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Hospedados en el mismo hotel que en diciembre pasado, la historia comenzaba diferente.

Hablando netamente de trabajo, las horas parecían estáticas, incapaces de correr.

El viaje se había dilatado más de la cuenta gracias al recambio de quincena y la cantidad de gente que había elegido Mar del Plata como destino vacacional, así como ese alojamiento: estaba lleno.

En un breve pasaje de la conversación, Astor me diría lo mucho que debió insistir para conseguir una reserva por tan pocos días en plena temporada.

Almorzando en el Club de Golf, ni siquiera en ese sitio se respiraba la calma que deseábamos para hablar en profundidad. Astor entonces, aprovechó para invitar al dueto de empresarios a Buenos Aires y ser su anfitrión.

— Los invito personalmente a mi casa en Nordelta — dijo mirándolos a ellos. Solo a ellos dos.

Ambos le respondieron con un apretón de manos y un sí rotundo.

Al llegar la noche, yo estaba exhausta. Al calor de enero se le sumaban las horas de caos vehicular en la ruta, la charla de negocios y las múltiples planillas abarrotadas de números y estrategias contables.

— Creo que voy a pedir la comida a la habitación. ¿Te gusta el sushi? — averiguó mi jefe dentro del ascensor, con cuatro ocupantes más.

— Bueno, sí. Dale. Hay una duda puntual con respecto a una certificación de balances que me sigue dando vueltas en la cabeza — continúe con la idea de hablar solo de asuntos laborales.

No tuve ni un sí, ni un no como respuesta.

Neutral, Astor no movía ningún músculo de la cara.

— En dos horas veníte — tomando la delantera en el pasillo fue directo a su cuarto y yo, al mío, tal como correspondía, pero que tanto me negaba a aceptar.

Dirimiendo vestuario, pensé en mil excusas para negarme a ir a su habitación. Aquella magia que había nacido entre nosotros tiempo atrás, ahora no fluía y forzarla, era en vano como también era lógico pensar que yo había sido un divertimento ocasional, un "momento de debilidad" para este chico que simplemente, parecía confundido.

Asumiendo que las cosas ya no eran como antes, arreglé mi cabello en un rodete desalineado y fui a su cuarto. Golpeando más fuerte que lo normal, jalé del picaporte, entré de una y lo encontré dormido junto a un frasco abierto de pastillas.

Temerosa, lo zamarreé, grité su nombre tres veces e incluso verifiqué que estuviera respirando.

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