9

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Capítulo 9

— ¡Un médico por favor! ― desconcertada por lo que acababa de ocurrirle a su hija, Marie elevó el tono de voz por sobre el jolgorio. Arthur se acercó al cuerpo laxo de la joven, sostenido por los brazos de su madre.

Thomas dejó la copa casi vacía sobre una de las mesas, alistándose. Esquivando a la gente, se quitó la chaqueta para atenderla con mayor comodidad.

— Julianne, Julianne, cariño ― el Conde le daba golpecitos en las mejillas a la chica ―. ¡Un médico! ― repitió, hasta que finalmente, el doctor apareció en escena.

— Dénle aire, por favor ― suplantando el lugar de la madre de la muchacha, el profesional de la salud la tomó por debajo de las axilas, posó a la novia sobre el césped, hizo un bollo con su ropa oscura para colocársela tras la nuca y le tomó el pulso de su vena. Bajo, apenas sostenido, verificó que respiraba y que se trataría de un desmayo y no de una muerte repentina ―. Está con vida, no hay de qué preocuparse ― confirmó, impartiendo tranquilidad ―. Ahora bien, necesitaría revisarla con mayor exhaustividad, ¿podríamos llevarla a una de las habitaciones de la casa? ― sin dudar la cargó con sus brazos para cuando su esposo, posesivo, se la arrebató.

El médico no opuso resistencia y saliendo de la casa rumbo a su carruaje, tomó el maletín de primeros auxilios que llevaba consigo a todas partes. Emparejando la marcha del Conde con prisa, aun se reprochaba el por qué había considerado que un poco de vida social tras varios congresos consecutivos en el extranjero no le haría daño.

El noble subía los escalones de dos en dos con el cuerpo de su esposa a cuestas; rumbo a una de las alcobas de la planta superior, la madre de la chica también los seguía martillando a preguntas al galeno.

Depositándola en el colchón, Arthur esperó al doctor; para cuando éste estuvo listo, el esposo de la paciente corrió las cortinas para dejar en manos del experto la salud de su mujer. Auscultándola, Thomas corroboró que los latidos recobraban vigor. El color de sus mejillas juveniles se intensificaba casi imperceptiblemente, pero era una buena señal.

— Es normal que este tipo de situaciones generen una baja en la tensión arterial ― dio un primer veredicto.

— ¿Este tipo de situaciones?¡Es nuestro casamiento! ― impuso el esposo, malhumorado.

— Con el debido respeto, Conde, puede que incluso ella esté anémica. Matrimoniarse no es cosa de todos los días y estar radiante para congraciarlo, es un esfuerzo significativo ― el médico miró a la muchacha, hermosa, joven. Sus cabellos color miel se esparcían sobre la almohada como los rayos del sol al amanecer.

— ¿Entonces? ¿Para cuándo estará lista para acompañarnos en la fiesta?

— De momento, necesita descansar.

— ¿Y si probamos con un té con mucha azúcar? ― propuso la madre, ajustándose al pedido de su flamante yerno más que pensando en la tranquilidad que requería su hija.

— Es una buena idea, pero ahora, es menester que ella recupere el aire y vuelva en sí ― Thomas se mostró educado, sin objetar su insistencia.

— ¿Qué está sugiriendo, doctor? ― Arthur se mostraba irritado, y era comprensible aunque el doctor no estuviera de acuerdo el modo de expresarlo.

— Que lo mejor será que ambos se retiren, disfruten la gala en la medida de lo posible mientras que yo me quedaré aquí a velar por ella; les aseguro que apenas regrese en sí, los mandaré a llamar.

El Conde de Guisa‎ se mostró reacio a seguir el consejo; Marie lo tomó del brazo y en un susurro, lo convenció de que lo correcto era obedecerle al experto. Arthur se acercó a su esposa y dejó un beso en la comisura de sus labios, tibios. De no haber recibido el aval del doctor en cuanto a su estado de salud, hubiera jurado que estaba muerta.

— Prométame que me dará aviso sin falta ― el dueño de casa elevó su dedo, autoritario.

— Delo por descontado ― Thomas los acompañó hasta la puerta con el peso de quedarse junto a esta mujer, esperando por su compostura.

Cerrando la puerta tras ellos, el rubio académico sonrió de lado. Aguardó por unos segundos y volteó mirando en dirección a la cama.

— Condesa, ya puede abrir los ojos. A mí no me engaña.

Julianne frunció el rostro maldiciendo el hecho de ser descubierta y uno a uno los abrió, cotejando que ellos estuvieran solos en la habitación.

— ¿Ya se fueron? ¿Está seguro? ― susurró rígida, desde la cama.

— Si, aunque no por mucho tiempo. Habrá escuchado que tanto su esposo como su madre estaban ansiosos porque usted los acompañe en la velada. Y permítame decirle que los entiendo, está perdiéndose su propio casamiento.

Julianne inclinó su torso y bajó los pies al piso. Había recobrado el conocimiento apenas apoyó la cabeza en la almohada; extender el malestar era una treta que estaba dispuesta a hacer con tal de que la dejaran tranquila y sola por un instante.

Poniéndose de pie con prisa, el mareo la hizo tropezar; para ese momento, rápido de reflejos, el médico la sostuvo entre sus brazos, evitándole el impacto contra el suelo.

— Señora, aún está convaleciente ― Julianne miró los ojos de este hombre de voz gruesa y aterciopelada. En efecto, no solo era el desconocido que vagaba entre los invitados sin quitarle la mirada de encima y que había evitado sacarla a bailar horas atrás, sino que era el causante de sus sueños húmedos.

La Condesa tragó con la revelación en la punta de la lengua, optando por guardar silencio antes de ser acusada de insana. Aunque si tenía suerte, acabaría internada en un psiquiátrico lejos de las manos inmundas de su reciente esposo.

— Doctor, necesito...necesito irme de aquí.

— Pues estoy esperando a que se reponga para considerar que está en condiciones de bajar.

— No, no...no me entiende. Necesito irme de aquí, de esta casa, lejos de Arthur.

— ¿Perdón? ― los ojos verdes de esa muchacha lo subyugaron. Expresaban dolor, angustia.

— Yo no quería casarme, no con él ― confiando en que el médico no era más que alguien que engrosaba la lista de invitados a su boda y no pertenecía al círculo íntimo de su esposo, le confesó ―. No quiero ni deseo pasar la noche con mi esposo...― expresó aferrándose a los brazos fuertes de aquel hombre que la había hecho suya en sus sueños.

Conectándose a través de las miradas, se mantuvieron en un silencio cómplice que pareció durar una eternidad. El doctor la ayudó a tomar asiento nuevamente sobre el colchón.

— Probablemente haya sido solo una lipotimia lo que la aquejó allí abajo. No existe medicación posible más que hacer reposo y poca actividad física ― él se apartó de la mujer que acababa de flecharlo como si Cupido hubiera intervenido entre ambos.

— Pues por favor, se lo imploro, invente una excusa más sustanciosa que me ayude a ganar tiempo.

— Señorita...perdón, Condesa ― él se corrigió sobre la marcha ―, no puedo mentir, he hecho un juramento hipocrático, una promesa ante Dios.

— No es mentir lo que le pido sino tan solo exagerar un poquito las cosas. Será nuestro secreto ― Julianne le susurró, rogando su cooperación.

El doctor se apostó frente a la ventana del cuarto, con cautela corrió la cortina para mirar a través del cristal; el Conde hablaba y reía sin problemas junto a los invitados, poco parecía importarle que su esposa estaba confinada en ese dormitorio, aunque más no fuese por una baja en su tensión sanguínea. Apelando a su sensibilidad, al pedido quejumbroso de esa muchacha que de seguro había sido obligada a casarse para cumplir una imposición familiar, inspiró profundo. Para entonces, ella estaba de pie, por detrás de él.

Al girar, Thomas estuvo a punto de chocar con su cuerpo frágil y endeble. Sus ojos volvieron a entrelazarse en un extraño hilo conector.

— Doctor, ¿sabe usted lo que es hacer algo que no quiere? Pues yo no nací para ocupar este lugar, no lo quiero ― su voz sonaba sincera; para entonces, él había decidido ayudarla sin asumirlo abiertamente. Tampoco parecía ser una chica que entrara en razones fácilmente.

En sus numerosos viajes por el mundo, se había topado con toda clase de mujeres; desde aquellas apegadas a las tradiciones y sumamente religiosas, hasta las que, como Juana de Arco, habían luchado por seguir una voz interna que las llevaba a rebelarse. Esta mujer, la Condesa, encajaba más en el segundo grupo; pudo detectarlo apenas notó que estaba fingiendo un malestar superior.

Julianne de Guisa‎ deseaba ir contra la corriente dentro de una sociedad que no le permitía ser ella misma.

— Sé que tal vez suene como una pregunta de mal gusto pero ¿es usted virgen? ― la bofetada no se hizo esperar. Él se la había ganado, pero necesitaba quitarse el peso de tener que corroborar un posible embarazo extramarital.

— ¡No le permitiré que me agravie! No soy una fulana ...― se deshizo en vergüenza, bajando la mirada. Thomas pidió perdón, por el arrebato a la intimidad de la muchacha. Después de todo no era más que una joven asustada que no deseaba que un desconocido mucho mayor que ella la desvirgara esa misma noche.

— ¿Esta es la primera que experimenta esta clase de mareos? ¿Ha tenido náuseas, sangrado de nariz...? ― comenzó a descartar opciones.

— No, doctor...me temo que es la presión familiar a la que he estado sometida durante este tiempo. Escoger vestido, desposarme con un tipo que no me agrada, este...¡circo! ― abrió los brazos, ofuscada.

— Tome el termómetro y póngaselo en la boca ― ella hizo caso con mirada escéptica, hasta entonces nunca se había tenido que colocar algo en la boca para corroborar cambios en su temperatura corporal ―. Esto es lo último en herramientas médicas, aún está en evaluación por los especialistas, pero apuesto a que revolucionará la profesión ― se explayó él, recién llegado de un congreso en Londres donde había conocido a quien osaba patentar este nuevo modelo que prometía desplazar al viejo elemento de treinta centímetros de largo y que debía permanecer más de veinte minutos en contacto con el paciente.

Al cabo de unos largos segundos, Thomas sujetó el instrumento y corroboró que la temperatura de la mujer estuviera dentro de lo normal. Midiendo una ligera febrícula que no revestía importancia, pensó en dar a conocer un segundo diagnóstico que la pusiera a resguardo por unos pocos días más.

— Condesa, haremos lo siguiente: usted se recostará nuevamente en su cama. Se mantendrá despierta alegando una horrible jaqueca. Yo diré a su esposo que no tiene nada grave a simple vista pero que cuenta con unas líneas de temperatura que llaman mi atención. Para no levantar sospechas pediré regresar estos días subsiguientes para supervisar que la temperatura haya disminuido y no se presenten otros síntomas más complejos.

— ¿Puede hacer eso por mí? ― la esperanza se adueñó de sus ojos, haciéndolos aún más verdes. Thomas se sentía atrapado.

— No podré sostener la mentira más de tres días, para entonces, ya deberá responder a sus obligaciones maritales y pues ya no habrá mentira por sostener.

— Lo sé, lo entiendo...y espero sepa disculparme por la bofetada.

— Me la he buscado, no debí dudar de su honorabilidad ― él sonrió de lado, llevando instintivamente su mano sobre la piel afectada ―. Julianne, Condesa, por favor, vaya a la cama.

Él giró ordenando sus adminículos médicos. Tosió, aún afectado por la cercanía, para cuando ella, desobediente por naturaleza y atraída por el doctor Thomas Genneau, lo tomó por el codo obligándolo a mirarla para, acto seguido, poder posarle un beso sobre los labios.

El médico, asombrado, se mantuvo estático, recibiendo ese gesto que lo tomó desprevenido.

No obstante, no fue capaz de apartarla, sino que por el contrario, la atrajo más hacia él, intensificando el contacto.

Acunándole el rostro femenino, bebió de su boca suntuosa, peligrosa. Julianne se sintió viva, rememorando aquel sueño caliente que la había mantenido en vela durante la noche.

¿Qué tipo de brujería los vinculaba? ¿El habría sentido esa conexión extrasensorial que a ella tanto inquietaba?

— Condesa...detengámonos aquí. Esto es muy peligroso, indebido ― Thomas se apartó dejándola con los labios rojos, extasiados, con ansias de más. Ella comprendió, aunque no fuera lo que deseaba.

Dándose aire con las manos, Julianne caminó torpemente hasta recostarse sobre la cama y comenzar con la actuación.

Thomas se quitó las gafas, limpió con su pañuelo su frente apenas sudada y corroboró que los broches de su chaleco estuvieran ajustados. Inspiró hondo, miró a esa mujer rebelde y desfachatada, y se dispuso a llamar el Conde con el ruego silencioso de no perder las pelotas esa misma noche.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro