𝐗𝐈𝐈

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Normalmente, los caminos que solían tomar la gente para llegar de una punta de Braavos a la otra eran los canales que discurrían a través de las islas, unidas por puentes de piedra tallada en forma de arco sobre las rutas de agua verde guisante, las cuales eran flanqueados por casas, torres, teatros, mansiones, tabernas, posadas, burdeles o, en el caso del Canal de los Héroes, las estatuas de los antiguos Señores del Mar de Braavos. A través de los canales, los ciudadanos, ya fuesen ricos o no, podían desplazarse con rapidez, haciendo uso de los botes que recorrían aquellos vías que conectaban las quince Grandes Islas.

Las Grandes Islas eran las enormes ínsulas conformadas por las estimadas "mil islas de Braavos", gigantescos trozos de tierra que, en realidad, eran pequeños pedazos de roca muy unidos entre sí, separados por dos o tres palmos de agua. Con el paso del tiempo, las islas más pequeñas fueron pegándose las unas a las otras; sobre todo, gracias a la construcción de la urbe que se erigió encima de ellas. No obstante, si bien había quince masivos cuerpos de tierra cuya existencia era casi artificial, había cuatro o cinco centenares de islas de menor tamaño que aún ocupaban buena parte de la laguna, que los diferentes magísteres y regente de la nación se encargaron de anexar a sus correspondientes distritos o suburbios con el paso de los siglos, consolidando, de forma directa e indirecta, la majestuosa Braavos.

Y si bien las esbeltas barcazas que surcaban los canales siempre habían sido un método práctico y cómodo mediante el que viajar por la ciudad, últimamente, gracias a los disturbios y la precaria situación interna del país, los braavosi preferían andar a pie por las estrechas calles y amplias avenidas, o incluso saltar por los tejados. Los criminales, aprovechando la cantidad de botes que transitaban las vías acuáticas, saltaban encima de estas, asaltando a sus desprevenidas presas y, tras robar cualquier cosa de valor que portasen consigo, tirándolas a las aguas. Se había tratado de reestablecer el orden en los canales al aumentar el número de patrullas de soldados, quienes surcaban las vías acuáticas montados en barcoluengos, pero los malhechores se refugiaban en sus guardias en los barrios más pobres o en la Ciudad Ahogada, lares en donde ni siquiera los curtidos guardias de los Essiris se aventuraban.

Así que, como navegar no era opción segura, Dromin optó por dirigirse a la mansión de lady Faenorys por el Gran Mercado, una titánica avenida que atravesaba Braavos desde la punta suroeste hasta la noreste, cerca del palacio del Señor del Mar. Aquel sitio, a ojos de Daeron, era una cara completamente diferente de la que había visto por meses de la Ciudad Secreta.

—Es impresionante... —susurró, boquiabierto, observando los ostentosos edificios de tres o cuatro pisos que se alzaban a su derecha y a su izquierda, cuyas paredes de ladrillo dorado, plateado, carmesí, esmeralda, azul, celeste, negro y blanco brillaban a la luz del sol. 

—¿Nunca habías estado aquí? —Myriah caminaba a su lado, los guardias dornienses rodeándolos a los dos.

—No, a los pobres no les dejan visitar el Gran Mercado —contestó. En más de una ocasión lo habían echado a patadas o amenazándolo con rebanarle el cuello si no se alejaba de las inmediaciones del opulento corredor—. Los magísteres no quieren que la "mugre" ensucie su mercado.

—¡Eso es horrible! —horrorizada, la princesa de Dorne denotó asombro—. ¿Y dónde quedó eso de que en Braavos no hay siervos y eran todos iguales?

—A los magísteres no les gusta juntarse con quienes se ven forzados a robar para sobrevivir o no pueden costearse un atuendo de hilo de oro —explicó—. Si la nobleza se mezclase con los de abajo, el Gran Mercado perdería su prestigio. Ya no sería el Gran Mercado, sería... el Mercado.

—Suena menos pretencioso —comentó Myriah—. Sigo sin ver qué mal haría que más gente visitase ese lugar tan hermoso —miró hacia un costado, contemplando un precioso edificio con monedas de distintos metales incrustadas en sus muros, una de las casas de apuestas de Forassar.

—Supongo que es porque ningún pobre podría comprar uno de esos vestidos —señaló Daeron, mirando una tienda de tres pisos, los balcones adornados con cuerdas plateadas de las que colgaban lujosas prendas con joyas enzarzadas.

—Tienes razón, creo... —dijo Myriah, había amargura en su voz.

Daeron amagó con palmear el hombro de la princesa, pero se detuvo, cerniendo su mano en torno a la empuñadura de Colmillo, que colgaba de su cinturón.

Recorrieron aquella imponente y lujosa avenida por un buen rato a pie, y Daeron no hizo más que maravillarse con cada una de las construcciones que adornaban el inmenso corredor. Dromin había dicho que, según sus cálculos, no habría problemas en que doce o más jinetes pasearan por el Gran Mercado uno al lado del otro; y las grandes torres de piedra azulada (cortesía de los Faenorys), coronadas por planchas de oro, las cuales se alzaban en ambos laterales del pasillo y estaban separadas entre sí por cinco o siete construcciones, eran capaces de resguardar a cien personas en su interior. 

Las posadas y tabernas, de ladrillo rojizo y techo de pizarra escarlata, poseían dos o tres pisos, siendo fácilmente reconocibles por sus puertas dobles y el símbolo de un escudo carmesí grabado en la madera. Y los negocios que exhibían joyería, diamantes, zafiros y rubíes, propiedad de los Irnah, se distinguían de otros locales por las telas celestes que cubrían los muros de sus edificaciones, los rayos del sol arrancando destellos de un azul pálido a las sedas con diminutos diamantes engarzados en ellas.

Pero, por supuesto, las construcciones más recurrentes allí eran las casas de apuestas, identificables porque sus paredes eran adornadas por monedas de hierro, plata, bronce, oro, cobre y mil y un metales diferentes. Eran edificios ostentosos, pero un tanto enanos en comparación al resto, pues apenas tenían dos planas de altura; no obstante, era bien sabido que nunca les faltaban clientes. Daeron, una vez, había observado a lo lejos como las personas adictas al juego se apostaban en las puertas de esos sitios por horas y horas, formando colas que parecían interminables. Sin embargo, las casas de apuestas de Forassar no eran las únicas edificaciones con techos verdes, puesto que los teatros de los Oliross habían resaltado los altos pilares dorados que flanqueaban las entradas de sus teatros, de no menos de quince metros, al hacer que las tejas de sus tejados fueran de un color idéntico al jade. 

No obstante, no había nadie. 

Pese a la reputación del Gran Mercado y su deslumbrante apariencia, el mar de mercaderes, nobles, guardaespaldas, criados y extranjeros que se movía diariamente a través del enorme corredor se había secado de un día al siguiente. La amplia y larga calle se hallaba desierta, en silencio, carente de la vida y el ajetreo que tanto la caracterizaba en verano, primavera, otoño e invierno. Sin importar la estación, el clima o la fecha, el Gran Mercado siempre se encontraba a rebosar de gente, pero luego del atentado al palacio de Tichero, el público que visitaba aquella zona de la ciudad se había desvanecido casi por arte de magia. En realidad, ni siquiera los burdeles, ni las cantinas o las infames casas de apuesta habían abierto sus puertas en semanas, provocando un descontento general en la población y los comerciantes o nobles que viajaban a Braavos.

Aunque los establecimientos del Gran Mercado brindaban alojamiento, bebida, comida, entretenimiento y placer en el caso de los burdeles (siendo la identidad de sus dueños un misterio para el público), lo cierto era que la mayoría de los magísteres se dedicaban al comercio de diferentes artículos que no solo vendían a las ciudades de Poniente y Essos, sino que también comerciaban dentro de Braavos. El más claro ejemplo eran los Faenorys, cuya venta de aurocorazón, madera de arciano y diversos materiales de construcción los habían hecho famosos en las Ciudades Libres. Sus clientes estrellas fueron por muchos años Lys, Myr y Tyrosh, que vivían destruyendo sus murallas y urbes a causa de la constante guerra entre las tres hermanas. 

"Bueno, eso era antes de que decidieran aliarse y formar la Triarquía", recordó Daeron, sintiendo la rabia crecer en su interior. Se enfocó, respirando hondo, y se sacudió esos pensamientos de su mente. Las intrigas del Alto Consejo de las Tres Putas, como habían motejado sus enemigos a a la unión de las tres "descendientes de Valyria", tendrían que esperar; había asuntos más urgentes que atender y no podía descuidarse, no cuando andaban por calles que se habían convertido de la noche a la mañana en un territorio peligroso.

Después de caminar varios minutos, el grupo viró hacia el este, en dirección al portento torreón donde se habían asentado los Faenorys siglos atrás, abandonando el opulento Gran Mercado y entrando al Corredor de los Arquitectos. Allí, si bien no había tiendas exóticas, abundaban las torres, las cúpulas, las casas y las mansiones, generalmente pintadas de un tono azul idéntico al zafiro y gran parte de los edificios de aquel luengo pasillo no habían finalizado sus obras o recibían continuas remodelaciones a manos de los hombres y mujeres abocados al arte de la confección de viviendas, locales o muros. 

Daeron, a pesar de querer observar a los carpinteros y constructores hacer su labor, siguió a Dromin al mastodóntico torreón que se erguía al final del Corredor de los Arquitectos. No se separó de Myriah ni de su escolta en ningún momento. Y por mucho que lo intentó, le resultó imposible no sentir inquietud, nerviosismo y miedo por lo que le aguardaba. 

"¿Qué dirá Gyllos cuando se entere?". "¿Dromin le contará?". "Claro que le contará". "Mierda, mierda...". Inspiró profundamente, centrándose, y prosiguió con su camino, sus dedos tamborileando el mango de su cuchillo.

... 

—Va a matarme cuando se entere.

—Se enojará, sí, pero dudo que te mate.

Daeron detuvo su nervioso andar, mirando a Myriah. Esta, sentada en una de las muchas sillas de la primera planta, hacía danzar un tenedor entre sus dedos.

—No lo conoces, Myriah.

—Y tú tampoco —repuso ella—. Desde que te conozco, no te he visto hablar mucho con él.

—Gyllos está muy ocupado buscando a los responsables de meter a los piratas en Braavos.

—Aun así, es tu maestro, ¿no? Debería entrenarte.

—Sí, pero... —Daeron suspiró, rascando la manga de su antebrazo—. Es complicado.

—Eso es obvio —dijo Myriah—. Por favor, no crees que en serio vaya a matarte, ¿o sí? ¡Es Gyllos Forel, la Primera Espada de Braavos! ¿Por qué mataría a su paladín?

—No lo sé, ¿por entrar a escondidas a la mansión de un magíster y robar un par de cartas, quizás?

—Daeron, ¿te estás escuchando? Nadie merece morir, no por algo tan trivial. Es cierto, estuviste mal, pero esas cartas podrían ayudar a Gyllos y a mi padre a averiguar quiénes son los culpables del ataque.

«Sí, o tal vez podrían hacer que me decapiten», pensó, inquieto. Retomó su recorrido, caminando de un extremo del amplio salón al otro, rodeado por hileras de mesas recubiertas por manteles azules y flanqueadas por sillas, la dulce fragancia de los inciensos que colgaba de los techos impregnando el aire.

Aunque estaba plenamente consciente de que ya no se encontraba en Lys, vivía con el constante temor de que el más mínimo de los errores le costase la vida. Al actuar, no pensaba en las consecuencias; saltaba al peligro sin meditarlo, movido por sus instintos. Luego, no obstante, su mente no paraba de formular diferentes escenarios que se desencadenaban a causa de sus acciones, todos con finales trágicos.

La noche en que asaltó la mansión de los Oniruss no barajo la posibilidad de que Dromin, Gyllos, Myriah o nadie fuese a lamentar su muerte. Había sido distante, desconfiado, problemático, y no le cabía la menor de las dudas de que su partida sería un alivio para sus mentores, quienes cargaban con demasiado peso sobre sus hombros.

Sin embargo, se había equivocado. En palabras de Dromin y Myriah, sí era importante para ellos. Y, si bien le costaba concebir la idea, ambos, el maestre y la princesa dorniense, también significaban algo para él.

No sabía si los admiraba por su conocimiento, porte, talante o, en el caso de Myriah, destreza marcial, pero los apreciaba, los respetaba. Pero Gyllos... El caso de Gyllos era uno inusual.

Los dos se habían encontrado por la condenada casualidad, que los reunió de la peor manera posible. Habían pactado un trato, un acuerdo mutuo del cual se beneficiarían, teniendo Daeron que guardar silencio, y Gyllos, entrenarlo en el arte de la esgrima.

Admitía que, al principio, había empezado a practicar por el deseo de volverse más fuerte, de convertirse en un espadachín capaz de plantarle cara a todos aquellos que quisieran dañarlo. Pero, poco a poco, con el transcurrir de los días y las semanas, su corazón halló en el sendero de la espada una vocación, una pasión, despertando un sueño casi olvidado.

Siempre había querido ser un caballero, en uno de los sagrados luchadores blindados de Poniente de los que Emma tanto hablaba. Y no anhelaba ganarse las espuelas y el mandoble por la gloria o el oro, sino porque soñaba con ser un guerrero que pudiese liberar a los esclavos de sus cadenas, de defender a los débiles, de segar la vida de los tiranos.

Aquello lo inspiró a esforzarse el doble, a practicar incluso en la noche, en su cuarto y en el onírico mundo de las ensoñaciones. Pero no quería convertirse en un caballero, no después de chocar caminos con Gyllos.

La Primera Espada era rápido, confiado, hábil, talentoso, imparable. No creía que los otros integrantes de su orden estuviesen a su nivel, por mucho que se dijera que su número no correspondía a la fuerza de su portador. Gyllos era en lo que tanto había deseado convertirse: un guerrero imbatible que, aparentemente, no le temía a nada.

Sin embargo, si bien estaba dispuesto a recibir gritos por parte del braavosi y soportar cuánto reto le impusiera, su entrenamiento resultó más liviano de lo esperado por Daeron.

En efecto, era brutal. Al terminar el día, apenas sentía sus extremidades, sudaba por cada poro de su cuerpo y, en algunas ocasiones, llegó a pensar que moriría. Pero Gyllos no lo insultaba, no lo golpeaba hasta el cansancio ni lo castigaba al fracasar. Por el contrario, lo felicitaba al final del día por su empeño, se contenía en sus ataques, disculpándose con él tras los combates, e incluso le había regalado un cuchillo por su avance.

Daeron no sabía cómo ver a Gyllos. ¿Cómo un mero maestro? ¿Cómo un mentor al que venerar? ¿Cómo un... amigo, un confidente? Él había sido la primera persona en tratarlo con amabilidad y compasión. Quizás su encuentro no se dio en las circunstancias ideales, pero, definitivamente, no concebía un escenario en que Gyllos lo hubiese dejado morir en el septo abandonado.

Era un buen hombre, uno valiente y que no paraba de sonreír. Lo había aconsejado y guiado, pero, aun así, Daeron no sabía si confiar. Después de todo, su relación maestro-alumno se basaba en un pacto de silencio. Uno que, sinceramente, comenzaba a perderse en su mar de memorias como un vago recuerdo de aquella noche.

De querer deshacerse de él, de considerarlo una amenaza, cualquier otro lo hubiese hecho. Pero Gyllos no. Había cumplido con su palabra de entrenarlo, y si no fuera por sus enseñanzas, no habría podido salir vivo de su enfrentamiento contra el pirata ni haber realizado su asalto a la mansión Oniruss.

Le debía mucho, y Gyllos no parecía interesado en reclamarle por nada de ello. Sin embargo, ¿lo perdonaría por su insensatez de la noche anterior? Confundido, asolado por una vorágine de miedo e incertidumbre, Daeron no sabía si abrirse a su maestro. Ya había compartido sus sentimientos con Gyllos una vez, y este tampoco buscó aprovechar, sino que lo aconsejó y calmó sus temores.

Nuevamente, las interrogantes abundaban, y las respuestas, escaseaban.

«¿Qué es lo que te da tanto miedo?». «Sobreviviste a los latigazos de Lysorro, a los golpes de esos salvajes, a las mordidas de los perros, al hambre, a la sed, a las calles... ¿Por qué te aterra conversar con él? ¿Por qué te aterra hablar con el hombre que te salvó de la muerte?», se cuestionó, severo.

No obtuvo contestación de sí mismo, porque carecía de solución a su dilema. Pero conocía a quien podría resolverlo.

—Myriah —dijo, deteniéndose frente de su mesa. Titubeó por un instante, y al final, soltó su pregunta—. Tú y yo somos amigos... Quisiera saber por qué. Es decir, ¿qué nos hace amigos?

—¿Qué clase de pregunta es esa, Daeron? —Myriah bajó sus pies del mantel, depositando el tenedor sobre este y cruzándose de brazos—. Los amigos son personas a las que quieres y con las que te llevas bien, personas que te respaldan sin importar qué. Tú me rescataste de los piratas.

—Sí, pero... ¿Eso nos hace amigos?

—¡No, claro que no! Lo que hace que seamos amigos es que tú me apoyaste cuando lo necesité. Todos, con el suficiente coraje, pueden vencer piratas, Daeron, pero no cualquiera se deja golpear por una princesa para que descargue su rabia o le da ánimos de seguir adelante.

—Yo...

Myriah se puso de pie y caminó hacia él, que se tensó, debatiéndose entre retroceder o huir. Permaneció firme, rezando porque Myriah no le propinara un segundo golpe en el brazo; tenía más fuerza de la que aparentaba. Ella se quedó quieta, a tan solo unos dedos de distancia, sus oscuros y serios ojos incrustados en los suyos.

—Sé que puede ser difícil de entender; está claro que no tuviste muchos amigos en Lys —dijo Myriah—. Pero quiero que sepas, Daeron, que te considero un amigo, no por haberme salvado (de lo cual estoy y estaré agradecida mi vida entera), sino por haberme ayudado con tus palabras.

Aquella confesión lo desconcertó. Hacía no muchas horas le había dicho algo similar, pero, en realidad, no se lo había creído. Pensó que Myriah solamente buscaba sacarle la verdad detrás de las cartas de Vogeo Oniruss, pero ahora, mirando a través de sus ojos, pudo notar que hablaba con total honestidad, absoluta transparencia.

No había ni deje de mentira en su tono, ademanes ni expresión, el cual era experto en reconocer.

«Lo dice en serio», era una sensación extraña, reconfortante. Jamás había tenido amigos en Lys; se había acostumbrado a no encariñarse con las personas, pues, de un momento a otro, un magíster podría venderlos.

La princesa era una buena persona; compartían gustos y había mostrado una inusual preocupación por su bienestar. Le caía bien y, a su lado, se sentía cómodo, seguro, relajado. Mantenerse alerta y receloso con ella fue un error, como también lo había sido desconfiar de Dromin al escapar de sus clases. En cuanto a Gyllos... Bueno, tarde o temprano ambos charlarían, y entonces, descubriría si había obrado mal y dudado sin razón.

—Por cierto —mencionó Myriah, mordiéndose el labio inferior—. Lamento haber visto tus cicatrices.

Daeron, despertando de sus pensamientos, se sonrojó un poco. Sacudió la cabeza y alzó las manos.

—¡No hace falta que te disculpes!

—¿Por qué? Literalmente te desvestí mientras dormías...

—Lo sé, lo sé —dijo, cada vez más rojo, rascando su cuello—, pero, de verdad, no tienes que disculparte. Si no fuera por ti, me habría enfermado, o despertado con un dolor de espalda insoportable —comentó, divertido.

Myriah dejó escapar una estruendosa carcajada, y Daeron, contagiado, no pudo evitar reír ligeramente.

—Si tú lo dices, no insistiré, pero... —Myriah se mordió el labio inferior, como si estuviera conteniendo las ganas de hablar.

—¿Qué pasa? —Daeron arqueó una ceja.

—No, no. Olvídalo. Era una pregunta tonta.

—Al igual que la mía sobre por qué éramos amigos —repuso Daeron—. Adelante, dilo.

La princesa lo miró, nerviosa. Al final, luego de unos momentos, respiró hondo y cuestionó:

—Tus cicatrices, ¿cómo te las hiciste?

Una oleada de emociones, recuerdos y sensaciones, la mayoría desagradables, golpeó a Daeron con la potencia de un elefante ghiscario. Las cicatrices en su cuerpo ardieron, palpitando debajo de su ropa, y el dolor que recorrió las de su cuello, muñecas, talones y espalda lo obligaron a apretar los puños, amenazando con lastimarse las palmas con las uñas de sus dedos.

Por un segundo, gritos desesperación, rabia y desprecio invadieron sus oídos, y su mente y vista se nublaron con memorias de un pasado no muy distante. Cerró sus ojos. Inspiró profundamente por su nariz. Se enfocó, recordando que no estaba en Lys, sino en Braavos. Y abrió los párpados y las manos, luchando contra el impulso de rascarse las cicatrices.

Myriah lo observaba, mordiendo su labio inferior, confundida.

—Daeron, ¿estás...? Perdona, no debí...

—No, está bien. —Respiró hondo—. Lo cierto es que no recuerdo cómo ocurrió. Algunas son de latigazos, sobre todo en la espalda; otras de arañazos y mordidas; varias más, me las hice peleando con niños en reñideros de rata o perros en las calles.

—¡¿Perros?! —clamó, incrédula, horrorizada.

Daeron asintió.

—Sí, perros, gatos grandes, tigres pequeños... Los Rogare organizaban las peleas y yo las ganaba —las entrañas se le revolvieron al avivar aquellos fragmentos de su vida como esclavo—. Nunca me gustó hacerlo. Eran animales hambrientos, maltratados. Se parecían a mí. Y tuve que matarlos —A veces, en las noches, todavía escuchaba sus chillidos de súplica y dolor al cortar sus gargantas.

—Dijiste que también peleabas contra niños.

—Eran animales, no niños. Les afilaban los dientes y las uñas para que el combate fuera... más entretenido.

—¿Y tú los...?

No contestó la pregunta incompleta de Myriah, solo la miró a los ojos con vergüenza, impotencia, el remordimiento apagando el brillo de sus iris violáceos, consumiéndolo por dentro.

—No a todos —respondió, apartando la mirada.

—Dioses, Daeron... No tenía idea.

—Tranquila. No había forma en que lo supieras.

Había luchado y sobrevivido, pero ¿a qué costo? Solía preguntárselo de vez en cuando. Logró salir vivo de Lys, de aquel infierno, pero había sacrificado demasiadas vidas para escapar. Sus manos estaban manchadas con la sangre de una decena de niños obligados a pelear, criados como bestias, dos docenas de animales, maltratados y desnutridos, los huérfanos del orfanato, que eran cincuenta o sesenta chicos, y la de Emma, muerta por culpa suya, por su impulsividad, por su arranque de ira.

Fuese o no quien empuñase el cuchillo que segó sus vidas, Daeron se sentía responsable de sus muertes. Había derrotado a varios de sus contrincantes en los reñideros de ratas, perdonándoles la vida. Sin embargo, sus respectivos amos castigaron a los vencidos degollándoles la garganta o tirándolos a los perros.

No importaba cuánto intentara evitarlo, siempre acababa poniendo fin a la vida de alguien. Había ganado sus combates y la guerra por la supervivencia, pero al coste de las almas de otros.

—De todos modos —dijo Daeron—, es bueno tenerlas. Me molestan, pican, queman, pero es un recordatorio de mis fracasos, de mi debilidad, de mi cobardía —«De lo patético e inútil que soy», pensó, aferrándose a la manga de su antebrazo.

—¡Basta! —clamó Myriah. Daeron la miró, confundido—. ¡No quiero que digas esas cosas de ti!

—Pero, Myriah...

—No, sin peros —lo interrumpió, severa—. Daeron, sé que hiciste cosas horribles, y sé que te castigas por eso. ¡Pero lastimarte no solucionará nada! Te arrepientes, te culpas, pero déjame decirte que, no importa cuánto te odies, lastimarte no traerá a esas personas a la vida.

—Myriah...

—Eres un niño, Daeron, al igual que yo. Duele, pero la verdad es que carecemos de la fuerza para cambiar el mundo —tomó con cuidado las manos del platinado, que se estremeció levemente ante el toque ajeno—. Lo importante es que, cuando tengamos el poder de hacer nuestro alrededor, lo hagamos. No veas tus cicatrices como cadenas que te atan al pasado; ya no eres un esclavo, no tienes por qué seguir usando grilletes.

Daeron abrió la boca, pero la cerró al instante. Agachó la mirada, reflexionando sobre las palabras de Myriah.

Quizás tenía razón. Había vivido mucho tiempo castigándose por haber causado la muerte de tantos esclavos condenados a servir a amos egoístas, y aunque no se perdonaría a sí mismo por sus actos, era hora de avanzar.

De quedarse estancado en el ayer, nunca cumpliría con su promesa de proteger a los demás, de convertirse en la Espada que anhelaba ser. No podría olvidar jamás el rostro de Emma, los niños del orfanato y los reñideros de rata ni los chillidos de los cachorros, pero debía progresar, caminar hacia adelante. Y si bien voltearía a ver hacia atrás de cuando en cuando, no lo haría para flagelarse al revivir sus fallos, sino para refrescar su memoria y recordarse por quiénes luchaba: por los débiles, por los inocentes, por los niños y la joven septa que no consiguió salvar.

Miró a Myriah a los ojos y asintió.

—Tienes razón. No puedo cambiar lo que sucedió en Lys, pero sí evitar que vuelva a ocurrir.

—Así se habla —sonrió ella—. Solo... trata de dejar de rascarte tus cicatrices tan seguido.

—Lo intentaré, pero no prometo nada.

Myriah arrugó la frente y se llevó la mano al mentón. Guardó silencio por unos segundos, hasta que chasqueó los dedos, sus ojos resplandeciendo como dos perlas negras.

—Lo tengo: tú dejarás de rascarte esas cicatrices tuyas, y yo te enseñaré a hablar la lengua común de Poniente y entrenaré contigo.

Daeron parpadeó, desconcertado por la repentina propuesta.

—¿Qué?

—Sí. Tú eres el paladín de Gyllos Forel, ¿no? Como todo buen sucesor de una Espada, deberías saber hablar el idioma del continente con el que Braavos tiene más tratos comerciales. Imagino que Dromin te ha enseñado lo básico.

—Eh, sí. Bueno, en realidad, me escapaba de sus clases. El estudio no es lo mío.

—Pues, a partir de ahora, lo será —puso una mano en su pecho, más precisamente en su corazón. Se irguió y miró a Daeron con decisión—. Yo, Myriah Nymeros Martell, me comprometo a enseñarte la lengua de mi país y a practicar contigo a partir de este día hasta que regrese a Dorne.

—Espera, Myriah, pero...

—No, no, no. ¿Qué habíamos dicho de los peros?

¿Acaso se había vuelto loca? ¿Cómo esperaba enseñarle ella si Dromin había fracasado estrepitosamente? No por falta de habilidad y conocimiento, por supuesto, sino por su nulo interés en las lenguas fuera del antiguo valyrio y su terquedad por querer versarse en el arte de la espada.

¿Es que Myriah no consideraba la posibilidad de que su padre no viera apropiado que se batiera en duelo cada tarde con el aprendiz de la Primera Espada de Braavos? Daeron era plenamente consciente de su nivel y de que a Myriah no le costaría más de cuatro movimientos reducirlo; no era una amenaza para ella. No obstante, aunque Garson Martell le hubiese pedido su ayuda hacía no mucho, no creía que disfrutara de que su hija se expusiera a las miradas venenosas de los miembros de la corte en su ausencia. Y él tampoco.

No, no temía dañar su dignidad; sabía que no la poseía. Sin embargo, no quería exponer a su amiga a las intrigas tan típicas de la nobleza. Los magísteres, en cuanto uno de sus esbirros infiltrados en el palacio del Señor del Mar les trajese el chisme acerca de la amistad de la hija del Príncipe de Dorne y el paladín de la Primera Espada, no tardarían en hacer correr la voz y transgiversar los hechos.

Quiso protestar, rechazar la propuesta de Myriah, decirle que rompiera su reciente juramento. Pero vio en sus ojos una determinación inquebrantable. Una que conocía a la perfección. Entonces supo que no la convencería de dar marcha atrás.

Suspiró pesadamente, posando sus manos en su cinturón. Observó a Myriah, por cuyos iris negros fluía la luz de las lámparas y antorchas aledañas, y asintió.

—Bien, bien —dijo, resignado—. Es un trato. Juro que haré mi mejor esfuerzo por no rascar mis cicatrices.

—¡Eso es! —emocionada, le propinó un golpecito en el brazo derecho—. Tus lecciones empiezan mañana por la mañana, y por la tarde entrenaremos.

—Espera, espera. ¿Y tus deberes de princesa? —preguntó, sorprendido.

—¿De qué hablas? —arqueó una ceja—. Estoy en Braavos, no en Dorne. Por ahora, mis obligaciones como princesa son solo comer y dormir.

—¿En serio?

—Sí. No hay mucho que hacer en el palacio de lord Tichero. ¡No es que me desagrade el lugar, no! Pero admito que me he aburrido bastante estos días.

—Así que, ¿quieres enseñarme porque no encuentras nada mejor que hacer? —la idea de que fuese una vía de entretenimiento para Myriah lo desalentó un poco.

—¡Pero qué dices! —volvió a agarrar sus manos, mirándolo con gravedad. Daeron tragó saliva duramente—. Lo hago porque somos amigos y quiero que dejes esa manía tuya. Uno de estos días te lastimarás si sigues rascándote tus cicatrices. Además, cuando vayas a visitarme a Dorne, ¿no crees que sería apropiado saber hablar la lengua común de mi país? Yo sé la tuya, ¿por qué no aprender tú la mía?

—¿Visitarte... Visitarte a Dorne? —cuestionó, conmocionado.

—¡Claro! Es decir, irás a visitarme, ¿no? Queda un poco lejos, lo sé, pero me gustaría que fueras a Dorne después de que se termine el asunto de los Peldaños de Piedra y lo de los traidores.

—Yo...

Honestamente, no sabía qué contestar.

Le agradaba Myriah, y sin duda a ella le caía bien él. No obstante, las relaciones entre Braavos y Dorne no eran óptimas, no tras el ataque de la Triarquía al palacio de Tichero. Había oído a los nobles que habitaban el hogar del Señor del Mar murmurando y viboreando, escupiendo veneno a los dornienses, culpando a Garson por la invasión de los piratas.

Daeron no veía a Garson como el responsable directo de nada. Sí, se había aliado con los tipos equivocados, pero no parecía una mala persona, mucho menos un regente despiadado o un traidor sin escrúpulos. Era un padre preocupado, un príncipe hábil y comprometido con su pueblo y aliados. De lo contrario, no hubiese acudido a él para que hablara con Myriah.

No obstante, si bien apreciaba a los Martell, Dorne y Braavos podrían romper relaciones en un futuro, y por más que desease que aquello no se volviera realidad, lo cierto era que las probabilidades estaban en su contra.

Nadie le impediría viajar a Dorne, obviamente. Pero su lealtad se vería en tela de juicio, al igual que su posición como paladín de Gyllos. Poco le importaba las opiniones de gente tan arrogante como los magísteres de Braavos, pero sus palabras tenían gran peso en las decisiones sociales y políticas, por lo que, de quererlo, podrían cerrarle todas las puertas a una vida como espadachín.

Se debatió por unos momentos, dudando qué contestar. «Estoy siendo paranoico», reflexionó. «De aquí a tres días, tal vez las aguas se calmen, quién sabe».

—Te visitaré, tarde o temprano —contestó—. A lo mejor, cuando nos volvamos a ver, ya sepa hablar ponientí y sea una Espada de Braavos.

Myriah, con sus ojos llenos de ilusión y alegría, rio, contenta, satisfecha, dando saltitos.

—¡Y yo seré Princesa de Dorne! —exclamó, emocionada.

—No lo sé —mencionó Daeron, divertido—. Quizás te desheredan. Con ese carácter tuyo...

—¡Ahg! —de nuevo, lo golpeó en el brazo, pero con más fuerza. Daeron trastabilló, recobrando el equilibrio—. ¡Igual Gyllos decide cambiarte por una mandarina! Seguramente sería más educada que tú.

—No se compararía a mí en carisma —sonrió Daeron, sobándose el brazo.

—¡En falta de modales, querrás decir!

—Es un don poco apreciado.

Ambos se miraron fijamente, y luego estallaron en carcajadas.

—Serás una excelente princesa, Myriah.

—Y tú el más grande de los espadachines, Daeron.

Justo en ese preciso instante, un ensordecedor estallido estremeció las paredes del torreón, las mesas, los inciensos, las sillas y los cristales de las ventanas, que estallaron en mil y un pedazos. Aunque aturdidos, Daeron, junto a Myriah, alcanzó a ocultarse debajo de una de las mesas, sintiendo el piso temblar bajo su pecho, los huesos de su cuerpo vibrando.

Y, de repente, el fenómeno se detuvo.

Sus oídos, inundados por zumbidos inteligibles y los frenéticos latidos de su corazón, apenas captaban lo que Myriah decía. Daeron miraba que sus labios se movían, pero no entendió las palabras que brotaban de su boca hasta que su audición se aclaró poco a poco.

—¡¿Qué fue eso?! —cuestionó Myriah.

—¡No tengo idea! —respondió, aturdido, asomándose por debajo de la mesa, mirando a su alrededor, los vidrios tintados desparramados por el suelo.

Con cautela, abandonó su escondite, acompañado por la joven dorniense. Daeron observó el amplio salón, desordenado, con los manteles, cubiertos, sillas, mesas e inciensos decorando el piso como una pieza de arte abstracto y carente de lógica.

Alzó la vista, percibiendo un intenso brillo esmeralda fusionarse con la luz rojiza del atardecer en una de las esbeltas ventanas. Era un destello antinatural, extraño, pseudo mágico.

«¿Qué mierda?», se preguntó, no comprendiendo absolutamente nada.

Sintió que algo apretaba su mano, y al bajar su mirada, no pudo evitar ruborizarse al notar que Myriah sujetaba su mano. Dirigió sus ojos a la princesa, pero esta no demostraba terror, tampoco incomodidad. Sin embargo, Daeron percibió el frenético latir de su corazón fluir por sus venas, y la fuerza que ejercía delataba que se encontraba tan nerviosa y desconcertada como él.

Intentando calmarla, y serenarse, afirmó el agarre, desviando la mirada. Si ella volteó a verlo, no lo supo. Sus oídos se fueron despejando lentamente, y fue entonces que decidió hablar.

—Sígueme —dijo, caminando en dirección a las escaleras.

—¿Iremos a buscar a Gyllos? —inquirió Myriah.

Daeron asintió.

—Puede que...

Cuando estaba a punto de llegar a la escalera, escuchó los rápidos pasos de una docena de personas descender por los peldaños; a juzgar por el ruido metálico de sus pisadas, se trataba de una escuadra de soldados.

Daeron se apartó, arrastrando a Myriah consigo, viendo a los guardias Flaerys y Faenorys correr en fila hacia la puerta principal, hecha de madera reforzada con bronce pintado como si fuese oro. Al abrir el enorme portón de diez o doce varas de altura, una marea de personas se abalanzó hacia el interior del torreón. Los guardias lucharon por retenerlos, por evitar que entraran, pero sus intentos no resultaron; aquel tumulto de civiles aterrados tenía la fuerza de una ola en una noche de tormenta.

Reaccionando rápido, Daeron, aferrado a la mano de Myriah, subió las escaleras, viendo desde arriba a los ciudadanos empujarse entre sí con desesperación, llenando el gran salón principal en apenas unos instantes. Sus gritos rebotaban en las paredes y sus pisadas frenéticas sacudían el piso.

—¡¿Qué está pasando?! —preguntó Myriah, confundida.

—Ni idea —contestó Daeron—. Sigamos subiendo.

—Pero...

—Myriah, míralos —apuntó a la marea de braavosi, que se agitaba de un lado a otro, salvaje, desordenada, desprendiendo un aura de pánico absoluto—. Si bajamos, nos aplastarán.

Aunque los soldados Flaerys y Faenorys trataran de calmar a aquel gentío, no harían que su miedo se disipara de un plumazo. Daeron había visto algo similar en Lys durante las revueltas de los esclavos por la falta de comida o agua. Amenazas, demostraciones de fuerza, lluvias de flechas, ejecuciones públicas, nada tranquilizaba a los esclavos hasta que obtenían su anhelado alimento.

Sin embargo, nunca habían protestado por su libertad, y Daeron no comprendía por qué. Al final, concluyó que la carencia de un frente organizado hacía que una revolución a gran escala fuera una empresa imposible.

—Vamos; no tardarán en ocupar el salón y empezar a subir —dijo, despejando su mente de aquellos pensamientos. No era momento de recordar el ayer, pues su presente y futuro corrían peligro, así como los de Myriah.

Myriah, por unos instantes, permaneció estática, aturdida por los alaridos de horror y terror de los ciudadanos, poseídos por un temor absoluto, inusual. Luego, meneó la cabeza, se volvió hacia Daeron y asintió. Ambos subieron al segundo piso, un poco más pequeño que el primero, y corrieron por uno de los pasillos, adornado por estrechos y altos ventanales, también rotos, los vidrios amarillos y azules desperdigados por el suelo.

Recorrieron el largo pasillo a toda prisa, buscando una puerta que estuviera abierta para refugiarse en una de las habitaciones, pero ni una sola cedió, ni siquiera cuando los dos jóvenes la empujaron. Y, al llegar a la intersección con un nuevo corredor, Daeron vislumbró un borrón oscuro pasar frente a sus ojos. La extraña figura le pareció familiar, demasiado...

Frenó su andar en seco al ver como aquella mancha saltaba por una de las ventanas. Y, suspendido en el aire, pudo finalmente reconocer qué era, más bien, quién era.

—¡Gyllos! —clamó, acercándose al alféizar, observando a su maestro aterrizar en el tejado de una casa aledaña. Y al alzar la mirada, contempló la enorme pira esmeralda que ardía al oeste, imponente, monumental, el fuego verde emanando un calor infernal.

Myriah se puso a su costado, viendo lo mismo y quedándose tan muda y conmocionada como él, sino más.

—Dioses, ¿eso es...?

—La mansión de lady Irnah —contestó Daeron, batallando por mitigar su sorpresa, su creciente miedo—. Debo ir a ayudarlo.

—¡¿Qué?! —Myriah lo miró, consternada—. ¡No hay manera de que sobrevivas a la caída, y el piso de abajo está lleno de gente que te hará puré si intentas abrirte camino!

—¡No voy a cruzarme de brazos mientras Gyllos y los demás arriesgan sus vidas! —sentenció, alejándose del alféizar con paso firme y veloz, dirigiéndose al fondo del pasillo.

—¡Daeron, ni lo pienses!

Daeron se detuvo cerca del arco que conectaba aquel corredor con otro. Respiró hondo, su corazón latiendo a mil por segundo. Cerró los ojos y evocó los mantras de los danzarines del agua.

«Ligero como una pluma».

«Rápido como una serpiente».

«Veloz como un ciervo».

Se giró, abrió los ojos, clavándolos en la ventana que había atravesado Gyllos, y corrió en su dirección, acelerando de golpe. Myriah se lanzó hacia él para evitar que cumpliera su objetivo, pero la esquivó al inclinarse ligeramente a la derecha. Se zambulló al vacío, dándose un pequeño empujón al impulsarse con sus piernas del alféizar.

Por un momento, sintió que todo a su alrededor se paralizaba. Le pareció volar brevemente, y luego comenzó a caer, trazando un arco. Se hizo un ovillo, preparándose para el impacto, el cual lo estremeció desde las plantas de los pies hasta sus sienes. Rodó por un techo de tiza, desenvainando a Colmillo, su cuchillo, e incrustando su hoja en la superficie, asegurándose así de no precipitarse a las calles, atestadas de personas que corrían de aquí a allá.

Pese a las protestas de su espalda, piernas y cuello, logró incorporarse, maldiciendo en voz baja. El dolor era insoportable; su lomo amenazaba con romperse, también su médula y sus rodillas, pero se mantuvo consciente, sacudiendo su cabeza para aclarar sus sentidos.

Miró al torreón de los Faenorys, fijándose en la ventana por la que se asomaba Myriah, cuyo enojo pareció disiparse por unos segundos al verlo erguirse. Daeron sonrió, disimulando que no estaba a punto de desmayarse por el tremendo golpe de la caída.

—¡Estoy bien! —gritó.

—¡Loco, eso es lo que estás! —repuso ella, enojada y aliviada al mismo tiempo.

—¡De remate! —sonrió, volteándose y observando la silueta de Gyllos desapareciendo en el horizonte. Volvió a mirar a su amiga dorniense—. ¡Prometo regresar en una pieza!

—¡Más te vale, porque pienso asesinarte con mis propias manos! —exclamó—. ¡Ahora, ve, ve, ve!

Daeron asintió y, con sus articulaciones entumecidas, comenzó a correr hacia la mansión envuelta en llamas verdes.

Las piernas le temblaban, su vista se nublaba más y más, pero no paró. Continuó moviéndose, aumentando la velocidad, forzando a su cuerpo a resistir, a romper esos límites que ataban al común de la gente, que huía despavorida al norte, sur y este, escapando del fuego.

Saltando de tejado en tejado cual gato, Daeron se desplazaba con mayor rapidez de la que pudo haber imaginado alcanzar en su vida. El viento agitaba sus ropajes, despeinándolo y secando las gotas de sudor que perlaban su frente. Moderaba su respiración en la medida de lo posible, pero los latidos de su corazón, resonando en sus oídos como un centenar de tambores, eran incontrolables.

Aun así, siguió corriendo, brincando distancias imposibles. Trastabilló un par de veces, resbalándose en las fachadas de los tejados, pero aquello solo frenó momentáneamente su avance. De inmediato, recobraba el equilibrio, retomando su carrera con todavía más frenetismo y determinación.

Al cabo de un rato, sus energías fueron diezmadas, experimentando una oleada de ardor y dolor en sus extremidades y costados. Se inclinó hacia adelante, apoyando sus manos en sus rodillas mientras se esforzaba por regular su respiración, agitada y entrecortada. Su pecho subía y bajaba a un ritmo inconsistente.

Sin embargo, no importaba: había llegado a su destino. El destello esmeralda y el insufrible calor arrastrado por el viento lo confirmaron.

Irguió su espalda, elevando la mirada, encontrándose con la mansión de los Irnah rodeada por muros de fuego verde, que se enroscaba y ascendía al cielo en forma de remolinos de llamas.

Ante tal visión, una punzada de terror atravesó a Daeron, quien tragó saliva, el resplandor del edificio ardiendo reflejado en sus ojos lilas. Su corazón, descontrolado, se aceleró aún más, amedrentado por la imagen de la gigantesca mansión siendo consumida por las llamas.

Y, entonces, una potente llamarada hizo volar por los aires el tercer piso. Este estalló en mil y un pedazos, fragmentándose en escombros de un tamaño similar al de los gigantes de más Allá del Muro que Dromin había mencionado. Daeron se deslizó por la fachada del edificio en donde se encontraba, colgándose del borde del tejado, evadiendo un gran trozo de piedra, el cual chocó contra el techo de la casa, desprendiendo lajas rotas y trozos de roca partidos en todas direcciones.

Daeron se soltó, flexionando las rodillas al aterrizar en el callejón que separaba el edificio de otro aledaño, viéndose obligado a clavarlas en el empedrado; la distancia no era demasiada, pero estaba cansado. Recargándose en una de las paredes, se recuperó lentamente de la caída y su carrera, el sudor descendiendo por su tez morena.

Tras recobrar algo de fuerzas, se asomó por el final del estrecho corredor, agazapado contra el muro. Vio a un soldado escapar hacia el este. Lo siguió con la mirada hasta que desapareció a la distancia, y al voltear, sus ojos chocaron con la figura de Gyllos.

La Primera Espada encaraba la mansión, con su vista fija en la puerta principal. Daeron no percibió ni atisbo de miedo en su maestro, sino una determinación palpable. No obstante, él sí tembló al ver el portón de la edificación.

La puerta doble de madera se había astillado hacia el exterior, asemejándose a la boca de un monstruo cuyos abominables dientes de ébano carbonizado aguardaban a que alguien se acercara para clavarse en ellos. Y Gyllos parecía dispuesto a lanzarse de frente a las fauces de la bestia, la cual exhalaba llamaradas esmeraldas.

Y en cuanto Gyllos dio un paso adelante, Daeron se apresuró a detenerlo, abandonando su escondite.

—¡Gyllos!

El espadachín se giró, conmocionado. Despeinado y sudado, el espadachín lo miró con severidad, confusión y sorpresa, una vorágine ilegible de emociones plasmada en su expresión.

—¡¿Qué haces, Daeron?!

—¡Vine a ayudar!

—¡Aléjate, este lugar es peligroso!

—¡¿Qué hay de ti?!

—¡Estaré bien, pero debes irte, ya!

—¡No voy a dejarte solo! ¡Podrías morir!

—¡Igual tú!

—¡¿Qué puedo hacer para ayudar?!

—¡Irte, ahora!

—¡No lo haré! —Daeron sacudió la cabeza—. ¡No pienso dejar que mueras!

Quizás no tenía claro qué sentía por Gyllos, si admiración, aprecio, respeto o miedo. Sin embargo, no permitiría que la primera persona en tratarlo con amabilidad y que había dado la oportunidad de hacer realidad su más anhelado deseo, su único deseo, muriera calcinado. Tenía una deuda con Gyllos, y no planeaba que su mentor muriera sin haberla saldado previamente.

Gyllos lo observó por unos segundos, y luego se volvió.

—¿Quieres ayudar? Bien, prepara un balde con arena y arrójamelo en cuanto me veas salir.

—¡¿Vas a entrar de todas formas?! ¡El maldito edificio se derrumbará antes de que salgas! —exclamó el valyrio, preocupado.

Gyllos lo miró por encima del hombro y sonrió.

—No estés tan seguro, mi paladín.

Daeron quiso protestar, pero su maestro aceleró repentinamente, convirtiéndose en una mancha borrosa que se internó en la mansión de los Irnah, desapareciendo en aquel mar de llamas.

—¡GYLLOS!

Un temblor de miedo recorrió a Daeron, paralizándolo, amedrentando su alma. Intentó moverse, reaccionar, ¡algo! Pero no pudo, la idea de que Gyllos no saliera de aquel infierno verde, por alguna razón que no descifraba, lo aterraba.

«El balde... ¡Tengo que preparar el balde!», recordó, forzándose a despertar de aquel trance y ponerse en marcha.

Buscó en los alrededores con su mirada un almacén que pudiese resguardar sacos llenos de arena e instrumentos para apagar incendios. Todo noble que apreciara un poco sus posesiones tendría un depósito bien aprovisionado en caso de emergencias.

Daeron vio una suerte de casa no muy lejos de la mansión. El techo era pasto de las llamas y las paredes de madera crujían, pero eso no evitó que el platinado irrumpiera en aquel almacén, embistiendo la puerta con su hombro y derribándola.

Agarró el primer balde que encontró, rompiendo uno de los muchos sacos de arena con Colmillo y llenando el contenedor. Las chispas verdes estallaban en torno a él, quemando su piel. El calor era asfixiante, infernalmente insoportable. Pero se mantuvo consciente, mordiéndose la lengua para no ceder al humo ni a la temperatura.

Una vez el balde rebalsó de arena, lo alzó y, aferrándose a este, salió del almacén en llamas, tosiendo y meneando la cabeza, cubriendo su vista con una mano de la intensa luz esmeralda que emanaba de las salvajes llamas.

Se preparó delante de la puerta principal, arrodillándose y limpiándose la cara, manchada de sudor y ceniza. Su cuerpo ardía por dentro y sus cicatrices palpitaban. Pero no se movió de su sitio. A pesar de la picazón, del calor, del dolor, el mareo y el cansancio, permaneció quieto, inamovible, centrado, aguardando el momento en que Gyllos escapara del incendio para bañarlo en arena e impedir que se quemara vivo.

Esperó, y esperó, y esperó... Pero nada. Una idea empezó a formularse en su mente. Un horrendo escenario, en el que aire olía a carne quemada, se realizaba un funeral y una nueva Primera Espada de Braavos era elegida.

Daeron se sacudió aquellos pensamientos de encima. «¡No, él lo logrará!». «Puede conseguir lo imposible, es Gyllos Forel, es mi maestro». «¡Puede hacerlo, puede hacerlo!», se repitió, convenciéndose más y más al recordar la velocidad, la fuerza, la valentía que ostentaba el braavosi.

Creía en él. Creía en Gyllos.

Entornó los ojos al notar una sombra moviéndose entre las llamas, una silueta que cargaba a una figura pequeña en su espalda. La abrasadora y cegadora luz del fuego le impedía ver con claridad, pero tenía la certeza de que era Gyllos; su tamaño y contextura encajaban con los de su maestro.

Pero Forel caminaba con lentitud, trastabillando, tambaleándose; el humo y el calor definitivamente lo estarían desorientando y ahogando. Daeron contuvo el aliento. «Vamos, Gyllos, tú puedes», pensó, aferrándose a los bordes del balde con sus dedos.

Gyllos, a escasos metros de la puerta deformada, se desplomó en el suelo. Y Daeron, en cuanto vio a su mentor desaparecer en el mar de fuego verde, se lanzó a su rescate. No tuvo tiempo para sentir miedo ni formular una estratagema, corriendo en dirección a la puerta y entrando en la mansión que era consumida por el incendio.

El ambiente era infernalmente pesado, el aire le quemaba la piel y los pulmones. El humo no facilitaba en lo absoluto la misión de salvar a Gyllos, nublando su escasa visión e irritando sus ojos. Las torres de fuego se enroscaban a su alrededor, estallando en salvajes llamaradas que evadió al agazaparse, tumbándose en el suelo.

Al mirar hacia arriba, contempló un cielo hecho de madera carbonizada y piedra derretida, que ardía con la misma intensidad que el sol, las llamas bañando la primera planta con su destello esmeralda.

Daeron se arrastró hasta llegar a Gyllos, que yacía tendido en el piso, con un pañuelo cubriendo la parte inferior de su rostro y una mujer en su espalda. A juzgar por el cabello moreno y el vestido celeste, supuso que se trataba de lady Illora Irnah.

«Mierda», espetó para sus adentros. No solo debía salvar a su maestro, sino también a la magíster.

Barajó la posibilidad de hacer dos viajes, pero el crujido de las paredes y las vigas sobre su cabeza lo hicieron deshacerse pronto de tal idea. Por un instante, se le cruzó por la mente dejar a Illora y llevarse a Gyllos, sacudiéndose dicho pensamiento nada más formularlo; si lo hacía, Braavos perdería a una de sus magísteres, y ellos, a una fuente de información para la investigación respecto al complot.

Una enorme viga de madera, envuelta en llamas, cayó no muy lejos de su maestro, quebrando el piso y astillándose en un centenar de pedazos. Y, entonces, Daeron, con el corazón acelerado y la sangre hirviendo, tomó una decisión.

Poniendo toda la fuerza que le restaba en sus brazos y piernas, alzó a Gyllos, cargándolo sobre su espalda. Si bien su maestro no era gordo, grande ni musculoso, seguía siendo un hombre adulto, y él. apenas un niño. Sin mencionar a Illora, quien sí era un tanto más gruesa que Gyllos. No obstante, aunque su espalda y sus rodillas amenazaban con ceder, empezó a avanzar, encaminándose a la retorcida puerta por la que había entrado.

Grandes gotas de sudor bajaban por su rostro y cuello. El humo lo asfixiaba poco a poco, al igual que el insoportable ambiente que se respiraba en las entrañas de la mansión, la cual se desmoronaba a su alrededor. Viga tras viga, el segundo piso comenzó a cernirse sobre Daeron, quien, desoyendo el crepitar de las chispas y la madera, apresuró su paso.

Faltaban unos quince o diez palmos para llegar a la salida cuando, de repente, un atronador estallido se escuchó detrás. Al voltearse, Daeron fue embestido por una poderosa llamarada de color verde, semejante al aliento de un dragón, que lo mandó a volar junto a Gyllos e Illora.

Los tres cayeron en el empedrado afuera de la mansión, rodeados de fuego y con sus prendas ardiendo. Daeron se dispuso a rodar en el suelo con la esperanza de apagar las llamas que carcomían su camisa y pantalones, pero, sorpresivamente, alguien lo bañó de barro, y luego a Illora y a Gyllos.

—Gracias —dijo con un hilo de voz, cansado, sin energías.

Sin embargo, al elevar su mirada, no se encontró con Fera, Myriah, Garson o un soldado al servicio de los magísteres de la ciudad, sino a un yitiense ataviado con ropajes del color del jade que portaba dos espadas en su cinturón.

Frente a él estaba Garren Dyrril, que sostenía el balde que había sacado del almacén, sonreía, observándolo con curiosidad. Lanzó el balde a un costado y se puso de cuclillas, viéndolo de reojo, con una mano en su mentón y expresión pensativa.

Daeron, quieto cual estatua, mantuvo el contacto visual con Garren sin levantarse del suelo, con el rostro de la Segunda Espada a pocos dedos del suyo.

La sonrisa del yitiense se ensanchó.

—Ya me debes dos, chico.

—No sé de lo que habla, señor —respondió, el ceño fruncido.

Garren rio.

—Oh, claro que lo sabes. ¿O acaso olvidaste que te salvé de Fera aquella noche?

Daeron dudó qué contestar. Mentir no serviría de nada, estaba claro. Así que fue sincero.

—No, no lo olvidé.

—Bien, bien —musitó Garren, tamborileando la empuñadura de una de sus espadas—. Acabo de rescatar tu culo de nuevo, chico. La primera vez lo hice por cortesía; no quería que el paladín de Gyllos muriese tan joven.

Al oír aquello, el miedo de Daeron se acrecentó. ¿Cómo sabía que era el paladín de Forel? Su maestro todavía no lo había presentado a la corte y menos aún a las demás Espadas. Supuso que alguno de los informantes de Mero Forassar en el palacio del Señor del Mar le habría contado acerca de su identidad.

—¿Por qué me salvas ahora, entonces?

—¿No es obvio? —Garren acercó su cara a la suya, sus narices separadas por una falange de meñique—. Porque eres interesante, Daeron.

—¿Interesante?

—¡Sí! —carcajeó—. Interesante, demasiado interesante. Quiero ver en quién te convertirás.

—¿Por qué?

—Porque sospecho que harás que las cosas sean un poco más divertidas por aquí. Si Gyllos te entrena bien y sobrevives lo suficiente... Dioses, solo imaginarlo me pone los pelos de punta —afirmó, agitándose levemente. Parecía divagar, eludir sus preguntas, responderlas a medias.

«No, no puede ser el único motivo». «Trabaja para Forassar, él lo tuvo que haber enviado a vigilar qué ocurría», especuló Daeron, receloso. No era posible que Mero no se hubiese enterado del incendio ni mandado a uno de sus esbirros a examinar la situación.

«Pero ¿por qué nos rescató?», volvió la vista a Gyllos e Illora, que se hallaban en el suelo, inconscientes pero vivos. «Forassar se enojará cuando se entere; seguramente habría querido librarse de Gyllos y de Illora», esa era una certeza; no obstante, los motivos de Garren todavía eran un misterio.

Se volteó, viendo al espadachín de jade retirándose hacia un callejón cercano.

—¡Espera! —gritó Daeron, arrodillándose—En serio, ¿por qué?

Garren se detuvo, lo miró por encima del hombro y, con una sonrisa plasmada en sus labios, contestó:

—Lo averiguarás tarde o temprano, Daeron.

Y luego desapareció en el callejón, fundiéndose con las sombras mientras se alejaba más y más.

Daeron, confundido, desorientado, fatigado, adolorido, no comprendió el significado de aquellas últimas palabras. Se giró, observando a su maestro y a la magíster. Con las pocas fuerzas que le quedaban, los arrastró lejos de la mansión, la cual se había reducido a una monstruosa mole de roca y madera, envuelta por el fuego verde que ardía con incluso más fuerza que al principio; el brillo esmeralda iluminando las cercanías y la noche con su antinatural luz verdosa.

Una tercera explosión acabó por derrumbar el edificio hasta sus cimientos, reventando en una potente llamarada que sacudió el distrito oeste de arriba a abajo.

Daeron se cubrió los ojos, pero la ráfaga de aire abrasador que desencadenó el estallido inicial lo mandó a volar, chocando con una de las paredes de la calle en la que se ocultó con Gyllos e Illora.

Y si bien lo intentó, no pudo reincorporarse. Sus párpados pesaban mucho. Luchó por mantenerse despierto, pero, lenta e inexorablemente, su visión se nubló y, pronto, todo se tornó oscuro. 

...

Nota del Autor:

Muy buenos días, tardes o noches, queridos lectores. ¿Cómo se encuentran? Espero que estén bien. Tengo fe en que el capítulo doce haya resultado de su agrado. Admito que fue uno de los que más me gustó escribir, sobre todo porque es una continuación directa del capítulo anterior y podemos ver qué piensa realmente Daeron de Gyllos y los demás, teniendo sentimientos encontrados. Recordemos que el pobre todavía no sabe lo que es la amistad, pero ya averiguaremos pronto cómo progresa en ese aspecto, al menos ha ido avanzando poquito a poco. 

En fin, quería agradecerles por su tiempo, comentarios y votos, como siempre, y mencionar a varias escritoras a las que les debo mi regreso a la plataforma después de tres años de hiatus y la creación del Rey de Plata. 

Primero que nada, Lucy_BF, que es una excelente escritora y una persona muy amable y carismática, la cual es conocida por sus historias de la serie Vikingos y la saga de Narnia. Si no fuese por su historia de Vikings: Yggdrasil, probablemente no hubiese un Rey de Plata, puesto que se trata del primer fic que leí de la afamada seria tras abandonar la plataforma por varios años. Gracias por leer mi tonterías, Lucy.

Segundo, quiero mencionar a dainlight, cuyos consejos me han servido muchísimo y que, gracias a su historia de Hands of Gold, logré retomar mi amor por la saga de ASOIAF, que había olvidado por bastante tiempo debido a otras obligaciones más urgentes. De no haber sido por su precioso fic, jamás hubiera visto nuevamente la serie y, por ende, tampoco hubiese existido el Rey de Plata.

Tercero, a owlxizzy, una reciente amiga que me ha ayudado enormemente con sus opiniones y comentarios. Siempre da críticas constructivas y tiene unas ideas fenomenales, dignas de protagonizar la siguiente gran saga de fantasía, horror, aventura o romance. Espero pronto consigas el reconocimiento que mereces.

Cuarto, la gran titán de los fanfics que es velaryonjacaerysking , cuyas obras me han motivado a seguir escribiendo más y más, además de enseñarme a tomarme el tiempo para mostrar, y no contar, lo que quiero que muestre mi historia. Además de crear personajes fantásticos, su narrativa y descripciones son excelsas.

Por último, pero no por eso menos importante, a la genia de zugaritas, cuya amistad es muy valiosa para mí y a quien debo más de lo que puedo describir con palabras. Espero que nuestra amistad perdure por mucho tiempo.

Sin más, me despido y les deseo muchísimos éxitos en lo que resta del año.

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