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Inspirando profundo me dije si este laburo era el que quería hacer. Socios desde hacía más de 5 años, José María "Josema", Tadeo "Toto" y yo, conformábamos un joven triunvirato que adquiría empresas que estaban en una situación económica complicada, por lo general de bajo renombre y fácil contabilidad.

"American Group" era un mini-holding que acababa de seducir a un grande en su rubro: una empresa que auditaba distintas compañías con el fin de regularizar su situación bancaria o bien, detectar fraudes impositivos.

Era paradójico que esa misma empresa no tuviera "todos los papeles en regla", o, mejor dicho, no los tuviera su propio dueño y socio fundador.

Poco nos importaba más que el precio: el principal accionista quería jubilarse lo más rápido posible antes de que la cosa se pusiera más pesada de lo que estaba. Sin oficina propia, tomaríamos posesión de una que estaba a punto de quedar acéfala.

— Están súper capacitados para ser jefes, amor. No te pongas nervioso. Tenés un respaldo académico que te juega a favor.

— Es la primera vez que adquirimos una compañía que hace auditorías. Los chicos dicen que hay posibilidades de expansión, que esto nos va a ayudar para conseguir potenciales empresas con problemas fiscales como ésta; yo, sinceramente, no le veo mucha onda —reconocí sentado en el extremo de la cama.

— Por eso los chicos se dedican a los números y vos a las leyes — Clara gritó desde el baño —. ¡Listo! Ahora a esperar tres minutos más.

Dejando el test de embarazo sobre la tapa del inodoro, era el cuarto que se hacía en el mes. Siendo extremadamente irregular, saber si estaba embarazada era una lotería.

Mucho estábamos luchando para tener un bebé y saber que a pocos metros de mí existía una herramienta que dijera que íbamos a ser padres, me erizaba la piel.

Por primera vez y después de mi enredo pre-boda, me pregunté si no era irresponsable de mi parte traer un niño al mundo.

Clara se mordía las uñas en el balcón de nuestra habitación. Caminando de un lado al otro, murmuraba a solas. Algunos pedidos a Dios, a María y un sollozo que pareció una promesa, se coló en mis oídos.

— Ya está —le avisé ante la alarma estruendosa del teléfono.

Ella corrió hasta el baño, incluso en desmedro de tropezarse con sus propias chancletas y caer sobre el piso.

— ¿Y? —la esperé afuera, apoyado contra la puerta, temblando otra vez más. Quizás, la número mil.

Ella no contestó, y se me hizo un nudo en el estómago.



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