𝐗𝐈𝐈𝐈

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—¡Despierta!

Daeron abrió los ojos, incorporándose rápidamente. Ya no se encontraba en las calles de Braavos, frente a la monumental mansión de los Irnah ardiendo, sino en un lugar lejano, pero que reconoció al momento.

Las paredes rojas, el empedrado, las flores, los arbustos, el castillo rojo que se alzaba orgulloso a sus espaldas, las siete torres... Aquel era el mismo bastión que había visitado con anterioridad en sus sueños, en donde había muerto a manos de...

Un rugido distante que reverberó entre las murallas de piedra rojiza lo sacudió. Miró en todas direcciones, y al elevar su vista al cielo, haciendo uso de sus manos para cubrir del destello del sol, se percató del origen de semejante bramido.

Por encima de las nubes, se formaba la monstruosa silueta de una gigantesca bestia alada, cuyas escamas de bronce reflejaban la luz dorada que bañaba la fortaleza y la ciudad tras sus paredes.

«¿Un dragón?». Daeron parpadeó, sorprendido, confundido, aterrado. Emma solía relatarle cuentos acerca de aquellas majestuosas criaturas, de su destructivo poder, de su imponente tamaño, de su naturaleza benévola e indómita.

Jamás creyó que llegaría a toparse con ninguno. Eran bestias extintas; los pocos supervivientes al cataclismo de Valyria eran utilizados por los Targaryen como monturas, mascotas, armas de guerra o simples trofeos, según los magísteres de Lys.

El dragón de bronce trazó dos círculos alrededor de la fortaleza carmesí, rozando con las garras en los extremos de sus alas los pinchos que coronaban cada torre. Luego, descendió, provocando que la ropa y cabello de Daeron se agitaran violentamente por el potente batir de sus enormes alas. La bestia aterrizó en aquel presunto patio de armas, plegando sus extremidades superiores, y centró su mirada en el joven platinado que yacía delante de él, o ella; sus ojos dos estanques de bronce fundido.

Daeron se estremeció, tensándose. Permaneció quieto, siendo incapaz de apartar su vista de las criatura. Una corona compuesta por nueve puntiagudos cuernos de bronce decoraba su cabeza; poseía un hocico tan largo como ancho, y su cuello, semejante al cuerpo de una gruesa y alargada víbora, estaba adornado por escamas canela. Una triple hilera de espinas y púas se extendían desde detrás de su corona hasta la punta de su cola, donde estas eran más parecidas a picas de lanzas, formando una suerte de tridente.

Tenía dos patas traseras, más cortas que sus alas coriáceas, pero musculosas, y sus dedos culminaban en garras de diamante negro. Aquel mismo tono era el de la doble hilera de dientes que sobresalía de sus mandíbulas, afilados y grandes como espadas cortas.

El dragón lo observaba con detenimiento; no como un depredador calibrando a su presa, sino como una persona que estudia a otra buscando descifrar sus secretos y desentrañar su personalidad. De sus fosas nasales emanaba humo, y de sus fauces, un brillo anaranjado.

«Oh no», pensó Daeron. Un escalofrío de terror puro trepó por su espalda.

Pero, entonces, reparó en que había alguien montado en el dragón.

A través de los espacios entre los cuernos, vislumbró la figura conocida. Recubierto por su armadura negra, el misterioso caballero que lo había asesinado se mostraba orgulloso y confiado sobre una pulcra silla de montar, tan oscura como su armadura, salpicada por un patrón de detalles de bronce y oro. El brillo violeta de los iris del jinete se atisbaba en las estrechas hendiduras de su negro yelmo.

Daeron tragó saliva, sintiendo un intenso dolor en el vientre. Haciendo acopio de valor, y aun bajo la atenta y cercana mirada del dragón, se irguió y dijo:

—Es un placer volverte a ver.

El jinete no respondió. En cambio, el dragón arrimó su cabeza todavía más a Daeron, empujándolo levemente. Aunque no fue técnicamente un golpe, el sutil toque del dragón bastó para que retrocediera un par de pasos. No perdió la compostura, a pesar del miedo que lo invadió por un segundo al sentir el cálido hocico de la bestia chocar contra su pecho.

Alzó las manos, mostrando que andaba desarmado.

Quiso formular una jugada, un movimiento, una frase, algo que le diese tiempo, que lo sacara de aquel dilema. Pero nada. No había escapatoria. Sus instintos le gritaba que huyera, mas no le cabía duda de que, si lo hacía, terminaría calcinado hasta los huesos por el cálido aliento de fuego del dragón.

Si bien el serio semblante del dragón y su abrasadora mirada podía resultar intimidantes, su postura no denotaba agresividad; o, al menos, eso había logrado percibido. Desgraciadamente, le resultaba imposible leer la expresión e intenciones del caballero, quien lo veía desde el lomo de su montura, con la espalda recta y la frente en alto, los iris incrustados en él.

Respiró hondo. Moderó los latidos de su corazón y dio un paso adelante.

—Dijiste que quizás la próxima vez me dirías tu nombre —recordó—. ¿Acaso lo olvidaste?

El dragón se volteó hacia su jinete, moviendo su largo cuello. El caballero entornó sus ojos, acarició el morro de su montura y, con un rápido y elegante movimiento, se quitó las cadenas que lo anclaban a la silla. La bestia extendió su ala izquierda, permitiendo que su jinete se deslizara por esta hasta llegar al suelo, luego, volvió a plegarla y fijar su mirada en Daeron.

—Así que te acuerdas de mi juramento —dijo el caballero, caminando en dirección a Daeron—. Bien, eso es bueno.

—¿Cómo podría olvidarlo? Me atravesaste como un pedazo de carne de cerdo —mencionó, fingiendo diversión, aunque la memoria de aquel duelo eran más desagradables que cómicas o placenteras.

—Lo lamento, pero me temo que deberás acostumbrarte.

—¿Qué? —Daeron frunció el ceño—. ¿Qué estás...?

—Necesitas mejorar, y yo me aseguraré de que aprendas.

—Pero, ¿por qué...?

—Tengo mis motivos.

Daeron bufó, exasperado. «Igual que Garren». «Un momento...».

Repentinamente, una oleada de preocupación lo abrumó.

—¡Gyllos, Illora! Debo despertar, tengo que...

—¿Que qué? ¿Qué harás cuando despiertes? —preguntó el caballero, deteniéndose frente a él, su puño cerrado en torno a la empuñadura de la espada larga que colgaba de su cinturón.

—¡Ayudar! ¡Tengo que ayudarlos!

—¿Cómo? Dime, si ni siquiera puedes contra una princesa de tu misma edad, ¿cómo pretendes ayudar a tu maestro?

—¡Cállate! —clamó, enojado—. Tengo que intentarlo.

—¿Y morir en el proceso?

—¡Yo...!

—Adelante, replica todo lo que quieras, pero no despertarás. No lo permitiré —sentenció, severo. Daeron retrocedió, y el caballero suspiró. Con un tono un tanto más amable explicó—: Pronto alguien los encontrará a los tres y los llevará a un lugar seguro. No tienes de qué preocuparte.

—¿Cómo estás tan convencido de que eso sucederá? —cuestionó Daeron.

—Solo lo sé.

—¿Cómo?

—¿Por qué no me crees?

—Oh, no lo sé, ¡quizás porque me mataste una vez!

—Ah, ¿esa es tu única razón?

—¿Qué quieres decir?

—Daeron, no me engañas. Tu verdadera razón para desconfiar de mí es que no puedes leerme como los demás. Pero me imagino que, aunque me quitara el casco y te contara la historia de mi vida, mi nombre y el por qué estoy aquí, seguirías desconfiando de mí.

Daeron abrió la boca, pero su réplica se quedó en su garganta.

El caballero soltó un bufido de diversión.

—Siempre has sido desconfiado. La vida te enseñó a serlo. Crecer como esclavo tuvo que ser difícil.

El platinado apretó los puños, controlando sus ganas de propinarle un golpe en la cara al caballero; el casco probablemente acabaría por romperle los dedos.

—No sabes de qué hablas —dijo, furioso.

—La última vez que te encariñaste con alguien, esa persona murió, y no por culpa de los soldados, sino por culpa tuya.

—Basta.

—¿Tanto te aterra confiar en los demás, abrirte a quienes ya han mostrado sus verdaderos rostros e intenciones? ¿Temes que te dañen? ¿Que te mientan? ¿Que te desechen?

—Ya para.

—Ah, así que eso es —dijo, como si hubiese resuelto el misterio—. Tienes miedo de lastimarlos.

—Dije que basta.

—Pero es inevitable. Es evidente que te encariñaste con la princesita de Dorne, el maestre y el espadachín. No importa lo mucho que intentes apartarlos o cerrarte a ellos.

—¡Cierra el pico!

—Pero déjame decirte que terminarás hiriéndolos, matándolos, ¡tal como hiciste con Emma!

Daeron, con un grito, saltó y golpeó el yelmo del caballero, que dio un paso atrás, llevándose una mano al rostro. El impacto lastimó sus nudillos, que sangraban; sin embargo, la rabia que corría por sus venas como un río de lava desatada impidió que sintiera dolor alguno.

—¡Dije que cerraras el pico!

El caballero meneó la cabeza, enderezando su espalda, el destello violeta del peligro relampagueando en sus ojos lila. Su dragón se apartó, trepando a una de las murallas, lanzando un rugido al aire mientras abría sus alas de par en par.

—Entonces, ven y hazme callar.

«Con gusto», Daeron se desplazó a la velocidad del rayo a una de las mesas repletas de armas, agarrando dos espadas, como la última ocasión que enfrentó al caballero. Giró rápidamente, acelerando en contra de su oponente, que había desenvainado su espada de acero valyrio, la luz del sol siendo absorbida por el metal negro.

El filo de sus aceros colisionó, resonando en las inmediaciones. Ambos cruzaron miradas, el fuego de sus ojos violetas ardiendo con intensidad. Daeron pateó la rodilla del caballero, lanzando un doble mandoble horizontal.

El caballero levantó su espada, atajando el golpe del joven platinado. Contraatacó con un puñetazo directo al costado de su rival, que retrocedió, falto de aire y desequilibrado. Daeron luchó por recuperar el sentido, rodando por el suelo justo a tiempo para esquivar un movimiento de barrido del mayor.

Se reincorporó de un salto, acometió contra el caballero, realizando una falsa finta hacia la izquierda, e inclinándose a la derecha en el último segundo, provocando que su oponente fallara su tajo vertical. Daeron rodeó al caballero y le propinó un poderoso corte en el antebrazo. No obstante, la hoja de su espada se partió en un millar de esquirlas metálicas.

Gruñó, enojado. Se agachó y retrocedió, huyendo de una ráfaga de puñaladas y tajos del caballero. La punta de la espada le rozó una de sus mejillas, de la cual manaron finos hilillos de sangre. Furioso, embistió a su oponente con su hombro, pero este se hizo a un lado, evadiendo su ataque con elegancia.

Daeron se puso de pies velozmente, pero la hoja de su rival se clavó en su hombro derecho. Una llamarada de lacerante dolor recorrió su cuello y brazos. Sin embargo, ahogó sus gritos, y su mano diestra, en lugar de dejar caer la empuñadura de su espada, se aferró con todavía más fuerza a esta.

Aprovechando la corta distancia que los separaba, Daeron golpeó con la espada en su mano izquierda los dedos enguantados del caballero, que amenazó con soltar su arma. Aunque era diminuta y estrecha, Daeron percibió una brecha en el guante de su oponente. Y aunque el dolor estuvo a punto de hacer que se desmayara, giró la espada que sostenía con su otra mano, alzándola y encajando la hoja rota en la abertura de la armadura de su enemigo.

Este último se retorció de dolor, y la sangre empezó a brotar entre las placas de su coraza. Daeron subió y bajó su mano una y otra vez, pero la hoja de su rival se hundía más y más en su carne, retorciéndose. Apretando los dientes, saltó, flexionó las rodillas, clavó los pies en el peto del caballero, aplastando los rubíes de los que se componía el dragón tricéfalo que lo decoraba, y se impulsó lejos del caballero, dejando un estela de sangre en el aire.

Cayó al piso, cansado, adolorido y sangrando. Sin embargo, se levantó, con una espada intacta en una mano y una rota en la otra. Miró a su oponente, cuya armadura ya había reparado la brecha en la intersección entre el antebrazo y el guante; la sangre había parado de manar.

«Maldito acero valyrio», pensó, frustrado. No importaba cuántas veces acometiera o cuánta potencia o rapidez poseyeran sus ataques, la armadura de su contrincante arreglaría cualquier daño antes de que pudiese herir gravemente a su portador.

Entonces, en aquel momento de desesperación y en medio de la vorágine de frustración que lo asolaba, su mente evocó las palabras de Gyllos. «Fuerte como un oso». «Veloz como un ciervo».

Respiró hondo, aligeró su agarre sobre las empuñaduras de sus armas y cerró los ojos. «Tranquilo como las aguas en calma». Daeron abrió los ojos y se colocó de costado, apuntando la única de sus dos hojas que permanecía intacta hacia su oponente y ocultando la espada rota tras su espalda; la postura de un danzarín del agua.

El caballero hizo girar su espada, pero Daeron notó cierta dificultad al manejarla con la mano que le había lastimado.

Su oponente se abalanzó sobre él con una rapidez pasmosa, acortando la distancia en un segundo. Daeron esperó hasta el último instante, manteniendo su pose, y cuando la espada de su rival estuvo a unos escasos centímetros de su cabello, se apartó, deslizando ligeramente sus pies.

Con un veloz movimiento, golpeó el antebrazo de su contrincante. Cuando este se volteó para atacar, Daeron se puso detrás, propinándole una serie de puñaladas y tajos en la espalda. El caballero realizó un movimiento de barrido, girando sobre sus talones. Daeron saltó, evadiendo el acero negro, e incrustó el fragmento de metal roto del arma que escondía en una de las hendiduras del yelmo de su oponente.

El caballero aulló de dolor, llevándose una mano a la cara y sosteniendo con la otra su espada, la sangre manando entre sus dedos metálicos, descendiendo como un río rojo por su casco.

Daeron, por un momento, dejó de sentir el dolor que entumecía su brazo derecho, pero, tras aquel osado ataque, su extremidad comenzó a arder, casi parecía que estuviera ardiendo por dentro. Apretó los dientes, abrumado por el dolor que la rabia le había permitido ignorar.

«Mierda». «Esto no puede durar mucho más», concluyó. Si la batalla se alargaba demasiado, acabaría decantándose a favor de su contrincante. No obstante, Daeron notó algo extraño.

Era menos rápido que en su anterior combate, menos fuerte, menos brutal. La primera vez que chocaron aceros, el caballero negro lo abrumó con su potencia y agilidad, desplazándose como si aquella armadura no le pesase en lo más mínimo; en realidad, la coraza parecía brindarle poder.

Maldiciendo al aire, el susodicho se quitó la espada quebrada de su ojo. Tiró con desdén a un costado el mango embarrado de rojo. La hendidura izquierda estaba dañada, y su interior, completamente oscuro, no había rastro del brillo violeta de su iris. Por el contrario, la derecha desprendía un brillo diferente, peligroso.

Un escalofrío de miedo sacudió a Daeron, que tragó saliva duramente. Adoptó la postura que su maestro le había enseñado, pero, en un parpadeo, el caballero se había desplazado hasta quedar frente a él. Daeron abrió los ojos de par en par, y antes de que pudiese reaccionar, un contundente golpe en su brazo lesionado lo mandó a volar.

Daeron soltó un grito de rabia y dolor mientras rodaba por el empedrado. Sin embargo, su brazo no respondía. Una sombra engulló la suya, y al elevar la mirada, se encontró con la imponente figura del caballero, que se preparaba para asestar un mortal tajo vertical.

Se deslizó por el espacio entre las dos piernas de su rival, oyendo el ruido del metal contra la piedra a sus espaldas. Cuando se incorporó, recibió una patada en el estómago que lo desestabilizó, haciéndolo trastabillar.

El caballero lanzó un corte en horizontal por la izquierda. Daeron alcanzó a bloquearlo con su espada, la cual, por la fuerza del impacto, sufrió el mismo destino que su hermana, partiéndose en un centenar de pedazos. La hoja del caballero siguió su curso, rasgando su camisa, desgarrando su carne, manchándose de rojo.

Cayó al suelo de rodillas, atónito. Tosió sangre. Tocó su pecho con su mano sana, sintiendo sus dedos tiñéndose de escarlata. Miró su torso, que ahora era totalmente carmesí debido al líquido que manaba de su más reciente herida, un profundo tajo que empezaba en su costado izquierdo y terminaba en el derecho.

Trató de respirar, pero cada suspiro le robaba un pedazo de alma. Sus piernas no respondían; sus brazos, tampoco; menos aún su corazón, que desaceleraba a un ritmo preocupante.

—Mierda...

—No se ve bien —comentó el caballero, limpiando la hoja de su espada con la capa roja que colgaba de sus hombros.

Daeron le dedicó una mirada severa, el ceño fruncido. Su oponente ni siquiera inmutó.

—Ha sido una experiencia interesante. Un buen duelo. Pero te falta pulir esa técnica; si sigues atacándome así, nunca conseguirás ganarme.

—No quería ganarte —respondió con las pocas energías que le restaban—. Solo quería que dejases de hablar —explicó, sus párpados cada vez más y más pesados; y su visión, más y más nublosa.

—Pero no negaste nada de lo que dije.

—No...

—Ah, conque es verdad.

Daeron guardó silencio.

—Siempre lo supe —admitió—. Es que... Yo...

—Temes dañar a quienes te ayudan y quieren. Qué idiotez.

—¿Qué?

—Daeron, quieres convertirte en una Espada, pero no lo lograrás por tu cuenta —el caballero se puso de cuclillas delante de él—. Careces del talento necesario; si no aceptas la guía de Gyllos y el conocimiento que te ofrece Dromin, nunca progresarás. Así, no podrás defender a los inocentes ni evitar que los tiranos sigan abusando de ellos.

» Tu sueño es ambicioso, y la gente ambiciosa requiere aliados. Myriah es un buen comienzo. Es la futura Princesa de Dorne y, por encima de todo, te aprecia, y tú también la quieres. Es la primera amiga que tienes y la primera persona en la que confías.

—También confío en Dromin y en Gyllos —repuso, tosiendo sangre.

—El respeto no es lo mismo que la confianza —advirtió—. Les has dado el beneficio de la duda, pero todavía desconfías de ellos. Confesar a Dromin tu aventura de la otra noche fue un buen progreso. Sin embargo, retrocediste en cuanto él avanzó hacia ti. Sentí el miedo en tu corazón.

—Yo... —No supo qué decir—. ¿A ti qué mierda te importa?

—Tengo...

—Tus razones, sí —tosió—. Parece que todo el mundo las tiene.

—Al igual que tú para cerrarte a los demás, incluidos aquellos que han demostrado amabilidad y compasión contigo. Y aunque las entiendo, déjame decirte que son muy estúpidas.

Daeron chasqueó la lengua.

—El sendero por el que caminas es uno lleno de riesgos —prosiguió el caballero—. Las amenazas y los enemigos que te aguardan serán incontables y poderosos. Si luchas contra ellos solo, fracasarás; pero si vas a la batalla acompañado, triunfarás. Ningún héroe solitario ha vivido mucho.

—No quiero vivir para siempre —replicó—. Quiero ayudar.

—¡Y vaya que ayudarás si continúas actuando impulsivamente! —dijo con sarcasmo—. Ya me imagino a tus adversarios temblando de miedo al verte cansado y magullado.

Daeron bufó, y el caballero se puso de pie.

—Todos pueden conseguir grandes méritos por su cuenta. Pero aquellos que luchan junto a sus amigos son los que alcanzarán lo imposible.

» No llegué a ser tan bueno como soy sin el apoyo de otros. Si anhelas vencerme, si anhelas vencer a cualquiera que se interponga entre tú y tu sueño, a cualquier que lastimé a los inocentes, ábrete a los demás y aprende a confiar —su solemne voz, poderosa y gentil a la vez, reverberó en los oídos de Daeron, quien, tras escuchar sus palabras, cayó de bruces al suelo, su sangre extendiéndose como un charco escarlata debajo de su cuerpo.

Se incorporó de un salto, y un latigazo de dolor estremeció su médula por tan terrible decisión. Daeron apoyó sus manos para que su rostro no golpeara las baldosas de piedra lisa. Reconoció al instante el patrón del suelo, por lo que el frenético ritmo de su corazón se desaceleró rápidamente; no había nada que temer.

Miró a su alrededor. Las camillas, las ventanas en las paredes, los cirujanos que lo veían con miedo y preocupación. Sí, en definitiva se encontraba en el palacio del Señor del Mar. Se reincorporó con cuidado, alzando una mano cuando un cirujano se acercó para ayudarlo.

—Estoy bien... Estoy bien... —aseguró, disimulando el dolor en sus extremidades y espalda. Meneó la cabeza y parpadeó varias veces, aclarando su vista—. Gyllos, ¿dónde está Gyllos Forel? —cuestionó, notó el tono de urgencia en la pregunta.

—Por favor, chico, no te muevas —dijo el cirujano, en tono de preocupación. Iba vestido con una larga túnica grisácea—. Debes calmarte, o podrías lastimarte.

—Gyllos —repitió Daeron, frunciendo el ceño—, ¿dónde y cómo está?

El cirujano volvió la mirada a sus compañeros, que se encogieron de hombros, apartándose y centrándose en el resto de heridos y enfermos. El hombre respiró hondo y volteó a verlo.

—La Primera Espada de Braavos está bien. Gracias a ti, no sufrió quemaduras graves. Sin embargo, varios pedazos de madera se incrustaron en su pierna izquierda; afortunadamente, no tocaron el hueso, pero sí atravesaron piel y músculo.

—Él... Él caminará, ¿no? —Daeron se tensó. La idea de que la carrera de espadachín de Gyllos se terminara lo aterró.

—Por supuesto, pero a su tiempo —respondió el cirujano—. Uno o dos meses de reposo deberían bastar.

Daeron relajó su cuerpo, sentándose en la cama en la cual había descansado hacía no mucho. Una sensación de alivio lo recorrió de pies a cabeza.

—Gracias —dijo al cirujano—. Lamento si fui grosero o brusco.

—No te preocupes —sonrió el curandero—. Imagino que eres su paladín, ¿verdad? Es normal que quisieras saber cómo estaba tu maestro.

—Yo... —Dudó un instante, luego enderezó la espalda y asintió con firmeza—. Sí, soy su paladín.

—Pues no tienes que temer por tu maestro. Él estará bien. Ojalá pudiera decir lo mismo de lady Irnah —mencionó, sombrío, cabizbajo.

—¿Qué pasó con la magíster Illora?

Por unos momentos, el cirujano se debatió, indeciso, Daeron tuvo un mal presentimiento.

—Al parecer —empezó el curandero—, una de las vigas del segundo piso le aplastó las piernas mientras huía del incendio. Sus rodillas... —negó con un gesto de cabeza—. El maestre Dromin no sabe si volverá a caminar. Tal vez haya que amputar sus piernas.

—¿Es en serio? —preguntó el platinado, incrédulo.

—Sí, lamentablemente. Illora era un gran magíster. Es una lástima que las calamidades siempre le ocurran a las personas equivocadas.

Daeron asintió, aturdido. Recordó que había vacilado a la hora de salvar a Illora, que se había planteado la posibilidad de abandonarla a merced de las llamas; podría haber sido cómplice del atentado al palacio del Señor del Mar de Braavos y del secuestro de Myriah.

No obstante, en el fondo, sabía que aquello no era la razón por la cual estuvo a punto de dejar que el fuego devorase a una mujer. No, su motivo era apenas racional y bastante simple: ella era una magíster, una noble. Por eso, y por nada más, dudó a la hora de socorrerla.

Para fortuna de Illora Irnah, se arrepintió al segundo en que aquella idea cruzó por su mente. Sin embargo, era evidente el hecho de que, en su interior, muy dentro de sí, seguía detestando a los nobles.

«Dromin dijo que eran personas, que no todos eran malvados», Myriah el claro ejemplo de aquella verdad. Y aunque Daeron había creído aceptar dicha realidad, tal parecía que su rencor por los magísteres, nobles y poderosos de Lys no se había desvanecido de la noche a la mañana.

El caballero no estaba errado: ciertamente había desoído las sabias enseñanzas del vetusto norteño.

Su terquedad y odio le habían impedido considerar a Irnah como una igual, como una mujer con las piernas rotas atrapada en un incendio que consumía su hogar. Ella había perdido su mansión, sus posesiones y probablemente la capacidad de caminar, y quizás era culpa suya.

No el incendio, por supuesto. Sin embargo, había demorado en actuar, había titubeado, y aquello provocó que una viga en llamas se derrumbase cerca de Gyllos, cerca de Illora... No escuchó crujido alguno en aquel instante, pero el lugar se estaba cayendo a pedazos y el crepitar de las chispas y la madera carbonizada opacaban el resto de sonidos.

«¿Qué hice?», se interrogó, horrorizado. «¿Qué hice?».

—¡Daeron! —la voz de Dromin lo sacó bruscamente de sus pensamientos.

El viejo maestre. vestido con su típica túnica esmeralda, corrió en su dirección, agachándose enfrente de él. La visible consternación en su expresión se disipó al verlo, y Daeron se asombró de vislumbrar un atisbo de cálida alegría en los fríos ojos grises del norteño.

—Gracias a los antiguos dioses que estás bien. ¿Cómo te sientes? ¿Te lastimaste al saltar por esa ventana? ¿Y en el incendio? —las preguntas del maestre eran tan rápidas que apenas logró entender algunas.

—Dromin, ¿cómo es que...?

—Myriah me lo contó todo —explicó, como si aquello fuese lo de menos—. Ella te siguió después de que cometieras semejante estupidez.

—Dime que no...

—No. Por suerte, la princesa tiene más ceso que Gyllos y tú. ¿Es que acaso nadie te enseñó que, si tus amigos se tiran de un puente, tú no debes hacerlo? —interrogó, alterado—. Los dos están fatal de la cabeza y son unos inconscientes —suspiró pesadamente, meneando la cabeza y masajeando su entrecejo—. Un día de estos, mi corazón no soportará.

—Lo siento, Dromin —dijo Daeron, avergonzado y arrepentido. Con cautela, puso una mano en el hombro del anciano, que lo miró con gravedad. Pese al incipiente miedo, prosiguió—. No quise preocuparte, es que... bueno, la mansión ardía y Gyllos... Pensé que podría necesitar ayuda y fui tras él. No iba a quedarme...

—¿De brazos cruzados mientras otros estaban en peligro?

—Sí...

Dromin respiró hondo, rio levemente y lo miró, pero sereno, con una sonrisa oculta tras su frondosa barba.

—Eres idéntico a Gyllos.

—¿Porque los dos saltamos por una ventana?

—No, no. Porque, además de no tener ni un ápice de aprecio por su integridad física, ambos saltan al peligro sin dudarlo. Si alguien está en riesgo, irán a su rescate enseguida —acarició su mentón, pensativo—. Supongo que por algo eres su paladín.

No comprendía el motivo, pero aquellas palabras de Dromin lo reconfortaron.

—Gyllos —dijo Daeron—, ¿él estará bien? —No dudaba de las palabras del cirujano que lo tranquilizó, pero Dromin era una fuente de información más confiable y sincera.

—Imagino que el buen Saalor ya te lo mencionó, pero una de sus piernas recibió bastante daño durante el rescate de Illora. No te preocupes; tiene la extraña tendencia de sanarse rápido.

—¿De verdad?

—Cuando lo veas, pregúntale sobre esa ocasión en la que Jyrio atravesó su brazo con Escarlata —la alegría que desprendía Dromin se apagó brevemente, opacada por una melancolía palpable en su voz.

—¿Jyrio?

—Sí —suspiró Dromin con pesadez—. Es el hermano de Gyllos.

—No recuerdo que haya hablado de él —comentó, cada vez más intrigado.

—Tendrá sus razones.

«Como todos», pensó Daeron, insatisfecho con aquella respuesta tan abstracta y sosa.

Dromin meneó la cabeza, acariciando su vasta barba, sacudiéndose la sombra que cubría su rostro.

—En cualquier caso, imagino que querrás ver a Gyllos.

—¿Está despierto?

—No, no. Está durmiendo; la carrera y el esfuerzo al entrar en la mansión lo dejaron exhausto. Se levantará en un par de horas, sino es que mañana. Creo que le debes una explicación sobre tu... «visita» a lady Oniruss la noche pasada.

Daeron se tensó, mirando a Dromin con cierta inquietud.

—¿Cuánto le contaste?

—No mucho.

—¿Se enojó?

—Sí, pero también se preocupó. Yo diría que no estaba enfadado, sino asustado.

—¿Por qué?

—Ay, Daeron, Daeron, Daeron —pellizcó el puente de su nariz—. Para ser tan listo, a veces puedes ser terriblemente tonto.

—¡Hey!

—¿Realmente no lo entiendes? Eres su paladín, Daeron. Te rescató de las calles, te cuidó, te entrenó. Le importas.

—Pero... —«Apenas nos conocemos, ¡hasta ahora no sabía que tenía un hermano!», repuso para sí, confundido.

—Sé que no estás familiarizado con los buenos tratos —comentó Dromin, en tono sereno y comprensivo—. Tu vida temprana en Lys fue... complicada, por no decir más. Pero la gente, Daeron, es incapaz de preocuparse por otros, y sobre todo si se trata de su familia y amigos.

—Yo no soy de su familia —murmuró.

—Quizás no compartan sangre, quizás no llevan ni un año de conocerse, pero Gyllos te aprecia tanto como a todos los habitantes de Braavos, sino más —afirmó el maestre.

—¿En serio lo crees?

—No, no lo creo. Lo sé. ¿Sabes cuántas horas estuvo Gyllos a tu lado en esta misma sala luego del atentado de la Triarquía?

—Pues...

—Diez o doce horas —respondió, y Daeron abrió los ojos como dos platos—. Casi no lo convencí de regresar a su cuarto a descansar. Jamás lo había visto tan asustado y nervioso.

—¿Y todo porque soy su paladín? —cuestionó, escondiendo en lo posible su sorpresa.

—Supongo que eso deberás preguntárselo tú cuando despierte —contestó Dromin, encaminándose en dirección a la única puerta de entrada y salida de la enorme habitación—. Descansa por ahora. Vendré a buscarte si Gyllos...

Mientras contemplaba al maestre alejarse de su persona y acercarse a la puerta, agarrando la manija metálica, la mente de Daeron evocó el crudo sermón del caballero negro. «Ábrete a los demás y aprende a confiar».

Y, entonces, sin vacilar...

—¡Dromin, espera! —clamó, poniéndose de pie pese al dolor que dificultaba sus movimientos.

El norteño se giró, mirándolo de costado.

Daeron, tenso, dubitativo, se planteó la idea de dar marcha atrás, de sentarse en la camilla y dejar que Dromin siguiera su camino.

No obstante, aunque le costara admitir la derrota, el caballero negro estaba en lo cierto: no podía vivir encerrado en sí mismo. Nunca crecería como persona ni como espadachín a menos que confiara en aquellos que habían probado ser más que dignos merecedores de su fe, amistad y cariño.

Respiró hondo, enderezó su postura, cruzó sus manos detrás de su espalda y miró a Dromin a los ojos, decidido.

—Lamento haberme escapado de tus clases y haberte desobedecido. No fui un buen alumno —hizo una profunda y tosca reverencia—. Prometo que, en adelante, prestaré más atención en nuestras sesiones. Si es que deseas retomarlas cuando este lío termine, claro.

Por un efímero segundo, le pareció observar conmoción en la cara del ponientí y una amplia sonrisa oculta tras su frondosa barba castaña y gris.

—Por supuesto —asintió Dromin, complacido, incluso feliz—. Será un honor. Más tarde discutiremos los horarios y contenidos, por el momento, relájate y duerme.

—No te arrepentirás —sonrió Daeron, contento—. Demostraré que merezco tu tiempo.

—Ya lo has hecho, Daeron. Ya lo has hecho.

...

—¿Bien?

—¿Bien qué?

—Tu pierna.

—Ah, eso —Gyllos miró su pierna herida, envuelta en vendajes y bañada en ungüentos y cataplasmas, luego volvió la vista a Tichero, que se encontraba sentado sobre un taburete al lado de su cama—. Pica un poco, pero, en general, no molesta mucho.

—Dioses, Gyllos, ¡en qué mierda pensabas!

—La mansión se estaba incendiando, tenía que asegurarme de que lady Illora no estuviese adentro.

—¡Fuiste muy afortunado de que resultase ser así! De lo contrario, si Illora hubiese estado afuera, hubieras entrado a la boca del lobo por nada —señaló el Señor del Mar, alterado. Se incorporó de su asiento, caminando hasta una de las paredes del cuarto y volteándose y mirando con severidad a su amigo—. Eres un inconsecuente, ¿lo sabías?

—No había tiempo de estimar los riesgos, Tichero. El edificio se caía a pedazos y las llamas lo consumían todo.

—¡Pudiste haber muerto!

—¡Igual que Illora o cualquiera en esa mansión!

—Hasta donde tenemos conocimiento, ella podría formar parte del complot —repuso, enfadado—. Además, si tu paladín no hubiese estado cerca, habrías muerto.

—¿Por qué crees que entré en primer lugar?

—¿Qué quieres decir?

—Que confíe en que Daeron me ayudaría de necesitarlo —respondió, firme—. Puede que sea un niño, pero tiene más valor que muchos de tus soldados.

—Dime que estás bromeando. ¿Confías más en un chico de diez años que en soldados entrenados?

—Confío en las personas que se han ganado mi confianza a pulso, y mi paladín es uno de esos pocos afortunados.

Gyllos había percibido en Daeron algo de lo que mucha gente carecía: determinación, voluntad, fortaleza y la capacidad de inhibir todo temor y arriesgar su vida si con aquello salvaba las de otros.

Al principio, era una sospecha, pero, tras el ataque de los piratas de la Triarquía y que lo rescatara de las llamas verdes que devoraban el antiquísimo bastión de los Irnah. En vez de aguardar por refuerzos, su joven paladín se había lanzado de cabeza al peligro, sin considerar la posibilidad de morir abrasado por el fuego.

Había rescatado a Daeron de las calles con el propósito de mantener su puesto como Primera Espada de Braavos, con el objetivo de preservar el escaso prestigio de su apellido que había logrado recuperar con el pasar de los años. Sin embargo, aquel impulsivo y testarudo muchacho había probado que era un digno aprendiz, uno comprometido no solo con su entrenamiento y sus lecciones, sino también con sus sueños y con quienes lo rodeaban.

Daeron estaba en su derecho de herir a terceros, de convertirse en un arrogante matón que matase a cuanto se interpusieran en su camino, de sumir al mundo en caos y desesperaciones. Pero él, para su grata sorpresa, no parecía interesado en lastimar ni desearle mal a nadie.

Obviamente, Dromin le había comentado acerca de la aparente incomodidad de Daeron frente a los nobles braavosi, y si bien era un problema con el que debía lidiar antes de que desembocara en tragedia, no suponía un riesgo inminente o era una prueba de que Daeron terminaría convirtiéndose en un genocida.

Él se aseguraría de evitar un final cruento para su paladín, de formarlo como un hombre de bien.

—Poner tu vida en manos de un niño... Estás loco —comentó Tichero.

—¡De remate! —rio Gyllos, acomodándose en su cama.

Tichero bufó.

—No tienes remedio. Un día de estos nos matarás a Dromin y a mí.

—Se las arreglarán. Son mucho más inteligentes que yo.

—Pero no tan hábiles con la espada.

—Detalles, detalles —realizó un gesto con la mano, restándole importancia a su destreza marcial—. Si yo muriera, contratarías a Garren o a Fera en menos de un día.

—Si tú murieras, amigo mío, nosotros nos reuniríamos contigo muy pronto en el más allá. Forassar y sus sicarios me asesinarían en menos de dos horas —mencionó, amargo. Se inclinó hacia adelante, apoyando los brazos en sus piernas, y sonrió—. Aparte, ¿qué gracia tendría la vida sin ti y tus locuras?

—Basta, me estás sonrojando —carcajeó Gyllos, divertido.

Ambos rieron amenamente por un rato, luego Tichero se aclaró la garganta.

—Pasando a asuntos más relevantes que tu demencia —empezó—, el hijo bastardo de Forassar ha hablado.

—¿Lazarro, Inaaro, Belos o Vyresso? Sé más específico, por favor. El cabrón se ha cogido a cada prostituta y cantinera de la ciudad, Tichero, y ha engendrado más hijos ilegítimos que su padre.

—El último, Vyresso. Nariz de cerdo, pecas, gordo, petiso.

—Sí, es Vyresso —asintió Gyllos—. ¿A ese lo secuestraste también? —preguntó, cínico.

—No tenía opción. Lo sabes.

—Siempre hay opciones —respondió con leve brusquedad, serio, sus ojos ambarinos clavados en los orbes oscuros del Señor del Mar.

—De todas formas, no hay manera de deshacer lo que está hecho.

—No, tal parece que no —Gyllos soltó un suspiro de resignación—. Al menos dime que no lo torturaste

—Antes muerto —contestó Tichero, tajante—. El bastardo de Forassar fue considerablemente más colaborativo que el pirata que interrogaste. Nos brindó información curiosa, pero inútil, a excepción de un dato en particular: según él, Forassar ha estado visitando a varios alquimistas, siendo más precisos, piromantes.

Gyllos frunció el ceño, y la rabia se acrecentó en su pecho. «Piromantes, los únicos versados en el complejo y mortal arte de la elaboración del fuego valyrio», incluso los incultos vagabundos y los brutos matones al servicio de Forassar conocían aquel temido y volátil compuesto.

El fuego valyrio era una de las armas más poderosas y destructivas de los valyrios de antaño. Supuestamente, la fórmula para su creación, al igual que las del acero valyrio y la piedra negra, se había perdido después de la Maldición de Valyria, el cataclismo que diezmó a los señores dragón y a sus bestias aladas.

No obstante, los piromantes de Essos y Poniente habían recuperado fragmentos de la receta y descifrado mediante ensayo y error cómo fabricarlo. Aunque, para la mala fortuna del mundo, el nuevo fuego valyrio era inestable al extremo. Si uno de los jarrones en donde se almacenaba dicho líquido era tocado por un haz de luz, explotaría.

Ni sus creadores ni sus enemigos estaban a salvo de la sustancia. Era como guardar el aliento de un dragón en una vasija: tarde o temprano, por una u otra razón, el recipiente cederá, y su contenido quemaría a cualquiera que se encontrara en las inmediaciones.

Una punzada de terror y furia atravesó a Gyllos al pensar en la posibilidad de que Forassar hubiese mandado a elaborar incontables cantidades de fuego valyrio con el fin de prender fuego a sus rivales políticos.

—Vyresso, ¿le crees?

—¿Te soy sincero? No, ni una palabra, pero es extraño que lo contase un día antes de que la casa de Illora se redujera a cenizas. No puedes verlo desde aquí, pero las llamas siguen ardiendo en el horizonte, iluminando la noche. Los vagabundos se aglomeraron alrededor para calentarse —la serenidad en su voz enervó y perturbó a Gyllos.

—Esto es terrible —musitó. Se cruzó de brazos, mirando a Tichero, escondiendo su consternación— ¿Tienes una idea de lo que haría Forassar con fuego valyrio?

—Me lo imagino, sí, y mentiría si dijese que no me asusta.

—No te ves asustado.

—En momentos así, querido amigo, es cuando uno debe conservar la calma.

—Si fuera tan fácil —Gyllos intentó cerrar su mano en torno a la empuñadura de Escarlata para calmar sus nervios, pero la espada se hallaba en una mesa al costado de su cama; la vaina y la empuñadura chamuscadas, manchadas de cenizas. Volvió la mirada a Tichero—. ¿Vyresso no mencionó nada más?

—No, solo puras tonterías. Pero, como te conté, no pienso que sea coincidencia la relación entre Forassar y los piromantes.

—Yo tampoco. Iría a investigar...

—Pero no estás en condiciones.

—No —Los dedos de Gyllos tamborilearon su cinturón con rabia—. Lo lamento.

—No hay nada que lamentar. Salvaste la vida de una magíster, Gyllos. Tuvo su precio, es verdad, pero lo que importa es que aún vives —Tichero palmeó su hombro, sonriéndole. Pese a que intentó disimularlo, Gyllos percibió el nerviosismo en sus ojos oscuros. El Señor del Mar se levantó, acomodando sus lujosas prendas moradas y azules—. Procura descansar y sanar. Has hecho suficiente por esta nación durante quince años. Deja que me encargue de esto.

—Está bien —asintió—, pero dile a Naro que redoble las patrullas y, por favor, no salgas del palacio, Tichero. Forassar o los responsables del incendio podrían fijarse en ti si te ven fuera.

—¿Algo parecido a lo que me comentaste que sucedió con Vogeo?

—Hasta donde sabemos, él colaboró con los traidores, ya por miedo, ya por voluntad propia. El asunto es que no quiero que te asesinen mientras estoy recostado en esta estúpida cama.

—Han tenido varias oportunidades para matarme; salgo a menudo.

—Matar al Señor del Mar atraería demasiado la atención.

—Es verdad, pero si su intención fuese asesinarme, Gyllos, lo habrían hecho hace tiempo.

—Entonces, ¿qué buscan?

La posibilidad de que los traidores quisieran intentar nuevamente capturar a Myriah Martell era inexistente; de haberlo deseado, hubieran actuado cuando Dromin la llevó consigo al torreón de los Faenorys. La princesa no era más su objetivo.

Y, para complicar más el tema, Garson Martell tampoco había sufrido daño alguno o sido acechado por sicarios, pudiendo pasearse por Braavos con libertad mientras reclutaba soldados Flaerys interesados en acompañarlo en su viaje de regreso a Dorne. La vida del regente de Lanza del Sol no corría riesgo.

Al no estar ninguno de los dos en peligro, Gyllos sospechaba que el siguiente blanco de los conspiradores sería el mismísimo gobernante de la Ciudad Secreta. Sin embargo, Tichero tenía razón: de quererlo muerto, los traidores habrían aprovechado la conmoción del atentado para quitar a Tichero del camino o trazar otro enrevesado asesinato que enmascarar como un accidente o crimen al azar.

—No lo sé. Poder, riqueza, terreno, control... Ni idea —respondió Tichero, caminando hacia la puerta de la recámara—. De lo que no me cabe duda es que pagarán por el caos y dolor que han extendido por mi ciudad. Esos bastardos, sean quienes sean, caerán, y cuanto antes, mejor —sentenció con firmeza y gravedad.

Gyllos se agitó ligeramente; no había visto ni oído a Tichero tan serio desde lo de Danasha.

—No cometas una locura, Tichero —advirtió Gyllos, más asustado que inquieto.

—Haré lo que deba hacerse con tal de descubrir quiénes son.

—¿Y luego? ¿Los atraparás?

—Y luego los encerraré en la más fría y oscura de las celdas, en donde se pudrirán por el resto de sus miserables vidas —anunció, sin voltearse a verlo—. Es lo mínimo que merecen.

Antes de que Gyllos pudiese replicar, Tichero abandonó la habitación, dejando la puerta entreabierta. Y tras que los lentos y pesados pasos del regente se desvanecieron en la distancia, Daeron abrió la puerta por la cual había salido Tichero.

El chico iba vestido con una camisa y unos pantalones negros, usando unas sandalias. De su cinto colgaba la vaina de su cuchillo, cuya empuñadura dorada era rodeada por el puño derecho del valyrio.

Gyllos alzó las cejas, sorprendido.

—Estás despierto —dijo Daeron.

—Eres todo un maestro de la deducción —sonrió Gyllos.

Su paladín frunció el ceño, y él rio.

—Ven, ven. Pasa.

Daeron cerró la puerta detrás de sí cuando entró, sentándose en el mismo taburete que había ocupado Tichero. Gyllos percibió cierta tensión en su aprendiz.

Ambos permanecieron en silencio unos segundos, mirándose mutuamente, estudiándose, calibrándose. Daeron fue el primero en hablar.

—Perdón por lo de...

—¿Por haberme salvado? Si te disculpas por eso, entonces quiere decir que hubieses preferido dejarme morir.

—¡¿Qué?! ¡No, claro que no!

—Uhm, ¿estás seguro?

—¿Por qué te querría muerto?

—Porque así podrías volver a las calles y te librarías de tu molesto maestro.

—¡No eres molesto!

—¿Ah, no?

—¡No! Eres... —Daeron hizo un breve pausa, meneó la cabeza y se murmuró algo.

—¿Qué? —Gyllos se inclinó a un costado, acercándose a Daeron—. No creo haberte oído bien.

—Eres... —el muchacho se debatió, luego habló—. Eres genial.

—¿Verdad que lo soy? Gracias por reafirmarlo —volvió a arrellanarse en las almohadas en la cabecera de su cama.

Daeron arrugó todavía más la frente, y Gyllos carcajeó.

—Sí eres molesto —dijo el platinado.

—Es una virtud poco apreciada.

Al ver a Daeron cruzarse de brazos y rascar levemente la manga de su antebrazo izquierdo, Gyllos respiró hondo y enderezó la espalda.

—Dime, ¿por qué viniste a verme? —preguntó, serio pero sereno.

—Bueno, yo... Yo quería saber cómo estabas. Y si respondes con una de tus bromas, juro que...

—Estoy bien —contestó, sonriendo—. Gracias a ti, por supuesto.

—Dromin había mencionado que tu pierna...

—Ah, eso —con un gesto de su mano señaló su pierna vendada—. Los cirujanos me recomendaron no moverme mucho por dos meses; podré caminar en dos semanas, pero nada de peleas ni carreras por un tiempo.

—Ya veo... —Daeron apretó con fuerza las mangas de su camisa.

Gyllos notó aquello y revolvió el cabello plateado del menor.

—¡Hey, siéntete orgulloso! —clamó, divertido—. Si no fuese por ti, estaría lisiado. Los cirujanos me contaron que, si hubiesen esperado a que las llamas se apagaran para sacarme, la herida se habría infectado y tendrían que haber amputado mi pierna —relató. Era cierto, Dromin le había dado la buena noticia horas atrás—. Tardaré dos lunas en recuperarme, pero mi trayectoria como espadachín pudo terminar en ese incendio. Gracias a ti, no es así.

—De... de nada —dijo Daeron, conmocionado, pasando una mano por su pelo rubio-plateado. Gyllos vislumbró una suerte de sonrisa en sus labios que se desvaneció en un instante. Daeron se puso de pie—. Gyllos, tengo que confesarte que...

—¿Que te escapaste de por la noche del palacio, trepaste la muralla de lady Oniruss, irrumpiste en su hogar, robaste unas cartas que le pertenecían a su esposo muerto, escapaste de Fera, la Quinta Espada de Braavos, y luego se lo contaste a Myriah Martell?

El joven valyrio se estremeció, tesándose.

Gyllos, con un ademán, lo invitó a sentarse en el costado de su cama. Su paladín obedeció, pero su vista, llena de vergüenza, estaba clavada en el suelo.

—Daeron, también tengo que confesarte algo, y es que me enojé mucho cuando me enteré de lo que hiciste. Fue un acto imprudente, estúpido. Pudiste haber muerto. Seguramente a ti no te importa tu propia vida, pero a nosotros sí, a mí sí —Gyllos posó una de sus manos en el hombro de su aprendiz, que se agitó ante el contacto, mirándolo por el rabillo del ojo.

» Tal vez en Lys te veían como un objeto que usar y desechar. Es probable que te enseñaran que tu vida no valía ni un comino, pero eso no es así, Daeron. No es así.

Las manos de su aprendiz se aferraron a su pantalón negro, arrugándolo. Parecía que aquellas palabras habían calado hondo.

Gyllos, pese al dolor se acomodó a su lado, con la pierna mala aun extendida y dura por el yeso. Dio un golpecito al pecho de Daeron, que lo miró; los ojos vidriosos.

—Eres una persona, Daeron. Y como la vida de cada persona, la tuya es invaluable. Quizás los amos y magísteres asignen precios por tamaño, edad o aspecto, ¡pero la vida de cualquier persona no tiene precio! —clamó, dando un suave golpe al pecho del platinado, justo en su corazón, que latía descontrolado—. Esa es la primera lección que tienes que aprender, mi paladín: tú eres humano, tú puedes equivocarte, tú puedes perder, tú puedes llorar, pero como Espada, jamás, nunca jamás debes rendirte, no solo por la gente que depende de ti, sino también por la gente que te quiere.

Daeron lo miró, confundido, impactado, mudo, con sus labios temblorosos y las lágrimas amenazando con desbordar de sus ojos.

Gyllos palmeó su hombro.

—Eres mi paladín, Daeron, y más importante aún, eres mi protegido. Es innegable que quizás la casualidad nos unió, pero es mi decisión entrenarte —dijo con determinación—. Así que, de ahora en adelante, no seré tu maestro porque un pacto de silencio me obligue a serlo. No, lo seré porque deseo guiarte, Daeron, y mostrarte de lo que eres capaz.

—Pero ¿qué hay del...?

—¿Ese estúpido trato? —Gyllos rio—. ¡Olvídate de eso! Cuéntaselo a Tichero, a Forassar, a todo el mundo, pero te enseñaré a blandir una espada y la Danza del Agua. Por supuesto, si es que tú quieres continuar aprendiendo de mí.

Daeron lo observó, mudo, atónito. Gyllos aguardó una respuesta, pero, en su lugar, el platinado se secó las lágrimas con la manga de su camisa, se levantó y se colocó enfrente de él, arremangándose y dejando al descubierto sus antebrazos.

Gyllos contempló las cicatrices de su paladín. Decenas y centenas de marcas pálidas, grandes y pequeñas, largas y cortas, retorcidas y rectas que se superponían y cruzaban unas con otras, trazando un entramado de cicatrices que subía por los antebrazos y los brazos de Daeron, desapareciendo bajo las mangas de su camisa.

Identificó mordidas, rasguños, cortes, latigazos, quemaduras... Una oleada de rabia golpeó a Gyllos con la fuerza de un huracán al ver aquellas heridas.

—Gyllos —dijo Daeron, extendiendo sus brazos hacia su mentor—, estas cicatrices me recuerdan día y noche lo débil y cobarde que fui, que soy. Durante mucho tiempo, soñé con ser un caballero, alguien capaz de vencer a los tiranos que maltrataban a los que yo apreciaba. Pero era imposible.

» ¿Cómo esclavo podría convertirse en caballero? Era una fantasía, una tontería de niños... Y, aunque me lo repetía día y noche, nunca pude deshacerme de ese sueño. Cuando tu apareciste y me propusiste el trato, lo acepté, no por la comida, ni por la cama, ni por la ropa ni porque viviría en un palacio, sino porque, en el fondo, seguía deseando volverme fuerte, poderoso, imbatible.

» Por eso dije que sí... No quería volverme una Espada ni servir a Braavos. Quería fortalecerme y aprender a pelear, ser como tú. Te respetaba por tu velocidad, fuerza, habilidad y talento...

—¿Pero? —Gyllos arqueó una ceja.

—Pero... Pero me di cuenta que eres más que eso. Sigo respetándote por tu poder, Gyllos, pero ahora sé quién eres, y te admiro todavía más —confesó.

—¿Ah, sí?

—Eres todo lo que soñaba ser cuando tenía cinco años: un guerrero que arriesga su vida sin medir los riesgos con tal de salvar a otros. Peleaste con decenas de piratas, saltaste por una ventana desde un segundo piso y te metiste a una mansión en llamas, ¡y nunca dudaste!

» Finalmente veo quién eres, Gyllos. Eres un héroe. Eres una Espada. Quiero que tú veas quién soy yo, por qué lucho, quién quiero ser.

Gyllos asintió, sonriendo. Daeron se mostraba ante él, tan transparente como el agua cristalina de la Fuente de la Luna, tan nítido como el reflejo de su yo de diez años que veía al levantarse cada mañana y mirarse al espejo. Una imagen, un recuerdo distante y lejano a la par.

Pero Daeron era más que un fantasma del pasado, más que una memoria de sí mismo.

—Te veo, Daeron.

—¿Y qué ves?

—A mi paladín. A un chico que sacrificaría su vida por la de los demás. A un joven comprometido, decidido, temerario, algo impulsivo, pero noble. Veo a un héroe —Gyllos se recostó en su cama—. Dime, ¿qué harás? ¿Continuarás tu...?

—Sí —respondió de inmediato, seguro—. Seguiré siendo tu paladín, Gyllos.

—Y yo tu maestro, Daeron —repuso, complacido por aquella contestación—. Pero te debo una disculpa.

—¿Por qué? —preguntó el valyrio, confundido.

—He estado ausente. Todo este asunto de las intrigas y las sutilezas de la política, los traidores, los ataques... —«Los secuestros, los interrogatorios», pensó, reservándose esas verdades para cuando Daeron estuviese preparado—. Mi labor como Primera Espada de Braavos me ha distraído de mi tarea como maestro.

—Gyllos, no es necesario. Entiendo que estás trabajando por el bien de la ciudad. Mientras antes atrapes a esa escoria...

—Lo sé, pero de nada valen excusas.

—No son excusas, solo hacías tu trabajo.

—Pero me olvidé de ti, y un mentor que descuida a su aprendiz no merece llamarse mentor.

Nunca había recibido el título ni mucho menos, pero se había comprometido tácitamente a cuidar y guiar a Daeron, e incumplió tal acuerdo, deber y obligación al priorizar el bienestar de Braavos a entrenarlo.

No había roto su juramento por vagancia o falta de predisposición. Tras el ataque de la Triarquía, el resguardo de su pueblo y la integridad de su nación se volvieron menester. No obstante, no había rescatado de las calles a Daeron con el fin de que siguiera metiéndose en situaciones peligrosas, sino para encaminarlo por el sendero de la esgrima, para sacarlo de la mala vida que llevaba, para darle la oportunidad de renovarse como un hombre de bien.

Desgraciadamente, estaba claro que su paladín iba a verse envuelto en riesgos más de lo que le gustaría; su propia personalidad lo instaba a ello. Sin embargo, si bien lo había entrenado y le inculcó los dogmas de los danzarines del agua, Daeron apenas había sobrevivido al enfrentamiento con el pirata de la Triarquía y su encontronazo con Fera.

Tenía un largo camino que recorrer, y Gyllos lo había abandonado sin siquiera empezar.

—A partir de hoy, Daeron, vendrás conmigo a las reuniones y asistirás conmigo a las patrullas. Hasta que sané completamente, entrenaremos en el palacio; pero, en cuanto pueda regresar a la acción, me acompañarás a todas partes y aprenderás todo lo que te enseñe en el proceso.

—¿Incluso en las peleas? —cuestionó Daeron, sorprendido, emocionado, nervioso.

—Si la situación así lo requiere, sí —respondió—. Pero preferiría que evitaras luchar si puedes ayudar de otras maneras.

—¿Cómo cuáles?

—Esa habilidad de escalar tuya, por ejemplo, nos vendría bien.

—¿Quieres que espíe a los magísteres?

—¡La Muerte me mate en este preciso segundo si lo permito! No, no. Me refiero a que podrías advertirnos de enemigos o emboscadas. Además, el tema del espionaje no pega contigo.

Daeron frunció el ceño y se cruzó de brazos.

—¿Por qué no?

—Eres...

—¿Sí?

—Muy...

—Ajá.

—Poco discreto...

—¿Te olvidaste que pude entrar a la mansión de los Oniruss yo solo?

—No, y tampoco olvidé que te descubrieron y casi mueres.

Daeron bufó,

—Gyllos, quiero ayudar. En serio. No desde lejos, espiando, vigilando, sino peleando a tu lado.

—Lo sé. Tarde o temprano, empuñarás una espada y tendrás que defenderte. Sin embargo, ese momento llegará a su tiempo. Por ahora, esfuérzate por no morir.

Daeron abrió la boca, pero la cerró enseguida, y luego asintió.

—Está bien.

—Excelente —Gyllos bostezó profundamente—. Ha sido una conversación enriquecedora, y aunque me gustaría seguirla...

—Debes descansar —inquirió Daeron—. Tranquilo, lo entiendo.

—No desesperes, paladín —sonrió Gyllos—. Mientras esté aquí, tumbado en esta condenadamente cómoda cama, vendrás cada mañana a mostrarme qué tanto recuerdas de nuestras lecciones.

—¿Cada mañana?

—Cada mañana.

—Es que... —el platinado rascó su brazo.

—¿Uhm? —Gyllos ladeó la cabeza—. ¿Ocurre algo?

—Por las mañanas tendré clases con Myriah y Dromin.

—Oh, ya veo, ya veo —Gyllos sonrió, burlón—. Así que dejas a tu buen maestro para irte a leer libros de romance con una princesa. Eres todo un galán, Daeron.

—¡No... No es eso! —repuso, azorado—. Ella me enseñará a hablar la lengua común de Poniente.

—Sí, seguro que sí, pero luego pasarán el resto de la mañana besándose.

—¡Tengo ocho años, Gyllos, y ella es una princesa!

—Para el amor no hay edad.

—¡Ese dicho no se refiere a eso!

Gyllos rio, divertido, aun con el dolor en la pierna que aquello le provocaba. Daeron, rojo como un tomate, parecía dispuesto a desenvainar su cuchillo e incrustarlo en su extremidad lastimada.

—Bueno, bueno —carcajeó Gyllos, aclarando su garganta—. Entonces, si por la mañana estarás ocupado «estudiando», vendrás a visitarme por las tardes. ¿Qué tal?

—Es una mejor opción —afirmó Daeron, pensativo—. Así podría descansar por la noche.

—Si es que tu amiguita no te invita a cenar y a dar una caminata romántica por los jardines del palacio —musitó.

—¡Gyllos! —exclamó, y la Primera Espada estalló en carcajadas de nuevo.

...

Nota del autor:

Hola, queridos lectores. ¿Cómo se encuentran? Espero que bien. ¿Yo? Bueno, la verdad es que estoy bastante jodido. No, no me ha pasado nada física ni mentalmente, pero la facultad me está destruyendo en todos lo sentidos. Pero, en fin, pronto estaré libre y podré dedicarme de manera exclusiva a seguir escribiendo el Rey de Plata y a conversar con ustedes mediante mi tablero o estas pequeñas notas.

Regresando a lo que nos compete, ¿qué les parece el capítulo 13? Ojalá fuese tan placentero para ustedes leerlos como para mí escribirlo. Admito que no se trató de un proceso sencillo, pero vaya que sí lo disfruté. En este capítulo vemos a Daeron enfrentar sus temores y reforzar su relación con Dromin y Gyllos. Además, tenemos una nueva aparición del Príncipe Dragón, quien vuelve a partirle su madre a nuestro protagonista, no sin antes aconsejarle. ¿Quién será este misterioso personaje? ¿Por qué guía a Daeron? ¿Qué consecuencias traerán los recientes atentados en Braavos? Ya veremos, ya veremos. Tiempo al tiempo. 

Bueno, yo me despido, que debo resumir y estudiar como cien páginas de material pedagógico. Buen fin de semana a todos, mi público. 

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