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— Odio los lugares muy cerrados y con mucha gente. Soy de los que hablan y no da para conversar con este volumen — inmediatamente pensé en que no todo se circunscribía a un par de sábanas de hotel barato.

— P....puede ser...sí...me duele la cabeza. Aunque mejor me tomo un taxi y me voy a casa, es muy tarde... —poniéndome de pie agarré en una sola mano mi cartera y mi campera de jean.

— Te acompaño hasta el auto.

— B....bueno...— acepté su caballerosidad.

Y así fue como por aproximadamente diez cuadras caminamos sobre Av. Libertador sin rumbo fijo. Numerosos taxis necesitados de clientes pasaron por nuestro lado y no fui capaz de tomar ninguno. ¿Por qué? Porque estaba divirtiéndome mucho con ese muchacho de apenas pasados los 30 con el que hablaba de la facultad, de sueños rotos, de nuestras amistades y cosas vagas que me hacían reír, aunque no quisiera.

Sin embargo, a poco de llegar a Retiro, en una esquina nos detuvimos a esperar que el semáforo cambiase de color para cuando el rubio de ojos azules de nombre desconocido y voz seductora me tomó por la cintura y me besó el cuello salvajemente.

El cosquilleo fue intenso y enloquecedor; era uno de esos besos invasivos e inesperados que levantaban la temperatura de cualquiera.

— Acá cerca hay un lugar más...privado —ronco, confesó. Sus manos agarrando las mías le temblaban.

Asentí con la cabeza y comencé a caminar a un paso por detrás, sorteando el poco tráfico de la avenida y la gente que andaba por allí.

Ni las luces difusas producto del alcohol, ni el miedo de pensar en un degenerado, me detenía.

Arriesgándome, fui tras él, quien también parecía un inexperto en esto de acostarse con una mina a la que acababa de conocer. Sin embargo, nuestra adrenalina se equilibraba con la del otro y el deseo nos quemaba por dentro.

Era algo que ambos necesitábamos hacer: desafiarnos a nosotros mismos.

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