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Quise ayudar a Pripyat con la cena, pero ella me impidió colaborar, me empujó hasta una silla y se puso un delantal rojo mientras me lanzaba una concienzuda mirada, advirtiéndome severamente que no me moviera de lugar.

Todavía seguía en calcetas, bragas y remera. Y todos estaban igual que ella, no tenían vergüenza, supongo que porque no había ningún recuerdo para alimentar su timidez.

Recorrí el lugar con la mirada para encontrar la razón por la que me sentía tan cómoda en ese rincón de la cocina. El calor era intenso, pero desde la ventana, ubicada encima del fregadero, se filtraba una briza fresca que hinchaba las cortinas amarillas. Por la radio sobre el refri sonaba Take This Waltz de Leonard Cohen.

—¿Ah sí? No sabía que se llamaba así —dijo Pripyat y encendió un fosforo para prender la hornalla.

—La qué.

—La canción, tonta. Acabas de decirme cómo se llama.

—¿Ah, sí?

Frunció el ceño.

—¿Cómo es que recuerdas música si eres nepente?

—Ah, sí. No sé —contesté distraída.

Continué buscando en la cocina el origen de mi alegría, pensando que tal vez la hallaría agazapada detrás de un mueble. Había una mesa redonda con un mantel de color limón y una frutera en el centro, la encimera de mármol donde Pripyat iba a cocinar, estanterías, alacenas y una despensa ubicada al final de la habitación junto a la heladera de color turquesa. Yo estaba contemplando todo en una de las sillas de madera con respaldo de tablas, preguntándome si así de simple se veía la felicidad.

Y es que no podía creer que había recibido la primera paga de mi nuevo trabajo, en una nueva ciudad, que tuviera nuevos amigos... una vida diferente. Era todo lo que quería y lo estaba comenzando a conseguir. Era probable que lo olvidara cuando el injusto diciembre acabara, que todos muriéramos, nuestras mentes envejecieran en segundos y nuestras eternidades se convirtieran en instantes, pero me prometí disfrutarlo hasta ese momento. Porque era feliz y la felicidad se goza sin pretensiones.

Me percaté de que había unas latas de pintura bajo la mesa, pinceles viejos y cortinas de baño plegadas encima de las tapas.

Pripyat abrió un libro de cocina, lo apoyó contra la canilla y leyó con atención, recargando una mano contra la encimera y con la otra acariciándose el mentón. Al ser nepente como yo prácticamente no recordaba haber preparado ninguna receta o no tenía experiencia en ningún platillo. Me pregunté si yo había sido buena cocinera, tal vez era mi pasatiempo favorito y ni siquiera lo sabía.

Estaba de espaldas a mí. Me sentía como una acosadora ociosa viéndola cocinar. Sí era una acosadora, pero no ociosa.

—¿Te ayudo con...?

—No.

—¿Segura que no quieres que...?

—No.

Repiqueteé mis pies contra el suelo.

—¿Para qué es esto? —pregunté, refiriéndome a las latas de pintura.

—Mañana pintaremos la cocina —contestó distraída.

—Mañana tengo el día libre.

Giró la cabeza y arqueó una ceja.

—Dios nos ayude, si eres un fastidio estando ocupada no quiero imaginarte con horas de más.

—¡Ja! —me reí—. No tengo todo el día libre, antes del mediodía debo escoltarte al psiquiatra para que te diagnostique narcicismo con delirios de grandeza cósmica.

Ella fue hasta el refrigerador con la espalda recta, caminando como una reina. Agarré una manzana del frutero y la giré sobre la mesa.

—¿Te parezco una persona que se ame desmedidamente? —preguntó sacando unos huevos y amontonándolos entre su brazo y el pecho.

Me encogí de hombros y volví a dejar la manzana en su lugar.

—Si no te amas puedo hacerlo yo —dije.

Podíamos ser amigas, aunque cuando la veía sonreír era en lo último que pensaba. Pripyat puso los ojos en blanco y se mordió el labio para evitar una sonrisa.

—Pripyat —dije.

—¿Uhm? —preguntó.

—¿Aún tienes la chapa de Astroboy?

Ella no se volteó, pero aun así sentí que estaba analizándome.

—No sabía que querías iniciar una pelea. En ese caso dame un minuto que voy por mi bate.

Sonreí y apoyé mis codos en los muslos, dejando las manos caer entre en hueco que formaban mis piernas.

—Puedes quedártela, si quieres. Espero que averigües por qué es tan importante para ti.

Ella se volteó, apretó las palmas contra la mesada, un mechón de cabello naranja se le vertió como un rayo de luz de atardecer y le ocultó la cicatriz. Ella pensó que no lo descubriéremos jamás, a no ser que venga algún conocido o encontramos nuestro hogar... toda nuestra vida era como un anuario escolar, cientos de fotos de jovencitos que debieron significar algo para ti, pero la vida los borró de tu cabeza.

Suspiró.

—Espero que tú descubras por qué es tan dolorosa para ti.

Había usado la palabra exacta, no sé cómo. Mi pasado, para mí, era simplemente doloroso. No lo podía recordar, pero sabía que lo era, los animales no tienen que tocar el fuego para saber que quema. Tenía la impresión de que si averiguaba de dónde venía eso me consumiría, prefería dejarlo enterrado.

Ella me sonrió, inclinando la cabeza ligeramente a la izquierda, le devolví la sonrisa.

—Si no te duele la chapa te puede doler eso —Sin poder anticiparlo, agarró un repasador y me lo arrojó a la cara—. Y deja de sonreírme, me pone incómoda —comentó sardónica.

—Perdón.

—Era broma, Bodie, cielos, no me incomodas.

—¿Ah, sí? Perdón, digo... bueno.

—Te quedaste sin ideas ¿Eh?

Asentí. Me gustaba discutir en broma y decir idioteces, pero no podía pensar mucho si la tenía tan cerca. La miré preparar omelette y ensalada, algo básico y sencillo. No pude contenerme y fregué las sartenes y ollas que ella había usado. Mientras me ponía los guantes de goma miré que había una persona en el jardín, era una figura delgada, con los hombros caídos, se veía desamparado y triste. Yacía bajo las parras de uvas y aunque no podía verle el rostro sabía que nos contemplaba atentamente, casi sin parpadear.

—¿Quién es ese? —pregunté, señalándolo.

Pripyat estaba secando los trastos, levantó su mirada de un plato mojado y arrugó el entrecejo.

—¿Quién?

—Ahí —señalé el jardín, pero no había nadie, solo una parra—. Creí ver a alguien ahí.

Pripyat alzó las cejas.

—Mañana el psiquiatra se montará una fiesta contigo.

—Podrías unírtenos —respondí mojándola con gotitas de agua y detergente.

Eso la hizo refunfuñar más, no tenía paciencia y me dijo muchas cosas, menos guapa.

Cuando señora Bhangarh regresó me presentó al último inquilino, el señor Bassam Grand. Era un anciano de ojos rasgados, delgado, calvo y con manchas en la piel como las pisadas que surgen entre la nieve. Sus labios eran enormes al igual que un pez mero. Vestía una camisa naranja y un collar de cuentas, no se veía como un chismoso, su porte pacifico era igual al de un budista y tal vez lo había sido porque era calmado como un charco de agua luego de la lluvia.

La señora Bhangarh me agradeció por el vino y optó por servirlo a todos en copas vidrio en lugar de los típicos vasos de cartón. Comimos en el jardín, bajo un reflector que instaló profesionalmente Kolman y encontró Kadyc por casualidad.

Aquel farol estaba atrayendo a todos los mosquitos del pueblo. Zumbaban sobre nuestras cabezas. Kadyc prometió aniquilarlos a todos juntos con repelente cuando se congregarán los suficientes, no sabía cuántos eran suficientes para él porque para mí ya había demasiados. Finalmente se deshizo de todos juntos de forma bélica, a mí solo se me hizo que estaba jugando.

Mientras ponían la mesa fui a buscar a Darg, después de todo cenaríamos en el jardín, estábamos a medio metro de la entrada a nuestro departamento. Le pregunté a la señora Bhangarh si podía presentárselo al resto de los habitantes de la casa y ella dijo que sería buena idea para integrar a los nepentes solitarios. Subí apresurada las escaleras y abrí la puerta que llevaba al ático, pero no lo encontré allí.

No había regresado de su excursión.

Incluso noté que había una caja de cigarrillos sobre la mesa, no se los había llevado. Los apreté en mi mano y me prometí que si no regresaba a las once iría a buscarlo por la ciudad.

No podía dejar de imaginármelo solo, entre tantos hogares, parado como una figura desolada, sin rostro que recordar, sin ojos por los que llorar y sin boca por la que gritar. Únicamente una cara vacía, en una noche que no era ni de verano ni de invierno, solo era oscuridad. 

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