𝐗𝐈𝐕

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No había mentido. Sí vio en Daeron grandeza, determinación, voluntad. Pero también vio en su paladín rencor, rabia, tristeza, remordimiento. Emociones y sentimientos que habían condenado a un destino atroz a los más infames y crueles villanos de la historia.

«Es un niño, aún hay tiempo», pensó Gyllos, observando al joven platinado entrenar delante de él. Blandía su espada y se movía con rapidez, pero le faltaba coordinación y pulir su técnica.

Daeron apenas era un chico de ocho años, uno que cargaba con las cicatrices de un tortuoso pasado en su memoria y en su piel. No había razón aparente para desconfiar del muchacho, pues se notaba comprometido con su entrenamiento y no había mostrado interés en herir a terceros o rastros de malicia. Sin embargo, cuando le confesó que había dudado a la hora de rescatar a lady Illora Irnah, Gyllos se preocupó.

¿Creía que Daeron era una amenaza inminente y debía ser degollado públicamente? No, nada más lejos de la realidad.

Evidentemente, tenía que tocar el asunto de su recelo y resentimiento hacia los nobles. Pero todavía no era el momento adecuado. Al comentárselo, Dromin le recordó que ya había conversado con Daeron al respecto y este parecía entender que no todos los magísteres, príncipes mercaderes y nobles no eran esclavistas ni criminales. No obstante, si bien no intervendría hasta que fuese necesario, Gyllos estaría atento a las palabras y acciones de su paladín.

Lo último que deseaba era que los demonios de su turbia infancia arrastraran a Daeron al infierno y lo convirtieran en aquello que tanto detestaba. Había presenciado la decadencia de cientos de bizarros guerreros, e imaginarse a su alumno sufrir el mismo destino que ellos lo perturbó.

Con el pasar de las eras, las Espadas de Braavos, la milenaria orden de espadachines que protegió a la nación desde sus inicios, se habían denigrado hasta reducirse a mercenarios o guardaespaldas glorificados, perdiendo cualquier interés en resguardar a su país y a su gente. Salvo casos excepcionales como Fera y el mismo Gyllos, el resto de «Protectores de la Ciudad Secreta» cambiaban los colores de su chaleco en cuanto uno u otro magíster les ofrecía más o menos oro.

Habían renunciado a sus principios, a las leyes que regían su orden, a los juramentos que sus ancestros y antecesores recitaron el día en que se volvieron Espadas. No quería aquel sino para Daeron.

El muchacho poseía un corazón noble, pero el dolor, la furia y el odio que percibió Gyllos en sus ojos violetas lo estremecieron. Si continuaba su formación como Espada y perdía el camino, cabía la remota posibilidad de que acabase transformado en un matón, un mercenario, un asesino a sueldo o un hombre de mal.

Pero Forel siguió entrenándolo, pese a saber que, así como el sendero de la espada podría salvarlo de un oscuro destino, también podría sentenciarlo a una eternidad de tormento.

«Me aseguraré de que pierda el rumbo». «Como su maestro, como Primera Espada de Braavos, como espadachín, es mi deber evitarlo».

—¿Y? —preguntó Daeron, clavando la punta de su espada de madera en el piso y apoyándose en el pomo con ambas manos—. ¿Qué tal estuvo?

—¿Te digo la verdad o seguimos siendo amigos?

—¿Fue tan malo?

—No —sonrió, viendo los ojos de Daeron iluminarse por un segundo—, pero pudo ser mejor —el brillo en los orbes de su aprendiz se desvaneció, y Gyllos señaló sus pies—. Te deslizas bien, pero tus pasos son predecibles —apuntó con su dedo a la mano del valyrio—. Agarras demasiado fuerte la empuñadura de la espada; es un sable, no un mandoble. Sujétala con delicadeza, pero no la sueltes.

Daeron asintió, aunque Gyllos se percató de la para nada sutil frustración en su mirada.

—¿Qué ocurre?

—Yo... —Daeron llevó una mano a su manga izquierda, pero la cerró en torno a la empuñadura de Colmillo, el cuchillo que portaba en su cinturón—. Pensé que, tal vez, los sables no son lo mío.

—¿Ah, sí? —Gyllos arqueó una ceja, intrigado—. ¿Por qué lo crees?

—Son buenas armas. Ligeras, ágiles, discretas, pero...

—¿Frágiles?

—¡No es por menospreciar a Escarlata! —se apresuró a decir el platinado—. Es una espada fantástica, pero no sé si los sables son mío.

—¿Por qué lo dices? ¿Has probado otro modelo de espada mientras me ocupaba de los problemas de Braavos? —cuestionó Gyllos, sonriente.

Daeron tamborileó con sus dedos el mango de Colmillo, desviando la mirada.

—Oh, qué curioso —rio Gyllos—. ¿Cuál espada se ajusta a ti?

—Probé varias, pero creo que las de Poniente son mis favoritas.

—¿Las espadas largas?

—No —dijo Daeron—. Las cortas, las de hojas que miden poco más de medio palmo.

Gyllos chasqueó la lengua.

—¡Las espadas cortas, sí! No tienen el alcance de sus hermanas mayores, pero su tamaño te permite manejarlas con más libertad en espacios reducidos.

—Como callejones y pasillos —mencionó Daeron.

La Primera Espada frunció el ceño, viendo con detenimiento a su aprendiz. Sabía lo que pretendía decir Daeron, pero no podía obligarlo a usar un arma que no era de su agrado ni lo complementaba.

Quizás los sables delgados fuese las hojas más usadas por los danzarines del agua, pero no todos utilizaban ese tipo de arma. Algunos, sobre todo los más rebeldes y extravagantes, blandían arakhs, cimitarras, sables curvos, espadas cortas o enormes mandobles con forma de medialuna. tal y como hacía Fera.

Para su fortuna, Daeron se había decantado por unas espadas que no lo igualaban en tamaño ni lo superaban en peso. Aunque le hubiese gustado que continuara la tradición de los sables, estaba cada vez más claro que Daeron no sería un danzarín del agua común, mucho menos corriente.

—Sí, como callejones y pasillos —asintió Gyllos—. A la próxima, ven con dos de esos modelos de madera.

Daeron, confundido, giró su cabeza, mirándolo.

—¿Dos?

—Ajá.

—¿Por qué dos?

—No me tomes por despistado, paladín. Vi que movías tu mano izquierda a la par que la derecha.

—Es solo una mala costumbre.

—¿Eres ambidiestro?

—No...

—¿No?

Daeron vaciló un instante. Respiró hondo y envainó su espada de madera con la mano izquierda en lugar de con la derecha, contrario a lo que habitualmente hacía. No obstante, el movimiento fue limpio y rápido.

—No, no lo soy. Aprendí a usar ambas manos cuando... cuando robaba. Ser hábil con las dos manos era mejor, por si...

—¿Por si te atrapaban y cercenaban una?

El platinado asintió, sombrío.

—Ya veo. Bueno, sé que no te volviste bueno con las manos por las razones correctas, pero puedes aprovechar esa destreza tuya.

—¿Cómo? —preguntó Daeron.

—Pues, ¿acaso no es obvio? Empuña dos espadas.

—¿En serio? —el rostro de su aprendiz se iluminó levemente, como si aquello lo alegrara por algún extraño y paranormal motivo que Gyllos no comprendía, pero tampoco reparó demasiado en ello.

—¡Por supuesto! No es fácil manejar dos armas al mismo tiempo; requiere una disciplina, entrenamiento, talento y habilidad increíbles. Incluso yo he tenido problemas con eso. La última vez que lo intenté... Bueno, mi pie derecho ha sanado bien, eso es lo importante.

Gyllos atisbó una sonrisa en los labios de Daeron.

—En cualquier caso, confío en que tú sabrás manejarlas adecuadamente.

—¿Por qué confías en mí? Quizás me decapite por accidente.

—Lo dudo. Eres muy desconfiado, eso te hace precavido. Además, no usarás espadas reales, sino de madera.

—Cierto, casi lo olvidaba —rascó su cuello, avergonzado.

—En fin, es todo por hoy —se acomodó en su cama, cruzando sus brazos detrás de su cabeza—. Ha sido una buena demostración, Daeron. Sigue practicando y, como te dije, trae las espadas cortas para la mañana.

—Sí, Gyl... Maestro —corrigió de inmediato, recto como un soldado.

Gyllos no pudo contener la risa.

—¡Tanta formalidad hace que me sienta el mismísimo Señor del Mar! —carcajeó—. Conoces mi nombre, Daeron. No tienes por qué referirte a mí por un título que ni siquiera tengo.

—Entiendo —asintió el valyrio—. Hasta pronto, Gyllos.

—Hasta mañana, paladín —Y justo cuando Daeron se encontraba por salir de la habitación, Gyllos gritó—: ¡Y procura no llegar tan tarde, por mucho que insista tu noviecita!

Daeron no se volteó a verlo, cerrando la puerta de golpe. Sin embargo, el color rojo de las orejas del joven confirmó a Gyllos que sus palabras habían surtido efecto.

Dos semanas, dos semanas desde el primer chiste. Daeron lo había soportado, porque Gyllos era un buen mentor y un buen hombre, pero con un sentido del humor raro. Si bien no lo molestaba, empezaba a cansarse de sus inoportunos comentarios sobre su relación con Myriah.

La princesa dorniense era una chica lista y una lancera diestra. Admiraba su facilidad a la hora de leer largos textos y hablar sin parar durante hora y media sobre la creación de las grandes casas de Poniente o la construcción de las carreteras que unían los Siete Reinos.

Apreciaba que ella tuviera la paciencia suficiente para explicarle cómo pronunciar adecuadamente las frases en ponientí, al enseñarle los rudimentos de la cortesía, las diferentes costumbres de las regiones de Poniente y los emblemas de las familias más notorias, como los Martell, los Lannister, los Baratheon, los Tully, los Tyrell, los Graiyoi, los Ahriin, los Eztarq y los... y los Targaryen.

No era bueno recordando la mayoría de los nombres; se había acostumbrado a no memorizar el de sus conocidos en Lys, ya que era normal que fueran vendidos de un segundo al otro. Era uno de sus defectos, pero no podía quitarse de su mente el apellido de esa familia.

Targaryen. El dragón tricéfalo rojo de gules en campo de sable negro. Había visto aquel símbolo en sus sueños, en el peto del caballero negro que lo había matado ya dos veces.

¿Qué relación escondía aquel joven guerrero que aparecía en sus ensoñaciones y lo asesinaba sin misericordia? ¿Por qué, de todos los emblemas que conocía, portaba uno del que no había contemplado nunca? Oyó menciones esporádicas de los Targaryen por parte de los Rogare y las víboras en su corte, incluso en Braavos se hablaba de ellos, pero Daeron solo sabía que montaban dragones y eran reyes en Poniente. Más allá de eso, antes de las clases de Dromin y Myriah, no tenía ni idea de su extensa y sangrienta historia.

Honestamente, consideraba que lo de casarse entre tíos y sobrinas, primos y hermanos era un tanto retorcido, contraproducente. Hasta los esclavos en Lys preveían mezclar su sangre con la de sus parientes; muchos apreciaban la salud de sus vástagos en lugar de la pureza de su sangre.

Aun así, había miembros de aquella dinastía que llamaron su atención. Aenar Targaryen, Aegon I Targaryen, el Conquistador, Visenya Targaryen, los hermanos Aemon y Baelon y...

—¿Daemon Targaryen? —preguntó Myriah.

—Todos conocen su nombre —dijo, con los codos apoyados sobre la mesa—. ¿Quién es?

—Es el hermano del rey —contestó Dromin, anotando jeroglíficos valyrios y letras de la lengua común de Poniente en una pizarra de madera— y una deshonra para su casa.

—¿Por qué?

—Si el hijo de tu hermano y su esposa hubieran muerto en el parto, ¿te burlarías de eso?

—¡No!

—Pues él lo hizo.

—Es un irrespetuoso —comentó Myriah—. Mientras estaba en un burdel con sus amigotes de la Guardia de la Ciudad, llamó a su sobrino no nato «el heredero por un día».

—Qué falta de vergüenza —bufó Dromin, meneando la cabeza.

—¿Por qué haría algo así? —cuestionó Daeron—. Se supone que es su familia.

—La relación entre los Targaryen es... complicada —contestó Myriah.

—Por decir menos —agregó Dromin.

—Viven luchando para sentarse en el Trono de Hierro.

—¿El asiento de espadas?

—¿Oíste hablar del Trono de Hierro, pero no de Daemon Targaryen?

Daeron se encogió de hombros.

—Rogare lo mencionaba a menudo.

—No hay nadie que no haya escuchado sobre ese trono maldito —dijo Dromin—. Aegon el Conquistador lo forjó con el acero de las espadas de sus enemigos caídos y el fuego de su dragón Balerion.

—Era el dragón más viejo, grande y poderoso de todos —explicó Myriah, cerrando el libro que sostenía entre manos—. Se lo motejó como el Terror Negro.

—¿En serio? —Daeron la miró, incrédulo—. ¿Por qué Aegon haría que su dragón forjara un trono de espadas? ¿No es peligroso?

—Lo es, pero Aegon lo hizo para demostrar su poder y reafirmar su victoria sobre los Siete Reinos. Fue una derrota aplastante, tanto para las Tierras de los Ríos, de la Tormenta y del Oeste como para el Dominio, el Valle y el Norte. Que Aegon se sentara encima de las espadas de sus soldados fue el último clavo al ataúd de su campaña en contra del Dragón.

—¿Y Dorne? ¿Qué hay de Dorne? Los Targaryen no lo conquistaron.

—Se hacen llamar reyes de los Siete Reinos, pero solo tienen seis bajo su control —afirmó Myriah—. Dorne permanece independiente. Fuimos los únicos a los que Aegon no pudo vencer —meneó la cabeza—. ¿Por qué tanto interés en Daemon Targaryen?

Daeron se encogió de hombros.

—Era simple curiosidad. Todos dicen que es un guerrero excelente; lo repiten como los pájaros de colores de las Islas del Verano. Solo quería saber más de él.

—¿No hay otra razón? —cuestionó Dromin, mirándolo por encima del hombro.

—¿Qué otra podría ser?

—Nada. Olvídalo. Delirios míos. —El maestre volvió su mirada a la pizarra—. Veamos si pudieron resolver el problema que les encargué ayer...

Daeron sabía perfectamente lo que Dromin había insinuado. Pero no. Era imposible que el infame Príncipe Canalla fuera su padre. Este había muerto en Lys, junto a su madre, apaleados hasta el cansancio en una falsa redada de los hombres de Rogare. Lo raro es que, según Emma, ellos no tenían los rasgos valyrios que él poseía.

No obstante, siempre lo atribuyeron a que su madre le había sido infiel a su padre y se había acostado con alguno de los hijos de lord Rogare o con el mismísimo Magnífico en persona. Aunque jamás se comprobó nada y el asunto se olvidó luego de un par de años.

Nunca conoció a sus progenitores, dado que apenas contaba con seis meses de nacido cuando las fuerzas Rogare invadieron el hogar de su familia y los masacraron porque sí, aparentemente.

¿Cabía la posibilidad de que Daemon Targaryen fuese su auténtico progenitor? Sí, solo si se dejaban guiar por la lógica de su cabello plateado y ojos violetas, entonces, la mitad de los nobles volantinos, lysenos, tyroshi y myrienses podrían compartir sangre con él. Sin mencionar, por supuesto, a los miembros de la casa Velaryon, Celtigar y a los bastardos Targaryen de Roca Dragón y las otras dos familias de origen valyrio.

También era probable que heredara sus rasgos de su madre y no de su padre. En tal caso, la lista se ampliaba grandemente, ya que en el mundo había más mujeres con el pelo dorado o rubio y los iris violetas o azules que hombres con dichos atributos. Aunque no era tonto barajar la idea de que su padre podría haber tenido los ojos violetas, y su madre, el pelo de plata y oro, o al revés.

Pero a Daeron no le importaba quiénes fueron o eran los responsables de darle el regalo de la vida.

¿Los odiaba? En lo absoluto. ¿Guardaba un profundo rencor en su contra? No, no, nada de eso. ¿Acaso los despreciaba por abandonarlo en aquel orfanato de los Rogare? Tampoco. Era incapaz de detestar a alguien que ni siquiera había conocido.

Valyrios o no, Targaryen, Velaryon, Celtigar, nobles o pobres, caballero o cortesana, bardo o doncella, cantinera o marinero, sus padres nunca estuvieron presentes en su vida. No recordaba sus caras, sus voces o los olores que desprendían sus cuerpos al morir.

La única persona a la que había considerado como una madre fue asesinada hacía tiempo, dos años ya desde su partida. Emma no solo lo crió, alimentó, bañó y cuidó, sino que también lo salvó a costa de su propia alma.

Imposible olvidar su rostro, el dulce tono con el que hablaba y la fragancia que la envolvía. Emma, en todo menos en el título, había sido su legítima madre. Y él provocó su muerte.

Aquella carga lo perseguiría por el resto de su existencia, pero no permitiría que lo definiera ni que lo ralentizara. Usaría las amenas y cruentas memorias que había vivido con Emma para seguir moviéndose, recordar por qué peleaba, por quiénes luchaba.

«Nunca más», se prometía a diario. «Jamás».

Caminó por un largo tramo del pasillo que conducía a su cuarto hasta que escuchó una serie de pasos a sus espaldas. Siguió su recorrido habitual con calma, fingiendo no haber oído a quien estaba detrás de él. No le dio importancia, no al principio; podría tratarse de uno de los muchos criados que dormían en los cuartos aledaños al suyo. Sin embargo, pronto supo que no era así debido al ritmo y sonido de las pisadas. Contrario a los trabajadores del palacio, los golpes de los pasos eran quedos, sutiles, elegantes: no era un criado, sino un noble, o alguien con suficiente dinero para comprarse costosos calzados.

Daeron se detuvo en seco, giró sobre sus talones y desenvainó su espada de madera, apuntándola a la garganta de su perseguidor. Desgraciadamente, la inofensiva hoja de su espada no alcanzó el cuello de su acosador, clavándose y rebotando en su enorme barriga. Este era un hombre corpulento, ataviado con finos ropajes de seda azul y morada, los dedos de las manos adornados por anillos con joyas relucientes.

«Oh, mierda», pensó, avergonzado y aterrado. Reconoció al instante al Señor del Mar de Braavos, envainando su espada y tensándose.

—¡Lo lamento, no fue mi intención! —se apresuró a decir—. ¡No quería golpearlo! ¡Creí que usted era...! —Daeron cerró la boca al notar que los grandes ojos negros de Tichero lo observaban con detenimiento.

Tichero lo miró como si lo estuviera estudiando. En completo silencio, el regente de Braavos calibró al joven paladín, el cual quedó congelado, paralizado, luchando por repeler el instinto de correr en dirección a su cuatro y atrancar la puerta.

De repente, Tichero Flaerys estalló en carcajadas, agarrándose el vientre. Daeron arqueó una ceja, confundido.

—Ah, muchacho, si tan solo pudieras ver tu cara ahora mismo —rio el hombre ancho.

Sin comprender nada, Daeron se cruzó de brazos, aguardando a que la cabeza de la familia más poderosa y rica de la ciudad dejase de reír, pero, a juzgar por la fuerza de sus carcajadas, aquello no sucedería pronto.

Transcurrieron un par de segundos, y la risa de Tichero empezó a disminuir progresivamente, mientras que Daeron lo miraba, firme en su lugar.

—Lo lamento, lo lamento —sonrió el Señor del Mar, limpiándose una lágrima que caía por su mejilla—. No me esperaba que el paladín de mi buen amigo Gyllos me apuñalara el estómago con su espada.

—No quise hacerlo, yo...

—Chico, por favor, sí querías hacerlo. Te arrepientes porque atacaste al Señor del Mar y no a un noble cualquiera o a un asesino a sueldo.

Daeron tragó saliva, cruzándose de brazos.

Tichero sonrió.

—De todos modos, esos reflejos tuyos son impresionantes, aunque actuar tan agresivamente no es recomendable ni bien visto, menos aún en mi palacio —mencionó, señalando con un amplio gesto el techo, el piso, las paredes. Todo.

—Me disculpo —dijo Daeron, realizando un leve asentimiento; una reverencia cortés pero nada profunda—. Pensé que alguien podría estar siguiéndome. Quería encararlo, no atacarlo.

—Si quisieras encarar a esa persona, debías darte la vuelta, no desenvainar tu peligrosa espada.

—Esa persona podría haber estado armada.

—O no.

—Tal vez sí —frunció el ceño—. Quizás tenía malas razones para venir tras de mí.

—O quizás deseaba agradecerte por rescatar a su amigo de las llamas del incendio y tener una charla amena contigo —sugirió Tichero.

Daeron levantó ambas cejas.

—¿Cómo dice? —preguntó, aturdido.

—Me encantaría conversar contigo, muchacho. Eres un chico... peculiar, y quisiera saber por qué Gyllos te eligió como su paladín.

—¿Dudas de que haya elegido bien? —cuestionó. «Si es así, tranquilo; yo también pienso igual a veces», pensó en responder si el Señor del Mar asentía.

—No, no, no —negó con rapidez, alzando sus manos y agitándolas—. Confío en el criterio de mi buen amigo Gyllos. Rechazó a cientos antes de que tú aparecieras y te nombrara de la noche a la mañana su paladín.

—Bueno, él... tuvo sus motivos —contestó, repeliendo trabajosamente las ganas de rascar sus cicatrices.

—Me imagino que habrá encontrado algo en ti que los demás no poseían —mencionó el Señor del Mar—. Con una sola mirada, Gyllos es capaz de conocer a la gente casi a la perfección. Sus ojos son agudos, pero su vista es divina.

—¿A qué se refiere?

Tichero dio media vuelta y comenzó a andar en dirección opuesta a la recámara de Daeron.

—Acompáñame, y entonces te lo contaré —dijo el regente sin voltear, sus ligeros pasos resonando como un sutil eco entre las paredes.

Daeron vio alejarse al Señor del Mar. Volvió la mirada a su cuarto, y luego a Tichero, que desaparecía poco a poco a la distancia. Respiró hondo y corrió hasta alcanzar al noble de aspecto regordete, caminando a un lado de este.

Ninguno de los dos pronunció una palabra durante el trayecto. El olor a inciensos impregnaba el aire; un aroma dulzón pero leve, perfume al que Daeron se había acostumbrado, si bien no era de su agrado.

Pasaron por varios de los amplios y decorados pasillos de la gigantesca estructura, cuyas paredes estaban plagadas de pinturas, artículos en estanterías recubiertas por cristal tintado y tapices exóticos; llamativas alfombras de múltiples colores se extendían por el suelo de roca; y sobre sus cabezas brillaban candelabros hechos de cristal, plata u oro, las llamas anaranjadas de las velas iluminando los corredores, espantando las sombras.

Al cabo de un rato, salieron por una puerta de madera blanca, quizás de arciano, que daba al majestuoso patio exterior de la titánica y ostentosa morada.

Repleto de plantas y arbustos de tonos que iban desde el rojo, el verde, el amarillo y el azul, aquel sitio se asemejaba más a un bosque que a un jardín. La suave brisa de la tarde arrastraba el embriagante aroma de la flora y de la sal del océano. Estatuas y fuentes de animales de mármol, dragones de rubíes, mantícoras de jade, leviatanes de zafiros y hombres y mujeres de oro macizo o plata reluciente se erguían orgullosas a lo largo y ancho del patio, siendo sus bases rodeadas por flores de colores opuestos a los de sus materiales.

Había múltiples galerías repartidas por el patio, bajo cuyos techos se hallaban un sinnúmero de mesas y sillas de madera dorada, pálida y oscura, recubiertas por manteles de patrones tan hermosos como intrincados. Tichero, en vez de encaminarse a la más lujosa de las galerías, erigida encima de una tarima de mármol negro en el corazón del patio, se dirigió a la más sencilla, ubicada muy lejos del resto.

Daeron, sin chistar, siguió al Señor del Mar, tomando asiento en una de las dos sillas enfrentadas en los extremos de la única mesa de la humilde galería, que ni techo tenía.

Tichero se acomodó en su asiento, que rechinó por el peso del gobernante. Entrelazó sus dedos sobre su vientre y miró a Daeron.

—Dime, ¿cuánto sabes de Gyllos?

—Sé que es el mejor espadachín del continente y la Primera Espada de Braavos —respondió Daeron. ¿Qué pretendía Tichero? ¿Acaso buscaba probar qué tan digno era él de la confianza de su amigo? Ni siquiera había contestado su interrogante acerca de la «vista divina» de Gyllos.

—No, no. Cuéntame qué sabes de la historia de Gyllos.

—Yo... No sé mucho, la verdad —confesó, cabizbajo.

Así como Gyllos no lo había presionado para revelar su pasado, Daeron tampoco se mostró impaciente por conocer la historia de su maestro. No era por falta de interés; anhelaba descubrir cuáles habían sido las dificultades y los rivales que había vencido Gyllos en su juventud.

Sin embargo, si su maestro no le contó su vida, seguramente era por una buena razón, ya fuera falta de confianza, ya fuese por vergüenza o no considerarlo necesario.

—Dromin dijo que tenía un hermano —comentó Daeron—. Vario... No, Vyero... No, no. ¿Cómo era que se llamaba?

—Ah, sí —una sombra cruzó el rostro de Tichero—. Jyrio.

—¡Sí! —Daeron chasqueó los dedos—. Jyrio. ¿Usted lo conoció?

—Me sorprende que no hayas oído hablar de él —afirmó el Señor del Mar—. Era el general del ejército de Braavos.

—¿En serio?

—Los dioses dejen caer un rayo sobre mí si es mentira —sonrió, melancólico—. Como sabrás, cada casa noble de Braavos tiene a su disposición un contingente de guardias y soldados para mantener seguros sus negocios, territorios, edificios, riquezas y familias.

—Así es. Dromin dijo que la cantidad de soldados depende de la posición del magíster o del noble.

—En efecto. Pero, sean de los Forassar, Irnah, Oniruss u Oliross, todos sirven a Braavos.

—En teoría —musitó Daeron, escapándosele aquel pensamiento.

—Sí, en teoría —asintió Tichero—. Junto a la guardia cívica, que se encarga de cuidar a los ciudadanos y no sirve a ninguna familia de Braavos, los ejércitos personales de los magísteres y nobles conforman la milicia de la nación. Verás, Jyrio era su general.

—¿Cómo es posible? —Los mercaderes de Braavos venderían a sus hijos a traficantes de esclavos antes de ceder uno de sus miles de soldados a un hombre que era hermano de un noble en decadencia.

—Bueno, Jyrio era un tanto especial. Le enseñó a Gyllos cómo blandir una espada y el arte de la Danza del Agua, pero no era ni la mitad de talentoso que tu maestro. No negaré que tenía habilidad; sin embargo, su fortaleza recaía en su mente, no en su fuerza o velocidad.

—¿Era una estratega?

—Exacto. Conocía mil y una tácticas, y si no funcionaban contra sus enemigos o para resolver sus problemas, inventaba nuevas. Los demás capitanes y comandantes de las casas apenas entendían lo que decía.

—Suena increíble.

—Lo era... —Tichero meneó la cabeza—. Lo era.

—¿Y dónde está ahora? —preguntó Daeron, aunque se imaginaba la respuesta.

—Únicamente los dioses lo saben —suspiró—. Tengo una deuda con ese hombre, así como tengo una con tu mentor.

—¿Por eso son amigos?

—No, no, no —rio Tichero—. No, Gyllos es mi amigo porque me cae bien y lo conozco desde hace mucho. Además, su sentido del humor es divertidísimo.

—Si usted lo dice —Daeron se arrellanó en su asiento—. ¿Cómo se conocieron?

—Una noche —empezó Tichero—, salí a caminar. Las paredes de mi hogar estaban asfixiándome y sentí que enloquecería si no descansaba un poco. Era de noche, pero no me importó. Me puse un abrigo y anduve por las calles de Braavos por varios minutos.

» Entré en un barrio un tanto turbio, peligroso. En menos de un instante, dos jaques me rodearon y apuntaron con sus espadas. Honestamente, no me di cuenta que eran ladrones hasta después. Pero Gyllos, antes de que se atrevieran a hablar o amenazarme, saltó sobre ellos blandiendo a Escarlata.

» La pelea duró menos de tres parpadeos, pero fue espectacular. Las hojas de sus espadas cortaban el aire, centellando a la luz de la luna. Gyllos y sus dos oponentes bailaban en una danza mortal, pero extrañamente elegante, hermosa, cautivante. Juraría que lloré al verlo.

» Al final, Gyllos apuñaló a uno en el corazón, y al otro, justo en el ojo izquierdo. Luego de limpiar la hoja de Escarlata, se acercó a mí, preguntándome si me encontraba bien. Yo, que procesaba lo que acababa de presenciar, le dije que sí y, después de agradecerle, lo invité a beber en una cantina famosa de por allí. Y, desde entonces, hemos sido inseparables.

—¿Gyllos es tu amigo porque le compraste vino?

—No, no, no, joven paladín. Gyllos es mi amigo porque me salvó la vida, y yo, la suya.

—¿Cómo es eso? —preguntó, intrigado, inclinándose hacia adelante.

—Esa es una historia que, llegado el momento, tu maestro te la contará —sonrió Tichero.

Daeron frunció el ceño y se acomodó en su silla, recargándose en el respaldo de la misma.

—¿A qué te referías con la vista divina de Gyllos?

La sonrisa de Tichero se amplió.

—Era solo una expresión. No hay nada de especial en la visión de nuestro querido espadachín. Es verdad que tiene unos ojos envidiables y puede ver a un gato lamiéndose las bolas a cien leguas de distancia, pero su vista no atraviesa paredes o percibe el alma de la gente.

Daeron no se sintió decepcionado ni enojado. «Quería captar mi interés», concluyó. «Pero ¿por qué?».

—Ahora que tú hiciste tus preguntas, es mi turno —Tichero se llevó una mano a la barbilla—. Dime, ¿dónde naciste?

—En Lys.

—¿Tienes familia?

—Que yo sepa, no.

—¿Eras esclavo?

Daeron frunció el ceño y estiró ligeramente el cuello de su camisa, mostrándole al Señor del Mar la marca del ajustado collar de cuero que había usado por más de media década.

—Uhm, ya veo. ¿Alguien te compró alguna vez?

—No, pero los Rogare me recibieron en su mansión.

—¿Por qué?

—Un esclavo con rasgos valyrios era inusual, y a Lysandro Rogare le encantaba lo raro.

—¿Te cuidaron bien?

—No —contestó, tajante, las cicatrices ardiendo bajo su ropa.

—¿Los odias por lo que te hicieron?

Vaciló un momento, luego respondió:

—No. Los odio por otras razones.

—¿Y odias a los nobles de Braavos?

Daeron no habló. Permaneció unos segundos en silencio, quieto, mirando a Tichero. El Señor del Mar de Braavos lo observó, los ojos entornados e incrustados en él, atentos, curiosos, expectantes.

—No. No los odio, no tengo razones para odiarlos —confesó—. Ellos no me lastimaron.

—Pero muchos dañaron a personas en el pasado, yo incluido.

—Dromin y Gyllos creen que usted es un buen hombre. Yo también.

—¿Opinas eso porque estoy enfrente de ti?

—No. Lo digo porque usted es uno de los pocos nobles que ordenó a sus soldados patrullar las calles pese al riesgo que supone. Está preocupado por los ciudadanos de Braavos.

—Lo estoy —confirmó Tichero—. Soy el Señor del Mar, y no lo sería si no los tuviera a ellos. Son mi gente. Cuidaré de cada braavosi hasta las últimas consecuencias —juró, serio, honesto.

Daeron vio sinceridad pura en sus palabras y una determinación inquebrantable. No mentía.

—En cuanto a los demás nobles... —Daeron rascó la manga de su antebrazo y su cuello—. No sé qué pensar.

—¿Los desprecias?

—No.

—¿Crees que son iguales a los de Lys?

—¿Qué...?

—¿Y si ellos le hicieran algo a Gyllos o a Dromin?

—Yo...

—¿Qué harías si lastimaran a Myriah?

Daeron apretó los puños. Arrugó la frente. Una punzada de rabia lo atravesó y la ira reptó por sus cicatrices al imaginar tal escenario.

Miró a Tichero, que se tensó.

—Si pudiera, los... —«Los mataría a todos», contestó para sus adentros, reservándose dicho pensamiento. Respiró hondo, despejó su mente y relajó sus hombros—. Los capturaría y me aseguraría que pagasen por sus crímenes.

«Es lo correcto, lo que una Espada de Braavos haría, lo que Gyllos haría», meditó, recordando las enseñanzas de su maestro.

—Mentira.

—¿Qué? —preguntó Daeron, confundido.

—Mientes —dijo Tichero, severo—. Lo veo en tus ojos, chico. No llevarías a la cárcel a los responsables, los matarías en el segundo que supieras sus identidades.

—Señor Tichero...

—No, no, no —lo interrumpió, abrupto—. Antes de que me mientas de nuevo, te daré una nueva oportunidad. Si un par de magísteres de Braavos conspiraran contra tu amiga, los valores que defiende Gyllos y la gente por la que tanto se ha esforzado por proteger, si un grupo de traidores amenazaran la estabilidad de la nación que te acogió, ¿qué harías cuando les pusieras las manos encima? ¿Los matarías? ¿Los condenarías a un lento e insufrible tormento? ¿O los mandarías a pudrirse en la más oscura y fría de las celdas?

—Yo... Es que...

—¿Acaso trabajas para ellos?

—No. No, señor.

—Entonces, ¿por qué dudar?

—Es que son personas, señor.

—Personas que lastimaron a decenas de miles y pusieron en peligro a los habitantes y la integridad del país en el que vives.

—Lo sé, pero...

—¿Pero qué? ¿Tan poco te importan las vidas de tus amigos?

—¡No, claro que no! Dromin, Gyllos y Myriah son... —Daeron vaciló—. Los aprecio mucho.

—¿Y por qué dudas en asesinar a aquellos que no mostraron piedad por sus propios hermanos y hermanas, por sus colegas, por tus amigos, por tus mentores?

—¡No lo sé! —clamó, Daeron, poniéndose de pie—. ¡Todo esto es demasiado complicado! Esos malnacidos que ayudaron a la Triarquía a entrar a Braavos, mataron a Vogeo y posiblemente provocaron el incendio de la mansión de los Irnah merecen morir. ¡Pero son personas, por amor a la Muerte! Algunos de ellos podrían haber sido obligados a cooperar o amenazados.

—Son traidores, Daeron —dijo Tichero, inalterable—. Atacaron y provocaron la muerte de su gente.

—¡No lo niego, señor! Pero... Pero... —suspiró con pesadez, sentándose en la silla y agachando la cabeza—. Mentiría si le dijera que no quiero matarlos, que quiero verlos arrepentirse por sus acciones.

Aquellos bastardos habían causado la muerte de cientos de braavosi y desestabilizado a Braavos. El terror y la tensión se palpaban en el ambiente de la ciudad cada mañana, incluso los jaques habían dejado de batirse en duelos por las noches debido a la complicada situación que atravesaba Braavos.

Si de Daeron dependiera, no ofrecería perdones ni amnistías, sino que condenaría a los responsables a una larga e insufrible sentencia, Eran asesinos, perjuros, traidores, cobardes, monstruos. Sin embargo, las lecciones de Gyllos y su inquebrantable código moral que lo instaban siempre a hacer lo «correcto» lo desorientaban.

Por una parte, deseaba castigar sin misericordia a los culpables. Pero, por otro lado, las enseñanzas de su maestro lo motivaban a proceder como dictaban las máximas y códigos de las Espadas de Braavos.

—¿Y por qué ocultas tus deseos? —preguntó Tichero.

—Porque no son correctos —contestó tras unos momentos de debatirse—. No es lo que Gyllos haría.

—Chico, no estoy pidiéndote que respondas como Gyllos, sino como Daeron, el esclavo lyseno que se convirtió en paladín de la Primera Espada de Braavos —explicó el Señor del Mar.

—Eso hago, mi señor —afirmó.

—¿Estás seguro?

—Sí. —Daeron se enderezó, acomodándose en la silla—. De tener la oportunidad y los responsable estuvieran delante de mí, actuaría como una Espada. Los llevaría hasta usted y dejaría su sino en sus manos.

—Un accionar digno de una Espada de Braavos.

Daeron sintió su pecho inflamarse de orgullo y retorcerse de vergüenza, porque aquel anhelo de hacer sufrir a los traidores continuaba latente en su corazón, reprimido, pero presente.

—Gracias, mi señor.

—¿Con quién está tu lealtad?

—Con Braavos.

—¿Y Lys?

—No me queda nada allá. Si algún día regreso, será para liberar a los esclavos de la ciudad y destronar a los magísteres.

Tichero sonrió.

—Cuánta nobleza.

—No es nobleza, mi señor.

—¿Ah, no? —Tichero arqueó una ceja—. ¿Justicia?

—Venganza —dijo Daeron, tanteando con los dedos de su mano la empuñadura de Colmillo—. No guardo rencor contra los nobles de Braavos, menos por los responsables del ataque de los piratas. Pero los nobles de Lys son un tema aparte.

—¿Cómo piensas liberarás a tu pueblo?

—Me convertiré en la Primera Espada de Braavos, formaré un ejército, marcharé a Lys y derrocaré a los magísteres de la ciudad.

—Qué sueño tan ambicioso.

—Así como los traidores en Braavos, los magísteres de Lys torturaron, mutilaron, explotaron, utilizaron y oprimieron a mi gente por demasiado tiempo. Nos trataron peor que animales, y ya es hora de que alguien cambie las cosas.

—¿Y tú serás ese alguien?

—Debo serlo. Nadie más está dispuesto a serlo, mi señor.

—Ya veo, ya veo —Tichero se reclinó en su asiento, mirando con los ojos entornados a Daeron—. Eres un joven muy peculiar.

—Suelen decírmelo a menudo. —Fuese por su pelo o el tono de sus iris, todos lo señalaban a menudo.

—No es por tu cabello rubio-plateado ni por el color de tu mirada —repuso con rapidez el regente—. Esa personalidad tuya es lo que te hace ser tan interesante. Brusco y cortés; determinado e indeciso; curioso, pero receloso; ambicioso y humilde. Supongo que es un síntoma de la juventud.

—Si me disculpa, ¿adónde quiere llegar con esto? ¿Por qué me hizo tantas preguntas?

—Quería saber con quién hablaba, quién eras.

—¿Y quién soy para usted?

—No tengo ni la menor idea —la sonrisa de Tichero se ensanchó—, pero me muero por saber en quién te convertirás, Daeron.

—Me convertiré en una Espada de Braavos —aseguró, firme, la espalda recta.

—Tiempo al tiempo, muchacho —rio el Señor del Mar—. Tiempo al tiempo. Por ahora, quisiera solicitarte un pequeño mandado.

—¿Un mandado?

—Sí, una tareita. Nada peligroso.

—¿De qué se trata?

—Antes de eso, quisiera comentarte algo. Verás, un pajarito me contó que te vieron escapar hace no mucho del palacio durante la noche. Casualmente, al día siguiente, otro pajarito me informó que a lady Oniruss le habían robado en su mansión.

Daeron se tensó al oír a Tichero, y si bien mantuvo la compostura, sabía que el Señor del Mar no tardaría en percibir el miedo que crecía en su interior.

—Estoy al tanto de los rumores —dijo, ocultando su nerviosismo.

—No me sorprende. Después de todo, tú mismo los desataste —rio, divertido—. Por favor, Daeron, sé sumar dos más dos.

—Yo... —Respiró hondo, apaciguó su mente cuanto le fue posible y miró a Tichero a los ojos—. Sí, soy el ladrón que se metió a la casa de lady Oniruss.

—¿Entraste con intención de robar algo?

—No. Quería encontrar pruebas que probaran la inocencia o culpabilidad de lady Oniruss.

—Curiosos métodos de investigación los tuyos.

Daeron se agitó en su asiento y se aferró al mango de Colmillo, la vergüenza retorció sus tripas.

—Solo quería ayudar.

—Me lo imaginaba.

—No quise lastimar a nadie, lo juro —dijo Daeron.

—Lo sé. Según mis informantes, no hubo bajas. Bueno, un pobre soldado quedó con las piernas destrozadas cuando le caíste encima, pero es un detalle menor —hizo un gesto con la mano, quitándole importancia a la tragedia del hombre que había servido para amortiguar el impacto de Daeron la noche que escapó de la mansión—. En fin, me interesaría saber cuál fue el objeto que robaste esa noche.

—Cartas.

—¿De juego?

—No, cartas escritas por Vogeo Oniruss.

—¿De verdad? —Tichero se mostró conmocionado—. ¿Qué decían?

Pese a no recordar la mayoría de las palabras, Daeron se las arregló para relatar a Tichero el contenido de las cartas de Vogeo. De acuerdo a Dromin, Vogeo había sido un buen amigo de Tichero en su juventud, pero se fueron distanciando con el tiempo, aunque siempre se mandaban escritos y se comunicaban a través de cartas. Confirmó que aquello era cierto, pues, a medida que narraba lo leído, la expresión de Tichero se ensombreció, alcanzando a vislumbrar un deje de furia en sus oscuros orbes, sutil, pero estremecedora..

Tras unos incómodos segundos de silencio, Tichero habló.

—Si lo que dices es cierto, estamos en problemas —el Señor del Mar se cruzó de brazos—. Daeron, quiero que prestes atención. ¿Recuerdas la tarea que iba a encargarte?

Daeron asintió.

—Bien, quiero que vigiles de cerca a lady Irnah.

—¿Cómo? —parpadeó, desconcertado—. Señor, ella está en una de las siete torres del palacio, y sus guardias la protegen día y noche. No creo que vayan a dejarme pasar ni que a ella le haga gracia mi compañía.

—No les pedirás permiso, Daeron —aclaró Tichero—. Hice que colocaran la cama de lady Irnah al lado de una de las únicas ventanas de la torre. El alféizar es lo suficientemente grande para que una persona adulta se acueste ahí.

—Un momento —replicó Daeron—. ¿Está pidiéndome que escale la torre y me siente a cuidar de lady Irnah desde su alféizar?

—Lo que te pido es que me cuentes cada detalle de las conversaciones de lady Irnah, quiénes la visitan, cómo progresa su estado y...

—¿Protegerla de asesinos a sueldo? —inquirió.

—O de cosas peores. Pero eres joven y, sin ofender, no serías un rival para ellos. Estate alerta, y no interfieras si no es urgente o no queda otra alternativa.

—¿Qué podría ser peor que un mercenario o un Hombre sin Rostro?

—Espero que no lo averigües nunca, Daeron. Por tu bien.

Daeron tragó saliva duramente, sintiendo el terror que había menguado acrecentarse.

—¿Es por lo de las cartas?

—Así es —asintió Tichero—. No me parece coincidencia que el incendio de los Irnah sucediera un día después de que tú robaras las cartas de la mansión de los Oniruss. Los traidores se habrán enterado del asunto y lo interpretaron como un ataque o una jugada de sus rivales, quizás incluso como una traición.

—¿Provoqué la destrucción de la mansión de Illora? —preguntó, pasmado, horrorizado. Jamás se le había ocurrido que él mismo podría haber desatado semejante caos.

—No tenías forma de saberlo. Hubieras irrumpido en la mansión de los Oniruss o no, era cuestión de tiempo para que los conspiradores movieran ficha. Solo esperaron la excusa perfecta.

«Y yo se las di», pensó Daeron. Aparentemente, sus esfuerzos por ayudar desembocaban en desastres aún mayores.

—En cualquier caso —prosiguió Tichero—, si antes temía que la vida de Illora estuviera en riesgo, ahora tengo motivos de sobra para confirmar que los que trataron de matarla lo intentarán de nuevo.

—¿Por qué atentaron contra ella? A menos que representara una amenaza, no tendrían razones para... —Y fue entonces que Daeron cayó en cuenta de cuáles eran los argumentos para atacar a lady Illora—. Oh... Pero ¿y si no forma parte del complot?

—Hace tiempo que desconfío de nuestra huésped —mencionó—. En estas últimas dos semanas, ella no ha hecho más que quejarse y reclamar por los daños a su propiedad, culpándonos a los demás por lo del incendio. Cuando la interrogamos acerca de posibles sospechosos, nos apuntó a nosotros y nombró a la mitad, sino a todos, los nobles de Braavos.

—¿Qué cree usted?

—Que varios nobles están detrás del incendio, o al menos uno, pero puede haber múltiples razones para quemar la casa de Irnah.

—La desaparición de los herederos —especuló Daeron.

—Exacto —contestó Tichero—. Las relaciones entre las familias se complicaron al desaparecer sus hijos, sobrinos, nietos, primos y hermanos hace ya un mes. He parlamentado y tranquilizado a los Faenorys, a los Oliross, y a los Essiris, pero el resto de ellos...

Daeron había visto a las patrullas de los soldados de las diferentes familias recorrer las calles, entrando a edificios, posadas, burdeles, cantinas, casas de apuesta y teatros a la fuerza. No alcanzaba a escuchar ni observar con claridad por la distancia que los separaba de dichos escenarios, pues contemplaba el inquietante espectáculo desde la seguridad de los balcones del palacio o la ventana de su cuarto.

En más de una ocasión oyó disturbios, y el resplandor de antorchas lejanas iluminó los vidrios tintados del ventanal al lado de su cama, una marea de luz difuminada por la neblina nocturna que se escurría por las estrechas calles de Braavos.

Gracias a la información que había recabado en base a los chismes de los nobles y criados, se puso al corriente del día a día en el exterior, y el asunto no pintaba bien. Los bares apenas se llenaban; las casas de placer y apuestas habían perdido clientela; los puertos, si bien recibían buenos ingresos y decenas o centenas de barcos al mes, habían aumentado el número de guardias y, según los rumores, los nobles se alistaban para afrontar una guerra civil.

Costaba admitirlo, pero Daeron sabía que la probabilidad de que un conflicto a gran escala ahogara a Braavos era alta, muy alta, preocupantemente alta. Pensar en aquello lo enervaba y hacía que su corazón se acelerara de golpe, amedrentado por el pánico.

Inspiró por la nariz, exhaló por la boca y se recargó en la silla que ocupaba, serenando su miedo, moderando su pulso, enfocando su mente.

—Si hay nobles que quieren muerta a Illora, es porque ella sabe algo —teorizó—. Buscan silenciarla, pero ¿a qué esperan? Hace catorce días que su mansión se quemó.

—Ruega porque no lo descubramos pronto. Son pacientes y calculan bien sus movimientos. No actuarán precipitadamente. A no ser que los instemos.

Daeron arqueó una ceja. No comprendía nada.

—¿Los obligará a actuar, señor?

—Tal vez —admitió Tichero—. Las pistas abundan, pero no sabemos si son falsas o no. De ponernos a seguir cada uno de ellas y las incontables variaciones, acabaríamos perdiéndonos en un mar de posibilidades e innumerables sospechosos. Gyllos estaba haciendo unas averiguaciones, hasta que sucedió el incendio, y hace semana que mis espías recaban información, pero no han encontrado nada relevante.

—¿En qué puedo colaborar? —Deseaba ayudar, aunque no se viera involucrado de forma directa en la investigación. Había decenas de miles de almas en juego e individuos dispuestos a cometer cualquier crimen en pos de concretar sus macabros planes. Si ellos no los detenían, Braavos se hundiría en el caos, la desesperación, ahogándose en la sangre de sus habitantes y en el agua de la laguna sobre la que se había erigido.

No podía permitir que aquello aconteciera.

Braavos era la ciudad que lo salvó de los esclavistas, que le ofreció un nuevo comienzo, un hogar, una vida de libertad. Era la nación donde conoció a Gyllos, a Dromin y a Myriah. Al igual que Tichero con Jyrio, Daeron tenía una deuda no solo con Gyllos, Dromin y Myriah, sino también con la mismísima Braavos, y no pretendía tolerar que un par de magísteres hambrientos de poder la destruyeran.

Tichero lo observó, y luego se inclinó hacia adelante, la silla crujiendo debajo de él.

—¿Sabes qué es el fuego valyrio? —musitó el Señor del Mar.

—Más o menos —respondió Daeron, imitando la postura del regente—. ¿Por qué?

—Muchos tienen la tonta creencia de que no es más que fuego verde, pero no son llamas de diferente color a las que brillan en nuestras antorchas o braseros. Es un arma. Un líquido inflamable que, al mínimo contacto con la luz o el fuego, estalla en una explosión abrasadora.

—¿Cómo se crea?

—Se dice que solamente los alquimistas de Poniente conocen el secreto de su fabricación. Pero, hace unos años, hubo una guerra interna en el gremio de alquimistas de Desembarco del Rey —relató Tichero—. Algunos de los miembros rebeldes escaparon a Essos, y sus hermanos enviaron a mercenario, obsequiando perdones a todo aquel exiliado que trajera ante ellos las cabezas de los traidores.

—No querían que su secreto se difundiera —supuso Daeron. «Es normal, una sustancia tan poderosa es demasiado valiosa como para compartirla con el resto del mundo».

Tichero asintió.

—Muchos asumieron que los desertores de la orden no representaban un riesgo inminente y que no lograrían replicar la fórmula para la elaboración del fuego valyrio —continuó—. Sin embargo, el «incidente» de hace unas semanas demuestra que, quizás, hubo sobrevivientes y que consiguieron recrear la sustancia.

—Eso no es bueno —dijo, consternado.

—No, no lo es —Tichero se reclinó en su asiento.

—Pero es una teoría, ¿no? Alguien pudo haberles comprado el fuego valyrio a los alquimistas de Poniente.

—Imposible —aseveró—. El gremio de alquimistas obedece a la voluntad de la corona y nadie más; el fuego valyrio es un artículo exclusivo que los Targaryen no han solicitado en dos siglos y medio. Y aunque lo vendieran al público, transportarlo desde Poniente a Braavos conllevaría muchos problemas.

—Recuerdo oír que era un líquido volátil, pero ¿en serio es tan peligroso?

—No tienes idea —la seriedad en la voz del regente sacudió a Daeron—. Créeme, muchacho, el fuego valyrio que reventó la mansión de Illora Irnah se fabricó aquí, en Braavos.

—¿Encontraron a los responsables?

—No, pero hay una lista de sospechosos potenciales. Son poco más de una docena candidatos, principalmente alquimistas reconocidos de la ciudad.

—¿Y quiere que yo los espíe?

—Sí, y que averigües para quiénes trabajan. Busca cartas, encargos, pagos, materiales. Todo lo que veas importante. Pero no te metas en peleas ni te arriesgues; si algo te pasara, no me lo perdonaría jamás.

—Entonces, ¿por qué me cuenta esto?

Definitivamente, era una misión complicada, y la muerte lo acecharía a cada momento. Le había jurado a Gyllso que no volvería a aventurarse por la noche en mansiones de magísteres ni robar objetos, pues lo último que anhelaba era preocupar a su mentor, a Dromin y a Myriah.

No obstante, con Gyllos fuera del juego, la tensión entre las familias de Braavos acrecentándose día a día, los traidores sueltos y la amenaza de una guerra civil cerniéndose sobre ellos, alguien debía actuar.

Estaba dispuesto a apoyar a Tichero, trabajar junto a él, pero aquello implicaría quebrantar una de sus promesas, que para Daeron eran sagradas.

—Porque, para mi desgracia, no puedo mandar a mis soldados a interrogar a los sospechosos, y la mayoría de mis espías están vigilando día y noche a los nobles, infiltrados en sus bastiones —explicó, apenado; un brillo de vergüenza surcó sus ojos negros—. Lamento recurrir a ti o a ningún otro niño, pero no te pido que seas un guerrero ni un asesino, sino un espía. No te solicitaría esto en circunstancias normales, aunque me temo que los tiempos desesperados...

—Requieren medidas desesperadas —completó Daeron—. Lo comprendo.

Permaneció callado un par de segundos, meditando en silencio, y luego asintió.

—Está bien. Lo haré.

...

Nota del autor:

¡Buenos días, tardes o noches, queridos lectores! Ojalá la estén pasando bien. Es de mi agrado informarles que ya estoy técnicamente libre, al menos de los exámenes y parciales de la universidad. Tendré que prepararme para los finales en vacaciones, pero, en sí, me encuentro más en paz y con mucho más tiempo disponible que semanas atrás. Solo quería notificarles esto por aquí, para que sepan que estaré casi por completo abocado al Rey de Plata.

Volviendo al tema del capítulo, ¿qué les parece? La trama se complica y se barajan ideas de lo que pudo haber ocurrido en estos meses. Con Gyllos fuera de combate y el ambiente más tenso que nunca, las cosas no pintan bien. Pero créanme, el panorama no se ha terminado de complicar. ¿Qué ocurrirá con Daeron ahora que trabaja junto a Tichero? ¿El Señor del Mar se podrá controlar si su ancla moral y mejor amigo a su lado? ¿Cuál será el siguiente movimiento de los traidores? ¡Sigan leyendo para averiguarlo!

Espero que hayan disfrutado de la lectura, y muchos éxitos a todos. Gracias por leer.

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