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 Algo se cayó al asfalto caliente. Provocó un ruido escandaloso. Volteé para ver qué era. El objeto oscuro estaba tendido en el suelo como el velo de una novia. Se trataba de un arma, la había llevado todo el tiempo entre mi espalda baja y mis pantaloncillos. No me había dado cuenta, era un peso que conocía.

Di un paso hacia ella, anonadada, como un niño que encuentra algo aterrador bajo la cama. Me sentí como al borde de un acantilado, por más que estuviera en una basta carretera rural, tenía la impresión de que si daba un paso más me despeñaría. La columna vertebral se me estremeció. Una fila de hormigas llevaba hojas a su escondite y trepaban el objeto que se me había caído con mayor interés, preguntándose si era azúcar. Las espanté con mi mano y corrieron despavoridas.

Sumida en dudas, recogí el arma con la punta de mis dedos, clavándole la mirada como una demente hipnotizada. Pesaba alrededor de cinco kilogramos, la palma de mi mano la rodeó con naturalidad y la engulló, como si fuera una cueva que le daba cobijo del sol.

Me pregunté para qué querría yo un arma. O por qué la había guardado en el cinturón de mi pantaloncillo. La había dejado en un lugar accesible porque pretendía usarla, pero oculta porque no quería que los viajeros como yo la notaran.

El arma era una Beretta, italiana, con mango de cuero. Comprobé si estaba cargada. Lo estaba. Solo faltaban unas tres o cuatro balas. Lo sabía por el peso.

Solté una risilla que se tragó el silencio de la carretera, como si tuviera sed y mi risa fuera agua fresca. Era una persona que no empacaba calcetines, pero viajaba con armas. Eso parecía divertido.

Eso no podía ser mío, probablemente se la hubiera quitado a alguien ¡Era una broma que había hecho! ¡Claro, eso era!

Me encogí de hombros y la guardé en el bolso deportivo, despreocupada. Nada podría abrumar la ligereza que sentía en mi corazón. Estaba libre y feliz, porque no recordaba las razones que me empujaban al pueblo sin nombre. Yo era una hormiga que, aunque ya cargaba con hojas, estaba en busca de azúcar.

Me dio curiosidad revisar mi equipaje, pero quería llegar al pueblo antes de que anocheciera para encontrar algún hotel. Procuré guardarla en un bolsillo del bolso para que nadie la notara. La gente podría asustarse si veía de repente un arma.

Me pregunté, otra vez, por qué yo no.   

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