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Por más que estuviera de buen humor Pripyat no permitió que la siguiera todo el camino. Fuimos hasta la estación de tren. Como era un pueblo campesino las vías de carga que transportaban tractores, semillas o cosechas estaban al lado de los andenes donde viajaban las personas. La plataforma del tren era de concreto cuarteado, con hierbas y dientes de león creciendo entre las grietas.

Las cigarras chillaban creando una agradable melodía veraniega.

Nos sentamos en un banco y mientras esperábamos vimos a los maquinistas asomados por las ventanas del vagón, ellos a su vez contemplaban a los cargueros y aguardaban a que terminaran su trabajo para arrancar. Uno de ellos repasaba un mapa de las vías porque no tenía mucha idea del recorrido... Tranquilizador.

Estábamos una lo más alejada de la otra, bajo un toldo de metal que tenía el cartel con el nombre de la villa.

Una oficial caminó hacia nosotras y nos pidió boletos y documentación. Pripyat mostró permisos, de la Coalición Vecinal, que nos permitía salir del pueblo. No llevaba bolso ni billetera así que los sacó bajo la manga de su vestido enorme, como ese truco que practican los magos y deslizan un ramo de flores de su muñeca. Mientras los policías de la estación de tren inspeccionaban rápido los permisos, alcé las cejas y le pregunté:

—¿Qué otras cosas escondes bajo ese vestido de abuela?

—Esto —respondió metiendo la mano izquierda en su manga derecha.

Inocente me incliné hacia el suelo, su territorio demoniaco y no vi venir que me estampó en la nariz su dedo medio.

Los policías nos dejaron pasar, deseándonos buen día y un rápido recupero de memoria. Pripyat le arrancó los permisos con la mejor expresión hastía que pudo dedicarles. No le pregunté si eran falsificados porque claramente lo eran. En parte, tener que depender de gente con recuerdos como un jodido loco que no se le permite viajar solo o como dos niñas, era nuestro castigo por ser nepentes y haber olvidado dónde dejamos nuestros documentos de identidad, o peor aún, nuestra identidad.

Todavía me resultaba extraño que tuvieran tan monitoreados a los nepentes y no nos permitieran viajar sin autorización de la policía local o los vecinos organizados. Tan extraño que era sospechoso. Cerré los puños, nerviosa.

Miré el sol redondo y distante.

—Hace un día precioso ¿no? —dije para escuchar otra cosa que no fueran mis pensamientos.

—No lo recordarás en enero —abrevió.

—Acabas de concordar en que el sol es precioso ¿Para qué quieres recordarlo? Mañana lo verás otra vez y pensarás lo mismo —dije—. A veces es necesario ver el mundo por primera vez. Si lo piensas de esa forma, soltar el pasado es una bendición.

Ella abrió los ojos, el negro y el blanco y un brillo amigable asomó por ambos. Se cubrió los labios para que no notara que estaba sonriendo reconfortada, como si encontrara a alguien que había perdido en la multitud. No me quitó la mirada enternecida de encima, sentí que me estaba viendo por primera vez. Me sentí encontrada.

Ladeó la cabeza, interrumpiendo nuestra mirada y contempló el aire reilando alrededor de las vías. No me respondió ni volvió a hablar.

Cuando el tren llegó, nos subimos al vagón más vacío que encontró Prypiat. Era la primera vez que viajaba tan lejos, que supiera. Fuimos en silencio y nos bajamos en un lugar llamado Apeadero Altimpergher. La estación era idéntica a la anterior, estaba rodeada de hierbas lozanas, cielo azul y un camino de tierra.

Nos hallábamos a cuarenta minutos del pueblo más cercano, con suerte.

No me dejó acompañarla más de ese punto, quería que me quedara en la plataforma de la estación.

—¿Cuánto vas a tardar? —no me agradaba quedarme sola en ese lugar, sin fundamentos, no sabía por qué.

—No sé —respondió esquiva, planchándose el vestido.

—¡Pero tenemos una cita!

Pripyat arqueó una ceja, alejó las manos de la tela y se cruzó de brazos.

—¿De verdad? Yo no recuerdo que me hayas invitado a salir.

Suspiré y restregué mi cara.

—Me refería a la cita médica, de nepentes ¿Recuerdas? Van a crearnos documentos de identidad. No podemos llegar tarde a la consulta con los especialistas. Se lo prometí a Kayakoy.

—Pues a mí me prometiste otra cosa.

—¿Estás celosa? —pregunté para molestarla.

Pripyat arrugó el semblante y contestó avinagrada:

—Por dios, Bodie, deja de ser una niña.

—Tengo veinticinco —respondí.

—Veinticinco veces habrás hecho la misma mentira.

—Veo que las estás contando —sonreí socarrona—. No sabía que me prestabas tanta atención.

—Ya sabes lo que dicen —alzó un hombro desinteresada—, ten a tus amigos cerca y a tus enemigos aún más cerca.

—¿Enemigas?

—Sí.

—Bien por mí, porque dicen que los que se pelean se aman.

Ella alzó las manos como si quisiera construir un muro entre nosotras, cerró los ojos, suspiró y meneó la cabeza. Por segunda vez en el día había hecho que cerrara la boca, amaba esa nueva habilidad.

—Faltan siete horas para la consulta, creo que llegaré a tiempo.

—¿¡Crees!? —me horroricé.

—¡Sí! —respondió sucinta.

—¿¡Son siete horas que debo esperarte aquí!?

Se dio la vuelta, el viento del campo agitó ese horrible vestido suyo.

—Entonces te sugiero que esperes sentada.

—P-Pero...

—Gracias por entender, te traeré un recuerdo, Bodie —dijo alzando una mano sobre su espalda y saludándome de la forma más desinteresada posible—. Si me acuerdo, claro.

—No quiero tu lastima.

—No la tienes.

Dejé caer los hombros, derrotada, me senté en el banco bajo el alero para protegerme del sol, coloqué mis manos en el hueco dentro de las piernas y miré el cielo.

La gente mira el cielo para pensar, piensa para resolver asuntos, resuelve asuntos para vivir tranquilos y plenos, viven para... viven para... la gente vive para...

Me mordí la lengua, subí las piernas al banco, las abracé, coloqué la mejilla enrojecida en mis rodillas y sonreí de forma débil tratando de ignorar mis sentimientos.

¿Me sentía triste?

No. No tenía razones. Mi compañera de trabajo Kayakoy había dicho que, en otras ciudades, en los puertos, el mundo era un caos. La gente sufría porque ellos sí tenían problemas. No como en estos pueblos rupestres donde teníamos suerte. Mis razones para estar amargada eran tantas como mis recuerdos, por eso yo era una persona feliz.

Un helicóptero carguero pasó volando sobre los pastizales, en la red transportaba cajas con medicina. Ayer, cuando había ido por helado al supermercado, antes de cruzarme con los artistas demoledores de monumentos, me había enterado de un lío sanitario. Lo escuché en la radio vieja que la dependienta de la tienta deja junto a las desgastadas heladeras de hamburguesas y guisantes congelados: el reportero decía que en el sur del país había una epidemia de gripe porque nadie supo reconocer los síntomas a tiempo. Para evitar más muertes llevaban toneladas de medicina.

El mundo estaba caótico, girando en un espiral de perdición y a la vez ese campo de hierbas y maíz se veía seguro.

Había dudado de introducir a Pripyat en mi reducida lista de personas seguras. Con pesimismo había creído que nos llevaríamos mal y sí bien era cierto que ambas disfrutábamos de molestar a la otra, tenía la intuición, de que podría ser mi amiga.

Levantamos banderas blancas. Porque estábamos creciendo. El Desvanecimiento nos había hecho nacer por segunda vez y debíamos empezar de cero. Hay una etapa en que los niños son soltados al mundo y deben interactuar en guarderías y colegios, no todos se llevan bien, pero aprender a convivir con diferente tipo de gente. Pensé que nosotras estábamos en esa etapa de nuestras vidas.

¿Cuántas etapas tiene una vida?

Niñez. Adolescencia. Adultez. Y vejez.

¿Estaba bien el orden? Sabía que un sociólogo dijo eso, pero no recordaba cuál.

En la niñez estableces lazos con tu familia y amigos.

En la adolescencia buscas una identidad, un grupo que te valide como persona, que te reconozca.

En la adultez tratas de entender el mundo y cumplir tu papel, tu misión, buscas tu gran significado. También te relacionas románticamente y encuentras pareja ¿O eso pasa también en la adolescencia?

Y en la vejez te despides de los demás. Perpetuas tu conocimiento. Se acaba el tiempo. Dejas tu legado y asumes que desaparecerás para siempre. Te desvaneces.

¿Podría vivir todo eso hasta diciembre?

Agité mi cabeza y cerré los ojos.

Ya no me importaba. Me conformaba solo con no estar sola.

En el fondo, sentía que ella, como yo, necesitaba, con la misma desesperación, a alguien. Solo alguien. Y de alguna extraña manera me alegraba que ese alguien fuera Pripyat.  

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