Capítulo 6

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Esa tarde fui caminando a clases.
Como era de esperarse, mi madrina cuestionó sobre mi cojera, pero opté por decirle que me había caído de la bicicleta cuando regresaba. No me gustaba mentirle, pero no me sentía listo para hablar sobre lo que había pasado. 

Llegué con diez minutos de retraso, así que me escabullí en silencio mientras la docente dictaba la clase. 

Tomé la decisión de ignorar la mirada sorprendida de ese chico para evitar volver a tener ese sentimiento desagradable. No quería terminar teniendo otro arranque de locura y hacerme daño otra vez. Sin embargo, pasó un rato y él no dejaba de mirarme. Ignorarlo ya no estaba funcionando. 

—Oye, Antoni.

Escuché un susurro y cuando ladeé el rostro, él estaba casi junto a mí. Otra vez.  

—¿Qué? —contesté a secas, sin mirarlo.

—¿Estás bien? 

Hice un gesto negativo con la cabeza, luego apreté la boca. 
Lo menos que quería era que fingiera preocupación por cortesía. 

—Sí, sí, estoy bien.

—Te diste un golpazo. ¿No te lastimaste?

—No —contesté. 

—Pero te vi cojear cuando entraste. ¿Te duele? Tengo unos parches de analgésicos en mi mochila, ¿quieres uno?

En ese momento levanté la vista para enfrentarme a su mirada ambarina. Ese chico aterrador ya no parecía tan terrible como yo lo imaginaba. No sé qué fue lo que cambió, qué hizo que esa situación tan embarazosa se transformara en algo tan... Ligero. 

No supe qué responderle, así que él solo me sonrió.

—Cuando termine esta clase vamos al baño y te doy uno. Son bastante buenos. 

Yo asentí, y él, como si por fin hubiera quedado convencido, se acomodó en el pupitre. 

. . . 

Lo miraba de reojo mientras él revolvía su mochila con nerviosismo. 

Sacó una caja delgada, y de ella un parche blanco, rectangular.

—¿Por qué tienes esto en tu mochila?

—Porque sufro de dolores fuertes de espalda. Los analgésicos orales no me hacen mucho, pero estos parches me han ayudado bastante. Levántate el pantalón.

Me incliné para levantarme la pierna del pantalón deportivo que llevaba, y al revelar mi rodilla, no solo se veía terriblemente hinchada, sino que había tomado un color violeta bastante espantoso. 
Hice un sonido de sorpresa al tiempo que abrí los ojos de par en par. Había estado tan ocupado lamentándome que no le presté atención, pero al menos ahora sabía por qué me dolía tanto.

—Carajo, Antoni... Deberías ver a un médico. Se ve horrible. ¿Y si te fracturaste?

—No... No lo creo —respondí con un dejo de duda—. Solo está inflamado por el golpe. Caí con todo mi peso sobre ella y bueno, no soy precisamente delgadito.

Yo me reí, pero mi chiste no le hizo ni una pizca de gracia.

—Ve a un médico. También te torciste el tobillo, ¿no? ¿Te duele? 

—Un poco.

Mentí.

Me dolía como un infierno.

Apenas podía apoyar el pie. 

—¿Quieres que vaya contigo?

—¡Claro que no! —Me di cuenta de que había alzado el tono de voz, así que traté de suavizarlo—. Digo... No te vas a tomar esa molestia. Además tenemos clase.

—Luego pedimos los apuntes. Vamos a buscar mi moto y te llevo hasta el hospital. 

—¿En tu moto?

De repente, la situación se había vuelto demasiado rara. 

—Espera, no quiero ir al hospital, no me gustan los hospitales. Mejor me voy a mi casa y me pongo hielo. ¿Qué tal eso? Tú me prestas uno de esos parches para el dolor y vas a ver que voy a estar como nuevo para mañana.

Él levantó una ceja. No se veía nada convencido, pero supongo que se dio cuenta de que no me movería de allí y mucho menos para ir a un hospital.

—Está bien, entonces te llevo a tu casa. ¿Viniste en tu bicicleta?
Hice un gesto negativo con la cabeza.

—Imagíname pedaleando con la rodilla así. No me odio tanto, ¿sabes?

Por primera vez pude volver a ver su sonrisa, y me dio muchísimo alivio. 

—Claro, tienes razón. Bueno, entonces déjame ayudarte con esto.

Lo miré detenidamente mientras él despegaba el papel protector del parche con sumo cuidado. Luego se puso en cuclillas y lo colocó sobre mi rodilla. Al final me acomodó la pierna del pantalón.

—¿Está bien?

—Se siente frío.

—Sí, es porque es de efecto frío-calor. ¿Vamos?

Asentí, aunque en realidad no estaba muy seguro. Si mi madrina estaba en casa y me veía llegar en la moto de un desconocido, probablemente haría muchas preguntas. Pero en teoría yo ya era un adulto, ¿verdad? No tenía nada de malo llegar con un amigo a casa. ¿Pero este chico era mi amigo? Claro que no.

—Antoni, ¿estás bien?

—Ah, sí, disculpa. 

La parte graciosa de todo esto fue ver su moto. 

De alguna manera ya me lo veía venir, pero no es lo mismo imaginarlo que ver semejante monstruosidad, y peor: pensar en subirte y ser llevado en ella. 
El tipo tenía una honda chopera*. No había manera de que yo pudiera treparme a esa bestia.

—Olvídalo —dije. 

Intenté irme de forma dramática, pero mi cojera arruinó mi numerito.
Él soltó una carcajada.

—Ay, por favor. Para que sepas, no me gusta la velocidad, así que no voy a ir rápido, y menos si tengo copiloto.

—¿Cómo esperas que crea que no te gusta la velocidad cuando conduces este monstruo?

—No es tan potente como parece, es una ciento veinticinco y no levanta más de cien kilómetros por hora en carretera. 

Hice un mohín.

Sabía de motos tanto como sabía de física cuántica. 

—De acuerdo, ¿tienes un banco para que pueda subirme? —pregunté en tono sarcástico.

—Yo te ayudo.

Tenía un casco extra que guardaba en el baúl, bajo el asiento de la moto. Me lo extendió, y luego de abrocharlo bajo mi mentón, le puso el pie a la moto y me indicó que, con el pie sano, me apoyara en el posapie para subirme. Hice caso a todas sus indicaciones sin dudarlo demasiado. Cuando estuve arriba, él se colocó su casco y se subió. Al encenderla, el ronquido profundo del motor me hizo vibrar el trasero y sentir cosquillas en el estómago. De pronto sentía que estaba a punto de vivir una gran aventura; nunca me había montado en una moto, y mucho menos en una de ese tamaño. Era realmente emocionante.

Al final, la experiencia fue incluso mejor de lo que esperaba. El asiento era bastante bajo y muy cómodo, aunque yo tenía la  sensación de que estábamos un poco apretados debido a mi tamaño. Pero eso probablemente solo era una percepción mía.

Arrancamos y en menos de un minuto estábamos paseando por la calle en su gran moto. Quise hacerme el valiente pero el miedo me obligó a aferrarme a su chaqueta de mezclilla. 

 Debo admitir que me sorprendió su honestidad; Él de verdad era prudente manejando, y no solo eso, sino que lo hacía muy bien, y se notaba que estaba teniendo mucho cuidado porque yo iba con él.

Cuando estacionamos en casa, mi madrina estaba bajando unas cosas del baúl de su auto. 
Le pedí a todos los cielos que no hiciera ningún comentario vergonzoso cuando la vi abrir la boca de par en par. Y para mi fortuna no lo hizo. 

—Bueno, gracias por traerme.

—No es nada. El efecto del parche dura ocho horas, no lo puedes mojar porque se te despega. Y otra cosa: mañana si sigues así te vas al médico.

—Sí, sí, lo que digas. 

—Nos vemos, Antoni.

Cuando escuché mi nombre, sentí una sensación extraña. Lo dijo de una manera tan cálida y amable que fue como una caricia para mis oídos. 

En ese momento caí en cuenta de que yo todavía no sabía su nombre.

—¡Oye! —le grité desde el otro lado del portón—. ¿Cómo me dijiste que te llamabas?

Él me volvió a sonreír.

—Camilo —contestó, luego encendió la moto y se marchó.

*Choperas se les dice a las motos grandes.


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