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Arturo Becky era de esos tipos que olían mal. Pero no por falta de perfume sino porque algo más se traía entre manos. Amable al extremo, puntilloso en los detalles, daba pelos y señales del presunto imputado en la estafa al IBOI que comandaban la dupla marplatense.

Yo no me tragaba eso de que había estado jugando al espía ruso y sabía cada paso que el tercer socio de la empresa; él estaba tras una tajada y grande. Eso no me lo sacaba nadie de la cabeza.

Magali tomaba nota, quizás aburrida por la soberbia de este hombre de más de 60 años que de seguro buscaba acomodarse lo mejor posible para obtener un rédito jugoso en esta historia de desajustes financieros que teníamos en nuestro poder.

A menudo le repreguntaba cosas que rápido de reflejos, me respondía sin dudar; aun no debía mostrar mis cartas por lo que lo dejé hablar y explayarse.

— Bueno, creo que tenemos material más que suficiente para continuar con nuestra tarea, ¿verdad Magali? —ella irguió su espalda, cerró el expediente y se quitó las gafas. Una leve inclinación de su torso me permitió ver más de la cuenta: su escote bajo un solero de gasa, el cual se anudaba a su cuello mediante un lazo.

— Si, a medida que avancemos, solicitaremos su cooperación —agregó ella, expeditiva.

— ¡Pues cuenten conmigo para lo que sea! —enérgico, Becky se puso de pie al igual que sus jefes y coordinadamente nos dimos un apretón de manos.

Quedando solos Magali y yo, viendo al trío retirarse del hotel, nos miramos y dimos una carcajada al unísono que probablemente todos los presentes en el comedor escucharon e ignoraron.

— Es un viejo chamuyero —soltó dando varios pasos delante de mí. Yo, como perrito faldero, la seguí y le di la razón.

De pie frente al ascensor, bostezó.

—Me voy a dormir una siestita si esto es todo por ahora.

—Dale...si —y como si tuviera un radar, Clara me llamó por teléfono, dispuesta a rastrearme.

Magali agitó su mano con resignación y subió en soledad.

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