Capítulo 3

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Me paré frente al espejo con la toalla enroscada en la cintura. No me gustaba ver mi reflejo desnudo, pero a veces el masoquismo me llevaba a reflexionar sobre lo que veía frente a mí. Miré mi cuello, mis hombros, mi pecho lampiño y mi estómago. Me miré con detenimiento mientras pensaba: ¿Quién querría salir con alguien como yo? ¿Alguna vez alguien sentiría ganas de estar conmigo? ¿Cómo se sentiría tener sexo, o saber que alguien siente deseos por mí? Y lo más importante: ¿Realmente me sentiré cómodo?

De vez en cuando solía hacerme mucho la cabeza por eso.

La sociedad está diseñada para la gente bonita, para la belleza idealizada y los estereotipos. Creo que ya mencioné lo mucho que detestaba los estereotipos. No me gustaba hacerme la víctima y rasgarme las vestiduras por mi peso o por mi aspecto, porque en realidad, a mí no me molestaba exactamente ser gordo. Me molestaba la percepción de los demás. La opinión que nadie pedía, pero que ellos siempre estaban dispuestos a dar, y la mayoría de las veces, esa opinión era un cuchillo afilado. Yo tenía muchos de esos clavados en mi espalda. Opiniones que no necesitaba de gente a la que ni siquiera le importaba realmente mi salud o mi autoestima. Ellos solo pensaban que estaban haciendo algo bueno al decirle a alguien gordo lo gordo que estaba. Por supuesto, yo fingía que esos comentarios no me afectaban en lo más mínimo, pero lo cierto era que cargaba con un montón de complejos encima, por más que no quisiera admitirlo.

—Antoni, ¿estás levantado?

La voz de mi madrina al otro lado de la puerta me asustó.

—Em, sí. Me estoy vistiendo.

—Bien, lamento molestarte. Quería avisarte que tengo que salir temprano. Te dejé el desayuno listo en la mesa.

—Está bien, tití. Cuídate en la calle. Nos vemos por la tarde.

Suspiré.

Pensar en esas cosas siempre me dejaba los ánimos por el piso.

Me encantaría tener una varita mágica que hiciera desaparecer los malos sentimientos, pero no era tan sencillo. Este tipo de cosas no se resuelven con magia, sino con años de terapia, pero yo todavía no estaba listo para asumir que realmente necesitaba volver a ver a un terapéuta.

El desayunar solo no me ayudó mucho a distraerme. Así que, cuando salí de mi casa, supe que estaría en baja todo el día. Así era esto. A veces me sentía bien conmigo mismo y me comía el mundo, y a veces simplemente quería quedarme encerrado en mi cuarto para que nadie me viera. Hoy era uno de esos días.

Cuando llegué, caminé sin prestar atención al frente y cuando llegué a la puerta del salón, choqué de frente contra algo que para mí fue un muro.

Pero no era un muro.

—Ay, discúlpame —dije, mientras me sobaba la nariz.

Si en este momento se están imaginando un choque delicado y mis libros cayendo dramáticamente al suelo, eso no fue lo que pasó.

Llevaba puesta la mochila bien pegada a la espalda porque me queda más cómodo llevarla así cuando voy en bicicleta. Y no choqué dramáticamente, me reventé la cara contra el pecho de este tipo, y sentí cómo mi nariz se estrujaba contra uno de sus pectorales.

—Tranquilo, ¿estás bien?

—Sí, sí, no fue nada grave. Nada que una cirugía reconstructiva no arregle.

Una de mis habilidades especiales era hacer bromas estúpidas para salir de situaciones embarazosas. Lo gracioso de todo es que casi siempre lo conseguía. O por lo menos no quería que me tragara la tierra. Bueno... no tanto.

Levanté la vista y ahí estaba otra vez. Esa sonrisa fresca, amable y simpática. Era como ver al mismísimo Lucifer sonriendo.

En ese momento me acordé del sermón de mi madrina. El asunto del matón que tal vez no era tan matón y todas esas cosas que me tuvieron prácticamente toda una noche reflexionando. Tal vez esa era la oportunidad para decirle algo y comenzar a conocerlo mejor, pero estaba de malas, y no es bueno conocer a nadie cuando uno está de malas.

—¿Cómo te llamas?

Pestañeé.

Él pensó más rápido que yo.

—Antoni.

—Un placer, Antoni, soy Camilo.

Me extendió su mano y por un segundo tuve miedo de estrecharla. Pero lo hice.

Mi ansiedad manipuló mi mente de tal manera que no pude evitar pensar que el tipo solo estaba haciéndose el simpático conmigo para tomarme el pelo.

Otra vez salía a flote esa inseguridad y ese miedo que me hacían querer alejarme de todo el mundo. Simplemente no entendía por qué estaba siendo amable conmigo. Supongo que no estaba acostumbrado a que nadie más que mi madrina y mi familia lo fueran.

Cuando este chico soltó mi mano, me alejé prácticamente a las zancadas. Busqué el asiento que solía ocupar y de pronto aquel rincón de la clase se convirtió en mi refugio.

Él se fue a sentar a la otra punta, como siempre. Se colocó los cascos, sacó su libreta maltrecha y el bolígrafo.

Quizás solo me estaba haciendo demasiado la cabeza. Tal vez el chico realmente quería ser amable conmigo. No podía saber lo que realmente estaba pensando, y esa incertidumbre me tuvo toda la tarde con la cabeza en las nubes.


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