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No era la primera vez que asistía al Club de Golf, puesto que mi papá ocupaba un importante ejecutivo del área de asesoría legal de una empresa internacional, venía a menudo y nosotros con él, cuando éramos pequeños.

En mi familia los hombres teníamos un papel predominante: tres varones, tres profesionales de primera línea, tres portadores de apellidos de los cuales solo yo, parecía condenado a no tener descendencia.

Mi hermano mayor, Gerónimo, tenía dos mellizos varones de 8 años, una mujer encantadora y un puesto de nivel en una industria alimenticia. Robertino, había cumplido con el mandato familiar y tras mucha rebeldía y ser señalado como la oveja negra, sentaría cabeza. Hacía dos años, Vittorio era el tercer Martínez Diez en llegar al mundo.

Aun restaba yo, y todas las expectativas del caso estaba puestas en mí.

Pésimo golfista, entraba a la conversación dando ese pequeño detalle. Todos se rieron a carcajadas ante mis tontas anécdotas como jugador.

Bebiendo más de la cuenta, pero sin perder la concentración, muchos eran los presentes como para repetir el exabrupto de mi mano juguetona; Peters no quitaba su mirada de mi compañera, lo que me hacía prácticamente imposible coquetear con ella.

¿Acaso él no tenía ganas de mear siquiera?

Disimulando mi ofuscación, simplemente continué con mis anécdotas y mezclando vinos; todos eran exquisitos y acompañaban a la perfección el pescado.

— Mañana tienen a disposición las instalaciones del lugar. Ordenen la comida que les apetezca, disfruten del campo de golf... ¡hagan lo que quieran! —pregonó Arismendi.

Ambos agradecimos semejante atención y con la promesa de regresar, subimos al taxi. Perdiendo mi mirada en las luces de la costanera, fui cultor del silencio y Magali, también.

Llegando al hotel agradecimos al botones, saludamos al poco personal circundante y subimos al ascensor sin diálogo alguno.

Ella suspiró y supe que en su cabeza las cosas no estaban tan claras como parecían.

— ¿Quisieras que te enseñe algunas movidas? —pregunté intentando romper el hielo.

— Para hacerme tan mala jugadora como decís que sos, no, gracias— largó una carcajada divertida y contagiosa. A la par, salimos del ascensor.

— Me falta práctica, es solo eso. Creo que tengo potencial.

— ¿Y por qué no practicas más a menudo?

Sin saberlo, Magali abrió una puerta innecesaria: un discurso entristecido y repleto de frustración. El momento del adiós llegó y la promesa de una noche inolvidable, se diluyó.

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