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La cena fue magnifica, más monumental que un trono, más valiosa que una corona. No hablaron de nada importante, pero sus voces se entretejían sobre la mesa como hilos de seda amarillos que crean un telar grande, tan largo como para abrigar a la tierra entera.

Al principio platicaron sobre el Desvanecimiento. Bassam sabía mucho, todo lo había escuchado por ahí «Escuché por ahí que los animales no fueron afectados, entonces, no en un acto de la naturaleza. Alguien inteligente nos hizo esto» «Escuché por ahí que algunos están tratando de entrar a la deepweb para encontrar información del terrorista» «Escuché por ahí que fue una niña con poderes psíquicos» Varosha tarareaba y se acariciaba el lóbulo de la oreja cuando escuchaba con atención a algunos, la teoría favorita de ella era que las ondas de los teléfonos celulares nos habían afectado.

Pripyat insistió en que no perdiéramos tiempo lamentándonos, agarró la botella e insistió que disfrutáramos la noche.

Aunque solo había llevado algo tan tonto como vino barato, Kadyc optó por chocar las copas con el tenedor y crear música. Fue como una ceremonia. Comenzó a beber algunos y niveló la cantidad de cada recipiente para que emitieran una nota diferente al tintinear. Tocó el himno a la alegría, luego de buscar las notas en internet. Resultó que era muy bueno con la música, casi un prodigio, él se vio tan impresionado como nosotros. Varosha estaba orgullosa.

Kadyc incitó a su hermano a practicar, pero Kolman no tenía el talento musical. Agarró dos tenedores como si fueran baguetas y las golpeó torpe contra las copas hasta que quebró una y manchó el mantel con vino. El líquido se derramó hasta Pripyat.

—Lo-lo siento, Prip —se lamentó apenado mientras su hermano se desternillaba de risa.

Creí que saltaría de la silla echa una fiera y le daría un rapapolvo o simplemente lo insultaría. Sería muy propio de ella ser así de temperamental, pero en su lugar sonrió con dulzura y agitó una mano.

—No te preocupes, no es nada —la remera negra mojada se le estaba adhiriendo al cuerpo y se la trataba de despegar con la punta de los dedos.

Descubrí que solo era gruñona conmigo.

Pripyat se puso de pie, arrimó la silla a la mesa y agitó la remera empapada para secarla. Su silueta recortó la luz del reflector que irradiaba calor. Se veía cada sinuosidad de su pecho. Miré mi tenedor como si fuera lo más maravilloso del mundo.

—Iré a cambiarme —notificó Pripyat—. Ven, Bodie.

—¿Y-yo? —pregunté, alcé la vista y sentí, en mi cara, el calor de miles de veranos.

Me lo estaba ornando imperiosa, como si fuera un perro faldero. Ni loca iría, pensé mientras me ponía de pie, arrimaba la silla hacia la mesa e iba.

Kadyc soltó una risotada. Se reía muy seguido.

—Seguro te hará lavarle la camisa para que le pagues por la cena.

Pripyat caminó hasta la casa y en el trayecto apretó las mejillas de Kadyc con una mano, los labios de él se fruncieron como los de un pez. Se lo veía muy jocoso, le divertía que alguien le deformara la cara. O tal vez todo le divertía.

—Él sí me conoce.

—Perdón, Prip —se lamentó nuevamente Kolman, hundido en la silla, era demasiado recto y justiciero como para que su error fuera olvidado a la ligera—. Supongo que no tengo talento musical —dejó los tenedores en la mesa, todavía no los había soltado.

—Está bien, tranquilo, no me molesta, estas cosas pasan en los conciertos —aseguró, sujetándolo del hombro y dándole una palmadita.

Pripyat se metió a la cocina, atravesó el pasillo que conectaba la sala de estar con las habitaciones y me pidió que la esperara del otro lado de la puerta. Cuando se hubo desnudado, abrió ligeramente, solo sacó su mano blanca como las estrellas y me dio la remera que olía a uvas dulces. La agarré sin poder evitar pensar que del otro lado de la puerta había una chica desnuda. Completamente. Tragué saliva.

La prenda todavía tenía el calor de su cuerpo.

—No es necesario que la limpies tanto, solo quítale la mancha o lo que sea. Así me pagas la cena, yo no cocino gratis, mucho menos a niñas pretenciosas —explicó del otro lado.

Miré la prenda y la giré en todas direcciones, no sabía cómo quitar una mancha de vino.

—¿Entonces... qué hago para pagarte la cena?

—¡Mójala!

—¿Seguimos hablando de la remera?

Me cerró la puerta en la cara, arrastré los pies hasta la cocina y la fregué en el grifo. El vino era rojo, el agua escurría entintada. Experimenté una extraña sensación de Déjà vu. Tal vez en mi otra vida había sido una empleada doméstica o me ganaba el sueldo limpiando ropa ajena. La estrujé y la dejé secar un tendedor plegable que había visto en el jardín delantero, junto al automóvil.

La calle y la plaza estaban serenas.

Escuché que la dependienta del supermercado de la esquina hablaba acaloradamente, por no decir que discutía con el repartidor de un camión de víveres. Ella le señalaba un recibo de algo que, al parecer, había pagado por adelantado y él meneaba la cabeza y señalaba el interior del camión de cargas.

—Te dije que es lo único que despacharon del distribuidor.

—Pero se suponía que hoy iban a traer sacos de... yo... ¡Ya lo pagamos!

—¡Pero no hay nada! ¡Pagaste algo que no existía! ¡Las fábricas están cerrando o trabajando a la mitad de la capacidad, casi todos sus empleados están en proceso de capacitación porque se olvidaron cómo operar las máquinas! ¿Quieres comida enlatada? No hay nadie que sepa enlatarla ¿Te quedaste sin pasta instantánea? ¡Queda muy poca gente que sepa hacerla! ¡Esto es lo único que conseguí!

—Tengo las góndolas casi vacías ¿Me estás diciendo que se acabó la... la comida?

Podía ver sus siluetas tensas.

—Sí —respondió el muchacho bajando la cortina metálica del carguero, el ruido se oyó como relámpagos.

—¿Qué voy a vender entonces? —preguntó alicaída la dependienta—. Hoy es viernes, tengo la mitad del supermercado vacío.

El chico colgó los pulgares de su cinturón.

—Un amigo mío trabaja en el banco. Sabe hacer predicciones financieras y ese rollo, por suerte no olvidó mucho —esperó a que la chica asintiera para asegurarse de que lo entendía y habló más bajo—. Me explicó que se avecinan problemas grandes. Siempre que hay pocos productos y gente con mucho dinero para comprarlo aparece la inflación. Es decir, tu dinero deja de valer. Puedes tener cientos de billetes y solo te vale para un caramelo. Se avecina una gran crisis económica. De las colosales. Se avecinan esas crisis gordas en donde ves gente muerta de hambre en mitad de la calle.

La dependienta quedó petrificada. Solo veía sus siluetas y la de él parecía arrepentida de esparcir tan fatídico veredicto como si tirara semillas en un desierto o granadas en un campo de guerra. Se quitó una gorra que estrujó en sus manos, retrocedió, inclinó ligeramente la cabeza y se fue hasta la cabina del camión.

—Cuídate...tú.

—Ya no sabes siquiera cómo me llamo —musitó ella, anclada en su lugar, horrorizada.

—No, no sé.

Se me hacía que antes habían sido amigos, pero solo ella lo recordaba. Suspiré y estrujé otra vez la remera de Pripyat, repasando la conversación de esos dos chicos.

El supermercado sí estaba vacío, no había encontrado cereales de miel, pero creí que se debía al día. De todos modos, esa crisis económica no explotaría como vaticinaba el banquero amigo del repartidor. Porque para morir de hambre se necesitaba mínimo tres meses. Y toda esta pesadilla acabaría en diciembre. No sabíamos cómo, si nos olvidaríamos el último mes, si nuestros recuerdos regresarían o si perderíamos aún más memorias.

Pero todo acabaría.

Mientras colgaba la playera, Pripyat me cubrió los ojos con ambas manos. Supe que era ella porque los dedos que me cerraban los párpados eran ásperos, arrugados y delgados. Sonreí, ella estaba parada de puntillas para alcanzar mi rostro, tumbada contra mi espalda y piernas, solté una risilla y el peso de su cuerpo me hizo perder el control del mío.

—Cierra los ojos. Es una sorpresa —dijo con una voz dulce que no era propia en ella.

Casi caí al suelo, me volteé y aun con los ojos cerrados le rodeé la cadera con los brazos y la alcé. Ella se rio y pateó mientras chillaba que la bajara entre rizas, insultos y amenazas de muerte cruenta. Me tambaleé hasta el automóvil que la señora Bhangarh siempre tenía aparcado en la derecha del jardín, pero estaba tan viejo, oxidado y desinflado que parecía una artesanía. Apoyé mi espalda contra la chapa fría de la puerta del acompañante y abrí los ojos al momento que ella revelaba una libreta.

Continuaba vestida igual que antes, únicamente se había puesto una camisa que parecía del señor Grand. Todavía se le veían sus muslos blancos, pálidos como las margaritas que habían creciendo en mi ventana.

—Planeaba regalártela cuando dejaras de comportarte como una idiota, pero no puedo esperar para siempre —dijo tendiéndome la libreta—. Supuse que ese era tu color favorito.

La agarré en mis manos, era de tela naranja y tenía un cordel carmín de seda para separar las páginas. En cada página, ella había armado una grilla. Era un anotador de pensamientos y personalidades. Cada fila correspondía a una emoción y en las columnas se anotaba las veces que hacían aparición. Prácticamente había puesto todos los sentimientos que podría tener y experimentar, para deducir cómo era mi verdadero yo. Cosas como: bromista, gruñona, optimista, pesimista, ordenada, desordenada, estricta, relajada... no se había dejado ninguna característica 

Te dije que deberías conocerte —Alzó las manos antes de que pudiera hablar—. Para eso es necesario saber cómo eres, pero digo eres, no fuiste. Porque para conocerte no es tan importante saber cómo fuiste. El pasado es un concierto que ya acabó, nadie puede escuchar violines que ya fueron tocados.

—Pripyat tú... —¿Me quieres?—. ¿Tú me soportas?

—¿Qué pregunta es esa? Uno soporta lo que no puede tolerar, Bodie.

—¿Me toleras?

Ella no entendía mi pregunta y me lo dejaba ver en su gesto consternado y en sus manos tan expresivas:

—Por supuesto que te tolero, eres mi vecina y... —alzó un dedo y me apuntó—. Te diré un secreto, pero no te creas importante por escucharlo —esperó a que asintiera y continuó—. Cada vez que quiero acercarme a una persona para hablar o simplemente conocerla, en mi cerebro saltan mil alarmas como si estuviera cometiendo un error. Un delito. O soy desconfiada por naturaleza o en mi anterior vida me decepcionaron bastante. No sé, pero lo bueno de empezar de cero es que puedes decidir quién eres —miró la libreta que le había dado y suspiró como si de repente pensara que era el peor regalo del mundo.

—Para cambiar quién eres primero debes estar seguro de quién eres —agité el cuadernito y le di un golpecito en la frente.

Ella cerró los ojos con fuerza.

—No digas nada más o lo vas a arruinar —sugirió cruzándose de brazos.

Agarré la lapicera que colgaba de las hojas y marqué una X en la casilla de Enternecida y otro en la de Alegría. Esa última casilla la llenaría rápido, porque así era yo: una persona feliz.

Sus ojos se iluminaron, apretó los labios y desvió la mirada, sin ganas de decir nada más. Había algunas luciérnagas revoloteando en el aire como si estuviéramos en un rincón lejano del universo.

Tenía conocimientos en mi cabeza que no podía quitarme, no recordaba dónde lo había aprendido, pero sabía que el corazón humano es potente, genera tanta presión como para hacer que la sangre que bombea llegue desde el suelo hasta un cuarto piso. En aquel momento, el mío latió con tanta fuerza que me dio la sensación que iría a la luna, con la potencia del motor de un cohete.

No podía creer cómo la forastera de la chapa, que conocí en los columpios de la plaza frente a esa casa, se convirtió en la persona que me estaba ayudando a conocerme para formar mi nueva vida.

—Gracias por invitarme a cenar. Y por recibirme... —musité.

Dejé la frase incompleta, no dije «Gracias por recibirme esta noche» porque al regalarme la libreta me dio la sensación de que estaba dándome la bienvenida, pero no a esa noche en especial, a su nueva vida. Tal vez creía que mi presencia era un incordio que le recordaba que la tenían vigilada, pero le caía bien. O al menos no tan mal. Ella me toleraba.

Era la chica más temperamental, fría y grosera que había conocido, pero en esa extraña agenda me estaba dando su amistad y yo no cabía de felicidad por recibirla.

—¿Por recibirte?

—Dije eso en voz alta.

—¿Te refieres por recibirte así? —preguntó meciéndose de un lado a otro para que los faldones de la remera larga bailaran en sus muslos—. Gózalo el tiempo que puedas, es limitado —dijo colocando una mano en su cadera y rodeando su cabeza naranja con el brazo, posando, como lo hacían las musas griegas.

—¿Es la última vez que te veré así de guapa?

Chasqueó la lengua.

—Jamás te castigaría de esa manera —me respondió guiñándome el ojo.

Sentí que las mejillas iban a explotarme, abracé mi libreta contra el pecho y busqué una escapatoria de su ojos negro y blanco. Por más que ella tuviera el tamaño de una decoración de jardín y no me llegara a los hombros, tenerla cerca y sin pantalones provocaba que me sacudiera el suelo, como esas bestias colosales de película que demolían ciudades enteras solo por respirar.

—¡Te lavé la remara! —balbuceé como una idiota y desvié el tema de conversación.

—Ah, veo que quedó bien —dijo y observó la prenda en el tendedero—. Después de todo, mi ropa es negra, ni se verá el vino derramado. Solo se me mancharon los calcetines navideños —desvió los ojos hacia los pies mojados de vino y meneó los dedos—. Supongo que no los podré volver a usar.

—Te hizo un favor —dije sin poder contenerme.

Desvió la mirada y bisbiseó.

—Ganas por esta vez.

Tuve que asentir y pensar en otra cosa para que mi expresión no delatara lo feliz que estaba. No cabía de gozo por escuchar dos palabras tan simples. Esta vez. Ella había dicho: Ganas por esta vez. Me gustó que lo dijera, porque eso significaba que habría otras veces en donde hablaríamos, cenaríamos y pasaríamos el rato o nos molestaríamos con nuestro típico juego de flirteo.

Lo deseé con toda mi voluntad. No importaba si ese nuevo mundo era un estanque repleto de peces olvidadizos y que mi vida tuviera tanta relevancia como la de una sardina.

De verdad esperé, deseé, que fueran muchas veces más en donde viera a Pripyat. Tantas que no pudiera contarlas a todas... o recordarlas. 

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