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El hombre tardó alrededor de cinco días en llegar a la luna, a mí me tomó cuatro horas llegar al pueblo sin nombre.

Dejé atrás las cosechas y los campos con vacas regordetas, moscas y fragancias que en lugar de oler a libertad apestaban a infierno. Y me adentré en ese nuevo mundo con ganas de un día más. Noté el cartel de bienvenida a un lado de la carreta, era un acrílico gris con pegatinas negras y cursivas «Bienvenidos a...» Esa parte estaba despintada. 

Los pueblos amables te conceden una bienvenida, eso me dio buen presagio.

Después de todo, yo quería ser amigable y nada mejor para una buena actitud que un pueblo cariñoso, campestre, rodeado de granjas, campos y luz de sol. Allí sería feliz.   

No había rascacielos en la urbanización, el edificio más grande tenía cinco pisos, la mayoría eran cuadrados, de ladrillos rojos o mampostería clara. Las tejas despuntaban a la altura de árboles de mandarina, algunas frutas habían reventado en la acera y sus cascaras se secaban al sol. Todo olía delicioso. Las calles eran largas, pero estrechas y tenían parches de brea que serpenteaban entre nuevas grietas. No había autos último modelo, algunos usaban bicicleta. 

En el pueblo sin nombre nadie notó mi presencia, fui como la primera gota de agua de una inundación.  

Las primeras personas con las que hablé, en ese pueblo, fue una pareja de ancianos. En sus manos sostenían un álbum de fotos, como si fuera demasiada carga para ambos, y observaban con ceño fruncido las imágenes, en plena acera; delante de una tienda de electrodomésticos cuyo escaparate exhibía televisores de pantalla plana y otros que habían catalogado bajo el rotulo «vintage» pero eran tan viejos que se veían como cajas. Me pareció una buena estrategia, pero algo penosa.

Todas las tv sintonizaban un canal de noticias, la primera plana que presentaban los periodistas recitaba:

«¿Dónde está el presidente?» «A dos días del Desvanecimiento» «Un científico explica que posiblemente es una tormenta solar»

La mujer tenía el pelo corto, como una nube rodando sobre su cabeza y el hombre era calvo, con manchas de sol en la pelada. Ambos ancianos vestían pantalones de lino, remeras de algodón de colores chispeantes y calzaban sandalias. Con medias. Por todos los cielos, cuánta clase.

—Disculpen —interrumpí su concentración con cierta satisfacción—. ¿Saben dónde puedo encontrar un hotel?

No supe que quería pasar la noche ahí hasta que formulé la pregunta.

Los dos levantaron la mirada vigilante de las fotografías blanco y negro donde sonrisas del pasado curioseaban el mundo del futuro. Al percibirme la anciana contrajo la nariz, sumado a sus arrugas de vejez y al ceño fruncido, su rostro se vio como un mapa satelital, era fascinante y encantador. Me quitó el aliento. Era una mujer hermosa.

—¿Hablas en serio, mocosa? —preguntó subiéndose los anteojos por el puente de la nariz. 

—S-sí —respondí, ruborizada porque me había dirigido la palabra. 

—¿Cómo se supone que sepamos? —discrepó.

—¿Andas perdida? —preguntó el anciano, era su esposo, sendos anillos de casados enlazaban sus dedos. 

Asentí, apretando las correas de mi bolso, la firmeza y aspereza del tacto me dio fuerzas.

—¡Pues piérdete más y no molestes! ¿No ves que tenemos suficientes problemas? ¡Ve a la policía! —agregó.

—Va... gracias —bisbiseé. 

Esperé que acudiera una oleada de rabia que me hiciera girar sobre mis talones y darles un puñetazo a ambos, entre las cejas, pero no llegó nada. Suspiré aliviada. Yo no era así, si había sido una persona violenta y vengativa no quedaban vestigios. Me sentía como un fantasma sin recuerdos usurpando el cuerpo de alguien más. Todo era nuevo y revelador. 

Una persona me miró con interés. Sentí sus ojos curiosos, atentos e interesados, clavados en mi nuca, como un niño que asecha las estrellas, anhelando llegar a ellas.

Esa persona había espiado la conversación desde la cuadra de enfrente bajo la marquesina de un cine bastante viejo. Las luces amarillas de la cartelera iluminaban la noche que se precipitaba como la fragancia dulce de un vino descorchado. Me pregunté cuánta gente había tenido una linda noche parado bajo la marquesina, cuántos habían sido plantados en una cita, cuántos se habían perdido o cuántos se habían encontrado en la risa de alguien que querían.

Yo caminé hacia la esquina de la manzana, buscando un hotel y él, sin sacarme los ojos de encima, caminó a mi lado desde la cuadra de enfrente. Eso me resultó divertido y no pude evitar sonreírle. 

Si los mejores romances comienzan con una mirada, las amistades más puras empiezan con una sonrisa. 

Él se rio y se rascó la cabeza, prestando atención al tráfico, decidido a cruzar. Era un hombre joven de treinta años o un poco más. Tenía una corbata negra con franjas amarillas como las abejas, pantalones de vestir, zapatillas y camisa blanca metida tras el cinto. Su piel era oscura como el chocolate fundido y sus ojos negros y profundos como la oscuridad tranquilizadora de una noche de fogata. La luz rojiza del atardecer lo hacía parecerse a una mandarina dorada.  

Él sonreía y se acomodaba su cabello aplastado bajo los dientes del peine que seguramente se había pasado en la mañana. En su brazo derecho llevara atado un pañuelo purpura, como si perteneciera a un grupo político o una secta.  

Cargaba un comunicador de radio en la mano, muy parecido al que usan los policías. Rodeé con mi brazo el bolso y lo posicioné tras de mí para alejar el arma. Él guardó la radio en el bolsillo trasero para que no se la viera. Los dos teníamos cosas que ocultar. 

—Buenos días, me llamo Belchite —extendió una mano cuando estuvo a media cuadra, mucho antes de alcanzarme.

Aun sostenía la correa del bolso que colgaba de mi hombro, alcé con timidez unos dedos y sonreí.

—Bodie —me presenté.

—Escuché que estabas perdida.

Alcé las cejas, impresionada de su oído sobrehumano. 

—Busco un hotel o alguna posada.

—Las posadas no existen aquí. Solo hay un hotel y está lleno. Muchos divorcios de última hora e hijos desterrados. Ya te das una idea.

Asentí, en realidad no tenía idea de lo que me hablaba.

—Pero estamos convenciendo a una vecina nuestra de que rente habitaciones —aclaró—. Es la señora Bhangarh. Tiene como cuatro recamaras disponibles en su casa, cinco si cuentas el departamento encima donde guarda chatarra. Ella solo le dio asilo a una olvidada nepente, pero la estamos convenciendo de que le dé lugar a más gente. Eso sí, la señora Bhangarh esperará dinero a cambio.

Asentí absorbiendo la información. Podía llegar a un acuerdo con la señora, lo primero que necesitaba era un lugar donde descansar, luego iría por calcetines y después de eso... después de eso... después...

¿Cuáles eran mis consecuencias? Todos deberían tener planes, consecuencias, finales, acciones a realizar, la verdad era que yo no tenía ninguna meta que conseguir. Eso, el ser nadie ni hacer nada, ese pequeño abismo blanco en mi pecho y en mi cabeza, me hacía sentir libre pero pesada. Estrujé más la correa del bolso, incapaz de identificar esa nueva emoción.  

El labio me tembló de la alegría. 

—¿Podrías guiarme con ella... Belchite? —inquirí.

Belchite sacudió el brazo donde llevaba amarrado el pañuelo purpura, trataba de ser gracioso o amigable. 

—Obvio, por qué otra cosa tendría esta insignia. Por cierto, llámame Belchi —se dio golpecitos en la corbata.

—Belchi —repetí, decidida a jamás llamarlo así. 

Personas como él eran los que plantaban carteles de bienvenida a la orilla del pueblo, los que regresaban los moluscos al mar luego de que fueran traídos por la corriente y los que al terminar una función de cine volvían a plegar la butaca. Eran buenos ciudadanos, repartiendo acciones desinteresadas y abnegadas, grandes o pequeñas, arrojándolas sobre la tierra como semillas que germinarían. 

—¿Quieres que te llame de alguna manera especial Bodie? 

Me encogí de hombros. Mis dedos crujieron sobre la correa. Quería responderle que sí, pero se sentía solitario inventarme un apodo, alguien que me quisiera ya se encargaría de darme uno. 

—Soy muy ordinaria para tener un nombre especial —admití.

Belchi entonó una risa alegre. 

—Tranquila, Bodie, estos últimos dos días todos somos especiales a nuestra manera. Pero ¿Acaso nunca lo fuimos?

—No sé.

—Lo somos ¡Los humanos somos especiales! Después de todo, alguien te hospedará en su hogar. No hay otra especie en el reino animal que hospede a extraños y les de amparo. Son territoriales, nosotros no ¿Alguna vez viste un oso invitando a otro oso a su casa?

—No porque los osos no tienen casa.

Ambos reímos del comentario trivial.

Nuestra conversación carecía de importancia política o social, son palabras que no tienen transcendencia. Habrá habido miles de conversaciones tan banales como esa a lo largo de la historia y habrá millones más después de nosotros. Tal vez en la muralla china, hace cientos de años, antes de que se crearan las velas, un soldado le puso un apodo a otro y es muy probable que en el año mil novecientos, dos personas hayan hablado de osos mientras viajaban en ferri. Pero ya nadie lo podría comprobar. Ni ellos. 

Y es que hay cosas que se olvidan o que nadie puede recordarlas. A muchos les resultaría deprimente ser tan desechable o finito. Los osos llorarían si supieran que su cueva en el pasado fue de alguien más y en el futuro le pertenecerá a otros osos.

Pero nosotros reímos de mi comentario trivial. Belchi tenía razón. Somos especiales. Y nada podría ponerme más feliz que ser lo que soy ahora: nadie.

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