún más.

—No es por sonar insensible, pero ¿podemos centrarnos en el cadáver? —preguntó Dromin.

—Sí, es verdad, casi lo había olvidado —dijo Gyllos—. Daeron —el chico elevó el rostro, mirándolo—, ve con Myriah a la planta baja y pidan algo de comer. Nosotros iremos en un rato.

Percibió que Daeron deseaba protestar, pero no lo hizo. El chico se limitó a asentir y abandonar la sala junto a Myriah, cerrando la puerta detrás de sí.

«No he pasado tiempo con él en las últimas semanas», pensó, avergonzado. Su labor de protector de Braavos lo había mantenido ocupado. Procuraría compensar a Daeron por su ausencia con algún regalo o un entrenamiento especial. Aunque, sincerándose consigo mismo, lo más probable es que el chico lo odiase por incumplir con su parte del trato, el cual casi había olvidado.

Ciertamente, el pacto inició su relación como maestro y aprendiz, pero sentía que Daeron se abría más y más a su persona, y que había despertado un genuino interés por el sendero del espadachín. No obstante, había detalles de su pasado que desconocía.

Dromin le comentó que el muchacho no soportaba estar rodeado de nobles y que se rascaba las cicatrices en su cuerpo cuando estaba nervioso o incómodo. Era evidente que los nobles lysenos no habían sido buenos con él y que los demonios de su vida como esclavo lo perseguían. Esperaba poder asistirlo, apoyarlo a superar esos traumas que lo atormentaban, a abandonar esos malos hábitos de hurgar en las heridas del ayer y robar de tanto en tanto.

Eran actos inofensivos, que no dañaban a nadie salvo al propio Daeron. Gyllos se encontraba plenamente dispuesto a darle su espacio, su tiempo, a aguardar el momento en que su paladín se le acercase para conversar. Hasta que Dromin le relató una historia ocurrida hacía no mucho.

—¡¿Cómo se atreve?! —exclamó Gyllos, caminando de un extremo del estudio al otro con pasos rápidos, la empuñadura de Escarlata envuelta por sus dedos, que se hundían como garras en ella—. ¡Voy a...!

—¿Castigarlo? ¿Golpearlo? —Dromin lo miró, severo, con sus manos manchadas de sangre—. Dudo que eso solucione las cosas.

—¡Por favor, Dromin! Sabes que me cortaría mi brazo de la espada antes que azotarlo. ¡Un castigo es lo mínimo que se merece! Una semana sin entrenamiento, sin espada, ¡sin nada!

—¿Ni agua o comida?

—¡Sí! Digo, ¡no! —gruñó. deteniéndose un instante, pellizcando el puente de su nariz—. ¡Mierda! Ese chico... ¡¿Qué se supone que haga?!

—¿Hablar con él? —el maestre, mientras charlaban, siguió revisando el cuerpo de lord Loreoh, a quien habían postrado encima de su viejo escritorio. Lady Uma accedió sin rodeos a que Dromin realizara una autopsia en el estudio que hacía menos de un día le había pertenecido a su difunto padre, al cual no permitió que el norteño destripara como si se tratase de un trámite carente de importancia.

Aunque estaba concentrado en examinar las entrañas de Loreoh Faenorys, Dromin parecía no tener problemas en oír y aconsejar a su amigo. Gyllos, por su parte, apenas conseguía concebir la idea de que su alumno, Daeron, fuera el mismo ladrón que asaltó la mansión de los Oniruss la noche anterior.

No supo cómo reaccionar al principio. «Está de broma, es un mal chiste», se dijo, pero rápidamente recordó que Dromin no era un tipo que se caracterizase por su sentido del humor. Concluyó que no mentía ni jugaba con él, y aquello lo enfureció y consternó.

—¿Tú crees que escuchará? Lo conoces, Dromin —Apretó los dientes, masajeando sus sienes y retomando su interminable recorrido por el cuarto, el olor de la sangre y la muerte pululando por el aire—. ¡Si le dices «espérame aquí», él te sigue! ¡Si le dices «duerme», él se queda despierto toda la noche! ¡Si le dices «descansa», él se escapa y se infiltra en la casa de una magíster durante la noche! —lo último lo pronunció en un susurro rabioso.

—Es un chico al que toda la vida lo han obligado a seguir órdenes, amenazas —repuso el maestre, secándose el sudor de su frente con la manga de su túnica—. Es libre por primera vez en su vida, Gyllos. Comprendo tu enfado, pero cuando le sueltas la correa al perro, no puedes esperar que vuelva con esta en la boca, pidiéndote que la agarres de nuevo.

—Pero no estamos hablando de un perro, Dromin. Hablamos de Daeron.

—Reafirmo mi punto. Es un niño cuya infancia se la pasó obedeciendo a tiranos que abusaron de las personas a su alrededor y de él. Vivió encadenado por siete años, Gyllos. Hace menos de ocho meses no conocía lo que era la libertad. Fue tonto e iluso de nosotros pensar que cumpliría nuestras órdenes.

—No somos como los magísteres y esclavistas de Lys, Dromin.

—No, y él lo sabe. No digo que se esté aprovechando de nuestra amabilidad y compasión, pero es hora de establecer límites. Daeron nos respeta, lo que es importante. Sin embargo, de nada sirve si sigue arriesgándose y haciendo este tipo de locuras.

—Escalar muros, meterse en edificios ajenos, escapar de una Espada de Braavos, y todo con solo ocho años de edad y un par de picos... —Gyllos hizo una breve pausa. Respiró hondo, sentándose en el taburete que había usado Fera horas atrás, quien, acompañada por Uma, se había ido, para escoltarla y cerciorarse de que nadie la lastimase—. Santa Muerte, ¿cómo será y qué locuras hará cuando llegue a los dieciséis?

—Si es que llega —mencionó Dromin—. A este paso, acabará muerto.

Aquella afirmación sacudió a Gyllos. Y, ciertamente, Dromin no se equivocaba.

—Esas cartas que nombraste, ¿en serio son de Vogeo?

El maestre detuvo su autopsia, tomó un pañuelo, se limpió las manos y rebuscó en su manga derecha algo, arrojando los amarillentos papeles a Gyllos, que los atrapó en el aire.

—La letra es la de Vogeo.

—¿Cómo lo sabes? —cuestionó Gyllos, ojeando las cartas. La furia y consternación eran palpables en su voz y ademanes, pero las mantuvo controladas, pues disiparlas le resultaba imposible. Quizás desviar su atención a la conspiración que se gestaba en Braavos moderara sus emociones y distrajera su mente.

—Soy el encargado de organizar las cartas que los nobles le envían a Tichero —recordó Dromin—. Créeme, leí suficientes de sus reclamos como para grabarme su letra por toda la eternidad.

A Gyllos no le llevó demasiado leer las cartas, y la ira que había logrado serenar volvió a crecer. Depositó los papeles amarillentos en una estantería aledaña, porque no temía que su rabia lo sobrepasara y terminara destruyéndolos, e inspiró profundamente por la nariz, cerniendo sus dedos sobre la empuñadura de Escarlata.

Tardó unos minutos en digerir la confesión de Vogeo Oniruss. Al parecer, ya no se trataba de una presunta conspiración, sino de un complot bastante real. Uno que, indudablemente, había mandado a matar a Vogeo y a Orren, la Segunda Espada de Braavos, incriminando a Muuran, el pobre vagabundo, y a Garren Dirryl.

—Mierda... —pensó Gyllos en voz alta.

—Sí, mierda —afirmó Dromin, agarrando uno de los muchos utensilios metálicos que reposaba encima del viejo escritorio, a un costado del difunto magíster.

—Vogeo era un buen amigo de Tichero.

—Todavía no olvido la cara que puso cuando le contamos que había muerto —comentó Dromin, meneando la cabeza, una sombra de tristeza cruzó su rostro.

—Yo tampoco —Gyllos suspiró—. Tichero de seguro estaba al tanto de sus actividades. ¿Por qué no lo denunció?

—Supongo que habrá pensado que un par de burdeles más en la ciudad y la venta de especias no requerían la intervención de las autoridades. Además, ¿quién se hubiera dedicado a buscar a su hijo bastardo en la otra punta del continente solo para fastidiarlo?

—Forassar.

—No niego que sea un buen candidato a traidor, pero tú pensabas que Garren era el asesino de Orren hace poco. Puede que Mero odie a Tichero; no obstante, eso no lo convierte en un traidor.

—No... No, tienes razón —los dedos del braavosi tamborilearon la superficie del rubí engastado en el pomo de Escarlata—. Tichero... ¿Él podría haber sabido que Vogeo era un traidor?

—Estaba consciente de las fechorías de Vogeo, definitivamente —contestó Dromin, sin apartar la vista del cuerpo—, pero no creo que haya imaginado que todo era parte de una gran y macabra conspiración.

—Es probable que le restara importancia por ser amigos...

Gyllos no quiso creer que Tichero sufriera de ceguera y sordera selectiva como otros tantos magísteres. Vogeo era bueno ocultando sus negocios ilícitos y secretos morbosos; sin embargo, alguien tan inteligente y bien informado como el Señor del Mar tendría que conocer acerca de sus crímenes.

Habría tiempo de sobra para cuestionar a Tichero al respecto.

—Lo que me inquieta es que estas personas han matado antes a un magíster y a una Espada de Braavos, y nosotros no hemos sospechado nada hasta que unos piratas entraron a la ciudad y casi secuestran a la princesa de Dorne.

La idea de que aquel grupo de traidores estuviera maquinando desde hacía ya un buen tiempo lo aterraba, pues ni siquiera los más ricos, influyentes, diestros, letales y talentosos se encontraban a salvo. Habían asesinado a Orren y a Vogeo, dos eminencias dentro de la ciudad. Si pudieron matarlos y permanecer impunes por meses, ¿qué les impedía apoderarse de Braavos lentamente, deshaciéndose de los que se interpusieran en su camino?

—Quizás hayan matado a dos magísteres —advirtió Dromin.

—¿Te refieres a Loreoh?

—Por supuesto. Es decir, mataron a Vogeo, ¿no? ¿por qué no a Loreoh?

—En primer lugar, ¿quién sería tan estúpido para reclutarlo?

—Alguien confiado y que sepa manipular y hacer callar a la gente, incluso a los cobardes.

—Podría ser cualquier magíster o noble.

—No cualquier magíster o noble —el tono de Dromin insinuaba algo. Algo que Gyllos se rehusó a respaldar o considerar.

—No.

—¿Por qué no? Tichero aprendió todo de él.

—No es posible, Dromin, no.

—Gyllos...

—No.

—Gyllos, escúchame. Ese infeliz es un criminal sin escrúpulos. Sé que Tichero y tú se niegan a revelar dónde está o qué hicieron con él, pero es un sospechoso potencial.

—No, Dromin —dijo Gyllos, sombrío, severo, inexpresivo—. No puede ser él.

—¿Por qué no? Hasta donde yo sé, el muy cabrón podía convencer con su talante a quien se propusiera. ¡Era un maestro de la manipulación! De seguro conserva algunos contactos en Braavos y...

—Basta, Dromin.

—¿Qué? —El maestre alzó la mirada, confundido, entornando los ojos—. ¿Qué estás escondiendo?

—Nada

—Entonces, ¿por qué te molesta tanto que hablemos de él? Podría estar implicado en todo esto.

—No, no podría.

—¿Alguna razón en específico?

—Está muerto —pronunciar aquello removió las entrañas de Gyllos y reavivó el remordimiento que había conseguido acallar por una década y media.

Dromin se mostró impactado, desorientado, atónito. Lo miró fijamente, quizás rebuscando en su semblante o ademanes rastros de mentira, pero Gyllos sabía que no hallaría más que sinceridad absoluta. Y aquello pareció horrorizar al norteño.

«Se lo merecía», pensó, sosteniendo el contacto visual con Dromin, su mano izquierda aferrada al pomo de Escarlata. El maldito había matado a Danasha, y la mínima sentencia por ese pecado y los otros cien mil que había cometido era la muerte. Un final tormentoso y prolongado.

Gyllos se había encargado en persona de hacerlo rogar por piedad, implorar un tajo que lo decapitara y finalizara con su sufrimiento. Pero no se lo había concedido.

—¿Qué hiciste, Gyllos? —cuestionó Dromin, todavía aturdido.

—Lo necesario —contestó, muy a su pesar.

Y antes de que Dromin replicara, clavó su mirada en el cuerpo de Faenorys, retorció las tripas con sus manos y tomó una cuchilla del tamaño de la falange de un dedo meñique. Con extremo cuidado, cortó las entrañas del magíster, y luego metió su mano derecha en estas.

La Primera Espada, aunque había contemplado cosas horrendas, tuvo que contener las ansias de vomitar que lo invadieron. Tras unos segundos, Dromin extrajo del interior del noble un papel envuelto en fina tela translúcida. El espadachín se acercó al norteño, quien desenvolvió el trozo de hoja, más blanco y nuevo que las cartas amarillentas de Vogeo Oniruss.

El aroma metálico de la sangre y el podrido perfume de la muerte impregnaban el aire de la habitación, sí, pero, al arrimarse a Dromin, la putrefacta fragancia de Loreoh lo golpeó como una ola invisible. Aun así, se mantuvo firme, aguantando las ganas de arrojar por la ventana lo que se torcía en su estómago y subía por su garganta.

—¿Qué carajo es eso? —Gyllos observó el papel, pero estaba manchado de rojo y marrón y olía peor que el cadáver de Loreoh.

—Es complicado de leer... —respondió Dromin, entrecerrando los párpados. Guardó silencio por unos momentos; Gyllos no se atrevió a interrumpirlo. Luego, rápidamente, se dirigió a la ventana detrás de ellos abriéndola de par en par. El viento, ligero, fresco, movió sus ropajes, acariciando sus rasgos. El sol se ocultaba por el horizonte, bañando a la ciudad con su luz rojiza.

—¿Qué estás haciendo, Dromin? —preguntó, asomándose por la ventana.

—Solo espera... —el maestre alzó el papel en dirección al sol, y su menguante brillo aclaró las letras en el mugroso papel.

Gyllos, aguzando la vista, entendió la palabra, pero no comprendió por qué Loreoh se había tragado aquel mensaje tan plano y sencillo.

—¿Irnah? —dijo Gyllos, leyendo el apellido escrito en el pedazo de hoja—. ¿Qué tiene que lady Illora con...?

Un atronador estallido se oyó a la distancia. Una potente ráfaga de viento despeinó a Gyllos y la barba de Dromin, agitando bruscamente sus ropajes. Los vidrios se resquebrajar, partiéndose en miles de diminutos fragmentos. La Primera Espada se apresuró a apartar al gigante ponientí, lanzándose a un costado con él.

Los cristales volaron en todas direcciones, desparramándose por el suelo y la alfombra, reflejando la luz carmesí del sol y un leve destello verde. Gyllos se reincorporó de un salto, pero sus oídos eran asolados por zumbidos inentendibles. Ayudó a Dromin a erguirse, y el viejo maestre tuvo que apoyarse en el escritorio donde reposaba el cadáver de Loreoh, en el cual algunas dagas de vidrios se habían incrustado.

Gyllos se asomó a la ventana de nuevo, viendo que, abajo, en las calles, la gente huía hacia el este, intentando correr por las estrechas avenidas y callejones de la ciudad. Había quienes saltaban por los techos y nadaban por los canales, y otros que, movidos por una desesperación cuyo origen Gyllos desconocía, se empujaban entre sí, atropellándose y pasándose por encima

Los gritos de agonía, terror y lamento resonaban por Braavos, acompasados por el estruendoso ruido de las campanas de emergencia. Pese a estar medio sordo, la Primera Espada oyó a la perfección el repicar y comprendió cuál era la razón de tanto caos: fuego.

Él también lo sentía. Un calor lejano pero abrasador que iluminaba y quemaba el lado derecho de su rostro. Volteó en dirección oeste y contempló, desconcertado, como la mansión de lady Irnah era consumida por inmensas llamas verdes, que ascendían al cielo como enormes columnas de fuego esmeralda.

—Santa Muerte —dijo, conmocionado.

—¡¿Fuego valyrio?! —rugió Dromin, a quien Gyllos escuchó con perfecta claridad, ya porque recuperaba poco a poco la audición, ya por la potente voz del maestre—. ¡¿Quién sería tan demente para usarlo?!

—No lo sé, pero puede que esto sea un nuevo atentado —«Debo hacer algo, o a lady Irnah la consumirán las llamas... Si es que no lo han hecho ya», pensó, y sin más, giró sobre sus talones y se encaminó a la salida.

—¡Gyllos, ten cuidado! —clamó Dromin, que seguramente había deducido adónde se dirigía y con qué intenciones.

A la velocidad de un dardo de ballesta myriense, Gyllos descendió por las escaleras, las paredes, puertas y pasillos a sus costados como borrones indistinguibles.

Dobló en un pasillo del segundo piso y corrió por un largo corredor que culminaba en una pared adornada por dos ventanas gemelas. Se hizo un ovillo y acometió contra el ventanal. Al atravesarlo, se partió en cientos de cristales que cayeron sobre el techo de una gran casa aledaña al torreón de los Faenorys. Gyllos rodó por el tejado, y su espalda protestó por el impacto; no obstante, aquello no lo detuvo.

Retomó su carrera, saltando por los techos de Braavos con la rapidez y agilidad de una pantera, el viento sacudiendo sus ropajes y despeinando su cabello rizado. Percibió que alguien lo seguía a la distancia, y concluyó que se trataba de Fera. No obstante, continuó corriendo; no tenía tiempo que perder.

No podía permitir que un tercer magíster muriese.

Aceleró el paso, exigiéndole a sus piernas más velocidad, más fuerzas, más, más. Todo a su alrededor, a excepción de la llameante y distante mansión, se tornó borroso y etéreo. Saltaba por instinto, evadiendo los estrechos vacíos que separaban a los edificios, sintiendo que sus piernas ardían, pero no frenó su avance.

Cuando el calor que emanaban las llamas empezó a quemar su piel y el humo nubló su vista, paró en seco su andar, inclinándose en el borde de un tejado de tiza dorada. Recobró el equilibrio y alzó la mirada, observando la mansión de cuatro pisos arder desde los cimientos hasta la última planta.

Las ventanas se habían roto, las paredes se deformaban. derritiéndose lentamente, y el fuego verde plagaba el interior de cada piso, refulgiendo a través de los cristales quebrados. La casa entera estaba envuelta en un torbellino de salvajes llamas esmeraldas. Y, aunque se hallaba a dos casas de distancia, Gyllos sentía que el fuego le incineraba la piel morena y la niebla negra lo asfixiaba.

«¡Mierda!». «¿Cómo entro ahí sin quemarme vivo?», se preguntó mientras descendía a las calles y se aproximaba a la mansión.

Varios soldados, estáticos, congelados de miedo, observaban con terror e incredulidad la colosal construcción arder. Gyllos agarró a uno del hombro y lo obligó a voltearse, sacudiéndolo para que reaccionara.

—¡¿Dónde está lady Irnah?!

—¡No, no lo sé! —clamó el soldado, aterrado—. ¡Hubo una explosión y, entonces...!

La cuarta planta de la mansión reventó en una poderosa llamarada verde, un estallido esmeralda que cegó a los presentes e iluminó el cielo momentáneamente.

Escombros se precipitaron a las avenidas y calles, y Gyllos alcanzó a esquivar un gigantesco pedazo de piedra, salvando a su vez al soldado. Desgraciadamente, los otros guardias no corrieron con la misma suerte, quedando como manchas sanguinolentas y carnosas bajo los restos del inexistente piso superior de la mansión.

Gyllos se puso de pie, ayudando al guardia Irnah a levantarse.

—¡Trae a los soldados del Señor del Mar aquí! ¡Diles que busquen baldes con arena y agua!

—¡Pero, mi señor, es fuego valyrio! ¡Arde incluso debajo del agua!

—¡Solo hágalo! —ordenó, firme—. ¡Ahora!

El soldado se marchó a toda prisa. Sinceramente, dudaba que fuese a regresar con refuerzos. Volvió su mirada hacia la mansión que seguía ardiendo, la piedra crujiendo y las llamas chispeando.

Dio un paso adelante, armándose de valor para entrar, pero...

—¡Gyllos! —clamó una voz que reconocía a la perfección.

Se giró, sorprendido, viendo a Daeron acercarse a paso veloz. El chico, con la respiración agitada y el rostro perlado de sudor, se notaba exhausto. ¿Acaso lo había seguido?

—¡¿Qué haces, Daeron?!

—¡Vine a ayudar!

—¡Aléjate, este lugar es peligroso!

—¡¿Qué hay de ti?!

—¡Estaré bien, pero debes irte, ya!

—¡No voy a dejarte solo! ¡Podrías morir!

—¡Igual tú!

—¡¿Qué puedo hacer para ayudar?!

—¡Irte, ahora!

—¡No lo haré! —Daeron sacudió la cabeza—. ¡No pienso dejar que mueras!

Gyllos iba a protestar, pero un estruendo a sus espaldas le advirtió que el edificio colapsaría en cualquier instante. Miró a Daeron, que seguía parado frente a él, con el balde lleno de arena en sus manos y los ojos llenos de una determinación inquebrantable.

Respiró hondo y se volteó hacia la mansión.

—¿Quieres ayudar? Bien, prepara un balde con arena y arrójamelo en cuanto me veas salir.

—¡¿Vas a entrar de todas formas?! ¡El maldito edificio se derrumbará antes de que salgas! —exclamó el valyrio, preocupado.

Gyllos lo miró por encima del hombro y sonrió.

—No estés tan seguro, mi paladín —dijo, y antes de que Daeron protestara, se echó a correr en dirección a la entrada principal, desapareciendo en aquel mar de llamas verdes.

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