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Capítulo 10

Julianne cerró los ojos con el sabor de ese apuesto médico impregnados en sus labios. Orgullosa por su arrebato inconsciente, jamás se arrepentiría de su travesura aunque le causara el mismísimo ostracismo o lo que era peor, la decapitación.

Posó el dorso de su mano derecha sobre su cabeza y comenzó a quejarse.

— Le recomiendo que no exagere las dolencias si pretende ser creíble ― la aconsejó Thomas conteniendo una risa graciosa. Ella asintió como buena alumna dejando el chillido de lado para fruncir el ceño en señal de molestia. Sus dedos presionaban el puente de su nariz.

El doctor se ausentó por unos segundos, los suficientes para ir hasta el corredor, avisar a la servidumbre que la condesa había vuelto en sí y asegurarse frente a un espejo que mantenía la investidura. Aún confundido por lo que acababa de suceder con la joven "actriz", regresó al dormitorio encontrando a la muchacha en la posición indicada. Encomendándose a Dios esperó por el esposo y como era de suponer, la madre de Julianne.

Paciente, sentado en una silla dentro de ese cuarto de huéspedes, observaba desde su posición a la joven tendida en su lecho, en diagonal a él.

Era tan bella como irreverente y eso, lo atrajo por demás.

Acostumbrado a coquetear con mujeres refinadas de la alta sociedad, con chicas preparadas para cumplir con los mandatos sociales y dispuestas a servirle eternamente, nunca había logrado emparejarse con alguien tras la muerte de su esposa Clarice, en manos de la tuberculosis.

Viudo con tan solo 22 años, se graduó como médico con el propósito de ayudar a todos aquellos desvalidos y necesitados; doce años más tarde de aquel suceso, atento al pecho de la Condesa subir y bajar, se maldijo por lo lejos que se encontraba de la promesa de ser un buen médico.

Bajo en encantamiento de una muchacha que renegaba de su destino, había aceptado ser cómplice de un capricho.

— ¿Y? ¿Encontró algo malo en ella? ― el Conde irrumpió intempestivamente dentro de la habitación. La pregunta, irritante y en un tono despectivo, le tensó los músculos al doctor.

— No de momento, Conde. Pero me temo que deberá mantener reposo y aislamiento por unos días.

— ¿De qué demonios está hablando?

— He corroborado que además de los mareos, tiene unas céntimas de temperatura. No es señal de alarma siempre y cuando ésta no suba y no surjan dolencias imprevistas.

— ¿Y eso qué significa? ― lo que tenía de rico lo tenía de corto de entendimiento.

— Que presumo pueda ser una infección. No puedo determinar de qué tipo ni dónde, pero quizás su organismo esté incubando un virus o algo así.

— ¿O sea que esta noche no podremos...? Bueno...usted comprenderá que somos una pareja de recién casados, con necesidades que satisfacer y compromisos que asumir ante la sociedad...― el hombre elevó sus cejas.

— Por el bien suyo y de su esposa, recomiendo que por un lapso de setenta y dos horas no mantengan ningún tipo de contacto íntimo ―la madre de Julianne bajó la mirada ante nuestra plática. Le sostenía la mano a su hija, la cual se mostraba afectada y despierta.

Asimilando mi presunción, el Conde fue hacia la cama de su esposa. La señora Marie se puso de pie dándoles privacidad para ir en dirección al especialista.

— Dígame doctor... ¿qué es lo que le sucede a mi hija realmente? A mí no tiene que ocultármelo.

— Ni más ni menos que lo que le he dicho al esposo de su hija, señora. Estamos frente a un cuadro difícil de descifrar; puede ser desde un virus que desencadena una enfermedad que no se ha manifestado aun, una lipotimia sin explicación, un malestar propio de las presiones a las que se vio expuesta o simplemente, la llegada de su regla.

— Oh, claro. Comprendo ― la mujer mayor se dio aire con las manos, con cierto pudor.

Arthur le pidió a Marie que se retirara; ella obedeció sin chistar, comprendiendo que aún quedaban cosas por resolver entre ambos hombres. Julianne despidió a su madre a lo lejos, y continuó tomándose la cabeza.

— ¿La ha revisado?

— Tomé su pulso, no tiene taquicardia, tampoco flemas en sus pulmones...― Thomas no entendía el punto.

— ¿Ha podido corroborar si es virgen? ― el planteo fue desagradable, mucho más teniendo en cuenta que la susodicha estaba, en teoría, dolorida.

— No hubo necesidad, Conde. Su fiebre incipiente, su malestar en el cuerpo, condice más con otra clase de afecciones ― buscó tranquilizarlo.

— Entiendo, está bien ― el hombre pareció quedar confirme. Thomas respiró aliviado, había superado el primer escollo ―. ¿Mañana tiene previsto regresar? En nuestros planes está viajar a Suiza de Luna de Miel.

— Lamento decirle que ante esta situación, lo mejor sería quedarse aquí, en el calor de su hogar. ¿Tiene posibilidad de postergar la visita solo por unos días más? ― Arthur miró a su esposa, que se apantallaba con su abanico, incluso tosía y se quejaba de su jaqueca. Thomas quiso echarse a reír por la actuación de esa chiquilla impertinente, lo cual rozaba lo burdo.

— Supongo que no habrá problemas en dilatar nuestro viaje si usted cree que es conveniente ― no se mostró enojado, sino más bien incómodo ―. Todo sea por el bien de mi esposa Julianne, ¿cierto cariño? ― ella enfocó su mirada vidriosa en él.

— Gracias esposo, entiendo lo inoportuno de mi malestar, pero prometo corresponderte como es debido ― el doctor se puso de espaldas, evitando ser testigo de tan ficticia escena.

El Conde acompañó al doctor hasta el parque, donde los invitados preguntaron por la paciente. Amablemente, ajustándose a lo políticamente correcto, el Conde explicó que deberían prescindir de ella por un cuadro febril que requería de supervisión.

Los invitados se lamentaron, dándole consuelo al novio , disculpándose por el trunco festejo.

Thomas, con disimulo, elevó su mirada hacia la ventana de la habitación de huéspedes donde se alojaba Julianne. De pie, apenas espiando por la hendija de la cortina, la vio a ella y rogó no caer en las redes de seducción de esta jovencita embustera.

***

A la tarde siguiente, Thomas apareció en la mansión del matrimonio‎. Inquieto por continuar con la mentira que había comenzado en esa misma vivienda horas atrás, saludó al ama de llaves y fue invitado a beber unas copas junto al Conde, en su biblioteca.

Mirando en detalle la decoración de esa enorme sala, todo era opulencia. No le resultaba extraño que Julianne no se sintiera a gusto con semejante demostración de riqueza.

— Ni siquiera ha dejado que pase a ver cómo se siente ― Arthur se mostró ofuscado sin abandonar su pipa.

— Quizás tenga miedo de contagiarlo ― el médico le suavizó el enojo ―. Supongo que bastante mal debe sentirse la confirmación de saber que echó a perder su propia boda, ¿no lo cree? ¿Qué mujer no sueña con un festejo así de elegante, con invitados importantes? ― se atrevió a decir, sabiendo por palabras de la implicada que eso no era nada de lo que ella quería.

— No hemos podido compartir muchos momentos de intimidad, doctor. Yo, un hombre con obligaciones constantes y ella, una plebeya con pocas aspiraciones, no teníamos nada en común. Pero usted sabe cómo son estas cosas: la descendencia permite perpetuidad, estirpe y yo debía sentar cabeza ― el Conde se sonrió, elevando su vaso de whisky, en tanto que el de Thomas se mantenía intacto ―. Sus padres me la ofrecieron después de participar en un evento de caridad para una iglesia de la ciudad. Yo patrocinaba las actividades con los niños y ella estaba allí, correteando como uno de ellos. Me figuré en su imagen a la futura Condesa, joven, fuerte y no tuve más que convocar a sus progenitores para concretar la boda.

Thomas pasó saliva por su garganta; era claro que, en esa ecuación, ninguno había tenido en cuenta el deseo real de Julianne. Pero así se manejaban las cosas para la sociedad francesa y él no estaba en condiciones de ponerse a discutir sobre las políticas de la realeza.

— Me agradaría por demás continuar la plática con usted Conde, pero tengo algunos pacientes que atender en el pueblo y para ello quisiera ver a su esposa cuanto antes. ¿Es esto posible?

— Oh, por supuesto. Lo acompaño.

En efecto, Arthur guio al médico hasta el dormitorio. Con delicadeza golpeó la puerta, anunciando la llegada del especialista.

— Adelante, por favor...― la voz quebrada de su esposa le permitió el paso.

Los dos hombres ingresaron. Para sorpresa del doctor, ella lucía con una ligera capa de sudor sobre su frente, lo que lo alertó sobre una posible fiebre elevada. Preocupado, se quitó la chaqueta, arremangó su camisa y buscó el termómetro dentro de su maletín.

— Por favor, Arthur, necesitaría que me alcancen unas compresas de agua fresca.

— ¿Sucede algo malo?

— Espero que no...

Diligente, el Conde cerró la puerta y salió corriendo en busca de ayuda para cuando Thomas, frente a la supuesta enferma, enarcó una ceja y ladeó su cabeza en señal de reprobación.

— Casi me da un susto de muerte, señora. ¿Cómo se le ocurre hacer esto? ― le tocó la piel tibia y secó la transpiración, la cual no era más que una simulación lograda con agua―. Lo único que conseguirá es que su esposo mande a cortarme la cabeza, ¿entiende?

— Usted parece ser el único que se preocupa por mí. Necesito ganar tiempo, doctor.

— Ya le he dicho: nadie tiene fiebre eterna sin razón.

— Un día más lejos de él es imprescindible para mí ― ambos se susurraban muy cerca, al borde de un beso que ninguno se animaba a robarse.

— ¿Para qué?

— Para no morir de pena...

— ...Condesa...por favor ― Thomas respiraba agitadamente, al igual que ella. Deseaban repetir la excitación del beso del día anterior.

— Llámeme Julianne o Jolie, el pseudónimo que utilizo para escribir mis historias de amor prohibido ― repentinamente él se apartó al escuchar que la criada golpeaba la puerta trayendo entre sus manos una cubeta con agua fresca junto a unos trapos.

El Conde apareció por detrás de la sirvienta, agitado.

— Déjeme ayudarlo ― la mujer escurrió el paño y a punto de posarlo sobre la frente de la Condesa, la mano del médico la detuvo.

— ¡No la toque! ― chilló. Recobrando la postura, dijo menos alterado ―: al no contar con un diagnóstico concreto prefiero que se le acerquen lo menos posible y así, evitar contagios ― la mujer morena aceptó sin decir una palabra, apartándose de Julianne.

La joven temblaba, tiritaba, chocando los dientes unos contra otros y tragando a menudo con fuerza.

— ¿Qué tiene? ― Arthur preguntó a la distancia.

Aún sabiendo que revisarla para encontrar algún tipo de afección era en vano, Thomas introdujo un bajalenguas en la boca de Julianne y con gesto adusto, investigó hasta inventar un veredicto. Tocó la zona ubicada debajo de las orejas de la Condesa, para sorpresa de la muchacha, quien parpadeó. Él le guiñó el ojo con disimulo y Julianne, comprendió el gesto.

— Las glándulas salivales presentan una leve inflamación. Todo indica que pueden ser paperas.

— ¿Paperas? ― Arthur repreguntó.

— Es una enfermedad muy común, causada por un virus que provoca el aumento en el tamaño de las glándulas parótidas, justo aquí debajo ― señaló la mandíbula de la chica, generalizando la zona ―. Es muy contagiosa, de rápida transmisión y peligrosa para los hombres.

— ¿Por qué para los hombres?

— Porque corren riesgo de que sus testículos se inflamen, dejándolos estériles ― Julianne elevó su mirada, escuchando las atentas palabras del doctor. Si a algo le temía Arthur era a no poder prolongar la dinastía ―. No son buenas noticias, pero me temo que esto llevará más tiempo de recuperación del previsto ― Thomas se metía más y más en el personaje ―. Indico mucha agua, para asegurar la hidratación. Paños fríos, comidas blandas y paciencia, para todos ― Thomas lo miró al mayor perjudicado en esta historia, sintiéndose culpable de esa gran estafa.

— Oh...vaya...esto es...una sorpresa inesperada.

— ¿Tiene usted hermanos pequeños, Condesa? ― el médico miró a Julianne y podía apostar que ella se estaba haciendo un gran festín con esta farsa.

— Uno, de diez años.

— Pues es probable que él le haya transmitido el virus. Esta afección es frecuente en niños, no así en adultos, excepto que tengan estrecho contacto con un enfermo ― sumó detalles que convencían más y más al Conde.

— ¿Cómo procedemos, entonces? ― el hombre quiso soluciones inmediatas.

— Es indispensable controlar la fiebre; en caso de aumentar la temperatura, puede provocar daños irreparables en el sistema nervioso e incluso, en su sistema reproductivo ― elevó un dedo a la paciente.

— Entonces, será necesario el aislamiento absoluto...― el Conde largó en un suspiro resignado.

— Me temo que sí ― Thomas elevó los hombros, acompañándolo en el sentimiento.

— ...pues...me temo que lo mejor será esperarlo fuera a que termine con su revisión... ¿cierto?

— Por favor; debo darle algunos consejos a su esposa y luego hablaré con el personal para que estén atentos a la óptima limpieza de este cuarto.

— Es una excelente idea ― sumergido en un estado de sorpresa absoluto, Arthur se marchó. Apenas cerró la puerta, Julianne arrojó el trapo mojado por los aires, salpicándolos a ambos.

— ¡Eres mi héroe! ― sus manos se colgaron de la nuca masculina, conectando sus sonrisas.

— Soy un hipócrita, eso es lo que soy.

— Eres un excelente doctor, tus explicaciones lo han dejado boquiabierto.

El experto sujetó las muñecas de la Condesa y las retiró de su cuello algo bruscamente, disgustado por su papel en esta historia.

— Julianne, un médico no puede mentir. Eso está fuera de ética.

— Thomas, estás salvándome de cometer un grave error ― a él le agradó sobremanera escuchar su nombre salir de los labios de esa jovencita impertinente.

— El único error aquí fue matrimoniarse con ese sujeto; de no haberlo hecho, no nos veríamos enredados en esta situación.

— Lo sé, pero no he podido negarme. Mi madre me obligó a hacerlo.

Thomas llenó su pecho de oxígeno, molesto consigo mismo y con tono adusto, enunció:

— Procure calentar un trapo lo suficiente como para fingir un aumento en su fiebre pero con el cuidado necesario para no quemarse la piel; aplíqueselo por las mañanas, unos segundos antes que las criadas vengan a asistirla. Temple también sus axilas e intente taparse lo suficiente como para elevar su temperatura unas céntimas. Todo ayudará.

Ella asentía enfáticamente. Thomas se puso de pie y comenzó a desdoblar las mangas de su camisa para cuando Julianne se incorporó para ir hacia él. Balanceándose de adelante hacia atrás, lo merodeaba.

— ¿Vendrás mañana?

— ...sí...― aceptó con la certeza de que no sería la última vez. Evitaba mirarla a los ojos, su rostro, su tono juvenil, su carisma, lo hechizaban.

— Estaré eternamente agradecida por esto ― Julianne lo seducía adrede, pasando su lengua sobre su labio inferior y mordiéndolo.

— ...de nada...― él dibujó una ligera curva con su boca para cuando, preso de un sentimiento voraz e inexplicable, la arrinconó contra el armario de madera lustrada que ella tenía por detrás.

Besándola con la intensidad de un huracán, Thomas presionó su entrepierna contra la hendidura femenina que el holgado camisón de Julianne dejaba entrever. Se sentía duro, lleno; esa joven lo sacaba de quicio por su desesperante pedido como así también por su desenfado al mentirle en la cara a su esposo.

Él pasó sus manos por debajo de la volátil y aburrida tela para acunarle los glúteos; ella aceptó gustosa aquella intromisión. Nunca había estado íntimimamente con un hombre, pero con Thomas todo era distinto.

— Julianne, eres virgen. No podemos...― él nuevamente se negaba a reconocer lo mucho que le gustaba ese romance irracional y fuera de lógica.

— Quiero ser tuya, Thomas, no importa cuándo. Lo único que sé es que ahora que conozco tus manos no quiero que otras me toquen.

— No puedo continuar, te debes a tu esposo.

— ¡No me dejes con él!¡Por favor!

El ruego de Julianne le llegó al fondo de su corazón; dominado por la sinrazón, por un extraño y perturbador sentimiento, quiso ser su héroe, quiso ser su primero hombre.

Aunque le costara su vida.

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