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Capítulo 8

Llegó a la iglesia con recelo. No era muy creyente pero entendía que la fe era importante para la gente y que el matrimonio ante Dios, un deber supremo. Un deber al que, de hecho, él se había entregado tiempo atrás, cuando era joven e inexperto.

Mucha gente por doquier, bullicio ensordecedor y rostros desconocidos, eran motivos suficientes como para voltear y marcharse.

A Thomas, la fastuosidad le daba náuseas.

Limpió los cristales de sus gafas y se preguntó qué demonios hacía en la boda de un tipo que apenas conocía. Convencido por un amigo de juventud y la milicia, Lucien de Baseville, pero sobre todo, dejándose llevar por la persistencia de la esposa de este, Evelyn, acudió al evento aún sabiendo que su amigo no iría por su reciente paternidad.

No conocía a nadie, pero no tardaría en estrechar lazos con alguna que otra dama soltera que estuviera a la caza de un esposo; no era mala idea querer emparejarse con alguien y por otro lado, acallaría a su insistente madre quien le pedía nietos en cada oportunidad que tenía.

Ubicándose en una de las bancas traseras junto a un grupo de hombres con sus sofisticadas esposas de lado, pasó desapercibido.

Para cuando la novia ingresó y el clavicordio comenzó a sonar, todos se pusieron de pie. Su rostro cubierto con un velo bordado apenas dejaba ver un perfil respingado; la muchacha, de contextura pequeña, avanzaba con poco ritmo hacia el altar del brazo de su padre, a quien la sonrisa se le anudaba en la nuca.

Regresando a su asiento, repitiendo los versos del sacerdote, la ceremonia fue monótona y un tanto aburrida; estuvo a punto de bostezar, pero se contuvo, hasta que el momento de la unión ante Dios, cobró forma: Arthur puso el anillo en el dedo anular de su prometida, tal como lo indicaba la tradición. Ella sonrió, bajó la mirada y aceptó su destino a regañadientes. No lo amaba y nunca lo haría, pero ya habían decidido sobre la vida de Julianne meses atrás.

El padre Roman ofreció la bendición y todos aplaudieron. Incluso Thomas, quien miró su reloj de bolsillo viendo que eran apenas las ocho de la noche. Exhalando profundo, prometió quedarse un rato más.

Para entonces, los novios encabezaron la columna de invitados que los seguirían hasta el atrio, para cuando él notó el rostro acongojado de la muchachita; Julianne giró su rostro, notando que un par de ojos turquesa la estaban mirando entre el público pero sin distinguir quién era el dueño.

Efectivamente, Thomas había quedado cautivado por la sutil belleza de esa joven con mirada vaga y sonrisa reservada.

— La ha sacado de una feria ― una de las mujeres ubicada por detrás de él, chismoseaba con otra.

— Es muy joven para él, supongo que la ha elegido para que le de muchos niños ― la más alta de las dos, le respondió.

Thomas buscó la invitación de la boda dentro de su bolsillo; la protagonista de los comentarios desafortunados de las presentes se llamaba Julianne Melsanz y hasta donde pudo escuchar, era la hija de un comerciante, un sujeto sin estirpe, no más que una plebeya que tendría que lidiar con un matrimonio concertado a la fuerza.

Para cuando él salió, los novios aun tenían mucha gente por saludar en la escalinata de la iglesia por lo que prefirió obviar ese paso y subir al carruaje tirado por caballos que lo esperaba fuera para ir directamente a la fiesta, en la mansión del conde.

***

La condesa estrenó título nobiliario saludando a los presentes sin demostrar su desconsuelo, por sobre todo debía conservar las formas. Uno a uno, los invitados les brindaron sus felicitaciones y buenos augurios. No faltó, tampoco, el pedido insistente de un pronto heredero y cosas de ese estilo que tanto le revolvían el estómago.

Diplomáticos, políticos y gente relacionada con el poder, atestaron el enorme salón de la mansión, acondicionada para el gran evento que los tenían de protagonista a Julianne y a su flamante esposo, el Conde Arthur Perraut.

Criada en un seno tradicional francés, conservador y religioso, Julianne siempre había apostado a derrotar los paradigmas familiares y rebelarse contra el sistema. Estudiando filosofía y literatura a escondidas, robando libros de la biblioteca y amante de las letras, pasaba sus días planeando el modo de escapar del internado de señoritas que la prepararía para ser una gran aristócrata contra su propia voluntad.

Con veinte años recién cumplidos, debía llamarse agradecida de haber llegado al primer paso de la adultez siendo virgen. Al menos, hasta esa noche.

Arthur, Conde de Guisa‎, veinticinco años mayor que ella, no tendría compasión en poseerla. Desde que lo había conocido, meses atrás, su mirada libidinosa le causaría repulsión.

Durante la cena en casa de sus padres, momento en el cual arreglaron los detalles de unión marital, ella no había emitido sonido. Julianne quería ser libre, enamorarse de un hombre que no solo quisiera saciar sus instintos y hacerla madre a la fuerza, sino que la respetara en todos los aspectos.

Al momento del baile inicial, ella apenas dejó ver su sonrisa, desdibujada por la congoja; pasando de mano en mano, quería finalizar cuanto antes con esa farsa. Dando vueltas, sin mirar a nadie en particular, distinguió a un hombre entre los presentes, que no la invitó a bailar. Observándolo por sobre su hombro, con disimulo, fue inevitable sentirse atraída por el sujeto.

Para Thomas, el baile era una disciplina que no dominaba. Aunque solo fuera llevar el cuerpo de un lado al otro, prefería no hacer el ridículo; disimuladamente, se coló entre los invitados, evitando a la novia.

Al término de la melodía inicial, con la pareja reencontrándose en el centro del salón, todos rodearon al matrimonio para adularlos; las mujeres, a esa altura, elogiaban la silueta y el vestido de Julianne, en tanto que los hombres felicitaban al Conde con implícito machismo.

A Julianne no le interesaban las posesiones materiales, llevar una vida rodeada de riquezas y mucho menos compartir lo que le quedara de vida con ese tipo desagradable que la desvestía con la mirada.

¿Y si se negaba a pasar la noche con él?

En efecto, todos esperaban el momento de la consumación sexual. No habría modo de evadir el encuentro.

Elevando las copas al unísono, Arthur propuso un brindis por la pareja atrayendo a su esposa de la cintura, un tanto rudamente; anestesiada, evadida de la realidad, Julianne aceptó el contacto sin disimular la tensión en su cuerpo.

Ya había llorado y pataleado lo suficiente, sin efecto. Ya estaba todo perdido.

— Agradezco a Dios por darme la posibilidad de haber conocido a Julianne, esta hermosa joven llena de energía y vitalidad. Hermosa como la noche que hoy nos cobija. ¡Disfruten de la velada! ― sin darle espacio para hablar, como era obvio, le entregó un beso casto sobre la mejilla que ella recibió sin chistar.

Dispuestas en el enorme parque de la enorme casa que compartirían a partir de entonces, las mesas estaban encantadoramente vestidas de color blanco y borgoña. Arreglos florales por doquier, faroles iluminando la fiesta y un show de malabaristas, animaban a los concurrentes.

— Vamos querida, la cena está por servirse.

— Ya bajo Arthur, me duele un poco la cabeza ― se anticipó Julianne, tomándose de la baranda de hierro de la gran escalinata interior de mármol.

— No te demores, ¿quieres? ― con un beso suave en su frente, él se marchó rumbo al corazón del festejo.

Lo cierto es que no había podido dormir bien esa noche, no solo por el nerviosismo y la desilusión propia de la boda sino que, además, su mente, ubicada en el escenario onírico, le había hecho una jugarreta perversa: con el claro de luna ingresando por la ventana de su cuarto de niña, un hombre se había figurado a los pies de su cama. Un hombre elegante, de cabello extendido hacia atrás y bien parecido, le aseguraba que no debía casarse porque el indicado en su vida, era él.

Julianne sintió que un cosquilleo le recorría el cuerpo, mucho más cuando ese desconocido la había poseído, quitándole los miedos de su primera vez.

Despertándose con calor, húmeda y frágil, no había vuelto a conciliar el sueño. Esa imagen real, vívida, la había atormentado durante todo el día.

— ¿Se siente bien, señora? ― uno de los camareros le preguntó a ella, visiblemente conmocionada.

— Oh, si, claro, es solo un vahído, nada más ― agradeció el interés y se dispuso a bajar los escalones restante uno a uno, con extremada lentitud.

Mujeres que aún no se habían ubicado en sus sitios la detuvieron a mitad de camino, haciéndole preguntas casi sin darle respiro.

— ¿Dónde será la luna de miel? ― pretendió saber la prometida del Barón de Luxemburgo.

— En Suiza ― respondió la reciente Condesa a desgano, pero sin perder el estilo.

— Me han dicho que Suiza es encantadora, sobre todo, Berna ― opinó la otra, hija de un coronel de alto rango.

— No sé, lo desconozco ― reconoció Julianne avanzando en la medida de lo posible.

— Deberíamos reunirnos a tomar el té a su regreso, Condesa. Sería un honor que nos acompañe en mi salón ― la primera la invitó de antemano, recibiendo un tibio "claro que si" de parte de la dueña de casa.

Escuchándolas pero sin distinguir de qué demonios hablaban, Julianne no era capaz de integrarse por completo a la conversación propuesta por estas dos mujeres; solo deseaba viajar en el tiempo y saltearse mil años para no dormir con Arthur en la misma habitación esa triste noche.

El cotilleo de las mujeres, las risotadas de los hombres, todo le resultaba abrumador.

Logrando eludir la compañía de sus invitadas, se apresuró para ir rumbo al parque para cuando sintió que las piernas se le aflojaban y sus rodillas, no tenían rigidez suficiente para avanzar.

Unas gotas de sudor frío le bajaron por la espalda.

— Hija, ¿qué sucede? ― a poco de la mesa principal, su madre la interceptó con tono acusatorio ―. Por favor, deja de llamar la atención y compórtate como una dama de alta sociedad, como lo que eres ahora ― la tomó por los codos antipáticamente, llevándola hacia un rincón lejos del escrutinio público.

— No me siento...bien...― en efecto, le faltaba el aire.

— Pues trata de componerte pronto, esta es tu boda, hay mucha gente importante aquí y no tienes derecho a fallarle a tu esposo.

Julianne, con la poca energía que le quedaba, conectó sus ojos con los de su madre, transmitiéndole el malestar que la embargaba.

— ¿No te ha bastado con emparejarme con quien se te ha dado la gana que aún continúas hostigándome a pesar de haberte concedido el deseo?

— Me lo agradecerás tarde o temprano. ¿O acaso creías que liándote con un civil común y corriente tendrías este futuro auspicioso? Con el Conde obtendrás riqueza, recorrerás el mundo, nada te faltará.

— Me faltará amor.

— ¡Deja de ya de soñar con esos romances fantasiosos que te inculcan los tontos libros que lees! El amor no sirve para nada, ¿te alimentas gracias al amor? ¿Logras que te respeten gracias al amor? Tú y esas ideas revolucionarias no te llevarán a ningún sitio si pretendes ser alguien en esta vida ― el dedo de Marie se clavó en la sien de su hija ―. Sonríe, sé una buena esposa. Complace a tu marido, entrégale descendencia. Mucha. Agradece la suerte que has tenido al tener la posibilidad que un hombre guapo y rico te acepte como esposa.

— Te cedo el lugar con todo gusto si es tan importante para ti, madre ― una bofetada fuerte, picante, impactó sobre su mejilla, dejándola sin argumentos. Frotándose la piel, le quitó la mano de su madre bruscamente para cuando esta intentó acariciarla ―. Gracias a ti seré la mujer más infeliz del mundo. ¿Lo entiendes?

— Abandona el melodrama, niña y llena de dientes esa sonrisa. Has dejado de ser una desgraciada buena para nada el día de hoy ― pellizcándole las mejillas, tiñó de un falso rubor la piel de su hija.

Alisando la falda de su vestido con escote corazón, costoso y elegante, Julianne avanzó tan solo dos pasos para cuando vio todo negro, cayendo estrepitosamente en el piso y despertando sospechas de todo tipo.

El rumor no se hizo esperar; Thomas, lejos de la escena y con una copa en la mano, solo pudo observar que todos se reunían en torno a la novia, desmayada en el piso.

Parecía que, finalmente, la boda tenía su cuota de acción después de todo.

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