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Hablándole sobre nuestro paso por EEUU, cómo nos habíamos conocido, nuestro casamiento en la costa uruguaya y siendo exageradamente simpática, Clara revertía su malestar al encontrar a alguien con quien charlar.

Graff se mostraba atento, interesado, incluso, rozando lo chusma.

Me contenté con que al menos ella quitara su cara de malos amigos.

Sentado en el extremo de la mesa, yo era un espectador de lujo; algunos continuaban hablando acaloradamente del último San Lorenzo- Huracán, otros de la Copa América y no faltaba quien recomendaban series y películas.

El murmullo de todos se colaba en mis oídos, menos el susurro de Magali.

— Quiero conocerla —con tono autoritario, Clara se acercó a mi oreja.

— ¿Qué? ¿A quién? —fruncí el ceño. Mis pesadillas se convertían en realidad.

— A tu compañera de viaje.

— ¿En serio? ¿Para qué? —necesitaba sacarle esa idea loca de la cabeza.

— Porque quiero saber quién está con mi marido cuando yo no estoy en él.

— Clara, creo que ya hablamos del tema: ¿no te parece que sos un poco exagerada?

— ¿Por querer conocer a las compañeras de trabajo de mi esposo? No, en absoluto —de brazos cruzados y terca como una mula, supe que no tenía escapatoria.

Hablando con sus amigas, tomando lo que supuse era vino, Magali se sorprendió cuando la mandé a llamar, quizás, intuyendo lo que precisamente estaba por ocurrir.

— Hay alguien que quiere conocerte —con semblante adusto, señalé a María Clara, quien esbozaba una sonrisa triunfante.

Tuve ganas de salir corriendo y regresar mil años después: el acabose se acercaba.

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